con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar;
me gusta ver la noche
sin luna y sin estrellas,
y solo las centellas
la tierra iluminar.
atribuida a José de Espronceda
CAPÍTULO 14
V
|
AN
a subir al cerro. Es una huida, disfrazada con el pretexto de recoger hierbas.
Doña Chona ha pasado tumbada en la cama una noche y un día completos, los ojos
muy abiertos, el corazón sangrando. Le duele el cuerpo ya viejo, crujen sus
articulaciones maltratadas por la caída y no halla reposo: ninguna postura es
buena porque es su alma la que se queja. Ella, que había soportado estoica tantas
penalidades, que jamás había levantado la mano contra nadie, ha provocado el
linchamiento de Braulio. No sabe si está vivo o muerto, y no se arrepiente. No,
la ira sigue mandando en su interior y no le consiente pensar con claridad. Su olla se
ha colmado y ya rebosa; su cabito se
acaba y exhala culebrillas de humo negro…
Angelina se ha alegrado cuando su
abuela ha propuesto el viaje. Tampoco ella es capaz de dormir, no encuentra
sosiego. Pero no quiere llorar más, que Melva descanse en paz allá donde se
encuentre, no quiere seguir pensando en su hijito desaparecido, necesita aire, nuevos
horizontes para que no la aniquile la pena. Sin embargo, no está segura de que
su abuela aguante tan larga caminata. Ha visto los moratones de sus muslos y
las negras ojeras que rodean sus ojos, y hasta ha tenido que ayudarla a
levantarse de la cama. No, es demasiado pronto para subir al cerro.
Pero doña Chona es terca:
—Allá arriba estaremos bien, mi
hija. Tengo necesidad de buscar mis hierbas. ¿Cómo voy a sanar de sus males si no a los desdichados
que acudan a pedírmelo?
Angelina asiente con la cabeza aunque
teme que ahora serán otros los que se acerquen a su abuela. Ayer tocaron a la
puerta dos hombres que estaban dispuestos a pagar harta plata si echaba daño a
quien los estaba perjudicando en una disputa de tierras. Muchos más los
seguirán en cuanto se corra la voz de lo ocurrido con Braulio. Tiene razón doña
Chona, mejor subir al cerro, aunque sea paso a pasito, mejor huir hasta que llegue
el olvido y las cubra con su manto.
Sabe doña Chona que los primeros pasos son los peores, los
más dolorosos, y aprieta los dientes para aguantarlo. Luego las plantas de los pies
se endurecen, la columna consigue enderezarse y, apoyada en el grueso palo que
le sirve de cayado, abandona su casa sin volver la vista atrás. Angelina camina
a su lado, cogida de su brazo, creyendo observar ojos silenciosos que las vigilan
desde las rendijas de las viviendas. Aún está oscuro, y los perros ladran hambrientos
a la luna.
Durante su lento camino de ascenso, el sol ha disipado la
bruma del amanecer y brilla en el cielo diáfano. Las laderas están salpicadas
de chozas y terrazas labradas teñidas de verde y amarillo. Doña Chona va escogiendo
las plantas, arrancando los mejores tallos que coloca en una bolsa de tela mientras
explica a Angelina sus cualidades y aplicaciones: hierbasanta para los cólicos,
corazoncillo para el mal de ojo, epazote para las lombrices, hierba cana para
el dolor de huesos. Desea transmitirle su ciencia, pero Angelina la escucha sin
prestarle atención. Está absorta en el
paisaje, asombrada por su colorido que casi había olvidado. Unas risas la
atraen hasta el borde del barranco, mientras su abuela se sienta sobre una
piedra para descansar.
Abajo, en un remanso del río cristalino que se precipita
entre breñas, se bañan mujeres y niñas, lavándose con raíces jabonosas las
largas melenas que después se anudan en la nuca mientras se secan. Sus delgados
cuerpos desnudos, sus chapoteos, las madres golpeando la ropa contra las rocas:
Angelina también se bañaba así de niña con Melva; su abuela también lavaba la
ropa entre las piedras del río. Qué bonita escena: serviría para los anuncios
de las agencias de viajes. «Vengan a Guatemala, tierra de los mayas», decía un
folleto que hojeó Angelina cuando fue a comprar su billete. Observándolas bañarse,
pareciera que su vida es tranquila e idílica, pero Angelina sabe que muchas de
esas mujeres serán arrastradas de las melenas que acaban de lavarse en cuanto
regresen a sus casas, que más de una sufrirá el mismo destino que Melva… Porque
los anuncios son mentira, bien se lo advirtió la joven Cecilia cuando pidió a
doña Mercedes que le dejara comprar el detergente de la televisión para limpiar
las manchas que traía en su ropa la niña Paloma cuando regresaba de las clases
de pintura. «El frotar se va a acabar», anunciaban sonrientes por la televisión,
y Cecilia se rio, cómprale el detergente, abuela, que descubra por sí misma que
los anuncios siempre son mentira. Y tenía razón: había que frotar las manchas,
nunca salían a la primera con ese detergente ni con ninguno. El anuncio era
mentira, sí, siempre lo son: mentira era también la vida idílica de esas gentes
que por sus costumbres y su vistosa ropa tejida a mano se convertían en atracción
para los turistas.
Los anuncios ocultaban que hubo una guerra fratricida con un
legado terrible de violencia y desarraigo. Ocultaban que fueron miles los que perecieron
y que otros, como su abuela y ella, tuvieron que huir para no morir, y que en
el camino se deshicieron poco a poco de sus ropas de indias para pasar
desapercibidas, para encontrar empleo en las fincas. Angelina lo tuvo más fácil
por sus ojos de española. Hasta una vez cierta maestra la quiso poner de
abanderada para un desfile de la escuela, pero cambió de opinión a toda prisa
cuando conoció a su abuela y se dio cuenta de que no era ladina.
«Margarita, no anheles la escuela para nuestra hija, porque
allá le quitarán nuestras costumbres», recuerda Angelina que su papá repetía cada
vez que su mamá insistía en mandarla. «Del padre al hijo bajará la sabiduría,
pues nadie podría saber ni repetir lo que fue antes de que hubiera ojos para
verlo y orejas para escucharlo si los que en su tiempo lo supieron no lo
hubieran enseñado». Luego lo mataron por meterse a defender los derechos de los
indios, y Angelina solo recuerda que le explicó: «Hay tres cosas grandes en que
está puesta la sabiduría, no lo olvides nunca», y no lo olvida, pero aún no ha
descifrado cuáles son, y en la escuela a la que la envió doña Chona tampoco se
las enseñaron. Tal vez porque faltaba mucho, tal vez porque no era capaz de
prestar atención cuando sentía hambre o sueño, porque durante mucho tiempo vagó
con su abuela por los cerros y no tuvo más techo que las estrellas.
—Angelina, ya acabé —anuncia doña Chona.
—¿Cuáles son las tres cosas grandes en las que se asienta la
sabiduría? —le pregunta.
—Ay, mi hijita, ¿es otro acertijo del cofre de doña Virtudes?
—No, fue mi papá quien me lo dijo. ¿Sabes cuáles son?
—Has de descubrirlas tú. Son distintas para cada quien.
—Omnia mecum porto. Eso ya lo adiviné.
—Qué bueno, mi hijita. Ya vámonos, apúrate.
Angelina mira de nuevo a las mujeres que se alejan del río,
cargando cada una un recipiente de agua para rellenar las tinajas de las casas,
y corre a reunirse con su abuela, que ya ha iniciado la marcha, pero no por donde habían subido.
—Ay, abuelita, te confundiste. Por acá no es el camino.
—Ya sé, mi hijita, cómo crees que voy a perderme, es que
primero quiero mostrarte algo, al fin es allá abajito, al final del valle, no
nos vamos a tardar.
La senda que señala la abuela es tortuosa, abierta por los
animales y ensanchada por las pisadas de los hombres, y va a parar a una
explanada verde donde se entrevén entre la maleza unos muros de piedra abatidos
por los años y el abandono.
—Ya me trajiste aquí de chiquita —afirma Angelina, haciendo
memoria—. ¿No es el lugar donde vivió tu abuelita y donde nació tu mamá?
—Así mero es, no más que entonces aún se apreciaba cómo había
sido la casa, dónde estaban los potreros y los campos de labor; ahora apenitas
queda nada, el tiempo lo va borrando —responde doña Chona con añoranza—.
Ayúdame a encontrar la puerta.
La búsqueda es difícil pues han crecido zarzas entre las
piedras y el sol va bajando y falta poco para que se esconda tras los cerros.
Angelina no comprende qué es lo que pretende su abuela y le avisa una y otra
vez que se les va a hacer de noche, que han de buscar cobijo, pero no consigue
que deje su laboriosa tarea.
—¡Acá está! —exclama al fin, cortando con su afilado machete una rama
de zarza que le ha arañado las manos—. Este escudo se hallaba colocado encimita
de la puerta principal. Léeme lo que está escrito.
A la escasa luz crepuscular, Angelina se afana en descifrar
lo que hay grabado en la piedra sobre un borroso dibujo en relieve:
—Omnia mecum porto —pronuncia admirada cuando lo
consigue.
—Ya ves que yo no sé de letras, pero cuando allá en el cerro
te escuché que habías descifrado las palabras, se me vino a la cabeza que tal
vez fueran las mismas...
—¿Por qué son las mismas? —la interrumpe ansiosa Angelina.
—Yo no sé. Acá vivían gentes de fortuna. Tenían su escudo
sobre la puerta y lo llevaban grabado hasta en las sillas de montar. Mi mamá
conocía su historia, pues ya ves que acá nació, pero no alcanzó a contármela.
—¿Por qué se destruyó la casa?
—La derrumbó un terremoto, pero para entonces ya eran muchos
los años que llevaba abandonada. Yo no sé la causa, pero Soledad, si aún no
murió, habrá de acordarse. Se quedó a vivir por acá, como muchos de los que
trabajaban en las tierras. Vamos, mi hijita, buscaremos su casa. Mi mamá y la
suya fueron buenas amigas y se alegrará de vernos.
Sobre una terraza labrada en la falda de la montaña que
cierra el valle, hay un grupo de cabañas de tablas de madera y paja. Hacia
ellas se dirigen alumbradas por la luna y llaman a la puerta de la primera que
encuentran a su paso. Sale a abrirles un anciano canoso, sonriente y
desdentado.
—Buenas noches, señor —le saluda doña Chona—. ¿Sabría darnos
razón de si vive por acá doña Soledad, hija de doña Magdalena?
—Vive y está buena de su salud, no más algo desmejorada de su
boca, como yo mero. ¿Quién pregunta por ella?
—Disculpe la descortesía —replica la abuela—. Doña Chona es
mi gracia y esta es mi nieta Angelina.
El anciano hace una reverencia con la cabeza y les comunica:
—Su casa es la tercera de aquel lado según se sube, por si
quieren visitarla. Es feo pasar la noche afuera en los malos tiempos que
corren.
Le agradecen su
información y se dirigen a la puerta que les ha indicado. Por las rendijas se
escapa el humo de la hoguera que arde dentro y un dulce olor a leche hirviendo.
La señora que acude a su llamada parece más vieja que la
abuela porque apenas tiene dientes, pero se muestra dichosa con su visita y las
invita a pasar al interior. Después de beber con deleite la taza de leche que
les ofrece, inician una conversación en la que se cuentan lo que les ha
ocurrido durante el tiempo en que no se han visto. Luego la abuela pregunta:
—Angelina, ¿traes la medalla?
La joven desata la cinta de la que cuelga en su cuello y se
la muestra a doña Soledad.
—Explícale las letras —le indica su abuela.
Doña Soledad coge la medalla con sus gruesos dedos y escucha atenta a Angelina.
Doña Soledad coge la medalla con sus gruesos dedos y escucha atenta a Angelina.
—Omnia mecum porto —repite después—. Cuántos recuerdos. Tantas veces me contó mi mamá la historia de la
señora Acacia: Omnia mecum porto...
Como se queda ensimismada, doña Chona le pregunta quién era esa señora.
—¿Acaso tu mamá no te platicó de la señora de la Casa Grande?
—se extraña.
—Ya ves que murió temprano —se disculpa doña Chona—. Apenas
alcanzo a recordar nada de aquellos años; apenas conocí a mi mamá, esa
desgracia tuve.
Doña Soledad asiente y comienza su relato:
—El último amo de la Casa Grande era galán cumplido, tenía
unos lindos ojos, así como los tuyos, Angelina, y no le faltaban sus enamoradas
por los contornos, pero cuando le llegó la hora de casarse, le mandaron traer
una novia de España. Así se presentó la señora Acacia, con sus lindos trajes de
encajes que nadie había visto nunca por acá y sus abanicos de nácar que movía
sin parar para hacerse alrededor de su cara allá donde fuera un airecito suave
que le conservaba ese color delicado como de durazno. Le gustaba mucho esa
fruta y hasta mandó plantar un árbol que aún da harta cosecha. ¿No lo vieron
cerca de las ruinas?
Abuela y nieta responden que no se han fijado y doña Soledad
prosigue narrando:
—Durante años pareció contenta con su suerte entre estos
valles, no se quejaba de nada, ni pretendía que la sacaran a pasear a la
ciudad, aunque estaba bien joven. Hasta la noche de tormenta en que un caballo
traicionero arrojó al barranco a su esposo, cuando regresaba quién sabe de qué
negocio. Lo encontraron muerto, y ella lo enterró y pagó los duelos, como era
su deber de esposa, aunque muchas lo lloraron sin cobrar nada por el servicio.
Después se empeñó en regresar a España. Era una buena ama y mi abuelita la
quería bien, por eso trató de convencerla para que no abandonara sus
posesiones: «Omnia mecum porto», fue su respuesta, todo lo mío lo llevo
conmigo. Y no hubo quien la sacara de eso. No vendió nada, dio las cosas a
quienes se las pidieron, ya ven que no faltan atrevidos, y se fue no más con lo
que había traído y los regalos que le había hecho en vida su esposo. Con mi
abuelita fue generosa: le apenaba que se quedara sin trabajo con su marcha y le
entregó unas monedas de oro para que no pasara apuros en criar a mi mamá y una
parcelita para que mi abuelito la cultivara, pero nos duró bien poco, pues ya
ven que la única tierra que conservan los pobres es la de las uñas. Ella
también esperaba un hijo, pero mi abuelita nunca supo si llegó a nacer.
—¿Le habló su mamá del collar del Virrey? —pregunta Angelina.
—No.
—¿Y de Do ut des?
—¿Cómo dijiste?
—Do ut des. Son otras palabras en latín.
—Jamás lo escuché.
Esa noche, a Angelina le cuesta conciliar el sueño. Ha
perdido la costumbre de dormir en el duro suelo, pero además tiene demasiadas
interrogantes en la cabeza y no encuentra el modo de resolverlas. Una sobre
todo le inquieta:
—¿Ya te dormiste? —susurra a su abuela, tumbada a su lado.
—No, mi hijita.
—¿Conociste a tu papá?
—No, mi hijita, no tuve esa suerte.
Cuando consigue dormirse, Angelina ve a doña Virtudes
recitando la adivinanza de la jicarita y ofreciéndole un durazno mientras le
dice: «Do ut des». Le despiertan al amanecer los mugidos de la vaca que
ordeña doña Soledad para prepararles el desayuno.
—¿Sabe esta adivinanza? —le pregunta.
Jicarita azul y
negra,
palomitas de maíz,
lucecitas que no
duermen
y que te miran
dormir.
—El cielo de la noche —responde la anciana.
—¿La sabía su mamá?
—Ella me la enseñó.
Mientras desandan sus pasos para adentrarse en los cerros, Angelina
va absorta en sus pensamientos e imagina a la madre de doña Virtudes dándose
aire con su abanico de nácar y entregándole la medallita con filigrana en la
que hizo grabar los dos aforismos latinos que rigieron su vida.
Su abuela interrumpe sus cavilaciones, señalándole el cielo.
—Ve esas nubes. El viento las junta a su capricho, y nosotros
distinguimos ahorita un águila con sus grandes alas abiertas, luego una
serpiente enroscada, una liebre que salta, una mariposa, y al ratito ya se
deshizo todo. No faltan veces en las que la casualidad parece más clara que la
mera verdad. No te dejes engañar por ensoñaciones, Angelina. Mi papá no fue ese
amo galán del que nos habló doña Soledad. Mi mamá todavía no nacía cuando él
murió.
Pero Angelina tiene la certeza de que existe un lazo que la
une con doña Virtudes. ¿Por qué, si no, la reconoció por sus ojos y le dejó en
herencia la llave que guardaba sus más preciados recuerdos?
© Carmen Martínez Gimeno
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