lunes, 24 de mayo de 2021

Apuntes sobre «La trenza»

Esta original novela narra las vicisitudes de tres mujeres pertenecientes a tres culturas y religiones diferentes, unidas por un vínculo que se va revelando a lo largo de la trama. La primera protagonista es Smita, una joven madre india de la casta de los intocables que sobrevive en Badlapur recogiendo casa por casa, con su cesto y su escobilla, los excrementos depositados en malolientes letrinas por las familias de una casta superior. La segunda protagonista es Giulia, una joven italiana, todavía soltera, que ha preferido olvidarse de la universidad para trabaja en el taller familiar de pelucas de pelo auténtico dirigido por su padre en Palermo. La tercera protagonista es Sarah, una abogada judía cuya inteligencia y coraje le han procurado una carrera brillante en Montreal, al precio de sacrificar dos matrimonios y dejar en manos ajenas la crianza de sus tres hijos.

Smita tiene una hija para quien sueña un futuro mejor que el suyo: ir a la escuela. Su marido piensa que será perder el tiempo ya que, aunque aprenda a leer y escribir, nadie le dará trabajo. Si se nace para limpiar letrinas, se seguirá haciendo lo mismo hasta la muerte. Es una herencia, un círculo imposible de romper. Pero Smita no se rinde y acaba convenciéndolo para que hable con el brahmán a fin de que dé permiso para que la niña pueda asistir a la escuela del pueblo. El brahmán accede después de recibir como pago todos los ahorros de la pareja. Cuando llega el día señalado, Smita lleva de la mano a su hija Lalita hasta cruzar la carretera que las separa de la escuela. Quiere decirle tantas cosas, explicarle tantas esperanzas que se agolpan en su pecho… Pero como no encuentra las palabras, se limita a inclinarse hacia ella y pedirle: Ve.

Giulia es una lectora voraz. Tanto que se pasa las noches en blanco, extasiada entre las páginas de algún libro. Pero también es una buena trabajadora que acude a diario al taller de su padre, un antiguo cine reconvertido. Giulia creció allí, entre cabellos que desenredar, mechones que lavar y pedidos que enviar. Se conoce el oficio al dedillo a pesar de su juventud. Las demás operarias la han visto crecer en el taller de pelucas, donde todas comparten, además del trabajo, sus vivencias, amores y desamores, cuitas y peligros. Un mediodía, cuando Giulia regresa al taller después de la pausa para el almuerzo que ha aprovechado para ir a leer a la biblioteca municipal, le comunican que a su padre le ha ocurrido un grave accidente.

Sarah madruga a diario y vive contrarreloj hasta que llega de nuevo a la cama a altas horas de la noche. Tiene una vida planificada, prevista al milímetro. No puede permitirse el menor despiste como madre de familia, alta directiva, mujer trabajadora: le complacen estas etiquetas que las revistas femeninas destinan a quienes, como ella, han alcanzado una posición esquiva para la mayoría. Ella ha sabido construir un muro impenetrable entre su vida profesional y su vida familiar que le permite avanzar en ambas sin que sus trazados se interfieran. En el trabajo es eficiente y no escatima esfuerzos; en casa procura compensar con cariño y dedicación el tiempo tasado que dedica a sus hijos. Quiere pensar que algún día sentirán orgullo ante los logros de su madre. Si se mira al espejo, ve a una mujer de cuarenta años que a fuerza de tesón ha ascendido: la viva imagen de una mujer realizada. Pero dentro de ese cuerpo resistente, vestido con trajes sastre de grandes modistas, hay un mal imperceptible a punto de dar la cara. Sarah acaba de desmayarse en la sala del tribunal, en pleno alegato.

La novela se va trenzando desde el comienzo, dividiendo el argumento en capítulos cortos y equivalentes en extensión, el primero dedicado a Smita; el segundo, a Giulia, y el tercero, a Sarah… siempre en este mismo orden hasta el final. Hay una narradora omnisciente en tercera persona que cumple su cometido con tal intuición y destreza que pareciera que son las mismas protagonistas quienes nos van contando lo que ocurre. Como perspectiva temporal se ha elegido el presente, lo que también contribuye a acercar lo narrado. No hay diálogos, apenas unas pequeñas observaciones construidas en punto y aparte, pero no se echan en falta: el texto fluye rápido como el agua de un deshielo repentino y, aunque a medida que avanza el trenzado se va intuyendo lo que acabará uniendo a las tres mujeres, los pormenores hasta ese fin son tan interesantes, están contados con tanta sensibilidad, que es difícil abandonar la lectura.

Es sabido que para hacer una trenza se precisa dividir el cabello, la lana o el material maleable que se haya elegido en tres secciones iguales. De lo contrario, una sobresaldrá sobre las demás. Puede que la autora de esta novela no previera que la parte de la trenza que comparten Smita y su hija Lalita se fuera a convertir en la predominante, en aquella que más brillo irradia, o puede que sí. Su coraje, su ansia de libertad y su enorme generosidad sobrecogen desde la primera página y provocan reflexiones acerca de la influencia de la cuna y la religión en nuestras vidas. No es una crítica: el resultado del trenzado es espléndido debido también a las otras dos secciones, de las cuales es interesante resaltar el crisol de razas y culturas que aparece proyectado con una visión positiva tanto en Italia como en Canadá.  

Laetitia Colombani es francesa, pero de ascendencia italiana, como indica su nombre. Esta novela, la primera que escribe, se ha convertido en un descubrimiento editorial y se ha traducido a cuarenta idiomas en breve tiempo. En español ha alcanzado varias reediciones. La autora es además actriz, directora de cine y guionista, lo cual queda sin duda reflejado en su estilo literario. La novela ha sido impecablemente traducida del francés al español por José Antonio Soriano. Me ha encantado y, todavía bajo el influjo de su hechizo, no puedo dejar de recomendar su lectura.  


Ficha bibliográfica

Laetitia Colombani (2018): La trenza, trad. del francés de José Antonio Soriano, Barcelona: Salamandra, 205 pp. 


La lengua destrabada


Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.  






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jueves, 13 de mayo de 2021

¿Sabes de qué tengo ganas?

El sábado pasado por la tarde me inyectaron, por fin, la primera dosis de la vacuna contra la covid-19 de AstraZeneca. Fue en el estadio Wanda Metropolitano, que está a más de 30 kilómetros del lugar donde vivo. Así es la libertad que nos gastamos en la Comunidad de Madrid. Por miedo a la distancia y a las grandes colas que esperaba de las vacunaciones masivas tan publicitadas, fui con tiempo y llegué media hora antes de la marcada en la cita. En efecto, nada más salir del aparcamiento, había mucha infraestructura dispuesta para distribuir enormes masas de gente, pero nadie ―es literal― ocupándola. Llegué yo sola al punto de entrada, donde me pidieron mis datos; de ahí seguí, como me indicaron, el carril marcado hasta llegar a los puestos de vacunación, donde tampoco tuve que esperar nada: la mayoría estaban ociosos. Volvieron a pedirme los datos y me senté para que me vacunara en el brazo derecho, puesto que soy zurda, una enfermera encantadora que no me hizo ningún daño. A continuación me entregaron una hoja con toda la información sobre el lote de mi vacuna, los efectos que cabía esperar y el plazo previsto para la segunda dosis (10 o 12 semanas). El último paso fue aguardar sentada 15 minutos, que yo misma debía controlar, en un espacio habilitado a tal efecto para comprobar que no experimentaba ninguna reacción adversa. Durante el tiempo que permanecí allí, hubo un flujo débil pero constante de personas más o menos de mi misma edad que llegaban en estricto silencio, con la mascarilla puesta, y se marchaban cuando se cumplía lo estipulado. Yo hice lo mismo. En total, el proceso se completó en menos de 25 minutos. A la hora fijada de mi cita, yo ya estaba recorriendo los 30 kilómetros en coche para regresar a casa.

Me siento privilegiada. Tenía muchas ganas de vacunarme, por mí y por los demás. Es lo único que se puede hacer para intentar recuperar una vida semejante a la que había antes de la propagación del maldito coronavirus. Tuve febrícula al día siguiente y un dolorcillo en el lugar del pinchazo que poco a poco se ha ido pasando. Ojalá mi cuerpo reaccione como es de desear y produzca los ansiados anticuerpos; ojalá me llamen para inyectarme la segunda dosis cuando me toque. Tengo tantas ganas…

Informa María Moliner en su Diccionario de uso del español que ‘gana’ es palabra gótica con parientes de sentido afín en las lenguas escandinavas y que significa «deseo o apetito de hacer cierta cosa o disposición adecuada para hacer algo». Aunque difiere en cuanto al origen de la palabra, pues la hace provenir del griego, Sebastián de Covarrubias ya la recoge en su Tesoro de la lengua castellana, o española  (1611) con el mismo significado: «deseo, apetito, voluntad, y aquellas cosas de que tenemos gana las apetecemos, por tener gozo y contento en ellas». La gana también puede ser mala o buena: comió de mala gana; lo ayudó de buena gana; o  indicar la inutilidad  de hacer algo: buena gana tienes de madrugar tanto. En plural, aparece en varias locuciones con sentidos diversos: ese día nevó con ganas (en exceso, mucho); quería viajar, pero se quedó con las ganas (fracasar en un cometido); a ese político le tienen muchas ganas (provocar animadversión e interés de enfrentamiento); no le vino en gana/ganas acompañarnos (dignarse, consentir). Las ganas a menudo se califican de locas o rabiosas: tengo unas ganas rabiosas de beber una cerveza. Pero quizá uno de los usos más repetidos últimamente de la ‘gana’ debido al cansancio provocado por tantos meses de restricciones de derechos ciudadanos a cuenta del estado de alarma decretado para combatir la pandemia y, sobre todo, debido a la trivialización de la palabra ‘libertad’, omitiendo interesadamente la responsabilidad que siempre conlleva, sea estas chulescas expresiones castizas: no me da la gana llevar mascarilla; no me da la real gana guardar la distancia de seguridad  y hago lo que me da la gana porque en Madrid somos libres…

A las pocas horas de haberme puesto la primera dosis de la vacuna de AstraZeneca, la Puerta del Sol, las calles y los parques madrileños se llenaron de gente insensata que celebraba el fin del estado de alarma y proclamaba su «libertad de vivir a la madrileña» bebiendo, bailando, gritando, simulando torear o haciendo el oso, que para eso los toros aquí se consideran parte vital de nuestra «cultura» y el animal plantígrado es la mitad del símbolo que representa a esta nuestra ciudad capital. Esas imágenes incívicas y bochornosas han dado la vuelta al mundo. ¿Quiénes son los responsables? De esta pandemia no estamos saliendo mejores; muchos ni siquiera lograrán sobrevivir. No importa, si se saca rédito político. Al final, a pesar del ingente esfuerzo del personal sanitario, se acabará imponiendo la ley de la selva darwiniana y la selección natural, el sálvese quien pueda de la historia. Y se seguirá haciendo política en el sucio barro que todo lo impregna.  

¿Sabes de qué tengo ganas? es el título de una canción de amor mexicana que comienza con estas palabras y solía cantar maravillosamente María Dolores Pradera. Ojalá en lo único que tuviéramos que pensar en estos días aciagos fuera en lo que dice la letra de la canción. Ojalá el amor y el respeto mutuo imperaran en nuestras vidas ahora y en el futuro.


La lengua destrabada


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