miércoles, 25 de enero de 2017

Sobre gritar, llamar y tocar

verbos gritar, llamar y tocar
La economía de la lengua explica el hecho de que buena parte de las palabras posean más de un significado. Polisemia es el término de origen griego con el que se designa esta particularidad de que una misma palabra, con un único origen y categoría gramatical, así como idénticas funciones sintácticas, tenga distintos significados dependiendo del contexto en el que aparezca. Los diccionarios recogen todos los significados ―acepciones― de una palabra polisémica en una sola entrada, enumerándolos según su cercanía con la raíz originaria. Así pues, la primera acepción de una palabra polisémica que se muestra en el diccionario se considera la principal y todas las restantes son evoluciones de ella, producidas con frecuencia por metáforas y metonimias que se acaban lexicalizando.
     
Gritar no es uno de esos verbos a los que cabría calificar como polisémico: todos los significados que recoge el diccionario se limitan a presentan variaciones de matiz de un mismo acto. Según explica María Moliner en su Diccionario de uso del español, se trata de un verbo onomatopéyico, proveniente al parecer del latino quiritare, que admite grados: se puede gritar poco, bastante, mucho… aunque lo mejor sería no gritar nada; no tener costumbre, necesidad ni ganas de levantar la voz más de lo necesario, de dar un grito o varios ni de reprender a nadie de esa manera tan destemplada. Se grita de dolor y miedo, pero también, aunque puede que menos, de alegría y placer. Siempre, haya motivo o no, se grita algo, pues se trata de uno de esos verbos cuyo significado lleva implícito un complemento directo. A menudo va acompañado además por un complemento indirecto: la persona gritada es siempre este complemento indirecto: A Carmen le gritaron muchos insultos. A Carmen le gritaron. De lo expuesto se deduce que es incorrecto utilizar los pronombres personales de acusativo (la, las; lo, los) para expresar la persona destinataria de los gritos: A esa niña le gritan demasiado (y no A esa niña la gritan demasiado). Sin embargo, debe escribirse No cantan la canción, la gritan, pues en este caso lo gritado es la canción, esto es, es el complemento directo del verbo.

Llamar a voces, en determinados casos, es sinónimo de gritar. En este sentido, este verbo ―que es mucho más polisémico― se considera transitivo: A Juan lo estaban llamando a grandes voces desde el puente. El verbo llamar,  proveniente del latino clamāre ―al igual que clamar, aunque sus significados se han distanciado― también es transitivo cuando significa establecer comunicación telefónica con alguien: La llamaron en mitad de la noche. Lo llamaron de la consulta. Como se aprecia en los ejemplos, los pronombres personales empleados son los de acusativo, correspondientes al complemento directo. Es el uso culto actual recomendado, aunque abundan los ejemplos donde se trata como verbo intransitivo al utilizar el pronombre personal le/les, lo cual debería evitarse al menos en una escritura cuidadosa. Cuando se emplea llamar para denominar o calificar a alguien o algo, existe una gran vacilación entre recurrir a los pronombres personales de dativo (complemento indirecto: le/les) y los de acusativo (complemento directo: la/las; lo/los): Al autobús de dos pisos lo llaman «altobús». A la piscina le llaman alberca en México. Si es niña, la llamaré Irene. Si es niño, le llamaré Rodrigo. Aunque esta misma vacilación ya existía en latín, en la actualidad se recomienda el uso de los pronombres personales la/las, lo/los, puesto que la persona o cosa nombrada actúa de sujeto en la construcción pasiva: La niña fue llamada Irene.  No existe, sin embargo, duda alguna en la última acepción del verbo llamar con el sentido de hacer saber, mediante golpes o algún tipo de sonido, que se desea entrar en un lugar: Nadie llamará a la puerta a estas horas. Se trata siempre de un verbo intransitivo con complemento de régimen (a la puerta).

Tocar a la puerta significa lo mismo que llamar a la puerta, y la construcción sintáctica es idéntica: a la puerta es un complemento de régimen (preposición a) y el verbo es intransitivo. Si la oración fuera tocar la puerta, el verbo sería transitivo y el complemento sería directo, pero el sentido variaría. Según María Moliner (Diccionario de uso del español), tocar, verbo polisémico donde los haya, proviene de la raíz onomatopéyica ‘toc’, común a todas las lenguas romances y empleada para imitar el sonido de ciertas cosas al darse  o golpearse. Tal vez, pero sus significados van mucho más lejos: Tócame otra vez esa canción. Tocaron las campanadas de las doce. Toca pedir perdón. No nos ha tocado la lotería. Ese texto está bien; no hay que tocarlo más. Un hada me tocó con su varita mágica. A ella le tocó el corazón. Este barco toca en Cádiz. Tu candidez toca en estupidez. Por lo que a mí me toca, está ya olvidado. En lo tocante a ese asunto, todavía no hay una decisión. En el sentido de poner la piel o la superficie de un objeto en contacto con algo o alguien, el verbo es transitivo: Juan le tocó la cabeza. Como se aprecia en el ejemplo, lo tocado es el complemento directo y la persona tocada es el complemento indirecto (le/les): A ella no le tocaron ni un pelo. Pero si no existe ese complemento directo de parte tocada, el complemento de persona es directo: A ella no la tocaron. Con el significado de corresponder o ser de obligación,  tocar es un verbo intransitivo y, por tanto, el complemento de persona es indirecto (le/les): El sábado le toca trabajar a Ana. De la herencia les tocó la casa.

El concepto de homonimia explica que haya en el diccionario dos entradas dedicadas al verbo tocar. Con este término de origen griego se designa la particularidad de que dos palabras idénticas procedan de origen distinto y distinto también sea su significado. El verbo tocar, en la segunda entrada del diccionario, proviene del sustantivo toca y tiene el significado de cubrirse la cabeza con una prenda. Se trata de un verbo intransitivo y pronominal, que va acompañado por un complemento introducido por con o de: Mi abuela se tocaba siempre de sombrero. Los jueces deberíamos tocarnos con birrete. No es sinónimo de adornarse, aunque a veces se confundan los sentidos en uso  metafórico: Tocada de grandes virtudes.

Termino este hilo discursivo recordando que todos estos verbos tienen también un uso recíproco, esto es, que nos los podemos aplicar los unos a los otros, mutuamente, por lo cual recomiendo que nos gritemos poco, nos llamemos más y nos toquemos mucho… con buenas intenciones.

La lengua destrabada
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martes, 10 de enero de 2017

Plagio y derechos de autor

Plagio
Hace meses escribí en este blog Historias de plagio, artículo en el que sostenía que  no debe considerarse copia una coincidencia de inspiración entre dos o más autores ni el desarrollo de ideas semejantes si están expresadas de manera diferente. Menos aún se podrá aducir copia cuando en las obras en cuestión el punto de partida o la conclusión alcanzada varíen. Sin embargo, cuando existe apropiación de una creación intelectual ajena para presentarla como propia se incurre en plagio, que suele ser objeto de censura ética cuando se descubre y tiene consecuencias legales si se siguen los cauces establecidos para probar su existencia. Expresado sin rodeos, una persona ―autor, conocido o desconocido― plagia  siempre que copie o imite al pie de la letra una obra que no le pertenezca y se atribuya su autoría sin contar con la autorización pertinente. Así pues, es plagio cuando al escribir se incluyen frases, párrafos, notas o textos literales completos sin emplear comillas ni indicar de manera clara e inconfundible la fuente de donde se han obtenido.

El plagio es una lacra más habitual de lo que se piensa en una sociedad como la nuestra que consiente tantas corruptelas. Las correctoras y traductoras lo sabemos bien. Aduzco como ejemplo ilustrativo lo sucedido en fecha reciente mientras preparaba para su publicación una compilación de artículos académicos presentados en un congreso. Me topé con el texto siguiente:

En la modernidad clásica e ilustrada, la auténtica identidad del sujeto se conseguía trascendiendo las pertenencias particularizadoras, todos los elementos impuestos por el azar que constriñen a un lugar y a una circunstancia sociocultural. El yo en busca de autonomía relativizaba las determinaciones extrínsecas para enlazar con lo valioso a escala universal o al menos general: «Individualidad, subjetividad, humanidad se consiguen juntas, desde dentro, por la libertad frente a lo que nos determina». Quizá el último avatar de ese esfuerzo sea la propuesta freudiana de tomar conciencia de las determinaciones ocultas en la psique a partir de acontecimientos del pasado para mitigar su imperio y lograr que donde se imponía el Ello advenga el Yo. También en el terreno político, la entrada en el espacio público se lograba trascendiendo las limitaciones a que nos somete nuestra condición privada. Pero desde hace unos años, y cada vez más, vemos producirse una inversión de este proceso.   

Como era de esperar, enseguida me saltaron a la vista las comillas que no remitían a ningún autor ni texto. Y como es habitual en estos tiempos de internet, lo primero que hice fue colocar el texto entrecomillado en Google y pulsar su búsqueda: resultó que las comillas correspondían a una cita de La religion dans la démocratie de Marcel Gauchet y, lo más importante de todo, que el resto del texto se había fusilado al pie de la letra (menos la referencia bibliográfica omitida) de un artículo de Fernando Savater, La izquierda centrifugada, publicado en El País en 2002. Informado a continuación el autor de lo descubierto, se le ofreció la opción de citar la fuente o parafrasear, pero adujo las disculpas consabidas ―poco creíbles― y prefirió suprimir el párrafo completo de su artículo.

En el caso de cuadros y tablas es aún más frecuente encontrar plagios. Una de las tareas de las correctoras es indicar, cuando falten, que es imprescindible consignar las fuentes: el lugar de donde se han extraído los datos, incluso cuando se trate de una elaboración propia. Al traducir un texto, es habitual efectuar la denominada 'corrección silenciosa' ―recurriendo a menudo al parafraseo― para subsanar plagios detectados cuando no es posible ponerse en contacto con quien los ha cometido.  

La palabra ‘plagio’ proviene del latín plagium, a su vez proveniente del griego plágios, que significa ‘oblicuo’, ‘desviado’. Con plagium se designaba en latín la apropiación fraudulenta de esclavos ajenos o la compra de un hombre libre, a sabiendas de que lo era, para entregarlo a la esclavitud. Por consiguiente, un plagiarius era un ladrón de esclavos, alguien capaz de engañar apoderándose de un bien que no le pertenecía. Se atribuye al poeta satírico hispanorromano Marcial (natural de Bílbilis, actual Calatayud, siglo I d. C.) la acepción actual de la palabra porque escribió un epigrama en el que comparaba sus versos con esclavos manumitidos y acusaba de plagiarius (secuestrador) a un poeta rival por haberlos recitado como si fueran propios. Desde entonces los plagiarios fueron también los ladrones de la propiedad intelectual al menos en todo el mundo occidental: en francés y alemán, plagio es plagiat; en ingles, plagiarism; en italiano, plagio; en portugués, plágio…

La preponderancia de la tradición oral contribuyó en buena medida a que en el mundo clásico e incluso en la época medieval el concepto de ‘autoría’ careciera de unos límites bien definidos. Era frecuente entonces la utilización de textos ajenos para componer los propios, sobre todo cuando se pretendía poner por escrito hechos históricos o religiosos y argumentos  literarios o filosóficos que gozaban de cierta divulgación por correr de boca en boca. Además, la copia a mano de los textos originales para su difusión posterior favorecía esa autoría desdibujada a la que muchos podían contribuir. Hasta finales del siglo XV, impulsado por el auge de la imprenta, no surgió el concepto de ‘derechos de autor’. Se considera que fue la ciudad de Venecia la primera en instituir un sistema de concesión de privilegios o derechos de monopolio para la impresión de determinados libros y, debido a sus buenos resultados, poco a poco esta práctica restrictiva se fue extendiendo hasta convertirse en habitual en la Europa de los siglos XVII y XVIII. No obstante, estos primeros derechos de monopolio no tenían nada que ver con el autor de la obra en cuestión: se trataba de un asunto entre el impresor y el monarca, quienes se distribuían, según un acuerdo alcanzado, las ganancias generadas por los libros impresos bajo licencia. Rara vez suponían ingresos añadidos para el autor que había vendido su obra al impresor; tampoco lo protegían del plagio. 

En la actualidad, los derechos de autor ―internacionalizados por su denominación en inglés como copyright― están más o menos normalizados y reconocen además derechos morales a los creadores, entre los que se incluyen recibir reconocimiento público por sus obras originales. El plagio está penado por ley puesto que hurta dicho reconocimiento al autor original. Pero los derechos de autor no son eternos. Cada país establece un plazo más o menos prolongado desde la muerte de un autor durante el cual los herederos recibirán los ingresos que genere la publicación de sus obras. En España la ley actual establece un plazo de setenta años desde la muerte de un autor antes de que su obra pase al dominio público. A partir de ese momento, cualquiera que lo desee la podrá utilizar gratuitamente, pero deberá respetar su derecho moral y su autoría. Ya están al alcance de todos los escritos de Valle-Inclán, García Lorca o Unamuno, por ejemplo, lo cual no significa que esté permitido el trabajo de tijera o el fusilamiento, dos expresiones habituales en nuestra lengua bajo las que se esconde el plagio; esto es, el robo sin paliativos. Que algo sea de dominio público no significa que se permita su apropiación indebida.

Quien plagia demuestra su escasa talla intelectual y ética. La mayoría recordamos a profesores mediocres que se aprovechaban del trabajo de sus alumnos y subalternos; también a compañeros de estudios que jamás compusieron una línea original. A todos ellos debería costarles caro.


La lengua destrabada
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