viernes, 22 de noviembre de 2013

Ginis y Ginolas: los nombres hipocorísticos

Los nombres hiporísticos
A mis cinco hermanas y a mi hermano

Hermana Marica,
Mañana, que es fiesta,
No irás tú a la amiga
Ni yo iré a la escuela.
          […]
Y en la tardecica,
En nuestra plazuela,
Jugaré yo al toro
Y tú a las muñecas

Con las dos hermanas,
Juana y Madalena,
Y las dos primillas,
Marica y la tuerta;
         […]
Jugaremos cañas
Junto a la plazuela,
Porque Barbolilla
Salga acá y nos vea.

       Letrilla de Luis de Góngora y Argote, 1580

De pequeñas, uno de los juegos que más nos gustaba a mis hermanas y a mí era el de las Ginis y las Ginolas. Consistía en disfrazarnos de mayores con la ropa de mi madre y recrear actividades o conversaciones de adultos que empezaban poniendo los brazos en jarras con un gesto muy manchego y diciendo: «Pues Gini…», a lo que siempre se contestaba: «Pues Ginola…». Lo más divertido de este juego, como pasaba con muchos otros, eran los preparativos: buscar zapatos de tacón, vestidos que nos teníamos que remangar y sujetar con cinturones, collares de muchas vueltas, bolsos llenos de tesoros, pañuelos o sombreros para la cabeza y cualquier otra cosa que se nos ocurriera según nuestro gusto infantil para estar guapas. Maquillarnos no podíamos porque en nuestra casa no había con qué: nuestra madre nunca se pintó, y su única concesión a la presunción era peinarse sus delgadas cejas con un cepillito, algo que también aprendimos a imitar todas sus hijas.

Quizá por eso, porque nos llamaban muchísimo la atención las mujeres que se pintaban los labios de rojo, bautizamos nuestro juego con este nombre: Gini era una chica muy guapa que se peinaba con moño italiano, llevaba vestidos ajustados a las caderas, se pintaba rabillos negros en los ojos y tenía los labios más rojos que habíamos visto jamás. Llegaba a casa contoneándose en sus altos tacones para visitar a su tía, que vivía con nosotros porque ayudaba a nuestra madre en las labores domésticas, y mis hermanas y yo la mirábamos embobadas y le pedíamos que nos besara para que dejara su huella roja en nuestras mejillas. Su tía acababa cansándose de nuestro arrobo boquiabierto y nos echaba de la habitación para que no escucháramos lo que se tenían que decir.

Entonces las hermanas nos poníamos a imitarlas, pero en el juego nadie quería ser la tía, ya mayor: todas éramos Ginis y Ginolas, el nuevo nombre hipocorístico que alguna de nosotras se inventó. Porque en realidad, esa chica tan guapa se llamaba Ginesa: Gini era su nombre hipocorístico, que en griego significa «cariñoso». Era su nombre propio acortado porque acaso el original le parecía feo o demasiado largo.

La Nueva gramática de la lengua española  de la RAE define los nombres hipocorísticos como un tipo particular de nombres de pila que se usan en la lengua familiar como designaciones afectivas. Se suelen formar mediante apócope, esto es, la pérdida de la parte final del nombre: Edu por Eduardo; Tere por Teresa; Sole por Soledad; Rafa por Rafael. También se pueden formar mediante aféresis, es decir, la supresión de las sílabas iniciales: Veva  por Genoveva; Lupe por Guadalupe; Lina por Catalina; Geles por Ángeles; Mundo por Edmundo; Nando por Fernando. En la actualidad, muchos  hipocorísticos terminan en i por influencia del inglés, según la RAE, pero también cabría pensar que esta vocal de apoyo al final de la palabra los convierte en una especie de diminutivos: Conchi, Rosi, Pili, Susi, Toni, Javi. Esta terminación en i es además más habitual en nombres hipocorísticos femeninos que en los masculinos. La mayoría de los hipocorísticos admiten también diminutivos, a veces incluso mejor que los nombres de pila de los que proceden, sobre todo si son largos: Lolita, mejor que Dolorcitas; Chonita, mejor Asuncioncita o Ascensioncita; Lupita, mejor que Guadalupita. Algunos nombres propios aceptan tanto apócopes como aféresis para formar hipocorísticos: de Guillermina, Guille o Mina; de Fernando, Fer o Nando; de Cristina, Cris o Tina. Y a veces se combinan la apócope y la aféresis: de Hipólito, Poli; de Emilia, Mili. Muchos nombres compuestos combinan sus dos elementos para formar los hipocorísticos: Josema de José María o José Manuel; Maite de María Teresa; Maica de María del Carmen. Pero a veces las alteraciones o simplificaciones que sufre el nombre de pila para llegar al hipocorístico son mucho mayores: Beto por Roberto o Alberto; Lalo por Eduardo; Mela por Carmen, pasando por Carmela; Nacho por Ignacio; Suso o Chule  por Jesús; Chusa por Jesusa; Nena por Elena o Almudena; Chole por Soledad. También hay hipocorísticos cajón de sastre que sirven para muchos nombres: Tita y Tito, por ejemplo, Nana y Nano o Tina y Tino.

Ahora bien, no siempre es fácil dar con el origen de los hipocorísticos. A veces es necesario recurrir a la onomástica, rama de la lingüística que estudia los nombres propios, para conocer su procedencia debido a la infinidad de cambios fonéticos que han sufrido en la evolución. Es el caso, por ejemplo, de Perico, nombre hipocorístico de Pedro formado sobre su forma antigua Pero con la terminación de diminutivo –ico. De Manuel procede Manolo, hipocorístico formado sobre la evolución de su diminutivo, Manuelito, que dio Manolito y de ahí Manolo. El hipocorístico Pepe  para José se forma según algunos autores sobre la abreviatura p.p. (padre putativo) que aparecía siempre en los escritos eclesiásticos junto al nombre de san José, pero para otros no es más que una reducción del italiano Giuseppe, ambos nombres propios, el español y el italiano, procedentes del hebreo Yosef. Otro caso singular lo constituye el nombre propio Francisco y sus variados hipocorísticos: Paco proviene según algunos de san Francisco de Asís, junto al cual se escribía Pater Comunitatis (PaCo) cuando fundó la orden franciscana. Sin embargo, había una forma íbera del nombre, Pacciaecus, que evolucionó en Pacheco; Phranciscus pasó a Phacus, de ahí a Pacus y acabó en Paco o Pancho. Del diminutivo Francisquito se llegó a Frasquito, y de Franciscurro, al taurino Curro. Otros hiporísticos de Francisco son Fran, Franchu y Quico.

También existen nombres hipocorísticos que en su evolución acaban desligándose del  nombre propio original y se independizan: Rita ya no es el hipocorístico de Margarita, ni Olalla lo es de Eulalia. Tampoco Marina es ya hipocorístico de María. Y Lola sigue siendo hipocorístico de Dolores pero ya también un nombre de pila por derecho propio.

Aunque muchos nombres hipocorísticos son iguales para toda la comunidad hispanohablante, hay algunos que resultan malsonantes en determinados países. En Argentina, por ejemplo, ninguna mujer se llamará Concha ni Conchita; en España, ningún Guillermo permitirá de buen grado que le llamen Memo, ni ningún Bartolomeo, que le digan Meo. Tampoco a ninguna María le gustará como hipocorístico el clásico Marica hoy malsonante.

Los nombres hipocorísticos no son alias, apodos, sobrenombres ni motes, puesto que estos, según la RAE, se toman de los defectos corporales de una persona o de alguna otra circunstancia característica y no provienen de su nombre de pila. En la manera de escribirlos también son diferentes: los nombres hipocorísticos se escriben como cualquier nombre propio, con mayúscula inicial y en letra redonda; los alias, apodos, sobrenombres o motes, también con mayúscula inicial pero en letra cursiva si acompañan al nombre propio y en letra redonda si van en su lugar. «¡Vaya, has caído en una contradicción flagrante!», tal vez exclaméis algunos al leer lo que he escrito, puesto que en esta entrada todos los nombres propios y los hipocorísticos aparecen en letra cursiva. No es un error, sin embargo: uno de los usos de la letra cursiva es precisamente destacar dentro de un texto las palabras que se pretenden definir.

He elegido algunas de las estrofas de la letrilla de Góngora como inicio de esta entrada porque en ella aparecen algunos hipocorísticos: Marica y Barbolilla, así como un nombre propio, Madalena (Magdalena preferible por más culto en la actualidad), cuyo hipocorístico sería Malena; también se cita a otra prima sin nombre, solo conocida la pobre como «la tuerta».

Las hermanas crecimos y hace mucho que dejamos de jugar a Ginis y Ginolas. Pero no hemos perdido los nombres hipocorísticos que nos habíamos puesto y que utilizamos cuando estamos juntas. Y algunas tuvimos más de uno: yo fui primero Taten y luego Molis. Los de las demás me los callo: que los digan ellas si quieren.

Y tú que estás leyendo, ¿tienes un nombre hipocorístico que desees compartir? ¿Recuerdas cómo jugabas a ser otra persona? «Yo era una princesa que vivía en un castillo; yo era un piloto que volaba en mi avión; yo, una exploradora que viajaba a la Luna…». ¡Qué útil el pretérito imperfecto de indicativo para imaginar jugando!


La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.  

  



viernes, 15 de noviembre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 15)

Angelina y el Nuevo Mundo
Poner telegramas:
«Imposible viaje: Surgió adiós imprevisto».
Escribir cartas, diciendo:
«Ya no puedo operarme.
Tengo una despedida».
Colgar en la puerta de casa
un papel en blanco, donde no esté escrito:
«Cerrado por adiós».
               Pedro Salinas

CAPÍTULO 15

B
IEN quisiera Angelina dedicarse a cavilar sobre el misterio de doña Virtudes, pero otros asuntos más apremiantes reclaman su atención. Han vivido una semana completa en los cerros, y mucho más se habrían quedado allá arriba serenando sus corazones si doña Chona no hubiera preguntado por la fecha en que su nieta debía regresar a España. No, Angelina no pensaba en el viaje porque es incapaz de abandonar de nuevo a su abuela. Si lo hiciera, tal vez no la volvería a ver jamás porque el cabito sigue agotándose: lo nota en el murmullo de su respiración, en el cansancio que la obliga a detenerse apenas caminan unos pasos y en las enormes ojeras que ennegrecen sus ojos cada vez más chiquitos; sí, poco del cabito debe de quedar ya, y aunque su abuela está más aliviada porque ha visto en sueños que el humillo que despide se va aclarando, su alma todavía sufre y no se siente capaz de sanar como antes lo hacía porque piensa que sus manos siguen manchadas por la culpa y no se atreve a mirar de frente a esos vecinos que ahora la rehúyen amedrentados y se han  apartado de su paso cuando caminaban de vuelta hacia la casa, temerosos de que alce sus manos contra ellos para echarles daño. No, Angelina ha decidido que no va a regresar a España por más que doña Chona insista. Su lugar está con ella.
Pero doña Chona es terca y no atiende a razones:
—Me harás caso, mi hija. Tu lugar no está acá, sino allá en España. No me salgas ahorita con eso de que no te vas. ¿Cómo vas a dejar a medias lo que apenitas comenzaste? Además, allá estarás protegida, tienes tu techo, tu trabajo, y no te humillarán ni te matarán como a la pobre de Melva. Aunque no más sea por eso, has de regresar. Allá es otra cosa…
Angelina calla. ¿Otra cosa? Sí, allá dicen que hay derechos humanos, pero no son tan derechos: a veces están torcidos y no alcanzan igualito a todos. Si su abuela supiera… pero no, para qué disgustarla, qué gana con enterarla de las cosas feas que le sucedieron, para qué contarle de Beto si  ya no lo verá jamás.
—Irás a visitar a la señora Clovis para despedirte —ordena doña Chona, que no ceja en su propósito—. Yo acá te aguardo porque ya me cansé de tanto caminar y me duelen mis huesos.
Angelina asiente y la ayuda a tenderse en la cama. Sí, irá a visitar a la señora Clovis aunque no se despida porque quiere saber si se averiguó qué fue del hijito de Melva y también si Braulio murió de los golpes recibidos ese día trágico.
Ha caminado deprisa por las calles estrechas, la cabeza cubierta con su manto de Zunil, sin entretenerse en mirar siquiera a los niños que corren disfrazados en grupos detrás de los turistas para sacarles unas monedas a cambio de alguna recitación. Por fin ha llegado a la casa de la prestamista y toca a la puerta con insistencia.
—Manda la señora que la esperes un rato porque está ocupada y no puede atenderte —le comunica la sirvienta que le ha abierto y hace un gesto de invitación con la mano—: Vente a la cocina.
Poco a poco, las mujeres que están atareadas por la casa se van congregando en la amplia habitación, olorosa a especias y guisos, atraídas por la curiosidad que sienten hacia la recién llegada.
—¿Cómo es por allá? —pregunta una para iniciar la conversación, mientras desgrana mazorcas de maíz escogiéndolas de un montón amarillento.
—Está lindo —responde escueta Angelina.
—Yo apenitas sé dónde queda España —interviene una joven risueña que frota con arena una enorme olla con leche pegada—, menos me iba a atrever a viajar para allá.
—Queda cerquita de los Estados Unidos, ¿no es cierto? —asevera una tercera mujer que acaba de aparecer empuñando una escoba.
—Ni tan cerquita —explica Angelina—. Está en Europa, otro continente, otro mundo como quien dice. Pero no se apuren: allá los españoles tampoco saben bien dónde queda Guatemala.
—¿Y los mentados españoles son bellos, así como los artistas que salen en la televisión? ¿Ya conseguiste enamorado?
Angelina no tiene tiempo de responder porque la señora Clovis la llama a su despacho. Es una habitación pequeña y mal ventilada, donde la encuentra anotando cifras en un gran libro de cuentas, alumbrada por una antigua lámpara de mesa que desprende un haz de luz amarillenta formando sombras alargadas en las paredes.
—Siéntate, Angelina —le pide—. No acostumbro a recibir en este lugar, pero me hallo apurada de tiempo. Ve cuánto trabajo, apenas alcanzo a apuntar todo lo que me deben y no puedo descuidarme, pues me arruinaría. La gente es muy desobligada para las deudas. Pedir no les cuesta; pagar ya es otra cosa, y todo son disculpas: que si se enfermó mi mamá, que si se arruinó la cosecha por la sequía o por las muchas lluvias, que si se murió el chanchito…
Angelina asiente y obedece antes de preguntar si ha habido noticias. No hace falta que diga más. La señora Clovis se frota los ojos enrojecidos y responde:
—No, mis hombres nada averiguaron. Nadie lo vio. Nadie conoce qué se hizo de mi chiquito lindo. Yo todavía tengo esperanzas porque muerto no está. Es muy lindo mi chiquito para que lo hayan matado así no más. Muchos gringos darían harta plata por adoptarlo; yo creo que eso pasó: lo entregaron a alguna pareja que quería un hijito a como diera lugar. Esos no se detienen a contar los dólares que les va a costar: pagan no más y se escapan a su país.
Angelina supone entonces que ha abandonado la búsqueda.
—No, ni hablar. Mis hombres seguirán indagando hasta que se resuelva el misterio. Antes o después alguien se irá de la lengua. Y quiera Dios que no lo hayan troceado para vender sus órganos por pedazos, porque si eso ha llegado a pasar, si yo me entero de eso y hallo a los culpables… Pero no, mi chiquito es muy bello y vale más vivo, sí, mucho más.
—¿Y Braulio?
La señora Clovis hace un gesto de desprecio con la mano.
—Se desapareció. Alguien ha de haberse apiadado de su cadáver o lo recogió la policía y allá habrá estado tirado en el depósito agusanándose hasta que lo hayan enterrado en una fosa común. Si está muerto, no me apiado de su alma y si aparece vivo, yo lo mandaré rematar. Terminaré lo que comenzó tu abuela. Cómo no te acompañó ella en esta visita, Angelina, pues bien que la necesito. Ve cómo tengo los ojos, cada día más irritados, y no es por las lágrimas porque yo no lloro. ¿Quién me respetaría si llorara? Yo ya no soy mujer, harto tiempo hace que dejé de serlo para darme a valer en este mundo de hombres.
Angelina asiente y calla. La señora Clovis repite:
—Cómo no vino tu abuela contigo, Angelina, ve como estoy de mi vista, ¿tú no sabes de ningún remedio?
Angelina repasa mentalmente lo que ha aprendido de su abuela en los cerros y contesta al fin:
—El té de manzanilla sirve. Se empapa un paño limpiecito en él y se pone bien caliente en los párpados hasta que se enfría.
La señora Clovis sonríe y comenta que ya podría prender su vela para pedir la gracia, que sería buena ilol si no tuviera que regresar a España. Después llama a gritos a la cocinera y le manda que prepare la infusión.
—No me regreso a España —declara Angelina cuando de nuevo se quedan solas.
La señora Clovis la mira fijamente con sus ojos enrojecidos que más parecen de diablo que de humano y la quieren traspasar:
—Tu abuela ha de estar bien enojada. Con tanto que le costó mandarte para allá. ¿Por qué desaprovechas la ocasión si ya empezaste a abrirte camino?
Angelina le explica su temor a que su abuela muera.
—Morirá, Angelina. Y yo también. ¿Acaso crees que si estás a su lado no le llegará igualmente su hora?
—Sí, pero…
—En la muerte todos estamos solos. No sirve de nada la compañía. Es un asunto privado que cada quien ha de resolver por su cuenta. No, si fueras mi hija o mi nieta, yo no querría que te quedaras a mi lado ahora que en otro lugar tienes tanto que ganar. Y fíjate que yo me alegro de no tener hijos, y mucho más de no tener hijas: desde que nacen son una preocupación para toda la vida, más acá donde las mujeres valemos bien poquito, pues por nada nos maltratan y abusan de nosotras hasta que nos matan. No, Angelina, si yo fuera tu abuela, te mandaría para España aunque tuviera que jalarte del pelo y arrastrarte hasta el avión.
—Allá también maltratan a las mujeres, no crea que no es así. Lo llaman violencia de género y casi cada día hay un caso del que hablan en la televisión…
—Acá también le están poniendo nombre, feminicidio le dicen algunos, pero nadie le pone freno, se contentan no más con ese nombre feo que han buscado. Y las mujeres mueren mucho antes de que les toque su turno sin que nadie las cuente, sin que se averigüe qué fue lo que pasó. Se mueren de la enfermedad de ser mujeres, eso es feminicidio.
Angelina calla. Doña Clovis continúa:
—Regresa a España, Angelina, pero no te quedes de criada para siempre. Para eso no se esforzó tu abuela. Estudia, aprende a defenderte, date a respetar, y después, cuando lo consigas, vente para acá. Viva o muerta, tu abuelita se alegrará al ver que la niñita que le tocó criar sacando fuerzas de flaqueza se ha convertido en una mujer hecha y derecha, bien poderosa, con conocimiento. Entonces acá servirás de mucho; ahora no más te convertirías en otra infeliz como Melva. Y ya no te puedo atender más. Ya te dije que estoy apurada con estas cuentas que he de acabar antes de aplicarme el remedio que me aconsejaste.
La señora Clovis se levanta parsimoniosa y Angelina la imita. Meneando la cabeza mientras la empuja para que abandone la habitación, añade:
—No sé para qué te digo estas cosas de que te regreses a España, ya ves que voy en contra de mis propios intereses por ser sincera… muchacha, serías una buena ilol si acá te quedaras velando a tu abuela hasta que muera y aprendiendo de su boca lo que te falte por conocer.
Cuando sale de la casa, con mirar al cielo Angelina sabe qué hora es. Por mucho que porfíen, las fumarolas plateadas que se escapan del cráter del volcán Santiaguito no consiguen alcanzar al sol de mediodía que brilla en lo más alto. Va tan ensimismada meditando las palabras que acaba de escuchar mientras enfila sus pasos hacia la casa que no se percata de que alguien la lleva acechando en la distancia toda la mañana. «Del padre al hijo bajará la sabiduría», recuerda, ¿querría ella ser ilol como su abuela, será cierto que se le concedería la gracia si prendiera la vela? Su abuela ya no está en la cama cuando llega al fin, y se figura que habrá ido al mercado a encontrarse con su amiga la carnicera. Pero no saldrá a buscarla, decide Angelina, mejor aprovechará ese rato de soledad para utilizar su caja parlante de san Miguelito porque hace días que desea hacerle una consulta. Con la puerta de la casa entreabierta para que entre la luz, saca de debajo de la cama la maleta y se pone a rebuscar entre su contenido.
Una voz masculina interrumpe su tarea:
—Así te quería hallar, chiquita, sin nadie que nos moleste.
Angelina se gira sorprendida para encontrarse frente a frente con Jacinto, quien ocupa el vano de la puerta como si pretendiera impedirle la huida.
—¡Ah, qué hombre tan atrevido, sal ahora mismo de mi casa! —grita Angelina, incorporándose para plantarle cara.
—No te enojes, mi alma, no más quiero hablarte —replica Jacinto conciliador—. Desde hace días te busco y hasta ahorita no se me hizo verte así, como yo quería.
—Ya vete, nada tenemos que hablar.
—No, cómo me voy a ir, primero escúchame. Te mandé decir con Braulio que te quería para que fueras mi esposa…
—¡Ese mal nacido! ¡No pronuncies su nombre en esta casa!
Jacinto titubea:
—¿A poco ya no vive acá con su esposa y su hijito? ¿Ya los mandaron a mudar?
—Melva está enterrada, su hijito quién sabe si aún viva y Braulio… él vendió a su esposa a los ricachos y acabó arrojada en un barranco para que se la comieran las alimañas. Al demonio del Braulio la gente lo linchó por su maldad.
Jacinto trata de disculparse:
—Yo no sabía nada. No soy de acá; tengo mis tierritas en Retalhuleu. Al Braulio lo conozco no más de vista… yo no soy como él, yo sé respetar.
—Qué bueno que así sea. Ya vete.
Braulio permanece inmóvil e insiste:
—No, mi alma, yo no abandono tan fácil. Te sigo queriendo para que seas mi esposa. Solo que tengas enamorado en España… si lo escucho de tu boca, tal vez me retire.
—Así es, ya lo oíste, ahora vete.
—No, chiquita, ya te dije que yo no abandono tan fácil...
—¡No te creas que me vas a jalar! —le corta tajante Angelina—. Conmigo no puedes.
—Cómo crees, no soy un indio bruto. Sé respetar, así me enseñaron mis papás. Me gustaste desde que te vi por lo valiente. No cualquiera se atreve a hacer lo mismo que tú, y yo quiero que te cases conmigo por tu voluntad, para que vivamos felices, si no para qué. A fuerza ni los zapatos entran.
—Yo ahorita no voy a casarme, ni acá ni en España —responde Angelina con firmeza.
—¡Qué bueno! —exclama Jacinto—. Porque entonces puedo esperarte.
—No dije eso —protesta Angelina.
—No te enojes. Nada te pido. No más quiero que sepas que acá te estaré esperando por si decides regresar. Esta es tu tierra y en ningún lugar estarás mejor que conmigo.
—Eso quién lo sabe.
—No más no lo olvides.
Con esas palabras Jacinto se marcha, y Angelina se sienta en la cama, suspirando aliviada. No, no se va a casar, se repite, ni acá ni en España. Y se da cuenta en ese momento de que acaso la señora Clovis esté en lo cierto, acaso ha de obedecer a su abuela… Pero ahora lo que desea es retomar lo que estaba haciendo: como siempre que sostiene en sus manos la caja parlante de san Miguelito, la invade el sobrecogimiento y duda si será capaz de emplearla, pero como su afán de saber es más fuerte, se pone a acariciarla mientras cavila las preguntas que formulará.
—Disculpa la molestia —le habla  una voz a sus espaldas—. ¿No está doña Chona?
—No, todavía no llegó —responde Angelina, dirigiéndose hacia la entrada.
—Como vi la puerta entreabierta... Mi muchachito se muere de hambre, pero desde ayer no quiere el pecho.
El bebé que lleva en brazos llora con gran desconsuelo y se chupa ávidamente la mano.
—¿Se te secó la leche?
—No, harta tengo, no más que no la quiere. Vieras cómo chilla cuando la prueba.
—Se me hace que algo comiste que la echó a perder, pero mejor que te vea mi abuelita al rato. Yo le daba entre tanto un agüita de arroz por si le duele su pancita.
La mujer agradece el consejo pero sigue en el umbral de la puerta, mirando con interés hacia el interior.
—Disculpa la indiscreción, ¿no es esa una caja parlante?
Aunque salta a la vista que Angelina no quiere contestar, la mujer no hace caso y prosigue su charla:
—Dirás que soy atrevida, pero ¿no quieres preguntarle qué fue de unos aretes de coral que me dio mi madrina?
—Ahorita no —responde Angelina—. ¿No ves que con el niño llore y llore no puedo concentrarme? Mejor atiéndelo y ya te ocuparás de los aretes cuando se haya mejorado.
Cuando por fin se marcha la mujer, Angelina envuelve con el manto de Zunil la caja parlante y también abandona la casa. Tiene que encontrar un lugar en el que nadie la interrumpa para llevar a cabo su labor. Detrás de la calle de tierra donde está la casa hay un extenso maizal con las plantas inusitadamente altas para la época del año. La suave brisa produce un murmullo vegetal que atrae a Angelina a su interior, a pesar de que las hojas cortantes le arañan la cara y los brazos. Huele a humedad y a savia, y Angelina se sienta sobre las piernas en la tierra, oculta por la vegetación de las miradas curiosas, coloca la caja sobre su regazo y se dispone a comenzar el interrogatorio.
Está anocheciendo cuando vuelve a la casa. Doña Chona también ha regresado y se afana en la limpieza de su bandeja blanca, pero no se le escapa el envoltorio que lleva su nieta bien sujeto ni el brillo de sus ojos.
—¿Te sirvió? —le pregunta y, como la respuesta es afirmativa, añade—: Qué bueno, mi hijita.
Después de recoger, ya en la cama, Angelina le cuenta su encuentro con Jacinto.
—Mejor así, mi hijita, que se haya conformado. Aunque no creas que te esperará. Bien se sabe que amor de lejos es de pendejos.
Angelina se ríe con el comentario y añade:
—Jarrito nuevo, ¿dónde te pondré? —y no puede evitar el recuerdo de Beto al aludir al entusiasmo repentino que suscita un nuevo amor. Luego susurra al oído de su abuela—: La constancia es una de las cosas grandes en las que está puesta la sabiduría.
—¿Te lo dijo la caja parlante de san Miguelito?
—No, yo lo descubrí.
Doña Chona sonríe en silencio. Le regocija comprobar que la niñita que le entregó Margarita a punto de morir se está convirtiendo en una mujer fuerte y valiente, capaz de valerse por sí misma y de resolver las situaciones que le presenta la vida. Cuántas andanzas han vivido juntas, de cuántos peligros han escapado. Le apena pensar que está a punto de marcharse y le cruza la mente la idea de que quizá debiera aceptar su oferta  de quedarse, quizá podría casarse con ese Jacinto… pero no, rápidamente la rechaza. No se ha esforzado tanto para regresar al punto de partida. Debe seguir avanzando hasta donde quiera o pueda, aunque no la vuelva a ver... Se pasa la mano por la frente como si tratara de borrar los pensamientos tristes y musita a su nieta:
—Ya vámonos durmiendo, mi hijita. Mañana hay mucho que hacer.
—Espérame tantito, te quiero contar de doña Virtudes.
—Yo ya sé qué dijo la caja.
—¿Lo sabes? —se admira Angelina.
Pero doña Chona se ha dado la vuelta y ya no le contesta. Siempre ha sido así, piensa Angelina, llena de misterios. Desde chiquita la animaba con sus medias palabras y sus silencios a querer averiguar más, a descubrir por ella misma las cosas. En ese instante, la invade una certeza y no puede evitar acercarse a su oído para susurrarle:
—Abuelita, gracias a ti descubrí otra de las cosas grandes en las que está puesta la sabiduría. Es la curiosidad.
Doña Chona no responde, pero Angelina sabe que lo ha escuchado. Después piensa en doña Virtudes y en lo que le reveló la caja: «Al final, todos nos llamamos Adán y Eva». Había tardado en comprenderlo, pero esa era la verdad oculta: a todos nos une, más cerca o más lejos, un lazo de sangre, pero todavía más otras circunstancias de la vida. Doña Virtudes sabía de la búsqueda del Nuevo Mundo. Sus antepasados habían recorrido sus caminos americanos en pos de El Dorado, cuyas calles estaban pavimentadas de oro, y de las fabulosas siete ciudades de Cíbola, y echaron raíces allá aunque no las encontraron. Con su herencia quiso pasarle su legado, do ut des, para ayudarla a recorrer la orilla española de ese Nuevo Mundo, donde dicen que ahora la vida es más fácil. Y después murió en paz.

La estación de autobuses está repleta de viajeros y bultos. Huele a gasolina y grasa quemada, y entre el estruendo de los motores se abre paso la alegre música de una marimba que resuena en los altavoces. Angelina ocupa su asiento en la camioneta que la llevará a la ciudad de Guatemala y siente una gran opresión en el pecho que casi no le permite respirar. Al fin se marcha a cumplir su destino, omnia mecum porto, pero sabe que volverá: también se lo reveló la caja parlante de San Miguelito. Su abuela aguarda en el andén acompañada por su amiga la carnicera hasta que el vehículo se aleja, devorado por el ruidoso tráfico multicolor. Angelina las sigue con la mirada hasta que sus figuras se convierten en puntos diminutos y luego desaparecen. Entonces vuelve la cabeza y contempla la vela que sostiene con fuerza sobre su regazo: «Ya puedes prenderla para pedir la gracia», le ha dicho su abuela al entregársela, y en ese momento, mientras las lágrimas caen mansamente por sus mejillas, percibe cuál es el tercer pilar de la sabiduría: la generosidad.


Aquí pongo la palabra  FIN a esta novela.

Añado como colofón lo que escribió Miguel de Cervantes al final de su Quijote: «Y el prudentísimo  Cide Hamete dijo a su pluma: “Aquí quedarás colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero antes que a ti lleguen les puedes advertir y decirles en el mejor modo que pudieres: ¡Tate, tate, folloncicos! De ninguno sea tocada; porque esta impresa, buen rey, para mí estaba guardada. Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio”». Sin embargo, a diferencia de don Quijote, Angelina no está muerta, sino muy viva al terminar esta novela, y acaso en un futuro desee continuar su historia con esta misma pluma o con otra. Termino, igual que Cervantes, con un clásico vale, que es adiós en latín.


© Carmen Martínez Gimeno


¿Quieres tener la novela completa en versión digital? Ya está a la venta en Amazon: Angelina y el Nuevo Mundo 










viernes, 8 de noviembre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 14)

Angelina y el Nuevo Mundo
Me gusta ver el cielo 
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar;
me gusta ver la noche 
sin luna y sin estrellas, 
y solo las centellas
la tierra iluminar.

atribuida a José de Espronceda


CAPÍTULO 14

V
AN a subir al cerro. Es una huida, disfrazada con el pretexto de recoger hierbas. Doña Chona ha pasado tumbada en la cama una noche y un día completos, los ojos muy abiertos, el corazón sangrando. Le duele el cuerpo ya viejo, crujen sus articulaciones maltratadas por la caída y no halla reposo: ninguna postura es buena porque es su alma la que se queja. Ella, que había soportado estoica tantas penalidades, que jamás había levantado la mano contra nadie, ha provocado el linchamiento de Braulio. No sabe si está vivo o muerto, y no se arrepiente. No, la ira sigue mandando en su interior y no le consiente pensar con claridad. Su olla se ha colmado y ya rebosa;  su cabito se acaba y exhala culebrillas de humo negro…
Angelina se ha alegrado cuando su abuela ha propuesto el viaje. Tampoco ella es capaz de dormir, no encuentra sosiego. Pero no quiere llorar más, que Melva descanse en paz allá donde se encuentre, no quiere seguir pensando en su hijito desaparecido, necesita aire, nuevos horizontes para que no la aniquile la pena. Sin embargo, no está segura de que su abuela aguante tan larga caminata. Ha visto los moratones de sus muslos y las negras ojeras que rodean sus ojos, y hasta ha tenido que ayudarla a levantarse de la cama. No, es demasiado pronto para subir al cerro.
Pero doña Chona es terca:
—Allá arriba estaremos bien, mi hija. Tengo necesidad de buscar mis hierbas.  ¿Cómo voy a sanar de sus males si no a los desdichados que acudan a pedírmelo?
Angelina asiente con la cabeza aunque teme que ahora serán otros los que se acerquen a su abuela. Ayer tocaron a la puerta dos hombres que estaban dispuestos a pagar harta plata si echaba daño a quien los estaba perjudicando en una disputa de tierras. Muchos más los seguirán en cuanto se corra la voz de lo ocurrido con Braulio. Tiene razón doña Chona, mejor subir al cerro, aunque sea paso a pasito, mejor huir hasta que llegue el olvido y las cubra con su manto.           
Sabe doña Chona que los primeros pasos son los peores, los más dolorosos, y aprieta los dientes para aguantarlo. Luego las plantas de los pies se endurecen, la columna consigue enderezarse y, apoyada en el grueso palo que le sirve de cayado, abandona su casa sin volver la vista atrás. Angelina camina a su lado, cogida de su brazo, creyendo observar ojos silenciosos que las vigilan desde las rendijas de las viviendas. Aún está oscuro, y los perros ladran hambrientos a la luna.
Durante su lento camino de ascenso, el sol ha disipado la bruma del amanecer y brilla en el cielo diáfano. Las laderas están salpicadas de chozas y terrazas labradas teñidas de verde y amarillo. Doña Chona va escogiendo las plantas, arrancando los mejores tallos que coloca en una bolsa de tela mientras explica a Angelina sus cualidades y aplicaciones: hierbasanta para los cólicos, corazoncillo para el mal de ojo, epazote para las lombrices, hierba cana para el dolor de huesos. Desea transmitirle su ciencia, pero Angelina la escucha sin  prestarle atención. Está absorta en el paisaje, asombrada por su colorido que casi había olvidado. Unas risas la atraen hasta el borde del barranco, mientras su abuela se sienta sobre una piedra para descansar.
Abajo, en un remanso del río cristalino que se precipita entre breñas, se bañan mujeres y niñas, lavándose con raíces jabonosas las largas melenas que después se anudan en la nuca mientras se secan. Sus delgados cuerpos desnudos, sus chapoteos, las madres golpeando la ropa contra las rocas: Angelina también se bañaba así de niña con Melva; su abuela también lavaba la ropa entre las piedras del río. Qué bonita escena: serviría para los anuncios de las agencias de viajes. «Vengan a Guatemala, tierra de los mayas», decía un folleto que hojeó Angelina cuando fue a comprar su billete. Observándolas bañarse, pareciera que su vida es tranquila e idílica, pero Angelina sabe que muchas de esas mujeres serán arrastradas de las melenas que acaban de lavarse en cuanto regresen a sus casas, que más de una sufrirá el mismo destino que Melva… Porque los anuncios son mentira, bien se lo advirtió la joven Cecilia cuando pidió a doña Mercedes que le dejara comprar el detergente de la televisión para limpiar las manchas que traía en su ropa la niña Paloma cuando regresaba de las clases de pintura. «El frotar se va a acabar», anunciaban sonrientes por la televisión, y Cecilia se rio, cómprale el detergente, abuela, que descubra por sí misma que los anuncios siempre son mentira. Y tenía razón: había que frotar las manchas, nunca salían a la primera con ese detergente ni con ninguno. El anuncio era mentira, sí, siempre lo son: mentira era también la vida idílica de esas gentes que por sus costumbres y su vistosa ropa tejida a mano se convertían en atracción para los turistas.
Los anuncios ocultaban que hubo una guerra fratricida con un legado terrible de violencia y desarraigo. Ocultaban que fueron miles los que perecieron y que otros, como su abuela y ella, tuvieron que huir para no morir, y que en el camino se deshicieron poco a poco de sus ropas de indias para pasar desapercibidas, para encontrar empleo en las fincas. Angelina lo tuvo más fácil por sus ojos de española. Hasta una vez cierta maestra la quiso poner de abanderada para un desfile de la escuela, pero cambió de opinión a toda prisa cuando conoció a su abuela y se dio cuenta de que no era ladina.
«Margarita, no anheles la escuela para nuestra hija, porque allá le quitarán nuestras costumbres», recuerda Angelina que su papá repetía cada vez que su mamá insistía en mandarla. «Del padre al hijo bajará la sabiduría, pues nadie podría saber ni repetir lo que fue antes de que hubiera ojos para verlo y orejas para escucharlo si los que en su tiempo lo supieron no lo hubieran enseñado». Luego lo mataron por meterse a defender los derechos de los indios, y Angelina solo recuerda que le explicó: «Hay tres cosas grandes en que está puesta la sabiduría, no lo olvides nunca», y no lo olvida, pero aún no ha descifrado cuáles son, y en la escuela a la que la envió doña Chona tampoco se las enseñaron. Tal vez porque faltaba mucho, tal vez porque no era capaz de prestar atención cuando sentía hambre o sueño, porque durante mucho tiempo vagó con su abuela por los cerros y no tuvo más techo que las estrellas.
—Angelina, ya acabé —anuncia doña Chona.
—¿Cuáles son las tres cosas grandes en las que se asienta la sabiduría? —le pregunta.
—Ay, mi hijita, ¿es otro acertijo del cofre de doña Virtudes?
—No, fue mi papá quien me lo dijo. ¿Sabes cuáles son?
—Has de descubrirlas tú. Son distintas para cada quien.
Omnia mecum porto. Eso ya lo adiviné.
—Qué bueno, mi hijita. Ya vámonos, apúrate.
Angelina mira de nuevo a las mujeres que se alejan del río, cargando cada una un recipiente de agua para rellenar las tinajas de las casas, y corre a reunirse con su abuela, que ya ha iniciado la marcha,  pero no por donde habían subido.
—Ay, abuelita, te confundiste. Por acá no es el camino.
—Ya sé, mi hijita, cómo crees que voy a perderme, es que primero quiero mostrarte algo, al fin es allá abajito, al final del valle, no nos vamos a tardar.
La senda que señala la abuela es tortuosa, abierta por los animales y ensanchada por las pisadas de los hombres, y va a parar a una explanada verde donde se entrevén entre la maleza unos muros de piedra abatidos por los años y el abandono.
—Ya me trajiste aquí de chiquita —afirma Angelina, haciendo memoria—. ¿No es el lugar donde vivió tu abuelita y donde nació tu mamá?
—Así mero es, no más que entonces aún se apreciaba cómo había sido la casa, dónde estaban los potreros y los campos de labor; ahora apenitas queda nada, el tiempo lo va borrando —responde doña Chona con añoranza—. Ayúdame a encontrar la puerta.
La búsqueda es difícil pues han crecido zarzas entre las piedras y el sol va bajando y falta poco para que se esconda tras los cerros. Angelina no comprende qué es lo que pretende su abuela y le avisa una y otra vez que se les va a hacer de noche, que han de buscar cobijo, pero no consigue que deje su laboriosa tarea.
—¡Acá está! —exclama al fin, cortando con su afilado machete una rama de zarza que le ha arañado las manos—. Este escudo se hallaba colocado encimita de la puerta principal. Léeme lo que está escrito.
A la escasa luz crepuscular, Angelina se afana en descifrar lo que hay grabado en la piedra sobre un borroso dibujo en relieve: 
Omnia mecum porto —pronuncia admirada cuando lo consigue.
—Ya ves que yo no sé de letras, pero cuando allá en el cerro te escuché que habías descifrado las palabras, se me vino a la cabeza que tal vez fueran las mismas...
—¿Por qué son las mismas? —la interrumpe ansiosa Angelina.
—Yo no sé. Acá vivían gentes de fortuna. Tenían su escudo sobre la puerta y lo llevaban grabado hasta en las sillas de montar. Mi mamá conocía su historia, pues ya ves que acá nació, pero no alcanzó a contármela.
—¿Por qué se destruyó la casa?
—La derrumbó un terremoto, pero para entonces ya eran muchos los años que llevaba abandonada. Yo no sé la causa, pero Soledad, si aún no murió, habrá de acordarse. Se quedó a vivir por acá, como muchos de los que trabajaban en las tierras. Vamos, mi hijita, buscaremos su casa. Mi mamá y la suya fueron buenas amigas y se alegrará de vernos.
Sobre una terraza labrada en la falda de la montaña que cierra el valle, hay un grupo de cabañas de tablas de madera y paja. Hacia ellas se dirigen alumbradas por la luna y llaman a la puerta de la primera que encuentran a su paso. Sale a abrirles un anciano canoso, sonriente y desdentado.
—Buenas noches, señor —le saluda doña Chona—. ¿Sabría darnos razón de si vive por acá doña Soledad, hija de doña Magdalena?
—Vive y está buena de su salud, no más algo desmejorada de su boca, como yo mero. ¿Quién pregunta por ella?
—Disculpe la descortesía —replica la abuela—. Doña Chona es mi gracia y esta es mi nieta Angelina.
El anciano hace una reverencia con la cabeza y les comunica:
—Su casa es la tercera de aquel lado según se sube, por si quieren visitarla. Es feo pasar la noche afuera en los malos tiempos que corren.
 Le agradecen su información y se dirigen a la puerta que les ha indicado. Por las rendijas se escapa el humo de la hoguera que arde dentro y un dulce olor a leche hirviendo.
La señora que acude a su llamada parece más vieja que la abuela porque apenas tiene dientes, pero se muestra dichosa con su visita y las invita a pasar al interior. Después de beber con deleite la taza de leche que les ofrece, inician una conversación en la que se cuentan lo que les ha ocurrido durante el tiempo en que no se han visto. Luego la abuela pregunta:
—Angelina, ¿traes la medalla?
La joven desata la cinta de la que cuelga en su cuello y se la muestra a doña Soledad.
—Explícale las letras —le indica su abuela.
Doña Soledad coge la medalla con sus gruesos dedos y escucha atenta a Angelina.
Omnia mecum porto  —repite después—. Cuántos recuerdos. Tantas veces me contó mi mamá la historia de la señora Acacia: Omnia mecum porto...
Como se queda ensimismada, doña Chona le pregunta quién era esa señora.
—¿Acaso tu mamá no te platicó de la señora de la Casa Grande? —se extraña.
—Ya ves que murió temprano —se disculpa doña Chona—. Apenas alcanzo a recordar nada de aquellos años; apenas conocí a mi mamá, esa desgracia tuve.
Doña Soledad asiente y comienza su relato:
—El último amo de la Casa Grande era galán cumplido, tenía unos lindos ojos, así como los tuyos, Angelina, y no le faltaban sus enamoradas por los contornos, pero cuando le llegó la hora de casarse, le mandaron traer una novia de España. Así se presentó la señora Acacia, con sus lindos trajes de encajes que nadie había visto nunca por acá y sus abanicos de nácar que movía sin parar para hacerse alrededor de su cara allá donde fuera un airecito suave que le conservaba ese color delicado como de durazno. Le gustaba mucho esa fruta y hasta mandó plantar un árbol que aún da harta cosecha. ¿No lo vieron cerca de las ruinas?
Abuela y nieta responden que no se han fijado y doña Soledad prosigue narrando:
—Durante años pareció contenta con su suerte entre estos valles, no se quejaba de nada, ni pretendía que la sacaran a pasear a la ciudad, aunque estaba bien joven. Hasta la noche de tormenta en que un caballo traicionero arrojó al barranco a su esposo, cuando regresaba quién sabe de qué negocio. Lo encontraron muerto, y ella lo enterró y pagó los duelos, como era su deber de esposa, aunque muchas lo lloraron sin cobrar nada por el servicio. Después se empeñó en regresar a España. Era una buena ama y mi abuelita la quería bien, por eso trató de convencerla para que no abandonara sus posesiones: «Omnia mecum porto», fue su respuesta, todo lo mío lo llevo conmigo. Y no hubo quien la sacara de eso. No vendió nada, dio las cosas a quienes se las pidieron, ya ven que no faltan atrevidos, y se fue no más con lo que había traído y los regalos que le había hecho en vida su esposo. Con mi abuelita fue generosa: le apenaba que se quedara sin trabajo con su marcha y le entregó unas monedas de oro para que no pasara apuros en criar a mi mamá y una parcelita para que mi abuelito la cultivara, pero nos duró bien poco, pues ya ven que la única tierra que conservan los pobres es la de las uñas. Ella también esperaba un hijo, pero mi abuelita nunca supo si llegó a nacer.
—¿Le habló su mamá del collar del Virrey? —pregunta  Angelina.
—No.
—¿Y de Do ut des?
—¿Cómo dijiste?    
Do ut des. Son otras palabras en latín.
—Jamás lo escuché.
Esa noche, a Angelina le cuesta conciliar el sueño. Ha perdido la costumbre de dormir en el duro suelo, pero además tiene demasiadas interrogantes en la cabeza y no encuentra el modo de resolverlas. Una sobre todo le inquieta:
—¿Ya te dormiste? —susurra a su abuela, tumbada a su lado.
—No, mi hijita.
—¿Conociste a tu papá?
—No, mi hijita, no tuve esa suerte.
Cuando consigue dormirse, Angelina ve a doña Virtudes recitando la adivinanza de la jicarita y ofreciéndole un durazno mientras le dice: «Do ut des». Le despiertan al amanecer los mugidos de la vaca que ordeña doña Soledad para prepararles el desayuno.
—¿Sabe esta adivinanza? —le pregunta.
Jicarita azul y negra,
palomitas de maíz,
lucecitas que no duermen
y que te miran dormir.
—El cielo de la noche —responde la anciana.
—¿La sabía su mamá?
—Ella me la enseñó.
Mientras desandan sus pasos para adentrarse en los cerros, Angelina va absorta en sus pensamientos e imagina a la madre de doña Virtudes dándose aire con su abanico de nácar y entregándole la medallita con filigrana en la que hizo grabar los dos aforismos latinos que rigieron su vida.
Su abuela interrumpe sus cavilaciones, señalándole el cielo.
—Ve esas nubes. El viento las junta a su capricho, y nosotros distinguimos ahorita un águila con sus grandes alas abiertas, luego una serpiente enroscada, una liebre que salta, una mariposa, y al ratito ya se deshizo todo. No faltan veces en las que la casualidad parece más clara que la mera verdad. No te dejes engañar por ensoñaciones, Angelina. Mi papá no fue ese amo galán del que nos habló doña Soledad. Mi mamá todavía no nacía cuando él murió.
Pero Angelina tiene la certeza de que existe un lazo que la une con doña Virtudes. ¿Por qué, si no, la reconoció por sus ojos y le dejó en herencia la llave que guardaba sus más preciados recuerdos?

© Carmen Martínez Gimeno

¿Quieres tener la novela completa en versión digital? Ya está a la venta en Amazon: Angelina y el Nuevo Mundo 







 ¿Prefieres seguir leyendo en este blog? Aquí tienes los enlaces desde el comienzo:

To Whom It May Concern: This blog does not accept spam comments in English or disguised advertising of unrelated blogs. Do not waste your time and energy if you do not even read or write in Spanish!

viernes, 1 de noviembre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 13)

No, para estar encantada
no es preciso ser
casa.
Basta con dejarte
encerrar.
Te quieren
o eso dicen
por lo que no eres,
y acatas madriguera
de ratón imaginando nido
de águila.
La llaga sangra
entre tus piernas,
y humillas la cabeza,
el horizonte ceñido al dobladillo
de tu falda.
                                          C.M.G.

CAPÍTULO 13

N
O ha amanecido todavía, pero Angelina está despierta, escuchando los suaves ronquidos de doña Chona que duerme a su lado. Aunque ya han pasado varios días desde su llegada a Quetzaltenango, aún se emociona al recordar la cara de sorpresa de su abuela y el apretado abrazo con que la recibió después de tantos meses separadas. Ah, qué tranquila se siente a su lado, respirando su olor a las hierbas con las que prepara remedios, recibiendo las caricias como al descuido de esas manos ya arrugadas pero cálidas que le daban de comer y la vestían de niña. Su abuela, doblemente madre, su refugio, los ojos ora alegres, ora afligidos que la vieron crecer.
—¿Qué tienes, abuelita?, ¿de qué te enfermaste? —fue lo primero que había preguntado Angelina al entrar en la casa.
Y enseguida se enteró aliviada de que no era ella la enferma, sino Braulio, el marido de Melva:
—Agarró unas fiebres allá en la costa y se vino para que yo lo curara. Va mejorcito, ya ves que hasta se levanta del petate.
Doña Chona no alcanzaba a comprender cómo sus patrones le habían permitido tomarse unas vacaciones tan largas y no cesó de hacer preguntas hasta que se convenció de podría regresar.
—No hay apuro, abuelita, me quieren allá en la casa donde trabajo y no me despedirán. Allá quedaron aguardándome mi niña Paloma y también doña Mercedes. Y además allá dejé con las monjas mi cofre de doña Virtudes.
El cofre. Doña Chona tampoco alcanzaba a comprender que una desconocida hubiera entregado sus bienes como herencia a su nieta, ni entendía las inscripciones de la medalla.
—Meras palabras no más ruido son —sentenció.
—No, abuelita, algo querrán decir. ¿No me vas ayudar a resolver el acertijo?
—No más es una perdedera de tiempo. Desde cuándo los pobres cavilamos en latín.
Pero Angelina conoce bien a su abuela y se dio buena maña para convencerla:
—Pues fíjate que doña Virtudes sí sabía tu adivinanza de la jicarita.
—¿De veras? —se asombró la anciana—: ¿Cómo es que dice en la medalla?
Do ut des es lo que está escrito en una de las caras: «Doy para que des».
—«Doy para que des» —repitió entre dientes la anciana—, «doy para que des»… Sí que está difícil… se me hace que quiere decir que se espera de nosotros lo mismo que se nos da. La señora que te dejó su cofre fue generosa y tal vez espera que tú también lo seas.
—Tal vez —asintió Angelina.
Las dos habitaciones que componen la casa permanecen en penumbra. De la primera, que es donde está el fuego, las ollas de barro, el maíz, la leña y el telar, proviene un agudo olor a ceniza y fermentación que penetra en la segunda, donde se acuestan todos, Angelina y su abuela en la cama, Melva, Braulio y el niño, en un petate extendido sobre el suelo de tierra apelmazada en el rincón más apartado.
Angelina se levantaría, pero no quiere hacer ruido hasta que los demás se despierten. Doña Chona no está enferma, aunque sí más cansada. Se ve que se le van agotando las fuerzas. Le cuesta cargar la bandeja de recortes de pastel y cada vez abrevia más el recorrido de venta. Pasa la mayor parte del tiempo sentada a la sombra de las ceibas en el mercado, aguardando a que sean los compradores quienes acudan a ella.
Los sonidos guturales del niño rompen por fin el silencio. Como sus padres no le prestan atención, se incorpora y camina con paso vacilante hasta la mesa, donde se pone de puntillas para alcanzar una naranja de las que Angelina ha traído de España.
—Linda la pelota —le agradeció Melva cuando le ofreció una, pensando que era un regalo para su hijo.
Cuando Angelina le explicó que era una fruta y se comía a gajos, se quedó sorprendida. En Quetzaltenango las naranjas son verdes y solo sirven para zumos. A Melva le pareció tan bonita que le dio lástima consumirla, y el niño juega constantemente con ella.
Los primeros rayos de sol se filtran entre las ranuras de la puerta, y Angelina se levanta a abrirla para que entre la luz. Qué fácil es acostumbrarse a las comodidades, piensa mientras se asea en la tinaja, abrir un grifo y tener agua, acudir al frigorífico y encontrar comida. Aquí ni siquiera hay armario donde guardar la ropa, que permanece en la maleta bajo la cama.
Angelina quiere convencer a doña Chona para que deje de vender recortes de pastel, puesto que ha traído dinero y le puede seguir mandando, pero no lo consigue. Su abuela dice:
—Pon y no quites, y crecerá tu escondite. No sabemos lo que nos aguarda en la vida. Mientras me sostenga en pie, sacaré para el gasto diario.
Lo más que logra Angelina es acompañarla y llevarle la bandeja hasta que llegan al mercado. Pero las ventas las hace doña Chona, que es quien entiende del negocio. De vez en cuando se acerca algún niño tocando un silbato de barro en forma de pez, pájaro u otro animalito para pedir el aguinaldo. Angelina les reparte alguna moneda, y entonces se van corriendo con la música a otra parte.
Cerca de ellas, Melva extiende sus bordados sobre una manta y se sienta paciente sobre las piernas, mientras el niño corretea vacilante a su alrededor, tratando de coger algún pájaro. Cuando dejó de lavar por las llagas de las manos, se dedicó a tejer y cada vez lo hace mejor.
Tres mujeres rubias se detienen ante ella para observar sus vistosos animales bordados. Hablan entre sí antes de que una le pregunte:
—¿Los has hecho tú?
Melva asiente con una sonrisa.
—¿No te interesaría trabajar en nuestra empresa? Tus diseños son muy originales y se venderían bien en el extranjero.
Melva las mira boquiabierta sin contestar.
La mujer prosigue para tratar de convencerla:
—Hay más muchachas como tú colaborando con nosotras. Puedes hablar con ellas y pasar a ver nuestras instalaciones. Tenemos un taller y también una tienda.
Melva sigue sin reaccionar porque no entiende lo que sucede.
—¿Quieren comprar? —pregunta al fin—. Buen precio. Elijan.
—No, no. Te estamos ofreciendo algo mejor.
Melva lanza una mirada de auxilio a Angelina, que se acerca a escuchar. La mujer le repite su oferta.
—¿Y qué es lo que tendría que hacer? —se interesa Angelina.
—Los mismos bordados, solo que sobre cobertores, tapices, bolsos, en fin, una gama más amplia de artículos que luego se exportarían. Trabajo artesano, pero bien organizado para sacarle rendimiento. ¿Tú también sabes bordar?
—No, yo no, pero puedo acompañar a mi amiga para que nos enseñen su taller y nos expliquen clarito las condiciones. Yo creo que sí va a querer trabajar para ustedes.
La mujer le entrega una tarjeta con la dirección y se despiden hasta el día siguiente.
Angelina felicita a su amiga y la anima a aprovechar la oportunidad, explicándole lo bien que se venden en España las artesanías guatemaltecas en puestos en la calle y en tiendas.
—Ahorita, si te esfuerzas, sí ganarás suficiente para criar a tu hijo.
Braulio es el más feliz de los hombres cuando le cuentan lo sucedido y decide que una buena noticia como esa hay que celebrarla. A pesar de la fiebre que aún le dura, se levanta del petate y se marcha de la casa. Vuelve al cabo de las horas con un par de botellas de licor y un joven de cabello lacio y ojos avispados.
—Es un amigo de la costa, allá tiene sus tierritas. Vino a la ciudad a resolver unos asuntos y lo invité a festejar nuestra buena suerte. Jacinto es su gracia.
Esa noche, cuando las mujeres ya se han acostado y Braulio ha salido con Jacinto para acompañarlo hasta el lugar donde se hospeda, Melva se acerca a la cama.
—¿Ya te dormiste, Angelina? —le pregunta en voz queda.
—No, aún no.
—Vente, tengo que platicarte algo.
Para no despertar a doña Chona, se dirigen a la otra habitación, donde aún brillan los rescoldos del fuego.
—Vieras lo que pasó —musita Melva excitada—. Antes de irse, Braulio me pidió que te hablara, pues le gustaste a Jacinto para esposa.
—Ya, Melva, déjate de payasadas.
—No, qué payasadas —insiste Melva—. Que no te quiere robar, dijo, que te pedirá a tu abuelita y te traerá tus donas.
—¡Cómo crees! —exclama Angelina—. ¡No me salí de Guatemala para regresar a Guatepeor!
Pero Melva prosigue:
—No es un peoresnada, tiene sus tierritas con qué responder allá en la costa. Más te vale aceptar a las buenas, porque a las malas te jala.
—No lo verán sus ojos.
—¿Qué tiene de malo, pues?, ¿es que no te gusta? Ya te toca, Angelina, más adelante nadie te querrá.
—Cómo es el mundo. Acá me ven ya grande para casarme, y en España, chica para trabajar.
—Tú eres de acá. Aprovecha tu suerte, como tú me aconsejas.
—Ya vámonos a dormir —concluye Angelina para no seguir discutiendo.
—Muchacha necia —susurra Melva contrariada mientras se dirige al petate.
La preocupación desvela a Angelina. Sabe que está indefensa y que, si se lo propone, Jacinto la puede robar y no tendrá protección por mucho que su abuela intente impedirlo. No hay hombres en su familia que la defiendan y habrá de resignarse a ser su esposa. De ningún modo, se rebela furiosa, no se ha esforzado tanto para que otros decidan por ella. Regresará a España para evitarlo, y será chef de cocina o escritora, como le propuso Paloma, o cualquier otra cosa que le interese. En cuanto se despierte, le contará a su abuela lo sucedido para que esté prevenida.
Pero las horas tardan en pasar y no para de dar vueltas en la cama. La idea de que la roben la obsesiona y no puede quitársela de la cabeza. Omnia mecum porto, repite para dejar de pensar, omnia mecum porto, y lo hace tantas, tantas veces, que al final le parece entender el significado. Sí, eso es, se dice, todo lo mío lo llevo conmigo. Mi riqueza soy yo.
Braulio no ha regresado aún cuando a la mañana siguiente Melva se prepara nerviosa para acudir a la cita en el taller. Angelina está tan enfadada que no quiere acompañarla, que se las arregle sola, se dice, a ver qué tal le va.
Pero doña Chona no es de la misma opinión:
—¿Cómo es que dice la medalla? ¿Ya lo olvidaste?
No son necesarias más palabras. Angelina da su brazo a torcer y ayuda a Melva a elegir los mejores bordados para mostrarlos a las mujeres que la quieren contratar. También se ofrece a cargar en sus brazos al niño para aliviar el peso a su amiga, pero desiste ante su llanto y pataleo. No habrá quien lo separe del regazo de su madre porque, aunque ya camina, sigue mamando del pecho que busca con su ágil manita en cuanto le acucia el hambre. No, nadie conseguirá que abandone el rebozo donde su madre lo trasporta meciéndolo cerca de su corazón, sus latidos la mejor de las nanas.
Muchos ya conocen el taller de las patronas americanas que dan trabajo a tantas tejedoras de los alrededores. Está al final de una de las calles principales y es una antigua casona blasonada de un solo piso con patio interior que han cubierto para exponer entre plantas y una fuente central de cerámica las coloristas labores de sus empleadas. Doña Chona ha acompañado a Melva y Angelina hasta la gran puerta de dos hojas pero no ha entrado con ellas. Ha preferido aguardarlas en una plazoleta que queda casi enfrente, sentada a la sombra de un árbol. Así venderá mientras tanto algún recorte de pastel a los viandantes golosos.
Las jóvenes tardan porque la visita es larga y hay mucho que organizar. Doña Chona mira al cielo para calcular por el sol la hora y se alegra. Buena señal, piensa contenta, si aún siguen dentro es porque Melva está logrando su lugarcito para ganar un salario. La convidará a un recorte de pastel de crema para celebrarlo, decide, apartando a un lado de la bandeja el más apetitoso.
Brilla el sol de mediodía cuando por fin se abre la puerta de madera y sale Angelina, seguida de Melva y una de las mujeres rubias que estaba en el mercado. Las tres sonríen y se dan la mano como despedida.
Doña Chona se levanta parsimoniosa para dirigirse a su encuentro. Una camioneta negra que aparece de improviso irrumpe en su camino y la tira al suelo cuando intenta retroceder para esquivarla. Por un instante pierde la conciencia debido al golpe contra la calzada, pero no es nada… no es nada, repite al escuchar gritos, no es nada, estoy bien, repite… Y ve que Angelina es quien grita y levanta los brazos… la señora rubia mueve la cabeza y pide socorro… Melva no está.
—¡Llamen a la policía! —grita la señora rubia—. ¡Acaban de raptar a una mujer y a su hijo!
Doña Chona logra ponerse de rodillas y luego levantarse, olvidando sus dolores para avanzar presurosa hasta su nieta.
—¡Abuela, se robaron a Melva y al chiquito! ¡Pobre de ellos, pobre de nosotras! ¿Qué haremos, ay, qué haremos ahorita?
Doña Chona agarra de la mano a su nieta y tira de ella para dirigirse a la casa de la señora Clovis la prestamista, repitiendo como una letanía:
—Ella la encontrará si quiere, ella tiene cómo… ella tiene cómo…
Una docena de hombres sombrerudos, insensibles y armados escuchan las palabras imperiosas de la prestamista en el patio de su casa donde han sido convocados:
—Quiero a la muchacha viva, no lo olviden, y también a su hijo chiquito. No me vayan a venir con disculpas. Y le dan su escarmiento a quien la tenga retenida, no más para que aprenda que a mi gente no se la toca. Ella es de mi casa igual que ustedes. Ya lo saben.
Un hombre más viejo y malencarado que acaba de llegar revela:
—A la muchacha la vendió el esposo. Eso andan diciendo por ahí.
—Me la buscan igualmente —ordena implacable la señora Clovis.
Alas quisieran tener doña Chona y Angelina para volar a su casa y pedir cuentas a ese desgraciado de Braulio. Pero no está cuando por fin llegan, y ningún vecino lo ha visto. Llorando la tragedia de Melva, se ponen a buscarla por los alrededores, aunque tienen pocas esperanzas de dar con ella. Nadie entrega información, nadie es capaz de ofrecer esperanza aunque quisiera, y pasan angustiosas las largas horas siguientes.
Un día sin Melva, después dos días, tres… A la semana, la señora Clovis manda a buscarlas.
—¿Qué pasó? —pregunta doña Chona—. ¿Ya apareció?
El hombre sombrerudo que ha tocado a su puerta no quiere hablar. La señora Clovis las está aguardando.
Hay mucha gente congregada en torno a la casa de la prestamista. Muchas mujeres del mercado que conocían a Melva y algunos hombres curiosos. Se han formado corrillos donde se comenta lo sucedido.
—No se lo merecía —alcanza a escuchar Angelina antes de llegar a la puerta, abriéndose paso a codazos.
—Ya vino doña Chona —se alegra un hombre vestido de blanco como los habitantes de la costa—.Tal vez la salve.
Pero ninguna ilol, por grande que sea su conocimiento, por mucho poder que posea para sanar física y espiritualmente, es capaz de resucitar a una muerta.
Melva yace sobre una cama con los ojos abiertos, la boca apretada en un rictus de dolor y el rostro cerúleo salpicado de quemaduras de cigarro. Está desfigurada y cuesta reconocerla. Pero es ella, la misma muchacha que cada mañana se peinaba en gruesas trenzas ese cabello ahora sucio y enredado; la misma que lavaba y tendía al sol esa ropa ahora desgarrada y cubierta de barro.
Angelina contempla sus brazos y piernas repletos de cardenales y mordiscos.
—¿Quiénes fueron, amiga, los salvajes que tanto te maltrataron? —pregunta llorando, arrodillada a su lado.
Doña Chona se interesa por el niño.
—No apareció mi chiquito lindo —responde la señora Clovis—. No estaba en el barranco donde arrojaron a la pobre de Melva. Llevaba sus días allá según dicen, porque ya se la querían comer las alimañas. Mis hombres vieron la pelea de los zopilotes y se acercaron echando bala. Dijeron que no era la única, que había más mujeres allá tiradas como basura. Se trajeron a Melva y luego avisaron a la policía.
Doña Chona menea desesperanzada la cabeza. La señora Clovis prosigue:
—De nada servirá, ya sé. Nosotras solo podemos darle el entierro que se merece. Y lavarla y vestirla para que entre con dignidad en la otra vida. Allá no abusarán de ella como hicieron en esta. Le daremos su cuchillo bien afilado para que se defienda. Ah, si cayeran en mis manos quienes así la maltrataron…
Doña Chona asiente y pide agua caliente. La señora Clovis ordena a sus criadas que la traigan y sale de la habitación para escoger ella misma la ropa con que vestirán a la muerta y el mejor de sus perfumes.
Toda la noche en vela, llorando por Melva. Son muchas las personas que se han dolido por su muerte y han acudido a despedirla. No hay que contratar plañideras porque a Angelina y las criadas de la señora Clovis les sobran las lágrimas. Por la mañana, la procesión que acompaña el ataúd hasta el cementerio es larga, casi como la de una persona principal, y están terminando de echarle la tierra encima, cuando sobre el silencio se alza una voz quejumbrosa:
—¿Es cierto lo que dicen? ¿Están enterrando a mi esposa?
Doña Chona levanta la cabeza, se abre paso entre los congregados hasta quedar frente a Braulio y escupe con rabia:
—Tú la vendiste, mal nacido, tú consentiste que abusaran de ella.
—¡No! Fíjese que estoy bien enfermo, las calenturas no me dejan pensar, me perdí y hasta creo que me desmayé. No sé qué pasó. Tal vez tomé demasiado, no sé. Yo no vendí a mi esposa, solo la presté para que acudiera a una fiesta. No más tenía que divertir a unos ricachos y servirles sus tragos, solo eso…
—Tú la vendiste, traidor —repite feroz doña Chona.
—Me querían matar, qué más iba yo a hacer —se justifica Braulio—. Por unos centavitos que dejé debiendo, me querían matar…
—¿Te querían matar? ¡La muerta es ella!
Doña Chona coge una piedra del montón preparado para adornar la tumba de Melva y la arroja rabiosa contra Braulio.
—¡La muerta es ella! —repite la carnicera del mercado, y la piedra que lanza le golpea en el pecho.
—¡La muerta es ella! —claman más voces, y llueven las piedras en diluvio contra Braulio.
Una le descalabra, y corre la sangre roja por su cara, nublándole la vista. De los alrededores acude mucha más gente al reclamo de los gritos, bien provistos de palos y piedras. Braulio intenta escapar a trompicones y es perseguido. Huye entre una jauría de hombres y perros rabiosos que le pisan los talones. Cae al suelo y lo muelen inmisericordes a palos y patadas hasta convertirlo en un guiñapo inerte.
La turba se dispersa igual que apareció mientras en el cementerio prosigue el entierro de Melva con un puñado de personas que terminan de echar tierra sobre el ataúd y colocan encima las piedras. Cuando finalizan, quienes pasan al lado del caído lo escupen y siguen de largo. Doña Chona y Angelina son las últimas en abandonar el lugar. Han adornado la tumba con las flores mandadas por la señora Clovis y plantado hierbas de olor a su alrededor. Tampoco ellas socorren al caído. Se alejan apartando la mirada, apretados los puños manchados de tierra, el corazón amargo de ira. Los volcanes lanzan bocanadas de humo en el horizonte, oscureciendo el cielo. Tampoco allá arriba hay cabida para la clemencia.

© Carmen Martínez Gimeno


 ¿Te has perdido algún capítulo? Aquí tienes los enlaces desde el comienzo: