martes, 27 de agosto de 2013

Caperucita en Harlem


Paseando por Central Park
Rumbé sin novedad por veteada calle
que yo me sé. Todo sin novedad,
de veras. Y fondeé hacia cosas así,
y fui pasando.
                                  César Vallejo  

Viniendo de un país de nuevos ricos a pesar de la ingente crisis en el que hasta anteayer se derrochó a manos llenas en construir infraestructuras disparatadas como aceras de granito, rotondas con estatuas o aeropuertos peatonales, la ciudad insignia del Imperio capitalista sorprende por el aire de decadencia que se respira desde el primer momento en que pones los pies en ella. El aeropuerto JFK es viejo y austero, mucho peor que cualquiera de los que existen en nuestro país y bastantes otros del mundo. Sin embargo, a las personas que llegan a él a millares con ganas de hacer turismo o de quedarse eso les tiene sin cuidado y forman largas colas ante las ventanillas de inmigración. Pocos cuentan con recibir una calurosa bienvenida: se nota de sobra en la cara de circunstancias de quienes aguardan pacientes a que les toque exponer sus motivos de viaje para después dejar las huellas digitales impresas y captada su imagen. Es muy fácil que este trámite se complique: cualquier imprecisión que suscite la suspicacia del agente interrogador o el simple azar estadístico te llevarán, acompañada por un policía de aduanas, a una dependencia igual de austera donde te quedarás un buen rato hasta que otro interrogador pronuncie más o menos tu nombre y te ofrezca una ocasión más de explicarte.
Vista desde el trasbordador a Staten I.
¿Qué tiene de extraordinario la ciudad de Nueva York para que atraiga visitantes de todo el planeta? Como turista, sin duda, su carácter cinematográfico. Recorres en fila india el atestado puente de Brooklyn a pleno sol entre planchas de latón y sucias lonas que tapan los laterales hasta llegar a los pocos tramos desde donde se avista el East River y el horizonte urbano erizado de metal y cristal del Financial District para hacerte la consabida foto, y piensas en las películas que has visto. Aprovechas el cruce de un semáforo para captar con tu cámara en la mitad del paso el sol reflejándose entre los inacabables rascacielos de la Quinta Avenida, y piensas en las películas. Paseas por Battery Park a las orillas del Hudson con la estatua de la Libertad alzándose al fondo en su diminuta isla y los rascacielos azulados de New Jersey surgiendo enfrente casi del agua, avanzando entre la multitud de gente que toma el sol en las praderas, corre o monta en bicicleta, y vuelven a tu mente las películas. Subes en un suspiro de ascensor con techo de cristal a los miradores del Rockefeller Center y, entre foto y foto de las espléndidas vistas, no puedes dejar de pensar en las películas. Y no digamos cuando llegas a Times Square o a Broadway y contemplas los enormes anuncios luminosos: a pesar de la multitud de andamios que cubren las fachadas, a pesar de la abigarrada multitud que ocupa cada centímetro de las deterioradas aceras, eso sí que es de película, y nadie quiere desaprovechar la ocasión de plasmar su paso por ahí con una foto para la posteridad que lo demuestre. La boca de metro refulge como atracción de feria y hasta las iglesias cercanas anuncian las horas de confesión en pantallas luminosas con luces de neón. ¡Eso sí que es iluminar el camino del cielo!
Belvedere Castle, Central Park
Sin embargo, si te quedas a vivir unos meses, lo novedoso se vuelve rutina y comienzas a percibir la ciudad con otros ojos menos admirados y más prácticos. La película neoyorquina se convierte en tu realidad cotidiana: tomas el metro y sudas en los estrechos y viejísimos andenes soportando el mal olor hasta que llega tu tren y compruebas mientras se detiene si se trata de uno local o expreso antes de tomarlo y apretarte dentro del vagón con la multitud de viajeros que consultan en sus teléfonos móviles la aplicación donde se recoge la información sobre cambios en los itinerarios, porque se suceden sobre la marcha, en particular durante los fines de semana, y apenas se indican en las estaciones. Si vacilas sobre los trayectos, siempre habrá alguien dispuesto a echarte una mano y explicarte el mejor modo de llegar a tu destino, pues los neoyorquinos saben que no es fácil entender el manejo del subway a la primera y son agradables. Y si tienes que llegar con hora a algún lugar del centro de Manhattan, olvídate de los autobuses y los taxis, pues el tráfico y los cortes de calles alargarán el tiempo previsto de manera desesperante. No obstante, de noche abundan los taxis y, como no hay atascos, son la mejor opción para trayectos medios y más de dos personas.
September 11 Memorial
Ahora bien, para conocer de verdad una ciudad, no hay nada como caminar por sus barrios. En Nueva York es muy fácil orientarse hasta para los que nacimos desorientados porque es una cuadrícula casi perfecta de avenidas y calles larguísimas que se cruzan manteniendo el mismo nombre de principio a fin durante kilómetros en los que va variando su fisonomía y residentes. La Quinta Avenida, por ejemplo, comienza en Harlem, a escasas manzanas de Central Park, y termina en las proximidades de la puerta de entrada a Greenwich Village, la agradable y concurrida Washington Square, con su gran arco y la refrescante fuente para los días calurosos. Cada barrio es diferente: Greenwich Village conserva la esencia del pueblo que fue con calles más estrechas y casas bajas. Las arterias principales de Little Italy y Chinatown son esencialmente turísticas y responden a los estereotipos que se espera encontrar en ellas. El ambiente del SoHo (que es la contracción de «al sur de la calle de Houston»), famoso por sus casas de hierro fundido, es cosmopolita y juvenil, y abundan las tiendas de moda. Chelsea está en plena metamorfosis, y muchos de los antiguos almacenes cercanos a los muelles del río se han convertido en galerías y tiendas. En este interesante barrio se alza el originalísimo High Line Park, construido sobre las vías elevadas del tren que en el pasado distribuía carne y otros alimentos a los mercados neoyorquinos.
Letrero de un portal en Harlem
Al caminar por las calles, la mayor sorpresa es descubrir que no es la ciudad rápida, estresante y repleta de rascacielos que suele aparecer en las películas. Los rascacielos de acero y cristal en alturas imposibles abundan en Downtown Manhattan, sobre todo en el Financial District y Wall Street, donde despuntan junto a los más bajos, antiguos y elegantes de fachadas neogóticas en caliza o terracota, pero son testimoniales en el resto de la ciudad, cuya arquitectura es muy variada según los barrios y la procedencia de los inmigrantes que los fundaron. En Harlem, por ejemplo, predominan los edificios de ladrillo rojo o piedra arenisca ocre o rojiza y los tejados metálicos verdosos o negros. Muchas son casas de tres o cuatro pisos de altura a las que se asciende por una peculiar escalera de entrada conocida como stoop, donde está prohibido sentarse, jugar a la pelota o dedicarse a la venta ambulante. Además, esas escaleras son única y exclusivamente para uso y disfrute de los inquilinos y sus invitados, como indican los carteles que suelen exhibirse en el portal: «No ball playing. No peddling. No carriages. No loitering. No sitting in front of building allowed under penalty of law».
Curioso, ¿verdad? También lo es que los alcorques de los árboles los cuiden los vecinos cuyo portal queda enfrente. Algunos son verdaderos vergeles que se acotan con vallas y letreros para que los  dueños de perros los respeten y los lleven a hacer sus necesidades a otras partes. Apenas se ven excrementos por las calles en ningún barrio de la ciudad porque las multas por ensuciar son altas y hay que pagarlas. Ahora bien, sí está permitido ensuciar con los montones de bolsas de basura humana que se ven por doquier y a todas horas, porque se sacan de cualquier modo y sin contenedores a las aceras, lo que provoca que en cuanto anochece pululen ratas y cucarachas a cientos. Es verdaderamente asombrosa la ingente cantidad de desperdicios que se genera en Nueva York y lo mal que huelen las calles en verano por este motivo.
Aviso en un alcorque
Otra peculiaridad de la ciudad que no pasa desapercibida al viandante curioso son los sidewalk bridges o sidewalk sheds, cubiertas metálicas sobre las aceras que ocupan kilómetros y kilómetros urbanos. Al parecer, se impusieron por ley cuando en la década de los ochenta del siglo pasado murió una transeúnte golpeada por un desprendimiento de la fachada de un rascacielos. Como consecuencia, el ayuntamiento aprobó una normativa que exigía la inspección periódica de los edificios y la instalación de cubiertas en las aceras en caso de fachadas peligrosas. Las cubiertas se instalan en cuanto la inspección así lo requiere, pero a veces las fachadas tardan años en repararse y, por tanto, las aceras se van tapando con horribles armazones de metal y chapa que protegen del sol y de la lluvia, y en los que se instalan luces, plantas colgantes y todo tipo de anuncios de los locales que quedan ocultos debajo. Los neoyorquinos caminan por su interior respetando escrupulosamente los sentidos de la circulación y les molesta que los turistas se los salten. La llamativa proliferación de estas estructuras sin andamios ni obras en las fachadas que las justifiquen es asunto de numerosos artículos periodísticos como este: Scaffolds and Sidewalk Sheds on the Rise in New York.
Nuestra calle en Harlem, Manhattan
Nueva York es una ciudad verde por los árboles de muchas de sus calles, los arriates de plantas y flores que adornan entradas y laterales de los edificios y sus parques y plazas. Central Park es el parque más conocido con razón por su extensión y su belleza. Es visita obligada y siempre descubres algo nuevo al pasear por sus múltiples senderos, los más hermosos, los alejados del bullicio de las entradas de Columbus Circle o Strawberry Fields, con su concurrido mosaico en homenaje a John Lennon donde se lee «Imagine» y todos quieren fotografiarse. Para nuestra diversión, quedó retratada para la posteridad hasta una gallina blanca vestida con una faldita a rayas que una joven hipster paseaba con una correa. Porque ese es otro de los atractivos de Central Park: contemplar a la gente más peculiar y las actividades más descabelladas; escuchar recitar a Shakespeare, tocar tambores africanos o el cuarteto barroco más afinado. Todo cabe en Central Park. Sin embargo, el parque de moda es el elevado High Park Line, que tiene un paisajismo extraordinario, láminas de agua para refrescar los pies y vistas novedosas sobre la ciudad. Por su parte, el Riverside Park, con sus enormes árboles, sus estrepitosas cigarras, su multitud de pájaros y sus amigables ardillas, se extiende en tres niveles varios kilómetros junto al río Hudson con una vía peatonal y para bicicletas que lo une al Battery Park, en el que se levanta el original Irish Famine Memorial con piedras traídas de Irlanda.
Vista desde el J. Kennedy Reservoir
Todos los días caminamos media hora de ida y media hora de vuelta cruzando Morningside Park y subiendo o bajando sus muchísimas escaleras hasta llegar a la Universidad de Columbia o nuestro apartamento. En este parque largo y estrecho, como en el resto de los que hemos visitado, hay letreros en los que se indica que no se ose pisar de noche. Recién llegados a Harlem, cuando percibimos que éramos los «distintos», la minoría observada por la calle, confieso que sentimos prevención y seguimos las recomendaciones a rajatabla. Sin embargo, poco a poco nuestros vecinos se han acostumbrado a vernos y nos saludan al pasar. Muchos viven la mayor parte del día fuera, sentados conversando en las stoops aunque lo tengan prohibido, porque están en paro y no se les ocurre nada mejor que hacer. Los ancianos también sacan sus sillas a las aceras porque en sus apartamentos diminutos hace calor y no disponen de aire acondicionado. Salen a tomar la fresca, como se ha hecho de siempre en los pueblos castellanos de mi infancia, y los domingos además cantan góspel con micrófonos, bailan al son de la música y hacen barbacoas en mitad de la acera. Es gente amable y algo cotilla, como en los pueblos, y se ofende si no respondes a los saludos con frases de cortesía.
Placa en un banco de Riverside Park
El hito en nuestra estancia neoyorquina lo marcó el 4 de julio. Fue la prueba de fuego, nunca mejor dicho, que nos hizo perder el miedo. Caía la tarde cuando tomamos un autobús que nos llevó por la Quinta Avenida hasta la zona recomendada del río Hudson desde donde obtendríamos las mejores vistas de los fuegos artificiales. Nos mezclamos con el mar de gente, estadounidense y de todas partes del mundo, que se iba congregando y seguimos las indicaciones del impresionante despliegue policial hasta encontrar un buen sitio en lo alto de una autopista cortada para la ocasión donde aguardamos pacientes a que comenzara el espectáculo. Los fuegos no fueron mejores que los de cualquier pueblecito español en fiestas pero, eso sí, estos no los pagaron los contribuyentes, sino las empresas comerciales que los patrocinaban. Lo mejor de la noche fue que, a la vuelta a casa ya de madrugada, nos rodearon en brillante vuelo las luciérnagas que pueblan la Quinta Avenida junto a Central Park, como rutilantes estrellas diminutas que se apagan y encienden a voluntad. Desde entonces nos hemos atrevido a pisar los parques después de esa hora prohibida del lubricán, cuando se confunden los perros y los lobos, y nada malo nos ha ocurrido. No nos hemos topado con el lobo pero si con muchas abuelas de la Caperucita que arrastran presurosas sus pertenencias hacia no se sabe dónde. Por respeto, no las hemos fotografiado, pero sí a las luciérnagas y los hermosos anocheceres entre árboles altísimos. También a las placas de los bancos con sentidas dedicatorias en recuerdo de alguna persona ya fallecida que se sentaba en ellos. 

The Hamptons, Long Island
Y aquí seguimos, sabiendo que ya ha empezado la cuenta atrás para nuestra marcha y que nos quedan todavía muchos rincones por conocer y muchos museos por visitar. Los colores y los olores ya no son extraños sino cotidianos. Nos hemos acostumbrado a escuchar miles de idiomas distintos y multitud de acentos del español, que se habla tanto como el inglés. La vida es casi siempre fácil en esta ciudad suma de ciudades y gentes. Si quieres, siempre hay alguien con quien charlar o a quien orientar; si lo prefieres, nadie interrumpirá tus paseos o lecturas solitarios.
De los museos, diré que mi favorito es el Metropolitan porque, entre otras cosas, descubrí en él a una pintora retratista al estilo de Sargent que me entusiasma: Cecilia Beaux. Hemos visitado los imprescindibles y algunos prescindibles, aunque esto, como los colores, es cuestión de gustos y no me extenderé. En las guías están todos y hay donde elegir. Y en cuanto a la comida, nunca tengo problemas donde voy ni echo en falta nada. Aquí puedes probar los sabores más exóticos de las cocinas del mundo y comer frutas deliciosas. Me gustan en especial los bagels con queso y salmón, los knishes de patata, los aguacates rellenos con recetas del Caribe y las fresas y cerezas de la zona, además de las muchas variedades de ciruelas, mi fruta favorita por los recuerdos de la infancia, que llegan de California. 
Morningside Park
Nos sentimos contentos y a gusto. Se han cumplido nuestras expectativas de trabajo y nos hemos integrado en la ciudad sin apenas esfuerzo, pero los meses han pasado en un abrir y cerrar de ojos, y ya se va acercando el desagradable momento de hacer las maletas y emprender viaje a nuestro próximo destino, que todavía no será España.

 

6 comentarios:

  1. Antes de terminar de leerte te iba a preguntar si todavía hay esas ingentes cantidades de basura en las calles... Ya veo que sí. A mí era una de las cosas que más me chocaba de Nueva York. Parece que pocas cosas han cambiado, aunque yo no he vuelto desde antes del derrumbamiento de las torres, en las que estuve tantas veces, y todavía no puedo imaginarme La Gran Manzana sin ellas.

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    1. Las basuras y las trampillas de las aceras con escaleras mugrientas por donde meten y sacan todo tipo de alimentos y mercancías en sótanos mugrientos es lo más desagradable de la ciudad.
      El punto cero del atentado del 11 de Septiembre sigue en buena medida en construcción, pero la fuente del recuerdo del Memorial es sobria y emociona. Los rascacielos que han levantado son bonitos, aunque reconozco que a mí ese tipo de construcciones me da miedo y jamás viviría en uno.
      No me he acordado de hablar en la entrada de por qué a Nueva York se la conoce como la Gran Manzana. Es una tontería, pero es curioso. A lo mejor, era yo la única que no lo sabía cuando llegué.
      Un abrazo, guapa.

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  2. Gracias por este resumen tan completo de tu experiencia neoyorquina. Yo no he estado nunca más de una semana, pero desde luego siempre me impresiona la basura y la sensación de decadencia de la "capital del mundo". Se termina, sí, este capítulo, pero comienza otro que debe tener buena pinta porque veo que has seguido la flecha en la mejor dirección: "to hapiness".

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    1. Sí, pretendo seguir esa prometedora dirección a la felicidad que producen los viajes y los cambios de vida. El siguiente capítulo será igual o mejor que este porque el destino californiano elegido es especial y allí me encontraré con personas a las que quiero.
      Gracias por pasarte a leer. Un abrazo.

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  3. Hermoso artículo, Carmen. Por ver esas luciérnagas una noche de verano iría a Nueva York... De verdad, ha sido como estar allí.
    Un abrazo.

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  4. Me alegro mucho de que te haya gustado, Pilar. Gracias por pasarte a leer.
    Un abrazo.

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