Capítulo
3
O
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FRECÍA
en sueños su dulce mercancía al lado de su abuela, cuando un sonido ronco sobresaltó
a Angelina. Se había quedado dormida junto a doña Virtudes, que respiraba con
dificultad. La movió con cuidado por si el cambio de postura le servía de
alivio y ella se deslizó a gatas hasta el borde del tubo. Como se había desvelado,
quiso distraerse contemplando el cielo. Jicarita azul y negra, palomitas de
maíz... Las estrellas le parecieron menos brillantes que las que conocía de su tierra,
acaso porque les robaba luz una enorme luna rojiza que iluminaba la noche con
resplandor espectral. Era una luna de sangre, y un escalofrío le recorrió la
espalda. Cerró los ojos, y los recuerdos se agolparon en su mente. Se vio
chiquita, agarrada de la mano de su abuela, saliendo de la cueva donde acababan
de enterrar a su mamá. «Tenía nombre de flor y como las flores fue —le
dijo esta—. Vivió para alegrarnos, pero apenitas duró». Luego
vio a su mamá cantando en voz baja mientras atizaba el fuego dentro de la choza
y a su papá que corría hacia la puerta. Pero de improviso se oyeron disparos,
dejó de avanzar y se desplomó en el suelo. Su mamá se apresuró a abrazarla y le
tapó con fuerza la boca para que nada dijera, para que no saliera afuera. Las
dos lloraron en silencio mientras unos hombres uniformados se acercaban al
caído, golpeaban el cuerpo con sus botas y decían: «Muerto está. Vamos por los
otros cabrones. Esta noche regresamos y prendemos fuego a la casa». Cuando se
marcharon, su mamá estrechó contra sí a su marido y le limpió la sangre de la
cara y de las manos. Luego cogió dos palos fuertes, los sujetó a una manta y
colocó encima el cadáver. A continuación hizo un atado con sus escasas
pertenencias y se lo entregó a Angelina, anunciándole: «Nos vamos, mi hijita,
apúrate». Y así, tirando de la improvisada parihuela, recorrieron los cerros
que las separaban de la cabaña de su abuela. Una luna tan roja como la que hoy
veía en el firmamento las iluminó parte del camino, mientras su mamá no paraba
de repetir: «Apúrate, mi hijita, no nos vayan a encontrar», y Angelina se
esforzaba en no tropezarse con las piedras del camino y lloraba en silencio,
igual que su mamá, tragándose las lágrimas, sin quejarse, para que nadie
supiera, solo la luna, cómplice o traidora según se le antojara. Llegaron a su
destino al amanecer: «Acá le entrego a su hijo para que lo entierre», alcanzó a
decir su mamá antes de desmayarse cuando la abuela acudió a la puerta. Después
de lavar el cadáver y envolverlo en una tela bordada con árboles de la vida y
pavos reales, lo condujeron al fondo de la cueva donde descansaban sus
antepasados. «Hijo —se despidió la abuela—, me
duele regalarte mi sudario. Si hubiera sabido que era para ti, me habría
cortado las manos antes de tejerlo. No les deseo la muerte a quienes a ti te la
dieron, sino que les escuezan los ojos como a mí me escuecen, que les arda el
corazón como le arde a tu esposa, para que así comprendan y se arrepientan,
para que así sus hijos no tengan que saber chiquitos lo que tu hija ya sabe».
Su mamá no había podido acompañarlas porque apenas se tenía en pie. Cuando
regresaron a la choza, la encontraron acostada en el petate, abrasándose de
fiebre. «Ahí le encargo a su nieta —dijo con un hilo de voz—.
Apiádese de su soledad, pues su sangre es y a nadie más tiene, búsquele su
maíz, dele un techo, vea que no le falte el agua ni la sal, enséñele a
respetar. Está bien chiquita, muéstrele el camino. Enderece su suerte, yo ya no
puedo...». Fueron sus últimas palabras. Murió llevándose al niño que cargaba en
su vientre. Después de enterrarla, quemaron la choza y huyeron del lugar. La
abuela tenía miedo de que vinieran por ellas también. Un fuerte estertor sacó a
Angelina de sus recuerdos.
—¿No
puede dormir, señora? —preguntó, girándose hacia el interior del tubo.
La
anciana no contestó.
—¿Se
encuentra bien? —insistió.
No
hubo respuesta. Angelina se esforzó por ver, pero estaba demasiado oscuro. Se
arrastró hasta su lado y la sacudió suavemente por el hombro: doña Virtudes
permaneció inmóvil. Empezaba a apoderarse de ella un mal presentimiento, cuando
se topó con una de sus manos y comprobó aliviada que la tenía caliente. Nada
más estaba dormida. Profundamente dormida. Más tranquila, regresó al borde del
tubo. Jicarita azul y negra, palomitas de maíz... La luna había quedado medio oculta entre las frondosas copas de los árboles. Soplaba una
brisa fresca que movía las hojas produciendo un agradable murmullo. A lo lejos
se escuchaba el zumbido constante de los coches que circulaban por las calles
vecinas y alguna sirena aislada. Un gato maulló
requiriendo de amores, y Angelina sonrió, aguzando el oído para comprobar si
era correspondido. Pero un repentino chasquido que percibió en el aire justo
encima de su cabeza distrajo su atención:
—¡El
Yalambequet! —exclamó,
cobijándose en el interior del tubo.
Sabía
bien que los jueves y los viernes de luna, los brujos se encaminan hacia una
cruz y con solo pronunciar una palabra mágica, Yalambequet, que significa
«despréndete carne», esta se les separa de los huesos. Convertidos en
esqueleto, son capaces de volar y de penetrar en las casas, atravesando puertas
y tejados, para robarles el alma a sus víctimas. Después vuelven a la cruz y
pronuncian otra palabra mágica, Muyambequet, que quiere decir «súbete carne»,
para recobrar la apariencia humana.
Ya
temblaba de miedo cuando se acordó de que estaba en España. No, no podía ser el
Yalambequet, razonó. Ningún brujo sería capaz de volar tan lejos, y además
estaba a punto de amanecer: la luz es su principal enemiga. Nunca jamás vuela
un esqueleto si ha salido el sol. Tal vez ni siquiera era jueves o viernes. De
todos modos, se arrastró hasta la altura de doña Virtudes y se tumbó a su lado.
Seguro que ella sabría defenderse si las atacaba.
Se mantuvo un rato inmóvil, tapada la cara con las manos. Luego, cuando la luz comenzó a penetrar,
quiso despertar a la anciana y se dio cuenta de que tenía la boca y los ojos
abiertos. Al tocarle la cara helada, se percató de que estaba muerta. Pero no
sintió miedo. Sabía lo que tenía que hacer, pues había visto actuar en
circunstancias parecidas a su madre y a su abuela. Le cerró los ojos con
cuidado, le colocó las manos sobre el pecho, le dijo al oído unas palabras de
despedida y salió al exterior para buscar a alguien que supiera cómo
enterrarla. Pretendía volver a la terraza donde la tarde anterior habían tomado
horchata, cuando se encontró con un barrendero.
—Ay,
señor —le
dijo—,
¿no querría ayudarme a enterrar a una señora doña Virtudes que se murió esta
noche mientras dormía? Ya ve que soy de fuera y no conozco las costumbres de
acá.
—¿Doña
Virtudes? ¿La viejecita del tubo?
Angelina
asintió, y el barrendero quiso ir a cerciorarse.
—Está
muerta —confirmó—.
Pobrecilla. Habrá que avisar a la policía. Siempre andaba sola. Creo que no
tenía parientes.
—¿No
quiere que la enterremos nosotros? —insistió Angelina.
—No,
no, cómo se te ocurre. Tendrá que venir el juez a levantar el cadáver. A lo
mejor, hasta le hacen la autopsia. Uff, menudo lío se va a montar... Si estabas
con ella, te interrogarán, seguro.
Angelina
miró con ojos asustados cómo se sacaba del bolsillo posterior de su mono
naranja un pequeño aparato por el que se puso a hablar. No comprendía el porqué
de tanto alboroto y quería irse, tenía que desaparecer cuanto antes.
—Ya
está —anunció
el hombre—. Me han dicho que
enseguida llegan. ¿Tú la conocías mucho?
—No,
señor. Nada más de ayer, que pasé el día con ella. No soy de acá. Apenitas
estoy llegando de Guatemala.
—Pues
menudo recibimiento te hemos preparado. Escucha, parece que ya suenan las
sirenas de la policía...
Tal
fue la expresión de espanto de Angelina que el barrendero se apiadó:
—Total,
ya está muerta, nada gana metiéndote en líos. Corre, vete.
Angelina
no lo pensó dos veces. Apretó a correr cuanto pudo y no paró hasta verse fuera
del Retiro. Casi sin resuello, buscó la estación del metro. Iría de inmediato a
la calle de Verilla. Pero al llegar a la taquilla se detuvo, pues seguía sin
dinero. Lo pediría, resolvió, se pondría al lado de esas personas que había
visto en las escaleras, pero cuando se dirigía hacia ellas, vio a un grupo de
chicos saltarse los torniquetes de entrada y cambió de idea. Ella haría lo
mismo. Para algo le habría de servir que su papá no estuviera en la casa en el
momento en el que se le cayó la tripa seca del ombligo. Él la tenía que haber
atado de la rama baja de un árbol si hubiera querido que no fuera atrevida sino
apocada, pero se había despreocupado de sus obligaciones y por eso ahora fue
capaz de cruzar con maleta y todo de un limpio salto. A nadie pareció
importarle y la joven prosiguió su camino.
Pensaba
preguntar cómo llegar hasta la estación de la dirección que llevaba apuntada, cuando
escuchó una música conocida. Los chicos que se habían colado como ella eran
quienes tocaban y no debían de saberse la letra, porque solo
interpretaban la melodía. Angelina comenzó a tararear en
voz baja, pero poco a poco fue subiendo el tono:
Pajarito, pajarito,
que en tu jaula vives prisionero,
yo también, igual que tú,
por un amor de penas muero...
—Cantas
bien —le
dijo uno de los chicos cuando terminaron la actuación—. ¿Sabes la de Botellita
perfumada?
—Cómo
no.
Angelina
cantó al son que le tocaron, y algunos viajeros arrojaron monedas en la bolsa
que habían colocado delante. Después vino otra canción y otra más... hasta que
uno de los chicos gritó:
—¡Los
rusos!
Y
recogiendo de inmediato la bolsa del dinero, echaron a correr. Angelina vio que
se le acercaban unos chicos grandes y rubios de mirada amenazadora, y emprendió
la huida detrás de sus efímeros compañeros. Se los encontró en el andén.
—Al
ratito repartimos —se
excusó uno de ellos—.
Te ganaste tu parte.
—Yo ya
me quiero ir —advirtió
molesta Angelina.
—Esos
rusos abusadores creen que el lugar es suyo y meten bronca a todo el que lo
ocupa —explicó
otro—.
Por eso corrimos. Pero ahorita tocaremos en los trenes. ¿Por qué no te quedas?
—Me
quedo si me explican cómo llegar a la dirección donde me esperan —ofreció
Angelina.
Pasó
la mañana cantando de vagón en vagón y comió con sus nuevos compañeros un
bocadillo de chorizo que le gustó. Luego quiso irse, pero le rogaron que se
quedara un rato más, asegurándole que la acompañarían hasta la misma puerta de
la dirección que llevaba. Y así fue. A las diez y diez de la noche, se encontró
ante el portero automático de Verilla, 27. Uno de los chicos que la acompañaban
pulsó el botón del 3º C.
—¿Quién?
—respondió
una voz metálica.
—Soy
Angelina Jelik, de Guatemala.
Tras
unos instantes de silencio, se oyó el zumbido de la puerta al abrirse, y la
misma voz ordenó:
—Suba.
© Carmen Martínez Gimeno
¿Te has perdido algún capítulo? Aquí tienes los enlaces desde el comienzo:
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 4
Capítulo 5
© Carmen Martínez Gimeno
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Capítulo 5
Me encanta.
ResponderEliminarMuchas gracias, Carmen.
ResponderEliminarsigo con curiosidad tus relatos.
ResponderEliminarMirna Lissett
Gracias por tu atención, Mirna. Espero que te guste la novela. La trama a penas comienza a desarrollarse. Un saludo.
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