miércoles, 18 de octubre de 2017

De la carta misiva al correo electrónico


carta misiva y correo electrónico
Puede que los niños que empiezan a crecer ahora, en estas imprevisibles décadas iniciales del tercer milenio, jamás reciban una carta por correo. Pero no será porque, como le sucedía al coronel de la novela de García Márquez, no tengan quien les escriba, sino debido a los cambios que se están produciendo en esta sociedad de la información. La carta misiva, el medio de comunicación escrita por excelencia durante el siglo xx, ha cedido el paso al correo electrónico y su desaparición parece próxima.

El DRAE recoge diversas acepciones para el vocablo ‘carta’. La primera la define así: «Papel escrito, y ordinariamente cerrado, que una persona envía a otra para comunicarse con ella». Por su parte, el vocablo ‘misiva’, utilizado como adjetivo, proviene del participio pasado del verbo latino mittĕre, que significa ‘enviar’. Por tanto, una carta misiva es la enviada a alguien. La aparente redundancia de los términos acaba si se piensa en la cantidad de cartas que se escribieron y no se enviaron. A este respecto, la definición de ‘carta’ que ofrece María Moliner en su Diccionario de uso del español se antoja más acertada: «Escrito de carácter privado dirigido por una persona a otra». Cuando el escrito se destina a la publicidad, aunque vaya dirigido a una persona determinada, se denomina ‘carta abierta’.

 En su artículo incluido en El defensor (1967), «Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar», el poeta Pedro salinas apunta que la carta más antigua registrada es de amor y se escribió en Babilonia hace miles de años. Sin embargo, fueron los reyes y los gobernantes egipcios, asirios, babilónicos o judaicos de la Antigüedad quienes convirtieron las cartas en un elemento clave para la administración de sus imperios al servirse de ellas para sustentar relaciones militares, diplomáticas o comerciales. Los fines de las cartas han variado poco desde entonces y poco también los dos tipos generales en que acostumbran a dividirse: oficiales y privadas. De las privadas, las cartas familiares del romano Cicerón, escritas en el  denominado sermo cotidianus de la época (el latín vulgar hablado por las clases cultas, en contraposición al sermo plebeius, el hablado por la plebe), constituyen el primer corpus conocido de este género epistolar en la Antigüedad y determinaron su formato.

Más adelante en el tiempo, entre las artes medievales surgió el ars dictaminis (arte del dictamen), cuyo objetivo era enseñar a redactar cartas y documentos, un conocimiento que proporcionaba abundantes salidas profesionales. Se aplicaban a las cartas las mismas partes en que dividía la retórica el discurso clásico. Las fundamentales del esquema medieval eran: salutatio, exordium, narratio, petitio y conclusio. Pero es en la primera, la salutatio, donde se aprecian más cambios si se compara con la usual en la carta clásica: del sencillo «Cicerón saluda a…», por ejemplo, con que se iniciaban las cartas familiares tulianas, se pasa a un encabezamiento ceñido a una estricta reglamentación: si la carta se dirige a una persona de jerarquía superior, su nombre se escribe en primer lugar, acompañado de los adjetivos que se consideren más apropiados y elogiosos; si se trata de una persona de dignidad inferior, su nombre aparecerá el segundo, detrás del nombre del remitente, pero acompañado también con adjetivos que lo dignifiquen. Hay tratados medievales en los que se explican prolijamente las diferentes posibilidades de relación entre el remitente y el destinatario, así como los diversos modos de componer salutaciones adecuadas. La obra anónima del siglo xii Rationes dictandi fijó el patrón de la carta medieval, dictaminando sobre los conocimientos que debía poseer el dictador o perito en el arte dictaminis y los recursos estilísticos que había de desplegar.

La historia siguió avanzando, y es a partir de la segunda mitad del siglo xvi cuando la correspondencia entre particulares se intensificó debido al avance de la alfabetización. Además, se descubrió la carta como literatura publicable y aparecieron diversos manuales prácticos, alejados de la retórica, que enseñaban a componerlas: hubo más de veinte Segretari publicados en Italia antes de 1600 después del Segretario de Francesco Sansovino de 1564 y del Secrétaire francés de Gabriel Chappuys de 1568. En España, Gaspar Texeda escribió el Libro de cartas mensajeras en estilo cortesano (Valladolid, 1569) y también imperaron los llamados «secretarios», esos manuales prácticos con modelos de cartas para cualquier ocasión que pervivieron hasta bien entrado el siglo xx: El secretario universal español de M. Armand Dunois, por ejemplo, se publicó en Barcelona en 1912; un manual epistolar semejante, el Nuevo estilo y formulario de escribir cartas misivas…, escrito por J. Antonio D. y Begas, superó las veinticuatro ediciones entre 1701 y 1804.

Escribir cartas fue en el pasado y ha sido hasta hace poco el primer ejercicio de alfabetización y la única forma de escritura practicada por muchas personas a lo largo de su vida. Los manuales que en el pasado enseñaban el estilo epistolar coincidían en señalar que lo indispensable de una carta, lo que la distinguía de cualquier otro tipo de texto, era el saludo o apertura y la despedida o cierre. Y, sin embargo, es lo que queda entre esos dos elementos, el cuerpo o contenido, ese espacio donde todo puede tener cabida, lo más difícil de componer. Frente a la conversación cara a cara, lo escrito pierde en espontaneidad, pero ha de ganar en precisión y desarrollo lógico. Quien redacta una carta tiene que mimar la ortografía y la sintaxis si no quiere enviar una pobre imagen de su persona. No debe olvidarse que, mientras escribe, esa persona se está construyendo para quien leerá después: tantos podrán ser sus yoes como corresponsales tenga de sus cartas. De los renglones escritos a lo que salga o con esmero, surgirá su propio reflejo, lo que la otra persona apreciará de su imagen al leer. Y esa imagen pervivirá mientras dure la carta, sea cual fuere el motivo que la inspiró y aunque el paso del tiempo lo haya borrado. Esa es la razón principal por la que se rompen tantísimas cartas antes de acabarlas.

Si en los tiempos que corren la carta está en franca retirada, mucho más lo está la escrita a mano. Las formales, que han de ser breves y directas, siempre se componen en letra de molde (a máquina o en ordenador o computadora), si bien en la despedida se pueden sumar algunas palabras de puño y letra para añadir un toque personal. Por lo que respecta a su composición tipográfica, existen dos estilos: el tradicional, que utiliza párrafo ordinario, sangrando el inicio de todos y aplicando justificación completa (margen izquierdo y derecho); y el moderno, cada vez más habitual por influencia anglosajona, que no sangra el inicio de ningún párrafo, los separa con una línea de blanco y aplica justificación completa (más habitual) o parcial (solo en el margen izquierdo). Una vez elegido el estilo, ha de mantenerse en toda la carta sin mezclar rasgos de uno y otro.

Cuando en un correo electrónico se envía una carta oficial como archivo adjunto (por lo general, en formato PDF para asegurar su integridad), debe ajustarse a la composición clásica: encabezamiento, cuerpo o contenido y pie. En el encabezamiento, a la izquierda se escribe el nombre y la dirección del destinatario; a la derecha, el lugar y la fecha completa de escritura. A continuación, en línea aparte, el tratamiento de cortesía con el que se inicia el escrito: Querido…, Estimada…, Muy señor mío…, A quien corresponda…, seguido siempre de dos puntos (el empleo de coma es un anglicismo innecesario y ajeno a nuestra tradición epistolar y nuestras normas ortográficas de uso de la coma). En el pie, una vez concluido el argumento, se finaliza con una frase de cortesía como despedida, cuya intensidad dependerá del grado de confianza que se tenga con la persona a la que se dirige: Muchos besos…, Un abrazo…, Un cordial saludo…, Atentamente…, Suyo afectísimo… Sigue a continuación, en línea aparte, la firma de quien escribe, que ha de acompañarse, justo debajo del nombre completo, con la dirección y demás datos que se consideren pertinentes. Si se desea añadir algún comentario que no se ha introducido en el cuerpo de la carta, se escribe una posdata (cuya abreviatura es P.D., acompañada de dos puntos) en renglón aparte.

Como se ha señalado, hoy se escriben y reciben correos electrónicos en los que se despachan toda clase de asuntos para los que antes se recurría a las cartas. Ocupan su lugar y, por lo tanto, los correos han de ceñirse a un formato establecido, más riguroso cuanto más formal sea su contenido y el destinatario a quien se envía. Como en las cartas a las que sustituyen, no debe faltar el saludo o apertura, más o menos determinado según lo requiera la ocasión, seguido de dos puntos y no de coma. En correos formales, el cuerpo o contenido debe escribirse en párrafo aparte (en los informales, se puede continuar en la misma línea), bien empezando cada párrafo con sangrado o bien separándolos con una línea de blanco y sin sangrar; al igual que en el caso de las cartas, la justificación será completa si se sangra al inicio de cada párrafo y parcial o también completa si se opta por su separación con una línea de blanco.

Es imprescindible prestar un cuidado especial a la redacción, vigilando sintaxis, ortografía y tipografía: el correo electrónico nos representa del mismo modo que lo hacía la carta y ofrece la imagen que creamos de nosotros al receptor. Por ello, se deben evitar las prisas y no enviar nada que no se haya releído. Tras la despedía de cortesía (más o menos formal según el destinatario), no debe olvidarse añadir la firma completa con nombre y apellidos, más todos los datos identificativos que se consideren pertinentes (se escriben en línea aparte, separados por conceptos, debajo, a la izquierda). Por nuestra simple dirección de correo electrónico, la persona, empresa, entidad u organismo a los que dirigimos nuestro escrito no tienen por qué individualizarnos. Al igual que en el sobre del correo postal, en las casillas iniciales del correo electrónico se indica el remitente y el destinatario con sus direcciones electrónicas, y además es conveniente añadir con pocas palabras el asunto que ha motivado la comunicación; en correos formales, este resumen del contenido puede resultar muy útil.

No cabe duda de que los correos electrónicos han agilizado la comunicación escrita. Pero si las cartas eran efímeras por el soporte que las contenía, los correos están destinados a perecer: se borran por descuido o adrede y suelen desaparecer con los cambios de programas informáticos o de ordenador. ¿Quién guarda los correos antiguos, año tras año? ¿Quién los relee? Y, lo que es más importante,  ¿seguirán existiendo epistolarios en los siglos venideros? 


La lengua destrabada
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