viernes, 30 de agosto de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 4)

Angelina y el Nuevo Mundo
La imagen que ilustra este capítulo pertenece a Juan Pedro Pérez Martínez, gran amante de los animales y experto en educarlos. Su perra Chusky es excepcional por su belleza y su inteligencia. Se la encontró abandonada al poco de nacer y le salvó la vida, como a tantos animales que pasan por sus manos y se quedan a vivir con él. 

Si te preguntas a qué viene esta introducción, te pido que leas el capítulo para averiguarlo.

CAPÍTULO 4

D

E dos en dos subió los estrechos escalones hasta llegar a una puerta pintada de marrón oscuro que estaba entreabierta. Una mujer abundante en carnes y escasa en estatura la esperaba en el umbral.
—Qué bueno que llegaste. Pasa adentro, te mostraré la casa.
Era tan pequeña que recorrieron en un santiamén el salón, baño y cocina diminutos, así como los tres dormitorios atestados de camas y colchones por los suelos.
—Tú dormirás acá en el sofá —le indicó la mujer, señalando el que estaba en el salón frente al televisor—. Como fuiste la última en llegar, las camas están ocupadas.
Angelina quiso protestar porque no habían ido a buscarla, pero la mujer no le dio tiempo, pues ya continuaba:
—¿Traes dinero? Ya sabes que la estancia acá cuesta cuarenta y dos euros a la semana y dieciocho más si quieres comer.
—Pero mi abuela ya les envió los dólares...
—Eso era por la invitación —la cortó—. Rapidito tienes que encontrar trabajo. Te fiaré la primera semana. ¿Ya cenaste? Aprovecha para usar el baño antes de que lleguen los demás. El sofá es cómodo, pero no podrás acostarte hasta que no acaben los programas que nos gustan. Siéntate. Es tu casa.
Y sin prestarle mayor atención, se acomodó frente al televisor y se puso a comer pipas de girasol. Angelina titubeó y por fin se colocó en una silla a su lado, con la maletita verde bajo las piernas. Le dolían los pies y se quitó las sandalias que había estrenado para venir a España.
—¡Ya llegué! —gritó al poco una voz de hombre, a la vez que se oía un portazo.
—Es mi esposo, don Odilón —le presentó la mujer cuando apareció, sin dejar de mirar la televisión—. Esta es Angelina, la muchacha de Guatemala.
—Mucho gusto, joven —dijo el hombre, tendiéndole la mano—. Creíamos que te habían devuelto en la aduana. Últimamente las cartas de invitación no sirven. Por eso no fuimos a buscarte. No queremos problemas. Pero qué bueno que ya estés aquí. Tráeme una cheve, gordita —se dirigió a su esposa, a la vez que se sentaba y se desabrochaba la camisa, dejando al aire su abultado abdomen.
La mujer se levantó de mala gana y volvió de inmediato con una lata de cerveza.
—Trae otra a la muchacha para celebrar —ordenó don Odilón—. La invitamos por ser el primer día.
—No se moleste —dijo Angelina—. No tomo.
—Pues a tu salud —replicó el hombre, bebiendo un buen trago.
Poco a poco fueron llegando los demás ocupantes de la vivienda. Quince personas en total de diversos lugares de América Latina, que se acomodaron en todos los huecos posibles. Las seis ecuatorianas que dormían en las tres camas y los colchones de uno de los dormitorios se retiraron enseguida. Trabajaban en un hotel y madrugaban. Los bolivianos que se ganaban la vida de albañiles tardaron más. La dueña de la casa les sirvió la cena en la mesa redonda del salón, luego estuvieron bromeando con el marido mientras veían la televisión y por fin fueron haciendo turnos para pasar al baño. La última en llegar fue una chica mexicana.
—¿Siguen con la televisión prendida? —preguntó algo irritada al entrar, dirigiéndose a la dueña—. Ay, doña Charito, mire no más cómo vengo, ya no aguanto el cansancio. Quiero acostarme.
—Espérese tantito, mi hijita, no sea tan malcriada. ¿No ve que hoy tiene una nueva compañera? —replicó esta—. Se llama Angelina y dormirá con usted en el sofá.
Un chico muy delgado que apenas había hablado protestó:
—¡Cómo en el sofá, si ese es mi lugar!
Doña Charito le lanzó una mirada de reproche:
—Ya me cansé de que no me pague. Ahorita dormirá en el suelo hasta que junte el dinero que me debe.
—Está bueno, no se enoje. Yo creo que mañana le traigo su dinero...
—Pues mañana veremos dónde duerme —le interrumpió.
Mientras tanto, la chica mexicana había sacado una cama de debajo del sofá y se había acostado. Los demás se retiraron a sus dormitorios, y doña Charito entregó a Angelina unas sábanas y una almohada, se despidió y apagó la luz cuando salió de la habitación. Entonces el chico buscó un cojín y se acomodó en el suelo, rezongando insultos.
—Ya cállate, Beto —susurró la mexicana—, no te vayan a escuchar y te corran de la casa.
La noche fue breve. Antes del amanecer, Angelina oyó cómo se marchaban las ecuatorianas y a continuación se levantaron los bolivianos, a quienes doña Charito preparó el desayuno. El chico delgado se fue con ellos, y Angelina aprovechó la soledad momentánea para pasar al baño. Le gustaron la ducha de agua caliente y el espejo en el que alcanzaba a verse hasta la cintura. Ah, pero qué fea se encontraba sin sus largas trenzas, se apenó al peinarse, ¿tardarían mucho en crecer de nuevo? Ya estaba recogiendo las sábanas cuando tocaron a la puerta. Eran los músicos que venían a buscarla, y Angelina salió de la casa sin despedirse de nadie, pues doña Charito había vuelto a la cama con su marido y la chica mexicana seguía durmiendo.
La escalera olía a café del desayuno y a aceite y ajo de la comida que preparaban las más madrugadoras. Unas vecinas hablaban a voces desde las puertas de sus pisos, esforzándose por hacerse escuchar sobre la música de radio que dominaba la escalera. Angelina llegó a la calle y respiró el olor a tierra mojada que emanaba de las aceras recién regadas. Pasó la mañana cantando en el metro, a mediodía comió un bocadillo con sus compañeros y continuaron tocando y cantando hasta que cayó la noche.
Así transcurrieron dos semanas completas, unas veces actuando de vagón en vagón y otras en las calles céntricas o en parques concurridos, y Angelina aprendió a huir de la policía, que devolvía a sus países a quienes descubría sin papeles, y a moverse por la ciudad, en la que poco a poco dejó de sentirse extraña. Casi no le había costado esfuerzo hacerse un hueco para ganarse el sustento en el mundo multirracial de los vendedores y músicos ambulantes, tenía amigos y la vida parecía sonreírle. Además, había descubierto un locutorio desde donde pronto podría telefonear a casa de doña Clovis para que le diera noticias a su abuela de lo bien que le iban las cosas. Esos eran sus planes, pero una noche doña Charito le preguntó al llegar:
—¿Y usted, cuándo me piensa pagar?
—Lo olvidé, señora, pero dígame cuánto le debo y en este momento le cumplo.
—Ochenta y cuatro euros. Vea, no le cobro los desayunos no más porque está recién llegada, aunque bien sé que nos acaba la leche.
Angelina se asombró. Nunca había comido nada de la casa. Se compraba un batido en un supermercado cerca de la boca del metro y se tomaba un bocadillo a la hora de comer; luego, por la tarde, le bastaba algo de fruta para aguantar hasta el día siguiente.
—No, señora —replicó—. Yo no me bebo su leche.
—No discutan por eso —terció el marido, que leía un periódico deportivo frente al televisor—. Arreglen cuentas sin pelear.
—Ahorita regreso —dijo Angelina, pasando al cuarto de baño.
Se levantó la blusa y tiró de la cinta que le rodeaba la cintura hasta sacar una bolsita de tela rosa que abrió para contar sus ahorros: ochenta euros, sumando las monedas que guardaba en el bolsillo de la falda para la comida del día siguiente. No era bastante y doña Charito se iba a enojar. Angustiada, salió del baño y le tendió el dinero:
—Nada más faltan cuatro euros. No me alcanzó, pero en unos días le completo.
—Muchacha desobligada... Ya sabía yo que andando de vagabunda por las calles no se iba a ganar la vida. Piense en su abuela, lo que tuvo que esforzarse para que usted viniera. No creo que ella la mandara hasta acá a malgastar el tiempo. Encuentre un trabajo decente, no sea floja. Vea que nosotros no la vamos a mantener.
—Deja ya a la muchacha —intervino don Odilón, sin levantar los ojos del periódico—. No te metas, Charito. Ultimadamente, es su vida, ella sabrá lo que ha de hacer. Cómo te gusta andar de entrometida en los asuntos de los demás, ni que fuera tu hija...
Angelina no quiso seguir escuchando. Salió a la escalera, bajó los peldaños a la carrera y se sentó en el escalón del portal. Era cierto que debía encontrar un trabajo, puesto que cantando ni siquiera lograba pagar lo que le costaba el sofá donde dormía. ¿Pero quién se lo daría?
—¿Qué haces acá? —la sacó de sus pensamientos la chica mexicana que llegaba—. ¿A poco te corrieron de la casa?
—No.
—¡Ah, muchacha mañosa, ya te descubrí! Tienes enamorado y lo estás esperando.
—Tampoco, Marcela. Me salí para afuera porque le dejé a deber a doña Charito. Vieras cómo se enojó, pero cantando no hay modo de ganar más.
—No te apures. Donde yo trabajo siempre buscan camareras. Han de ser jóvenes y alegres, que platiquen con los clientes para que gasten. El club no es cualquier cosa, sino un lugar donde se gastan su plata hombres que quieren diversión. Son bien generosos con las muchachas bonitas que los saben tratar, más si les consienten sus caprichos.
—No creo que yo pueda trabajar allá, Marcela.
—Cómo no vas a poder, muchachita. Yo te enseño. Estás bonita y ganarás plata.
—Pero mi abuelita…
—No sabrá, no penes por ella. ¿A poco crees que a mis papás les interesa de dónde sale la plata que les envío? No saben. Pagan su comida, la ropita de mis hermanos, sus medicinas, y no preguntan. No más me agradecen que les alivie sus necesidades, eso no más, y están contentos porque no los olvido.
Angelina dudaba. La mexicana añadió:
—El trabajo le dicen de camarera, que es de mesera para atender a los clientes. A nada más te obliga, chiquita. Puedes probar, yo te enseño, y si no te conviene, lo dejas. Pero antes ganas la plata para cumplirle a doña Charito y que no te corra.
Eso convenció a Angelina y aceptó acompañarla al club. Como las luces ya estaban apagadas cuando entraron en el piso, tendieron las camas casi a tientas, con la única ayuda de la claridad que se colaba por la persiana entreabierta. Angelina susurró:
—¿Dónde está Beto?
—Quién sabe. Doña Charito me platicó que se fue para Almería a trabajar en el campo, pero yo creo que lo corrió porque era mucho lo que le debía.
Y Angelina se juró que ella no seguiría la misma suerte.
Como todos los días, la despertaron las madrugadoras ecuatorianas, y esta vez se levantó con ellas. En el club de Marcela querían muchachas bonitas, así que se puso a buscar en su maletita verde la mejor ropa que había traído, una blusa color añil en la que su abuela había bordado dos quetzales de largas colas y una falda fruncida de listas azules y malvas. Estaba a punto de ponerse ambas prendas cuando oyó quejarse a la mexicana:
—Ay, muchachita, ya me desveló. Mire no más qué atareada tan temprano. ¿No tiene sueño?
Angelina le enseñó la ropa.
—No, chiquita, no sirven para el club —opinó Marcela bostezando—. Mejor lleva pantalón. ¿No tienes? Yo te presto. Espérame tantito.
Se levantó de la cama tambaleándose y rascándose su alborotada cabellera, sacó del bolso una llave y abrió una maleta negra guardada en el espacio que quedaba en el sofá bajo su cama. Con manos cuidadosas fue inspeccionando su contenido, doblado con esmero. Escogió unos pantalones negros y una escotada camiseta azul celeste.
—Estás reflaca. Con esto te verás bien bonita. A mí ya casi no me sirven.
Angelina se probó las prendas. Los pantalones le apretaban los muslos y la camiseta le ceñía el pecho, pero Marcela opinó que le sentaban como un guante.
—¿Estás segura?
—Lo que te pasa es que no estás acostumbrada a vestir así.
Marcela tenía razón. Era la primera vez que se ponía pantalones ajustados y no estaba convencida de ser capaz de andar con ellos.
—También te maquillas. Los ojos y los labios —añadió Marcela, bostezando de nuevo—. Para que se te quite la cara de niñita. Y ahora déjame dormir.
La mexicana se dio la vuelta en la cama y quedó de cara a la pared. Angelina entró en el baño y se pintó unas rayas negras en los ojos. Se encontró espantosa. Luego se puso carmín en los labios. Parecía una máscara como las que bailaban en las fiestas de los pueblos. Decidió que estaba mejor con la cara lavada, pero no se atrevió a despertar a la mexicana para comentárselo. Cogió de la mesa la tarjeta con la dirección del club y se fue a ganar algún dinero cantando con los músicos del metro mientras llegaba la hora de la tarde a la que se habían citado.
No le gustó cómo le escrutaban los ojos sin pestañas del hombre alto y enjuto que resultó ser el jefe de Marcela.
—¿De dónde eres? —fue lo primero que le preguntó.
—De Guatemala, señor —respondió sin titubear.
—No tendrás papeles, claro.
Angelina miró a Marcela, que intervino en su ayuda:
—No más acaba de llegar. ¿Cómo va a tener papeles si nadie le ofrece trabajo?
—Pareces muy joven —prosiguió el interrogatorio el jefe—. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis —mintió Angelina tras una leve vacilación.
—Marcela, tú estás loca si crees que voy a contratarla —declaró irritado el jefe—. Pase que sea inmigrante ilegal, pero es que encima es menor. Me cae un buen marrón si me pillan.
—No, pero si nadie se va a dar cuenta —insistió Marcela—. Vea, dieciséis años allá de donde viene son muchos más que acá. ¿A poco se habría atrevido a viajar tan lejos si no supiera valerse sola? Ella está preparada para trabajar en este sitio, créame.
El hombre miró de arriba abajo a Angelina.
—Definitivamente, no. Se están poniendo muy duros con eso de las menores en las barras. No quiero arriesgarme a que me cierren el local.
—Ándele, patrón, vea que le costará menos que otra que tenga los papeles en regla y le trabajará el doble sin quejarse...
—Aquí no puede quedarse. Otra cosa sería si quisieras trabajar en un club de carretera. Ten esta tarjeta y di que vas de mi parte.
Pero cuando Marcela la acompañó hasta la puerta, le aconsejó:
—No vayas allá, no te conviene. Luego te platico. Yo trataré de amansar a mi jefe para que te quedes acá conmigo. No todo está perdido, chiquita.
Angelina no la creyó y salió del oscuro local con las esperanzas rotas. Ya que había mentido, debía haberse puesto más años, pero supuso que dieciséis serían suficientes. En su tierra a esa edad muchas jóvenes ya estaban casadas y hasta tenían hijos. Qué país de flojos, ¿a qué edad comenzaban a trabajar y quién los mantenía hasta entonces? Ella se moriría de hambre si nadie quería contratarla porque era chiquita. Y tenía que haber hecho caso a Marcela: maquillada seguro que parecía mayor, seguro que le daban el puesto. «India bruta, ¿cuándo aprenderás? —se increpó a sí misma—. Este es el Nuevo Mundo y para vivir en él hay que fijarse y aprender de los demás que saben».
Estuvo vagando por las calles sin rumbo fijo hasta que se hizo de noche y entonces se metió en el metro. Por inercia se encaminó a la línea que la llevaba a casa, pero lo pensó mejor. ¿Cómo aceptaría doña Charito que no hubiera conseguido trabajo? No, hoy no tenía fuerzas para enfrentarse a sus reproches. Dudaba adónde ir cuando se percató de que se encontraba a dos paradas de la estación de Retiro. Recordó a doña Virtudes y se dirigió hacía allí. Volvería al tubo donde había dormido con ella. Subió por las mismas escaleras mecánicas, recorrió idénticos pasillos y salió a la calle por la que hacía poco más de dos semanas había caminado con la amable anciana. Poco más de dos semanas, quién lo diría, si parecían hechos tan lejanos. Tenía razón su abuela cuando afirmaba que el tiempo es caprichoso y difícil de medir. Iba rumiando sus pensamientos mientras avanzaba pegada a la valla del parque en busca de la puerta para entrar, cuando escuchó un suave quejido. Al principio no prestó atención y siguió caminando, pero se repitió más fuerte y desanduvo sus pasos para aproximarse a las rejas y descubrir su procedencia. Aunque había una farola cerca y luz suficiente, ese lugar del parque estaba cubierto de frondosos árboles a cuyos pies crecían arbustos espesos, y por mucho que se esforzó no logró distinguir al ser viviente que lo producía. Como no tenía nada mejor que hacer, decidió investigar. Probablemente se trataba de alguna cría abandonada, tal vez hija de una de las gatas a las que alimentaba doña Virtudes. La puerta de acceso no quedaba lejos y tardó poco en llegar a los setos, pero ya no se oía nada. «Ya la recogió su madre», pensó. Justo cuando se marchaba, escuchó una especie de lamento, esta vez más fuerte y triste, semejante al maullido de un gatito o al llanto de un bebé. Provenía de un arbusto podado en forma de bola. Se agachó y rebuscó entre las ramas de la base, bisbiseando y repitiendo:
—Gatito chiquito, ¿dónde estás?, no tengas miedo...
Como si quisiera descubrir su escondite, la criatura redobló el quejido y ahora sonó como el sollozo de un niño. Angelina siguió apartando ramas hasta que descubrió una bolsa de plástico cerrada en cuyo interior algo rebullía.
—¡Pobre de ti, gatito, te estás asfixiando! —exclamó mientras intentaba deshacer el nudo para liberar a su ocupante—. ¡Qué persona tan malvada la que así te abandonó a la muerte!
Como no lo lograba, rasgó precipitadamente la bolsa, que se partió en dos, dejando en el suelo a un bebé recién nacido, aún manchado de sangre y grasa, y con el cordón umbilical sin anudar. La joven lo miró espantada. El niño rompió a llorar más fuerte, y entonces reaccionó. Pidió ayuda a gritos, pero nadie pareció escucharla. Se iba a morir, seguro que se moría si no lo atendía enseguida. Era preciso atarle la tripa del ombligo, pero con qué. No tenía ninguna tira ni cuerda, cómo haría... La bolsa del dinero, recordó, y se levantó la camiseta, la arrancó de un tirón y anudó fuertemente con una de sus cintas la larga tripa que colgaba del bebé, tal como había visto proceder tantas veces a su abuela. Luego lo levantó en sus brazos y comprobó que se estaba quedando frío. Trató de cobijarlo con sus ropas, pero al darse cuenta de que no podía, maldijo la hora en que había aceptado ponerse esa camiseta y pantalones tan estrechos. Lo apretó contra su pecho, cubriéndolo cuanto pudo con la parte inferior de la camiseta y sus brazos, y corrió fuera del parque.
Dos señoras de mediana edad paseaban sus perros y les pidió socorro.
—¡No, no, déjanos en paz! ¡Fuera! —la rechazaron, haciendo aspavientos con las manos y alejándose deprisa, mientras los perros la ladraban amenazadores.
Se dirigió entonces hacia un señor que estaba a punto de cruzar el semáforo.
—Enfrente, al final de la calle, hay una clínica —le indicó y se marchó como si hubiera hecho suficiente.
Angelina cruzó corriendo con el niño, que se le antojaba cada vez más frío. Un hombre que cerraba una puerta al lado de una iglesia se volvió a mirarla.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó.
Angelina respondió llorando:
—¡El bebé se muere!

© Carmen Martínez Gimeno

¿Te has perdido algún capítulo? Aquí tienes los enlaces desde el comienzo:
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10

martes, 27 de agosto de 2013

Caperucita en Harlem


Paseando por Central Park
Rumbé sin novedad por veteada calle
que yo me sé. Todo sin novedad,
de veras. Y fondeé hacia cosas así,
y fui pasando.
                                  César Vallejo  

Viniendo de un país de nuevos ricos a pesar de la ingente crisis en el que hasta anteayer se derrochó a manos llenas en construir infraestructuras disparatadas como aceras de granito, rotondas con estatuas o aeropuertos peatonales, la ciudad insignia del Imperio capitalista sorprende por el aire de decadencia que se respira desde el primer momento en que pones los pies en ella. El aeropuerto JFK es viejo y austero, mucho peor que cualquiera de los que existen en nuestro país y bastantes otros del mundo. Sin embargo, a las personas que llegan a él a millares con ganas de hacer turismo o de quedarse eso les tiene sin cuidado y forman largas colas ante las ventanillas de inmigración. Pocos cuentan con recibir una calurosa bienvenida: se nota de sobra en la cara de circunstancias de quienes aguardan pacientes a que les toque exponer sus motivos de viaje para después dejar las huellas digitales impresas y captada su imagen. Es muy fácil que este trámite se complique: cualquier imprecisión que suscite la suspicacia del agente interrogador o el simple azar estadístico te llevarán, acompañada por un policía de aduanas, a una dependencia igual de austera donde te quedarás un buen rato hasta que otro interrogador pronuncie más o menos tu nombre y te ofrezca una ocasión más de explicarte.
Vista desde el trasbordador a Staten I.
¿Qué tiene de extraordinario la ciudad de Nueva York para que atraiga visitantes de todo el planeta? Como turista, sin duda, su carácter cinematográfico. Recorres en fila india el atestado puente de Brooklyn a pleno sol entre planchas de latón y sucias lonas que tapan los laterales hasta llegar a los pocos tramos desde donde se avista el East River y el horizonte urbano erizado de metal y cristal del Financial District para hacerte la consabida foto, y piensas en las películas que has visto. Aprovechas el cruce de un semáforo para captar con tu cámara en la mitad del paso el sol reflejándose entre los inacabables rascacielos de la Quinta Avenida, y piensas en las películas. Paseas por Battery Park a las orillas del Hudson con la estatua de la Libertad alzándose al fondo en su diminuta isla y los rascacielos azulados de New Jersey surgiendo enfrente casi del agua, avanzando entre la multitud de gente que toma el sol en las praderas, corre o monta en bicicleta, y vuelven a tu mente las películas. Subes en un suspiro de ascensor con techo de cristal a los miradores del Rockefeller Center y, entre foto y foto de las espléndidas vistas, no puedes dejar de pensar en las películas. Y no digamos cuando llegas a Times Square o a Broadway y contemplas los enormes anuncios luminosos: a pesar de la multitud de andamios que cubren las fachadas, a pesar de la abigarrada multitud que ocupa cada centímetro de las deterioradas aceras, eso sí que es de película, y nadie quiere desaprovechar la ocasión de plasmar su paso por ahí con una foto para la posteridad que lo demuestre. La boca de metro refulge como atracción de feria y hasta las iglesias cercanas anuncian las horas de confesión en pantallas luminosas con luces de neón. ¡Eso sí que es iluminar el camino del cielo!
Belvedere Castle, Central Park
Sin embargo, si te quedas a vivir unos meses, lo novedoso se vuelve rutina y comienzas a percibir la ciudad con otros ojos menos admirados y más prácticos. La película neoyorquina se convierte en tu realidad cotidiana: tomas el metro y sudas en los estrechos y viejísimos andenes soportando el mal olor hasta que llega tu tren y compruebas mientras se detiene si se trata de uno local o expreso antes de tomarlo y apretarte dentro del vagón con la multitud de viajeros que consultan en sus teléfonos móviles la aplicación donde se recoge la información sobre cambios en los itinerarios, porque se suceden sobre la marcha, en particular durante los fines de semana, y apenas se indican en las estaciones. Si vacilas sobre los trayectos, siempre habrá alguien dispuesto a echarte una mano y explicarte el mejor modo de llegar a tu destino, pues los neoyorquinos saben que no es fácil entender el manejo del subway a la primera y son agradables. Y si tienes que llegar con hora a algún lugar del centro de Manhattan, olvídate de los autobuses y los taxis, pues el tráfico y los cortes de calles alargarán el tiempo previsto de manera desesperante. No obstante, de noche abundan los taxis y, como no hay atascos, son la mejor opción para trayectos medios y más de dos personas.
September 11 Memorial
Ahora bien, para conocer de verdad una ciudad, no hay nada como caminar por sus barrios. En Nueva York es muy fácil orientarse hasta para los que nacimos desorientados porque es una cuadrícula casi perfecta de avenidas y calles larguísimas que se cruzan manteniendo el mismo nombre de principio a fin durante kilómetros en los que va variando su fisonomía y residentes. La Quinta Avenida, por ejemplo, comienza en Harlem, a escasas manzanas de Central Park, y termina en las proximidades de la puerta de entrada a Greenwich Village, la agradable y concurrida Washington Square, con su gran arco y la refrescante fuente para los días calurosos. Cada barrio es diferente: Greenwich Village conserva la esencia del pueblo que fue con calles más estrechas y casas bajas. Las arterias principales de Little Italy y Chinatown son esencialmente turísticas y responden a los estereotipos que se espera encontrar en ellas. El ambiente del SoHo (que es la contracción de «al sur de la calle de Houston»), famoso por sus casas de hierro fundido, es cosmopolita y juvenil, y abundan las tiendas de moda. Chelsea está en plena metamorfosis, y muchos de los antiguos almacenes cercanos a los muelles del río se han convertido en galerías y tiendas. En este interesante barrio se alza el originalísimo High Line Park, construido sobre las vías elevadas del tren que en el pasado distribuía carne y otros alimentos a los mercados neoyorquinos.
Letrero de un portal en Harlem
Al caminar por las calles, la mayor sorpresa es descubrir que no es la ciudad rápida, estresante y repleta de rascacielos que suele aparecer en las películas. Los rascacielos de acero y cristal en alturas imposibles abundan en Downtown Manhattan, sobre todo en el Financial District y Wall Street, donde despuntan junto a los más bajos, antiguos y elegantes de fachadas neogóticas en caliza o terracota, pero son testimoniales en el resto de la ciudad, cuya arquitectura es muy variada según los barrios y la procedencia de los inmigrantes que los fundaron. En Harlem, por ejemplo, predominan los edificios de ladrillo rojo o piedra arenisca ocre o rojiza y los tejados metálicos verdosos o negros. Muchas son casas de tres o cuatro pisos de altura a las que se asciende por una peculiar escalera de entrada conocida como stoop, donde está prohibido sentarse, jugar a la pelota o dedicarse a la venta ambulante. Además, esas escaleras son única y exclusivamente para uso y disfrute de los inquilinos y sus invitados, como indican los carteles que suelen exhibirse en el portal: «No ball playing. No peddling. No carriages. No loitering. No sitting in front of building allowed under penalty of law».
Curioso, ¿verdad? También lo es que los alcorques de los árboles los cuiden los vecinos cuyo portal queda enfrente. Algunos son verdaderos vergeles que se acotan con vallas y letreros para que los  dueños de perros los respeten y los lleven a hacer sus necesidades a otras partes. Apenas se ven excrementos por las calles en ningún barrio de la ciudad porque las multas por ensuciar son altas y hay que pagarlas. Ahora bien, sí está permitido ensuciar con los montones de bolsas de basura humana que se ven por doquier y a todas horas, porque se sacan de cualquier modo y sin contenedores a las aceras, lo que provoca que en cuanto anochece pululen ratas y cucarachas a cientos. Es verdaderamente asombrosa la ingente cantidad de desperdicios que se genera en Nueva York y lo mal que huelen las calles en verano por este motivo.
Aviso en un alcorque
Otra peculiaridad de la ciudad que no pasa desapercibida al viandante curioso son los sidewalk bridges o sidewalk sheds, cubiertas metálicas sobre las aceras que ocupan kilómetros y kilómetros urbanos. Al parecer, se impusieron por ley cuando en la década de los ochenta del siglo pasado murió una transeúnte golpeada por un desprendimiento de la fachada de un rascacielos. Como consecuencia, el ayuntamiento aprobó una normativa que exigía la inspección periódica de los edificios y la instalación de cubiertas en las aceras en caso de fachadas peligrosas. Las cubiertas se instalan en cuanto la inspección así lo requiere, pero a veces las fachadas tardan años en repararse y, por tanto, las aceras se van tapando con horribles armazones de metal y chapa que protegen del sol y de la lluvia, y en los que se instalan luces, plantas colgantes y todo tipo de anuncios de los locales que quedan ocultos debajo. Los neoyorquinos caminan por su interior respetando escrupulosamente los sentidos de la circulación y les molesta que los turistas se los salten. La llamativa proliferación de estas estructuras sin andamios ni obras en las fachadas que las justifiquen es asunto de numerosos artículos periodísticos como este: Scaffolds and Sidewalk Sheds on the Rise in New York.
Nuestra calle en Harlem, Manhattan
Nueva York es una ciudad verde por los árboles de muchas de sus calles, los arriates de plantas y flores que adornan entradas y laterales de los edificios y sus parques y plazas. Central Park es el parque más conocido con razón por su extensión y su belleza. Es visita obligada y siempre descubres algo nuevo al pasear por sus múltiples senderos, los más hermosos, los alejados del bullicio de las entradas de Columbus Circle o Strawberry Fields, con su concurrido mosaico en homenaje a John Lennon donde se lee «Imagine» y todos quieren fotografiarse. Para nuestra diversión, quedó retratada para la posteridad hasta una gallina blanca vestida con una faldita a rayas que una joven hipster paseaba con una correa. Porque ese es otro de los atractivos de Central Park: contemplar a la gente más peculiar y las actividades más descabelladas; escuchar recitar a Shakespeare, tocar tambores africanos o el cuarteto barroco más afinado. Todo cabe en Central Park. Sin embargo, el parque de moda es el elevado High Park Line, que tiene un paisajismo extraordinario, láminas de agua para refrescar los pies y vistas novedosas sobre la ciudad. Por su parte, el Riverside Park, con sus enormes árboles, sus estrepitosas cigarras, su multitud de pájaros y sus amigables ardillas, se extiende en tres niveles varios kilómetros junto al río Hudson con una vía peatonal y para bicicletas que lo une al Battery Park, en el que se levanta el original Irish Famine Memorial con piedras traídas de Irlanda.
Vista desde el J. Kennedy Reservoir
Todos los días caminamos media hora de ida y media hora de vuelta cruzando Morningside Park y subiendo o bajando sus muchísimas escaleras hasta llegar a la Universidad de Columbia o nuestro apartamento. En este parque largo y estrecho, como en el resto de los que hemos visitado, hay letreros en los que se indica que no se ose pisar de noche. Recién llegados a Harlem, cuando percibimos que éramos los «distintos», la minoría observada por la calle, confieso que sentimos prevención y seguimos las recomendaciones a rajatabla. Sin embargo, poco a poco nuestros vecinos se han acostumbrado a vernos y nos saludan al pasar. Muchos viven la mayor parte del día fuera, sentados conversando en las stoops aunque lo tengan prohibido, porque están en paro y no se les ocurre nada mejor que hacer. Los ancianos también sacan sus sillas a las aceras porque en sus apartamentos diminutos hace calor y no disponen de aire acondicionado. Salen a tomar la fresca, como se ha hecho de siempre en los pueblos castellanos de mi infancia, y los domingos además cantan góspel con micrófonos, bailan al son de la música y hacen barbacoas en mitad de la acera. Es gente amable y algo cotilla, como en los pueblos, y se ofende si no respondes a los saludos con frases de cortesía.
Placa en un banco de Riverside Park
El hito en nuestra estancia neoyorquina lo marcó el 4 de julio. Fue la prueba de fuego, nunca mejor dicho, que nos hizo perder el miedo. Caía la tarde cuando tomamos un autobús que nos llevó por la Quinta Avenida hasta la zona recomendada del río Hudson desde donde obtendríamos las mejores vistas de los fuegos artificiales. Nos mezclamos con el mar de gente, estadounidense y de todas partes del mundo, que se iba congregando y seguimos las indicaciones del impresionante despliegue policial hasta encontrar un buen sitio en lo alto de una autopista cortada para la ocasión donde aguardamos pacientes a que comenzara el espectáculo. Los fuegos no fueron mejores que los de cualquier pueblecito español en fiestas pero, eso sí, estos no los pagaron los contribuyentes, sino las empresas comerciales que los patrocinaban. Lo mejor de la noche fue que, a la vuelta a casa ya de madrugada, nos rodearon en brillante vuelo las luciérnagas que pueblan la Quinta Avenida junto a Central Park, como rutilantes estrellas diminutas que se apagan y encienden a voluntad. Desde entonces nos hemos atrevido a pisar los parques después de esa hora prohibida del lubricán, cuando se confunden los perros y los lobos, y nada malo nos ha ocurrido. No nos hemos topado con el lobo pero si con muchas abuelas de la Caperucita que arrastran presurosas sus pertenencias hacia no se sabe dónde. Por respeto, no las hemos fotografiado, pero sí a las luciérnagas y los hermosos anocheceres entre árboles altísimos. También a las placas de los bancos con sentidas dedicatorias en recuerdo de alguna persona ya fallecida que se sentaba en ellos. 

The Hamptons, Long Island
Y aquí seguimos, sabiendo que ya ha empezado la cuenta atrás para nuestra marcha y que nos quedan todavía muchos rincones por conocer y muchos museos por visitar. Los colores y los olores ya no son extraños sino cotidianos. Nos hemos acostumbrado a escuchar miles de idiomas distintos y multitud de acentos del español, que se habla tanto como el inglés. La vida es casi siempre fácil en esta ciudad suma de ciudades y gentes. Si quieres, siempre hay alguien con quien charlar o a quien orientar; si lo prefieres, nadie interrumpirá tus paseos o lecturas solitarios.
De los museos, diré que mi favorito es el Metropolitan porque, entre otras cosas, descubrí en él a una pintora retratista al estilo de Sargent que me entusiasma: Cecilia Beaux. Hemos visitado los imprescindibles y algunos prescindibles, aunque esto, como los colores, es cuestión de gustos y no me extenderé. En las guías están todos y hay donde elegir. Y en cuanto a la comida, nunca tengo problemas donde voy ni echo en falta nada. Aquí puedes probar los sabores más exóticos de las cocinas del mundo y comer frutas deliciosas. Me gustan en especial los bagels con queso y salmón, los knishes de patata, los aguacates rellenos con recetas del Caribe y las fresas y cerezas de la zona, además de las muchas variedades de ciruelas, mi fruta favorita por los recuerdos de la infancia, que llegan de California. 
Morningside Park
Nos sentimos contentos y a gusto. Se han cumplido nuestras expectativas de trabajo y nos hemos integrado en la ciudad sin apenas esfuerzo, pero los meses han pasado en un abrir y cerrar de ojos, y ya se va acercando el desagradable momento de hacer las maletas y emprender viaje a nuestro próximo destino, que todavía no será España.

 

viernes, 23 de agosto de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 3)

Angelina y el Nuevo Mundo
Buscando una ilustración para el tubo donde duermen doña Virtudes y Angelina en el parque del Buen Retiro de Madrid, he encontrado esta fotografía de un hotel australiano. Al parecer, hay otros más que utilizan tubos de hormigón como habitaciones en parques de diversos lugares del mundo. Sin embargo, el hotelito de verano de doña Virtudes no lo imaginé con puerta; el tubo es más largo y estrecho, y apenas cabe al fondo una colchoneta donde se acuestan apretadas la anciana y su invitada. Y esto es lo que ocurre durante la noche:


Capítulo 3

O
FRECÍA en sueños su dulce mercancía al lado de su abuela, cuando un sonido ronco sobresaltó a Angelina. Se había quedado dormida junto a doña Virtudes, que respiraba con dificultad. La movió con cuidado por si el cambio de postura le servía de alivio y ella se deslizó a gatas hasta el borde del tubo. Como se había desvelado, quiso distraerse contemplando el cielo. Jicarita azul y negra, palomitas de maíz... Las estrellas le parecieron menos brillantes que las que conocía de su tierra, acaso porque les robaba luz una enorme luna rojiza que iluminaba la noche con resplandor espectral. Era una luna de sangre, y un escalofrío le recorrió la espalda. Cerró los ojos, y los recuerdos se agolparon en su mente. Se vio chiquita, agarrada de la mano de su abuela, saliendo de la cueva donde acababan de enterrar a su mamá. «Tenía nombre de flor y como las flores fue le dijo esta. Vivió para alegrarnos, pero apenitas duró». Luego vio a su mamá cantando en voz baja mientras atizaba el fuego dentro de la choza y a su papá que corría hacia la puerta. Pero de improviso se oyeron disparos, dejó de avanzar y se desplomó en el suelo. Su mamá se apresuró a abrazarla y le tapó con fuerza la boca para que nada dijera, para que no saliera afuera. Las dos lloraron en silencio mientras unos hombres uniformados se acercaban al caído, golpeaban el cuerpo con sus botas y decían: «Muerto está. Vamos por los otros cabrones. Esta noche regresamos y prendemos fuego a la casa». Cuando se marcharon, su mamá estrechó contra sí a su marido y le limpió la sangre de la cara y de las manos. Luego cogió dos palos fuertes, los sujetó a una manta y colocó encima el cadáver. A continuación hizo un atado con sus escasas pertenencias y se lo entregó a Angelina, anunciándole: «Nos vamos, mi hijita, apúrate». Y así, tirando de la improvisada parihuela, recorrieron los cerros que las separaban de la cabaña de su abuela. Una luna tan roja como la que hoy veía en el firmamento las iluminó parte del camino, mientras su mamá no paraba de repetir: «Apúrate, mi hijita, no nos vayan a encontrar», y Angelina se esforzaba en no tropezarse con las piedras del camino y lloraba en silencio, igual que su mamá, tragándose las lágrimas, sin quejarse, para que nadie supiera, solo la luna, cómplice o traidora según se le antojara. Llegaron a su destino al amanecer: «Acá le entrego a su hijo para que lo entierre», alcanzó a decir su mamá antes de desmayarse cuando la abuela acudió a la puerta. Después de lavar el cadáver y envolverlo en una tela bordada con árboles de la vida y pavos reales, lo condujeron al fondo de la cueva donde descansaban sus antepasados. «Hijo se despidió la abuela—, me duele regalarte mi sudario. Si hubiera sabido que era para ti, me habría cortado las manos antes de tejerlo. No les deseo la muerte a quienes a ti te la dieron, sino que les escuezan los ojos como a mí me escuecen, que les arda el corazón como le arde a tu esposa, para que así comprendan y se arrepientan, para que así sus hijos no tengan que saber chiquitos lo que tu hija ya sabe». Su mamá no había podido acompañarlas porque apenas se tenía en pie. Cuando regresaron a la choza, la encontraron acostada en el petate, abrasándose de fiebre. «Ahí le encargo a su nieta dijo con un hilo de voz. Apiádese de su soledad, pues su sangre es y a nadie más tiene, búsquele su maíz, dele un techo, vea que no le falte el agua ni la sal, enséñele a respetar. Está bien chiquita, muéstrele el camino. Enderece su suerte, yo ya no puedo...». Fueron sus últimas palabras. Murió llevándose al niño que cargaba en su vientre. Después de enterrarla, quemaron la choza y huyeron del lugar. La abuela tenía miedo de que vinieran por ellas también. Un fuerte estertor sacó a Angelina de sus recuerdos.
¿No puede dormir, señora? preguntó, girándose hacia el interior del tubo.
La anciana no contestó.
¿Se encuentra bien? insistió.
No hubo respuesta. Angelina se esforzó por ver, pero estaba demasiado oscuro. Se arrastró hasta su lado y la sacudió suavemente por el hombro: doña Virtudes permaneció inmóvil. Empezaba a apoderarse de ella un mal presentimiento, cuando se topó con una de sus manos y comprobó aliviada que la tenía caliente. Nada más estaba dormida. Profundamente dormida. Más tranquila, regresó al borde del tubo. Jicarita azul y negra, palomitas de maíz... La luna había quedado medio oculta entre las frondosas copas de los árboles. Soplaba una brisa fresca que movía las hojas produciendo un agradable murmullo. A lo lejos se escuchaba el zumbido constante de los coches que circulaban por las calles vecinas y alguna sirena aislada. Un gato maulló requiriendo de amores, y Angelina sonrió, aguzando el oído para comprobar si era correspondido. Pero un repentino chasquido que percibió en el aire justo encima de su cabeza distrajo su atención:
¡El Yalambequet! exclamó, cobijándose en el interior del tubo.
Sabía bien que los jueves y los viernes de luna, los brujos se encaminan hacia una cruz y con solo pronunciar una palabra mágica, Yalambequet, que significa «despréndete carne», esta se les separa de los huesos. Convertidos en esqueleto, son capaces de volar y de penetrar en las casas, atravesando puertas y tejados, para robarles el alma a sus víctimas. Después vuelven a la cruz y pronuncian otra palabra mágica, Muyambequet, que quiere decir «súbete carne», para recobrar la apariencia humana.
Ya temblaba de miedo cuando se acordó de que estaba en España. No, no podía ser el Yalambequet, razonó. Ningún brujo sería capaz de volar tan lejos, y además estaba a punto de amanecer: la luz es su principal enemiga. Nunca jamás vuela un esqueleto si ha salido el sol. Tal vez ni siquiera era jueves o viernes. De todos modos, se arrastró hasta la altura de doña Virtudes y se tumbó a su lado. Seguro que ella sabría defenderse si las atacaba.
Se mantuvo un rato inmóvil, tapada la cara con las manos. Luego, cuando la luz comenzó a penetrar, quiso despertar a la anciana y se dio cuenta de que tenía la boca y los ojos abiertos. Al tocarle la cara helada, se percató de que estaba muerta. Pero no sintió miedo. Sabía lo que tenía que hacer, pues había visto actuar en circunstancias parecidas a su madre y a su abuela. Le cerró los ojos con cuidado, le colocó las manos sobre el pecho, le dijo al oído unas palabras de despedida y salió al exterior para buscar a alguien que supiera cómo enterrarla. Pretendía volver a la terraza donde la tarde anterior habían tomado horchata, cuando se encontró con un barrendero.
Ay, señor le dijo, ¿no querría ayudarme a enterrar a una señora doña Virtudes que se murió esta noche mientras dormía? Ya ve que soy de fuera y no conozco las costumbres de acá.
¿Doña Virtudes? ¿La viejecita del tubo?
Angelina asintió, y el barrendero quiso ir a cerciorarse.
Está muerta confirmó—. Pobrecilla. Habrá que avisar a la policía. Siempre andaba sola. Creo que no tenía parientes.
¿No quiere que la enterremos nosotros? insistió Angelina.
No, no, cómo se te ocurre. Tendrá que venir el juez a levantar el cadáver. A lo mejor, hasta le hacen la autopsia. Uff, menudo lío se va a montar... Si estabas con ella, te interrogarán, seguro.
Angelina miró con ojos asustados cómo se sacaba del bolsillo posterior de su mono naranja un pequeño aparato por el que se puso a hablar. No comprendía el porqué de tanto alboroto y quería irse, tenía que desaparecer cuanto antes.
Ya está anunció el hombre—. Me han dicho que enseguida llegan. ¿Tú la conocías mucho?
No, señor. Nada más de ayer, que pasé el día con ella. No soy de acá. Apenitas estoy llegando de Guatemala.
Pues menudo recibimiento te hemos preparado. Escucha, parece que ya suenan las sirenas de la policía...
Tal fue la expresión de espanto de Angelina que el barrendero se apiadó:
Total, ya está muerta, nada gana metiéndote en líos. Corre, vete.
Angelina no lo pensó dos veces. Apretó a correr cuanto pudo y no paró hasta verse fuera del Retiro. Casi sin resuello, buscó la estación del metro. Iría de inmediato a la calle de Verilla. Pero al llegar a la taquilla se detuvo, pues seguía sin dinero. Lo pediría, resolvió, se pondría al lado de esas personas que había visto en las escaleras, pero cuando se dirigía hacia ellas, vio a un grupo de chicos saltarse los torniquetes de entrada y cambió de idea. Ella haría lo mismo. Para algo le habría de servir que su papá no estuviera en la casa en el momento en el que se le cayó la tripa seca del ombligo. Él la tenía que haber atado de la rama baja de un árbol si hubiera querido que no fuera atrevida sino apocada, pero se había despreocupado de sus obligaciones y por eso ahora fue capaz de cruzar con maleta y todo de un limpio salto. A nadie pareció importarle y la joven prosiguió su camino.
Pensaba preguntar cómo llegar hasta la estación de la dirección que llevaba apuntada, cuando escuchó una música conocida. Los chicos que se habían colado como ella eran quienes tocaban y no debían de saberse la letra, porque solo interpretaban la melodía. Angelina comenzó a tararear en voz baja, pero poco a poco fue subiendo el tono:
Pajarito, pajarito,
que en tu jaula vives prisionero,
yo también, igual que tú,
por un amor de penas muero...
Cantas bien le dijo uno de los chicos cuando terminaron la actuación—. ¿Sabes la de Botellita perfumada?
Cómo no.
Angelina cantó al son que le tocaron, y algunos viajeros arrojaron monedas en la bolsa que habían colocado delante. Después vino otra canción y otra más... hasta que uno de los chicos gritó:
¡Los rusos!
Y recogiendo de inmediato la bolsa del dinero, echaron a correr. Angelina vio que se le acercaban unos chicos grandes y rubios de mirada amenazadora, y emprendió la huida detrás de sus efímeros compañeros. Se los encontró en el andén.
Al ratito repartimos se excusó uno de ellos—. Te ganaste tu parte.
Yo ya me quiero ir advirtió molesta Angelina.
Esos rusos abusadores creen que el lugar es suyo y meten bronca a todo el que lo ocupa explicó otro. Por eso corrimos. Pero ahorita tocaremos en los trenes. ¿Por qué no te quedas?
Me quedo si me explican cómo llegar a la dirección donde me esperan ofreció Angelina.
Pasó la mañana cantando de vagón en vagón y comió con sus nuevos compañeros un bocadillo de chorizo que le gustó. Luego quiso irse, pero le rogaron que se quedara un rato más, asegurándole que la acompañarían hasta la misma puerta de la dirección que llevaba. Y así fue. A las diez y diez de la noche, se encontró ante el portero automático de Verilla, 27. Uno de los chicos que la acompañaban pulsó el botón del 3º C.
¿Quién? respondió una voz metálica.
Soy Angelina Jelik, de Guatemala.
Tras unos instantes de silencio, se oyó el zumbido de la puerta al abrirse, y la misma voz ordenó:
Suba.

© Carmen Martínez Gimeno

¿Te has perdido algún capítulo? Aquí tienes los enlaces desde el comienzo:
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 4
Capítulo 5