Comienzo hoy a publicar una novela que escribí hace años, cuando España vivía la quimera de ser un país europeo rico y empezamos a recibir inmigrantes de todas partes del mundo, sobre todo de los países latinoamericanos que son nuestros hermanos y comparten nuestra lengua. Pronto mi barrio se llenó de criaditas casi niñas que, vestidas con uniformes a cuadros rosas o azules, acompañaban al colegio a los hijos de sus señores, poco mayores que ellas. ¿De dónde provenían? ¿Qué las había impulsado a cruzar el Atlántico y cuáles eran sus ilusiones y esperanzas?
Todos los viernes aparecerá un capítulo hasta terminar la novela. Es mi modo de dar las gracias a los muchos lectores que tiene este blog.
CAPÍTULO 1
A
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NGELINA llegó a España con los ojos muy abiertos y un
ligero temblor de rodillas que fue aumentando a medida que se acercaba al
puesto de aduanas. De puros nervios, a punto estuvo de retroceder al último
lugar de la cola cuando ya le tocaba que la atendieran, pero le pareció que el
policía la miraba y no quiso llamar su atención. Abrió aún más los ojos,
respiró hondo para ver si con la entrada del aire evitaba que el corazón
desbocado se le escapara por la boca y se apresuró hasta la ventanilla, donde
dejó el pasaporte y la carta antes de que se los solicitaran. El oficial la
miró tranquilo, le dio los buenos días y cogió el pasaporte. «De Guatemala,
quién lo hubiera dicho, pareces española, ya llegaste hasta acá, después de tan
largo viaje, así que espero que te vaya bien», quiso leer en su mente que le
diría, pero no fueron esas las palabras que salieron de sus labios. Le preguntó
cuál era el motivo de su venida, como si no lo hubiera visto en el papel que le
habían hecho rellenar en el avión, luego le pidió que le mostrara el billete de
vuelta y a continuación le reclamó la bolsa de viaje. Angelina sabía que no la
necesitaba, para eso traía la carta, que era una invitación para quedarse en
España en casa de unos amigos que cubrirían sus gastos. No, ella no necesitaba
la bolsa, aunque algunos dólares traía para lo que se pudiera ofrecer. El
oficial pareció conforme. Le recordó que su visado solo le permitía permanecer
tres meses en el país y le deseó una feliz estancia. Angelina le dio las
gracias, recogió sus papeles y la maletita verde que constituía su único
equipaje, y se dirigió a la salida.
No
estaba acostumbrada a seguir letreros y le costó un poco encontrarla, pero por
fin allí estaba, lista para iniciar una vida nueva, tal como había querido su
abuela. El corazón le dio un vuelco al acordarse de ella, pero no dejó que la
venciera la pena. Tenía que seguir adelante a toda costa, así que se pasó la
mano por el cuello para asegurarse de que llevaba bien visible el pañuelo rojo
por el que la reconocerían y se acercó a las puertas de cristal. Le sobresaltó
que se abrieran de improviso sin haber hecho nada y se quedó parada en medio,
mirando a la gente agolpada detrás de una barandilla que también la miraba a
ella. Nadie le hizo señas ni mostró ningún interés, y Angelina siguió inmóvil,
aguardando, hasta que los demás viajeros, que se habían retrasado recogiendo su
equipaje en la cinta rodante, empezaron a salir, y alguien le dijo que se
hiciera a un lado, que ahí estorbaba. Obedeció al instante y se colocó pegada a
la pared junto a la puerta, esperando escuchar su nombre en cualquier momento.
Había
varias personas con carteles, pero no alcanzaba a leer lo que ponían. Un hombre
de mediana edad le dijo unas palabras que no comprendió entre el tumulto de
saludos y se aproximó para escucharlo mejor.
—¿Eres Paulina? —le repitió cuando estuvo cerca.
—No, señor, soy Angelina.
—A ver, voy a comprobarlo por si acaso ¾sacó un papel del
bolsillo y leyó—: Paulina Maldonado. A ella es a quien
busco.
—No soy yo —confirmó desilusionada Angelina y volvió a su puesto
en la pared.
Poco
a poco fueron desapareciendo los viajeros con sus familiares y los carritos
cargados de bultos, y la sala permaneció solitaria durante un breve tiempo,
pues de inmediato se fue colocando gente nueva en la barandilla a la espera de
más llegadas. Así transcurrieron varias horas, sin que Angelina se moviera del
lugar de la pared en el que se había apostado. Desde el avión había visto lo
grande que era la ciudad, por eso no era extraño que se retrasaran quienes
tenían que recogerla, se consolaba pensando. Miró su reloj: marcaba
las cuatro y media. Hacía poco que lo tenía y aún le costaba esfuerzo leer la
hora. Lo acarició con sus dedos morenos y recordó cómo se lo había comprado su
abuela, a pesar de sus protestas por el gasto que suponía: «Acá no se precisa,
pero allá es otra cosa. El tiempo es chiquito o largo, según como nos vaya, por
eso lo medimos para no confundirnos. Acá basta con mirar al sol, y al fin casi
nunca hay apuro en llegar una horita antes o después, pero ya sabes que en la
ciudad no siempre se alcanza a verlo y a buen seguro en España habrá más
prisas. Has de tener tu propio reloj», le dijo mientras observaban los que
mostraba un puesto del mercado. «¿Cuánto por este, marchantita?», le preguntó a
la vendedora. «Veinte quetzales, marchantita», le respondió esta. «Caro está —observó la abuela—. Le doy quince». «No,
marchantita. Así no puedo, lindo está el reloj, vea qué bien le cae», replicó
la vendedora, tendiéndoselo para que se lo probara. «Para no alargar el cuento,
le ofrezco dieciséis quetzales», propuso la abuela. La vendedora hizo ademán de
que se lo quedara y afirmó: «Llévelo por diecisiete, antes de que me
arrepienta». «Bueno está —asintió la abuela—, pero nos lo guarda tantito, al rato regresamos a
buscarlo». Angelina estaba asombrada. ¿De dónde pensaba sacar el dinero?
«Apúrate, niña —le pidió mientras se
apresuraba por las calles estrechas que rodeaban el mercado hasta llegar a una
casa pintada de verde papagayo, y entonces le solicitó—: Dime si acá es. Léeme el letrero». Angelina se
esforzó en hacerlo: «SE COMPRAN DIENTES Y MUELAS DE ORO, OJOS DE CRISTAL,
CABELLOS SANOS...». «Acá es —confirmó la abuela sin
dejarle concluir—. Venderemos nuestro cabello. Al fin,
rapidito nos volverá a crecer». Dicho y hecho. Las dos salieron de la casa con
el pelo corto y veinte quetzales en el bolsillo. Angelina se tocó la cabeza y
recordó la larga trenza que hasta hacía unos días la rodeaba, adornada con
cintas multicolores. Luego volvió a mirar su reloj. Las cinco en punto. ¿De la
tarde o de la mañana? El viaje había durado mucho y empezaba a sentirse cansada
y aturdida. La maletita verde parecía cargada de piedras, pero no la dejó en el
suelo, no fueran a robársela. Un poco más, aguantaría un poco más. Seguro que
las personas que venían a recibirla estaban a punto de llegar.
Un
chico que hablaba muy deprisa le preguntó si necesitaba hotel y una anciana le
pidió que la ayudara a llamar un taxi, pero Angelina se disculpó y no se movió
del lugar donde se había colocado, temerosa de que vinieran por ella y no la
encontraran. Su reloj marcaba las ocho, y a través de las puertas de cristal se
apreciaba que fuera ya había anochecido y se habían encendido las farolas. Poco
a poco dejaron de llegar viajeros y el aeropuerto fue perdiendo bullicio. Justo
en la pared frente a la barandilla había una hilera de asientos que ahora
estaban vacíos y la joven se dirigió hacia ellos. En el trayecto se cruzó con
dos mujeres cargadas con utensilios de limpieza y aprovechó para preguntarles
la hora.
—Las tres y media.
—¿Cómo dijo?
—Las tres y media de la madrugada.
—Muchas gracias —respondió mecánicamente.
Ahora
sí que estaba desconcertada. ¿Cuánto tiempo llevaba en el aeropuerto? ¿Cuánto
hacía que había salido de Guatemala? Se dejó caer en un asiento y sintió que
las lágrimas se le agolpaban en los ojos. «Ay, abuelita —se lamentó—, ¿por qué me dejé
convencer para venirme solita, qué será de mí si nadie se presenta a
buscarme?». Estaba demasiado cansada para reflexionar y solo le acudía a la
cabeza la imagen de su abuela rezando en el cerro. Rezando por ella, para que
le fuera bien en este país lejano al que había querido mandarla. Desde que una
carnicera del mercado le había enseñado el anuncio que aparecía en el periódico
de unas personas que se ofrecían a invitar a jóvenes a viajar a España como si
fueran sus parientes para que encontraran un buen trabajo y una buena vida, se
le había metido en la cabeza que su nieta debía hacerlo. «Acá te esperan muchas
desgracias, pero si te vas a España ahora que estás joven, serás tú quien
decidas tu suerte. Si la fortuna pasa por tu casa, que halle la puerta
abierta». «¡Ay sí, abuelita! —se burlaba ella—, como si hubiera que ir tan lejos a encontrar la
suerte, ¿no dices siempre que a quien la fortuna quiere el viento le junta la
leña?». Pero la anciana estaba empeñada en el viaje y fue a visitar a la señora
Clovis, la prestamista. «Usted debe de creerse que a mí el dinero me crece en
los árboles. Si le presto, ¿cómo piensa pagarme?», le había contestado a su
petición de dinero. «Soy ilol, curandera pues, algo se le ofrecerá. «Valiente
cosa», replicó despectiva la señora Clovis. Pero la abuela continuó sin arredrarse:
«Curo a los enfermos del cuerpo y del alma. Sé qué enfermedades son por el
viento, el rayo, el diablo o el agua, y si han llegado a través del sueño, por
envidia, por alimentos o por mal comportamiento». «¿Ah sí? —prosiguió mofándose la prestamista— ¿Y cómo aprendió su ciencia?». «Prendí
vela pidiendo la gracia y se me concedió», respondió seria la abuela. «Ya me
cansé de bromas. Acá en la ciudad no nos fiamos de sus cosas de indios. Váyase
a su paraje a curar a los ingenuos que la crean y gane así su dinero. Yo no le
doy ni un quetzal». De este modo terminó la conversación. La abuela dejó la
casa sin pronunciar una palabra más, pero a la semana fueron a buscarla. La
señora Clovis se moría y ningún médico sabía cuál era su mal. «Se espantó —diagnosticó la abuela después de observarla
detenidamente, someterla a un interrogatorio minucioso y tomarle el pulso—. Tropezó mientras caminaba y del susto
abrió la boca y dejó escapar el alma. Rezaré por ella en el cerro. Hasta que
regrese, denle caldo de gallina bien espeso». Volvió a los tres días, y la
señora Clovis había mejorado, pero seguían faltándole las fuerzas. La abuela le
sopló siete veces y le explicó que se había ido a las peñas donde están los
ángeles y los fiadores del cielo, y les había pedido que le devolvieran su
alma, rezándoles con cuatro ramitas de juncia olorosa. El alma solo había
llegado hasta la segunda cueva, así que la pudo recuperar. Si hubiera tardado
más en buscarla y hubiera alcanzado a entrar en la décima cueva, se habría muerto
sin remedio. La señora Clovis le dio las gracias emocionada y se ofreció a
pagar el billete de su nieta a España. No era un préstamo, sino una obligación
por su parte: «Le debo la vida, y eso no tiene precio».
Qué
lejos quedaba ahora aquello, perdida en el aeropuerto sin nadie a quien
recurrir, sin nadie con quien hablar. La imagen de su abuela rezando en los
cerros, moviendo lentamente los labios mientras agitaba las ramas de juncia, se
fue haciendo cada vez más grande, y Angelina cerró los ojos casi sin darse
cuenta, abrazada a su maletita verde. Pronto quedó profundamente dormida.
© Carmen Martínez Gimeno
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© Carmen Martínez Gimeno
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¿Prefieres seguir leyendo en este blog? Aquí tienes los enlaces:
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Gracias, Carmen. ¡A ver si va alguien a buscar a Angelina al aeropuerto el viernes que viene!
ResponderEliminarCreo que no, Carmen, pero ella se las ingeniará para salir a la ciudad...
ResponderEliminarGracias por pasarte a leer.
Un tema, el de la inmigración, que nos toca muy de cerca.
ResponderEliminarLo que más me ha gustado ha sido el lenguaje y las costumbres de allá, de Guatemala. Toda esa visión del mundo, algo mágica y ajena a toda lógica, me resulta fascinante, quizá porque las personas seguimos precisando del misterio.
Muy dulce este primer capítulo. Y me ha dejado con el corazón en vilo por la suerte de Angelina, ¡pobre! Qué mundo tan diferente al suyo...
Un abrazo, Carmen.
Yo he emigrado varias veces, Isabel. Por suerte, he podido vivir en los lugares que he querido y casi siempre el tiempo que pretendía. En algunos lugares me habría quedado más y en otros me habría ido antes, pero la experiencia ha sido en general enriquecedora.
EliminarSiempre me esfuerzo por integrarme en los lugares donde estoy y comprender la lógica de su visión del mundo, porque esa lógica existe, aunque sea tan diferente de la nuestra que a veces cueste percibirla.
El título de esta novelita habla de eso, del Nuevo Mundo que nos encontramos los emigrantes cuando iniciamos una nueva vida lejos de lo que conocemos.
Gracias por pasarte a leer, Isabel.
Muy bueno este inicio, estaré esperando el segundo capítulo.
ResponderEliminarGracias, Carmen.
Me alegro de que te haya gustado, Isabel. Espero que los siguientes no te defrauden. Un abrazo.
EliminarYo he llegado tarde, pues se me había pasado, pero antes de leer el segundo he querido pasar por aquí y conocer el inicio. Muy bonito. Ahora sí puedo leer el segundo.
ResponderEliminarEspero mantener tu interés, Mercedes. Esta novela era más larga pero la estoy adaptando para poder publicar los capítulos por entradas en el blog. Es algo nuevo que estoy ensayando. Un abrazo.
EliminarLo mismo que Mercedes Gallego. Me ha provocado una angustia descomunal la suerte de Angelina. Fabuloso primer capítulo!!!
ResponderEliminar¿No has sentido la misma sensación de extrañeza que Angelina cuando has viajado a otro país de cultura completamente diferente a la tuya? Eso es lo que quiero transmitir y más cosas que se irán desvelando a medida que avance el argumento.
EliminarMuchas gracias por pasarte a leer, Marlene.
encontré el anuncio del segundo capítulo, abrí el enlace y al ver el nombre de mi Guatemala, me empujó la curiosidad, así que mejor dispuse leer el primero y lograste interesarme en la trama. Viajé con mi mente a los recuerdos que tengo cuando me tocó que migrar por mis estudios a otro país de lengua distinta a la mía, y al regresar a mi país con el pleno conocimiento de la nueva lengua pude escuchar...conversaciones que involucraban discriminación hacia mi gente, que dolor sentí en ese entonces. Y luego de mis constantes viajes hacia Europa, especialmente a España que no deja de maravillarme. Seguire leyendo con ansia cada uno de los demás capítulos. Saludos. Mirna Carranza
ResponderEliminarHe viajado a Guatemala varias veces y siempre me fascinó. Por eso decidí que la protagonista de esta novela fuera de allá. Los que hemos emigrado sabemos que no siempre somos bien recibidos en los países a los que llegamos, pero también es mucho lo que obtenemos. En mi caso al menos, si pongo en una balanza lo bueno y lo malo de haber vivido en diversos países del mundo, pesa muchísimo más lo bueno.
EliminarEspero que te siga gustando la novela a medida que avance, Mirna, y gracias por pasarte a leer.
Hola,
ResponderEliminarSoy Guatemalteca y esta historia me ha tocado. La ingenuidad del personaje principal es cautivador, te engancha. Quieres saber qué le espera en un "Nuevo Mundo" por decirlo así.
Gracias Carmen, no me pierdo el siguiente capítulo.
F
Me encanta tu país, Alixel. Espero que los siguientes capítulos también te interesen. Gracias por pasarte a leer. Un saludo.
Eliminarcompañera Carmen, gracias por este regalo, bien escrito, buen contenido, interesante. Te he descubierto hoy en el debate de linkedim y te seguiré, ha me he enviado el enlace para no perderme ningún viernes, ningún capítulo. Soy Susana Gómez Lages, psicóloga, escritora y pianista, puedes leer mis blogs: "Mi opinion, mi compromiso": http://literaturacharrua.blogspot.com.es/,
ResponderEliminar"Psicología libertaria": http://anpsicologia.blogspot.com.es/
Y consultar mis libros editados en: http://www.lulu.com/spotlight/susanamargarita
Espero que dejes también un comentario en mis blogs. Gracias, compañera.