lunes, 20 de enero de 2014

Cómo escribir una carta de amor

Cómo escribir una carta de amor
De todos los cultos, el tuyo:
el más peligroso.
Esclava de tu palabra.
Del ornato de tu letra…
Mi piel de papel, rasgueada
con plumilla de tus besos.              
                    Pilar Alberdi, «Devocionario», en El pórtico de la luz

Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inaudita voz
han de repetir: te quiero.
                      Miguel Hernández, «Carta», en El hombre acecha 



El palomar de las cartas que evocaba Miguel Hernández desde la cárcel abre cada vez menos «su imposible vuelo desde las trémulas mesas» donde se apoyaba el recuerdo… En el correo habitual que nos entrega el cartero ya no nos aguardan más que facturas, publicidad no deseada (o tal vez sí) y notificaciones oficiales: no hay en él cartas de amor. ¿Es que ya no se escriben?

«Que la cera fundida sobre alisadas tablillas tiente el vado, que la cera vaya en primer lugar como aliada de tu propósito. Sea ella portadora de tus lisonjas y de palabras semejantes a las de los enamorados y añade, seas quien seas, no pocas súplicas», recomendaba Ovidio a comienzos del siglo primero de nuestra era en su Arte de amar. Siguiendo este consejo, a lo largo de la historia se han escrito innumerables cartas de amor sobre todo tipo de soportes, ya fuera cera, papel, arena, muros o incluso el cielo, y también se han enviado por los medios más diversos, hasta con palomas mensajeras o en verdosas botellas arrojadas a las aguas. Lo hemos leído en novelas, escuchado contar por ahí, contemplado en las pantallas de cine e incluso vivido en carne propia.

¿Quién no ha escrito, a mano o a máquina, en la infancia, juventud o madurez, una carta de amor? Incluso si no se ha llegado a enviar, ¿quién no se ha imaginado redactando o recibiendo una misiva de tal naturaleza? Pero ya casi nunca llegarán por el antiguo correo. Eso no, porque es cosa de otros tiempos… «En general, las cartas eran y continúan siendo un medio inapreciable para crear una impresión» sobre la persona deseada; «la letra muerta de la carta suele tener mucha mayor influencia que la palabra viva», escribió en el siglo XIX el filósofo Kierkegaard en Diario de un seductor. ¿Aún es cierta esta opinión?

Mayte F. Uceda cita a Mark Twain para corroborarla: «El producto más franco, más libre y más privado de la mente y del corazón humano es una carta de amor», y  añade por su cuenta que son «textos con una intensa carga emocional, documentos privados cuya categoría ha trascendido para convertirse en un género literario específico». Puede que ya no nos lleguen cartas de amor por el correo habitual, pero Mayte nos recuerda que se ha desplegado el abanico y «hoy en día son numerosos los concursos que abren las puertas a la imaginación, a la producción de textos hermosos dedicados al amor». A las cartas amorosas.

Así pues, sí se escriben y continúan llegando a sus destinatarios… con la ayuda de las nuevas tecnologías de la información. Pero vayamos al grano y comencemos a dar respuestas: «¿Cómo escribir una carta de amor? Dejando fluir los sentimientos. Poco más puedo decir sobre un género —o subgénero— literario con una tradición milenaria», indica Julio García Castillo. «La tradición sigue pero los tiempos cambian. Imaginemos que un amante, de cualquiera de los tres sexos, envía hoy mismo a su pareja una carta manuscrita en delicado papel donde ha vertido unas gotas del perfume preferido por ella/él. O quizás su propio perfume. Impensable. Demasiado literario. O tal vez no, porque se siguen agradeciendo los obsequios personalizados en estos tiempos de globalización. Es más probable que ella/él utilizara un medio de comunicación instantáneo. Quizás acudiría a alguna de las páginas que ofertan en internet cartas apasionadas, cartas de reconciliación, cartas de arrepentimiento… El resultado podría ser este:

»Aurelio
»Para: Manolita@gmail.com
»Antes de ti no había amor, no conocía la palabra, no existían los sentimientos, no me ilusionaba la ilusión... antes de ti no había nada, después de ti hay todo».

Rafael R. Costa nos ilustra sobre los distintos tipos de carta a los que se puede recurrir: «Una sería la del verdadero enamorado, donde nuestro escribiente expresa todo aquello que es capaz de pensar para su amada: pérdida de apetito o de sueño, pensamiento continuo o evocación permanente de su persona, distracción en sus demás labores, embobamiento profundo... llegando a su cúspide amorosa (máxime si no es correspondida) con la hifedonia, que se traduce como la pérdida del gusto de vivir; todo sin esperar nada a cambio a pesar del anhelo, pues es escrita más por la necesidad intrínseca de hacérselo saber a la amada que por guardar dignas esperanzas. Viene a ser como una confesión ante el cadalso». Considera que esta es la auténtica carta de amor, pues «la esperanza no es un fin y, por ello, carece de sentido: se suele terminar con "Tuyo"; "Muero por ti"; "Lleno de desesperanza y amor" o  "Adiós para siempre"». Como variante de esta carta, apunta aquella otra «escrita de verdad con amor que pretende llegar al objeto de su deseo cueste lo que cueste, sin renunciar a nada que lo acerque a su propósito. Quien envía esta carta da rienda suelta tanto a sus profundos sentimientos como a sus inquietantes métodos para llevarlos a cabo con éxito; esta podría terminar con "Serás mía"; "Te buscaré allá donde te escondas"; "Nunca te librarás de mí" o "No permitiré que ningún hombre se acerque a ti"». Y luego está, prosigue Rafael, la carta escrita por «el seductor, en todas sus subespecies», donde se «exaltan hasta la hipérbole las características de la persona amada con el cristalino fin de poseerla; nada hará detener una metáfora explosiva y ninguna tapia, por alta que se precie, impedirá al seductor profesional acercarse a su objetivo y desplegar toda su variante de trucos, arrogancia y perfumada palabrería». Piensa Rafael que «el seductor cuenta con ventaja respecto al enamorado de baba: generalmente es más hábil y no refrena sus impulsos. Entre don Juan y don Álvaro (O la fuerza del sino), siempre saldrá airoso don Juan aunque, paradójicamente, ambos amantes (porque, en efecto, aman), se precipiten de cabeza, uno al Leteo, otro al Aqueronte».

Mayte F. Uceda  analiza el contenido de la carta: «Si la dividimos en varias partes, posiblemente el saludo y la despedida sean los puntos a los que menos esfuerzo dedicamos, por considerar que ejercen una menor influencia en el destinatario. De esta manera, habrá cartas que después de un esmerado discurso amoroso dejen un residuo amargo al receptor a causa de una despedida fría y torpe o de un saludo inapropiado». No conviene, por tanto, descuidarlos, aunque lo primordial llega después: «En el cuerpo de la carta pondremos a prueba nuestra capacidad de expresión escrita. No debemos tratar de imitar ni transcribir frases de amor que ya han escrito otros. Debemos huir de un lenguaje ampuloso que pueda entorpecer la comprensión de nuestro mensaje, así como de expresiones cursis o demasiado poéticas. La sencillez y la naturalidad serán las protagonistas de una buena carta de amor». Además, hemos de mostrar «entre letras  los rasgos de nuestra personalidad; al destinatario le gustará reconocernos en ellas. La necesidad parece obligarnos a la cercanía, y el receptor debe sentirnos cerca». Asimismo, destaca Mayte que «cada relación es única, cada sentimiento irrepetible. La personalización se hace indispensable y los sentimientos se deben mostrar en profundidad, sin llegar a ser demasiado efusivos ni tampoco quedarnos en la superficie de nuestras emociones». Y reconoce que será más fácil desarrollar el argumento «cuantas más cosas nos unan con la otra persona», aunque también apunta que «se han escrito epístolas muy bellas dedicadas a un amor no correspondido o incluso dirigidas a alguien desconocido».

Julio García Castillo recuerda lo que cantaba Mari Trini allá por la séptima década del siglo pasado: ¿Quién no escribió un poema / huyendo de la soledad / quién a sus quince años/ no dejó su cuerpo abrazar? Y hace una revelación: «Yo mismo, confieso. No asumo las dos últimas estrofas pero sí las dos primeras. Hace más de cuarenta años escribí desde Tarragona una larguísima carta a una chica francesa a quien había conocido en las vacaciones Cuando ella marchó a París después de un breve encuentro, me sumí en la melancolía». La carta era «un borrador escrito con la letra ilegible que me caracteriza. Entre lamentos y nostalgias, escribí un poema en francés que recuerdo de memoria desde entonces. Estos son los versos iniciales. Ruego comprensión a quienes dominen la lengua de Molière: Tu sais, c´était à la plage/ reflets d’argent dans l´eau/ moi, j´aurais voulu prendre un peu d’argent / pour te faire un merveilleux cadeau / mais, du reflet tout simplement,/ ma main aurait plongé au fond. No pienso burlarme de este desahogo lírico. Escrito está». Pero como suele suceder, Julio no tardó demasiado en «superar el dolor lacerante de la separación. En la primera juventud es fácil pasar de la depresión a la euforia. Y sabido es que la distancia es el olvido».

Hace unos días, cuando reunía los textos para redactar esta entrada, recibí lo siguiente por correo electrónico: «Para empezar una carta de amor, es buena idea encabezarla con las palabras “querida” o “querido” y no volver a mencionar que quieres o amas a esa persona hasta que, a modo de despedida, pones un “te quiero” o “te amo” al final. De lo contrario, la carta puede ser empalagosa, cursi y ñoña.

»Dependiendo de lo que se pretenda»

Ahí se cortaba. Sin puntuación. Sin nada. El texto era de Carmen Grau.  Después de varias líneas en blanco, más abajo proseguía: «Querida Carmen: El párrafo de arriba lo escribí hace dos días y ya no supe cómo continuar. Le he dado vueltas al tema y he llegado a la conclusión de que me cuesta tanto decir cómo escribir una carta de amor porque yo no sé cómo hacerlo. No recuerdo haber redactado jamás ninguna, aunque he escrito y enviado cientos, quizás hasta mil, cartas a amigos y personas queridas. Sí he recibido algunas cartas de amor, unas peores que otras, de las cuales solo conservo dos, cortísimas, porque están en forma de poema y me gustan».

Aunque Carmen insistía en que no sabía escribir cartas de amor, añadía unos útiles consejos: «Lo único que se me ocurre es qué no escribir en una carta de amor. Por ejemplo, evitar frases como “siempre te querré” o “no he querido nunca a nadie más que a ti” porque eso no es cierto. Insistir en la inmortalidad del amor es una futilidad y desgaste de energía innecesario. Además, a la persona que recibe la carta le puede sonar a falsedad. El amor se acaba, como todo, y más el amor romántico. Algunas personas afortunadas permanecen juntas durante muchos años porque el enamoramiento se transformó en cariño, costumbre, comodidad, lazos familiares e intereses comunes. Pero el amor loco que lleva a escribir cartas de amor no dura toda la vida». Lo de ser felices y comer perdices es solo para las novelas y el cine, porque Carmen continuaba: «Como he leído por ahí, el amor es una locura pasajera que se cura con el matrimonio o, lo que es lo mismo: con la cotidianeidad, el día a día, el tener que pagar facturas, educar a los niños…».  Y hacía una advertencia: «Lo que se escribe en una carta permanece escrito para siempre, así que es mejor no hacer promesas de futuro ni comparaciones con otros amores pasados o por venir. Hay que usar el presente: te quiero, y sin más florituras. También hay que evitar tópicos, como “no puedo leer ni escribir” o “no puedo comer ni dormir”, “solo pienso en ti” porque tampoco son verdades, sino exageraciones». Pero a continuación venía una hermosa confesión: «A mí las cartas que más me gustan son las que describen el momento en que conociste o te enamoraste de la persona amada. Para la persona que recibe la carta es muy gratificante leer sobre un momento que ella ya ha vivido y conoce pero desde el punto de vista de la otra persona». Y proseguía con una verdad como un puño: «A menudo, con los años, las parejas se olvidan de decirse por qué se quieren, por qué continúan juntas y qué es lo que siguen valorando de la otra persona. Son cosas que se dan por supuestas y ya no se dicen; en cambio, sí hay reproches y quejas, como para que la otra persona “corrija” sus defectos». En su lugar, Carmen proponía una reflexión: «¿Qué es lo que te gusta de esa persona para que la quieras tanto? No está prohibido halagar algún aspecto físico, pero es preferible no hacerlo, porque la belleza física es superficial y si es de eso de lo que estás enamorado, poco te durará el enamoramiento, y las palabras “te quiero” serán mentira, y la carta merecerá ser pasto de las llamas o, en estos tiempos modernos que corren, deberá someterse a la tecla de “eliminar” y “volver a eliminar” de la bandeja de reciclaje».

A otros escritores, sin embargo, no les cuesta hablar de amor y de cartas. Es el caso de Iván Hernández que, preguntado al respecto, comienza con una definición rotunda y poética: «Una carta de amor es un buen puñado de latidos. Latidos de un corazón más cercano al alma que al cuerpo. Un corazón que no bombea sangre, sino emociones. Y las emociones no se ven, como mucho se muestran en gestos, respiraciones entrecortadas y palabras trabadas por los nervios. Por eso las cartas de amor, que tienen la virtud de detenernos y obligarnos a acomodar las ideas y los sentimientos en palabras, son mágicas. Desde la más torpe a la más trabajada, el objetivo, si es sincero, es el más bello de todos: decir “Te quiero”». No es de extrañar que alguien capaz de escribir de este modo revele: «Mis declaraciones de amor durante la juventud siempre fueron por carta. Miento. Hubo una que fue oral. Me explico: boca seca, mirada perdida, tartamudeando más que hablando. Un horror». ¿Con esta labia? Parece increíble, pero sigamos con la historia de Iván, una carta de amor oculto por fin declarado:  «Para eso me tengo que remontar a una época sin tanta tecnología como ahora, en la que día a día esperaba encontrarla, aunque fuera a lo lejos, para tener una dosis de su risa. Cinco años de universidad soñando un imposible, diciéndole a mi corazón que aquello no tenía sentido, aunque él insistía y me recordaba que, pese a que ella tenía novio formal y que entre nosotros nunca habría nada más que una amistad que con los años se disiparía, yo tenía la necesidad de hablarle de manera clara de lo que sentía por ella». Reconoce Iván que con la perspectiva que dan los años y superada la timidez, ahora habría sido más directo, pero entonces no pudo elegir el momento ideal, sino más bien el momento final: «Sí, en breve finalizaríamos nuestros estudios y estaba claro que una chica con pareja desaparecería más pronto que tarde de mi vida. Así que un día como cualquier otro decidí escribir una carta ¡de papel! Se lo dije, sí. Le dije que tenía una carta para ella. Me miró y temió que fuera una carta donde le anunciara que rompíamos nuestra amistad, una despedida o algo similar. En realidad, no andaba desencaminada, pues declarar el amor puede traer efectos secundarios de todo tipo». Y la chica accedió a leerla pero con una condición: Iván debería estar presente.

El tímido enamorado fue temerario porque al menos de ese modo la vería unos minutos más: «En la carta no fui directo desde la primera línea, sino meticuloso en algunos recuerdos de mi infancia relacionados con el amor. Ella reía mientras recorría las líneas con esos ojos chispeantes. Hasta que llegó a la parte en la que ella era la protagonista indiscutible. Entonces su gesto cambió. Ya no eran risas, sino lágrimas. Las manos le temblaban, pero no dejó de leer. No. Siguió hasta el final. Estaba leyendo lo que mi corazón me había obligado a resumir. Cinco años. Toda una vida de miradas, cosquilleos, risas y confidencias. Al llegar al final ella no tenía que responder a nada, ya que yo no necesitaba saber lo obvio. Pese a todo me dijo que me quería dar un beso y un abrazo (no recuerdo el orden). Para mí, ese gesto de amistad supuso mucho, porque nunca había recibido nada así de nadie hasta ese momento. El pago perfecto a una carta de amor imposible». Y, según Iván lo mejor fue observar las reacciones de la chica: eso le motivó para escribir sobre emociones. Porque, también en palabras de Iván, «si hay algo básico a la hora de escribir una carta de amor, es hablar de lo que uno siente sin necesidad de mucho artificio. Cuándo surgió el sentimiento, cuándo renació, cuándo creció... Situaciones llenas de pequeños detalles que permiten que el ser amado empatice y nos comprenda, aunque no seamos correspondidos. En ese caso, ganarás su entendimiento y calmarás tu corazón».

Con todo, cuando nos falle la inspiración, siempre queda el recurso de los espacios virtuales donde, según informa Mayte F. Uceda, «se elaboran cartas de amor a medida. Basta con introducir el nombre del ser amado y algún pequeño dato para que un programa nos diseñe nuestra carta personalizada, una versión moderna de Cyrano de Bergerac que las nuevas tecnologías ponen a disposición de los que tienen dificultades para expresar sus sentimientos. También Vargas Llosa confesó haber escrito cartas de amor para sus compañeros cuando estos no sabían cómo contestarlas». Son muchos los que, como Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera, la novela de Gabriel García Márquez, dedican sus horas a escribir cartas de amor propias y ajenas. No es difícil encontrarlos en la literatura, el cine o incluso la vida real, y pueden servir de modelos. Aunque tal vez no será necesario: a continuación vienen tres hermosas cartas de amor, muy diferentes entre sí, las tres excepcionales. 

La primera la ha escrito Rafael R. Costa, se titula «Tu carta» y dice así:

Sinceramente tuyo decías en tu carta, arriba de tu firma, después de las pasiones; olía casi siempre a las incógnitas flores que dibujabas esmerado en cada nuevo envío; despacio abría el sobre sonámbula y perdida creyéndome ciudad deshabitada y sola, corría hacia mi cuarto y con las luces apagadas abría bien los ojos y acariciaba la tinta.
Después de respirar varias veces en la cama un nombre reinventaba que podía ser el tuyo, de las paredes del cuarto nacían aves blancas que cruzaban el aire en circulares vuelos, manos de otros mundos debajo de la almohada mi cabello alisaban con lentísimos temblores, sentía dedos frágiles como cristal muy frío que mi mejilla recorrían igual que insectos diminutos, mis labios medio abiertos, mi boca como hoguera que se encendía y se encendía a cada nueva palabra, y la cabeza perdida en un lejano bosque de árboles gigantes y de niños que lloran.
Sinceramente tuyo: te espero a media noche, sabrás que estoy dormida y casi soñando nada, mis pechos ateridos esperarán tu aliento y en mi mano para ti habrá una rosa seca.
Ahora que amanece tal vez en otro sitio tal vez en otra carta me digas que no vienes, no importa porque el sueño que tuve y no recuerdo me ha dejado inconsciente como loca por la casa, silenciosa camino por las habitaciones y consigo encontrarte en todos los objetos, en el humo del café, en la radio siempre puesta una serpiente de amor que anida en cada cosa, un cuchillo de plata que no puedo despegarme entre dos de las costillas que quería que fueran tuyas.
Sinceramente tuyo decías en tu carta arriba de la firma que no puede entenderse, yo que siempre fui muy fuerte para poder engañarme supongo que más tarde, después en la bañera, cerraré los ojos y pensaré que existes en todos los buzones, y luego a medianoche ya tranquila y descuidada volveré a por tu carta para mi colección de sellos.

La segunda carta la escribe Mónica Rouanet:

Hoy he recibido una carta de amor.
Creo que es una carta de amor.
Sí, es una carta de amor.
Lo sé porque empieza así: «Carta de amor», y acaba con un «…te quiero».
Me la escribe un hombre al que no conozco, un hombre que, según él, se cruza conmigo todas las mañanas y consigue, al verme, que su día despierte. Un hombre que espera bajo la lluvia y el viento para escuchar mi risa. Le encanta que pase acompañada porque así puede oír mi voz, una voz que se le mete en la cabeza como una fina melodía y le acompaña susurrándole secretos.
Conoce mi pelo como si fuese el suyo. Sabe el sonido que emite cuando giro la cabeza y se mueve, cadencioso, sobre mis hombros. Incluso asegura que una vez pudo olerlo. Pasé muy cerca de él, sin verlo, colocando detrás de mi oreja un mechón que andaba enfadado, y recibió su aroma  en forma de nube, una nube que lo abrazó recomponiendo sus cicatrices.
Afirma que con solo mirar mis ojos, unos ojos que jamás le han devuelto la mirada, su corazón tiembla entre latido y latido, permitiéndole vivir una vida que creía perdida.
Mis labios… mis labios le hacen sonreír. Se conforma con eso, con lo que le suscitan. Una sonrisa…
Mi piel es para él una tregua de suavidad y calor. Solo con imaginar acariciarla le envuelve el aplomo de un día de mar en calma, con el sol haciendo bailar escamas de luz sobre su superficie.
Y mi cuerpo… Mi cuerpo consigue estremecerlo. Cierra los ojos y lo evoca casi constantemente, sabiendo que existe, sabiendo que, aunque nunca será suyo, está ahí, y con eso sus miedos desaparecen.
Leo esto y sé que no me quiere.
No, no me quiere.
Si me quisiera dejaría que le descubriera para iluminar el amanecer de mis días. Reiría en un grito secreto para que lo escuchara desde la distancia y me acompañaría con susurros reales, posado sobre mi oreja, sin detenerse un solo instante.
Si me quisiera apoyaría su cabeza sobre mi estómago, los dos tumbados, y me dejaría acariciar su pelo para enredarme en él.
Si me quisiera clavaría sus ojos en los míos, desbocando la sangre que vaga por mis venas.
Si me quisiera me recorrería con sus labios, incluso sobre esa sonrisa que seguro estallaba en mi cara.
Si me quisiera se arrancaría la piel para abrigarme en ella, para envolverme en mis deseos y cumplirlos uno a uno.
Si me quisiera conseguiría que su cuerpo se enfrentara a mis recelos, que luchara con ellos, que venciera, lograría que me dejaran tranquila.
Si me quisiera…
Pero no me quiere.
No es a mí a quien quiere.
Solo me habla de lo que yo le doy. No se da cuenta de que ni siquiera ha pensado en regalarme una parte de eso. En dejarme decidir si lo quiero o no.
No, no es una carta de amor, es una carta de amor propio, aunque empiece con un «esto es una carta de amor» y acabe con un «…te quiero».

La tercera carta la escribe Antonia Romero:

Cuando recibas esta carta ya me habré ido. Tengo las maletas en la puerta y un taxi esperando. Hace semanas que lo decidí aunque no te negaré que esperaba un milagro. Milagro, qué palabra tan vacía. Habré pasado por tu vida como un sueño efímero y quizá quieras llevarme en tu recuerdo a ese lugar al que dices que iremos todos.
Todavía recuerdo el olor que desprendían tus manos aquel día. Olor a incienso. Entré para refugiarme de la lluvia, la soledad me embargaba y el silencio actuó como un bálsamo en mis heridas. Te sentaste y hablamos como dos amigos que hace tiempo que no se han visto y tienen mucho que contarse. Fui quitándome una tras otra las espadas que llevaba clavadas y tú las recogiste para lanzarlas lejos. Me hablaste de tu niñez, de los campos repletos de olivos donde solías refugiarte en los momentos de angustia. ¡Cuánto hubiese deseado haberte conocido entonces, cuando aún era tiempo!
Me acompañaste a casa, la lluvia era persistente y encontraba la manera de colarse en nuestra ropa. Te invité a que subieras y te calentases, sin ninguna intención, puedes creerme. Entonces aún no sabía que te habías colado muy adentro, allí donde solo entran las palabras que no se dicen. Temblabas, ¿lo recuerdas?
Cuando pienses en mí no me recuerdes solo por aquellas tardes junto al fuego, quemándonos por dentro. No olvides los momentos dulces en que me cogías las manos y me explicabas todo lo que te estallaba en el corazón. Entonces era cuando más te quería.
Hace dos semanas te escuché llorar. Creías que estabas solo porque te sentías solo, pero yo estaba allí, tras la puerta. Ese día supe que debía marcharme. Permíteme un poco de autocompasión, déjame llorar también detrás de la puerta. Saber que tus brazos no van a sostenerme más, ni tus labios susurrarán mi nombre se me hace una verdad insoportable. Añoraré cada parte de tu cuerpo y suspiraré recordando tu voz.
Les perteneces a ellos, a ellos que nada saben de ti, de lo que deseas, de lo que temes. A ellos, que volverán a sus vidas mientras tú te quedas solo, en esa soledad que un día elegiste y yo vine a destruir. Ya no tendrás que avergonzarte cuando me veas pasar y estés rodeado de gente, no hará falta que gires la cara, mires al suelo y sujetes el temblor de tus manos. Esas manos que tantas veces me han acariciado.
Hoy cuando vengas a verme con la cara pálida y los ojos brillantes, no me hallarás, me habré ido. Sé que después de la pena vendrá el alivio. Sé que la tranquilidad será pago suficiente a tu pérdida. Se acabaron para ti las noches sin dormir, los remordimientos, la angustia y la culpa. Pero allí adonde vaya, yo te llevaré conmigo.
...
Cuando el viajero se apeó del tren ya era noche cerrada. Necesitaba tomar una copa, y el bar de la estación le pareció un lugar tan bueno como cualquier otro. Entró y se sentó en la barra.
 —¿Qué le pongo?
—Una cerveza.
—¿Quiere algo de picar?
—No, gracias, solo la cerveza.
Dio un largo trago, sentía la garganta como esparto.
—¿Ha oído la noticia? —el dueño del bar tenía ganas de conversación.
—¿Qué noticia?
—La del cura que se ha suicidado.
La cerveza viajaba hacia su boca pero no llegó a su destino.
—Parece ser que le han encontrado muerto.
—¿Do-dónde ha sido eso?
—En el programa de sucesos...
—No, no, quiero decir en qué lugar.
—En un pueblecito de Jaén. Por lo visto, su amante le había abandonado. Dicen que tenía una carta en la mano en la que se despachaba a gusto.
El camarero se percató entonces de la cadavérica palidez de su cliente, que se sujetaba a la barra para no caer.
—¿Pero qué le pasa, hombre?
El viajero se desplomó.
El vaso rebotó antes de estrellarse contra el suelo.

Posdata: Cuando solicité colaboraciones para escribir esta entrada, me llevé una sorpresa. A diferencias de otras ocasiones, recibí excusas e incluso hubo quien ni siquiera se dignó contestarme. Por eso deseo agradecer especialmente a Mayte, Julio, Carmen, Iván, Rafael, Antonia y Mónica su tiempo, su dedicación y sus hermosísimos textos. Para mí también ha sido más difícil que otras veces redactar esta entrada, pero porque no quería cortar nada al hilvanar el argumento. Aunque me doy cuenta de que la entrada ha quedado larga, creo que el contenido lo merece. Muchas gracias a todos.


La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.  

  





martes, 7 de enero de 2014

Escribir bien

Escribir bien
El primer paso de la ignorancia es presumir de saber, y muchos sabrían si no pensasen que saben.
Baltasar Gracián

Rem tene, verba sequentur.
                                 Catón el Viejo


Un artículo aparecido en la edición digital del periódico El País el 27 de diciembre de 2013 me ha impulsado a reflexionar sobre la buena escritura. Se titulaba «Condenados por secuestrar a un empresario para extorsionarle», y en la entradilla se especificaba: «Los asaltantes le mostraron fotos de sí mismo y de su familia, y le dijeron de que tenían el encargo de matarle por 50.000 euros» (capturado el 27 de diciembre de 2013). Apenas asombraría tal concentración de errores en tan pocas líneas si no se tratara de un periódico de prestigioso pasado aunque de presente incierto: ¿le dijeron «de que»? Ni el becario peor pagado debería cometer un dequeísmo tan flagrante. ¿Lo secuestraron para extorsionarle? ¿Tenían el encargo de matarle? No, querrían extorsionarlo y el encargo sería para matarlo, porque el empresario (lo) es el objeto directo de ambas oraciones. ¿Y le enseñaron fotos de sí mismo y de su familia? Más bien le enseñarían fotos en las que aparecían él y su familia.

Es normal escribir mal y, sin embargo, es una actividad corriente y necesaria en la vida diaria personal, educativa y profesional que deberíamos dominar. Sabemos que las ideas expresadas con claridad por escrito se entienden mejor, pero no hay nadie que nos enseñe un método práctico para lograrlo: ni en los colegios ni en las universidades. Los buenos escritores son autodidactas en su mayoría y, al hablar de ellos, se suele pensar en el mundo del arte y de la literatura. Escribir se considera, así, una actividad relacionada con el talento y la inspiración que ha de valorarse según criterios literarios y de estilo. ¿Hablaríamos de una buena escritura para referirnos a un tratado de física cuántica?

Deberíamos hacerlo, sí, pues saber escribir no se reduce a escribir como un novelista o un poeta: significa además expresar por escrito con precisión y sin faltas lo que se desea o se debe cuando se redacta una noticia en un periódico, una carta de negocios, un comentario en las redes sociales o un correo electrónico, por poner algunos ejemplos habituales. No hace falta ser un artista para escribir bien: se precisan conocimientos y práctica.

¿Y qué es escribir bien? En el colegio significaba poseer una buena caligrafía. Para ello se nos entrenaba, y tenían menos importancia las ideas que salían del lápiz, mordido con fruición ante la página en blanco mientras llegaba la inspiración, que trazar con maña el palito de la t o lograr que todas las letras fueran rectas, como en parada militar, más bien gordezuelas y chatas o picudas e inclinadas levemente hacia la derecha, según la moda del centro educativo correspondiente. El continente se cuidaba más que el contenido, quizá porque era más fácil de evaluar. No hay tradición en nuestro sistema educativo de enseñar a escribir, al contrario de lo que ocurre en el mundo anglosajón: en él hace bastante tiempo que surgieron estudios sobre su  metodología y se distingue entre expository writing, la escritura de uso cotidiano que se ha de dominar para exponer las ideas propias, y creative writing, la escritura literaria empleada en poesía o novela.

Prescindiendo de esta distinción, en líneas generales, se escribe bien si se reúnen las ideas oportunas, se jerarquizan siguiendo un criterio lógico y se exponen con claridad por escrito atendiendo a las normas ortotipográficas, morfológicas y sintácticas de la lengua. Y todo texto escrito requiere una preparación previa. No se escribe por inspiración divina: es un oficio y, como tal, posee unas reglas básicas que se deben conocer y poner en práctica en etapas sucesivas. Sintetizando al máximo, la primera regla sería la planificación; la segunda, la ordenación de las ideas; la tercera, la organización escrita del texto; y la cuarta, la corrección.

1. Planificación
Si se aguarda a que llegue la inspiración sin asociarla con un razonamiento lógico sobre lo que se desea o debe escribir, las más de las veces será una pérdida de tiempo. En lugar de mirar a las musarañas, resultará más fructífero asignar un periodo determinado al examen de asuntos tan fundamentales como a quién irá destinado el texto o cuál será su finalidad, el género que elegiremos, su extensión y la función que tendrá en él quien escribe. De esta reflexión surgirá una idea o imagen fecunda y un esquema básico que se desarrollará en la etapa siguiente.

2. Ordenación de las ideas
Algunos llaman a esta fase preescritura. Abarca todas las operaciones que se realizan antes de ponerse a escribir el texto: recogida de información, jerarquización de las ideas, determinación del hilo argumental y fijación del esquema. Cuando los textos son muy cortos, el esquema puede ser mental, pero en trabajos largos como ensayos, tesis, artículos de revista, cuentos o novelas es importante redactarlo y tenerlo delante a lo largo de la escritura.

El esquema o esbozo es la espina dorsal del texto. Refleja el orden secuencial de las ideas y los argumentos que pensamos emplear, aunque no es inamovible: sufrirá cambios a medida que avance la escritura cuando nuevas ideas superen o se añadan a las primeras, pero seguirá sirviendo de guía y asegurará que no queden lagunas en el argumento. Las partes básicas del esquema son la introducción, el nudo (o cuerpo del escrito) y el desenlace (o conclusión). La cantidad de subdivisiones dentro de cada una de estas partes variará según el tipo de texto: no es lo mismo componer una redacción escolar que un ensayo en el que se trabajan varios meses. El índice de un libro, que a grandes rasgos se redacta y muchas veces se presenta a la editorial antes de escribirlo materialmente, es un esbozo de lo que aparecerá desarrollado en su interior y debe reflejarlo.   

3. Organización escrita del texto
Llega el momento de escribir lo que se ha pensado. Es todavía el inicio de la tarea, pues al redactar casi siempre surgirán nuevas ideas, se concretarán algunas percepciones y se articulará mejor lo que ya se tiene en mente. El esquema es la hipótesis de trabajo que habrá que desarrollar según avance la escritura: el texto cumplirá su objetivo y resultará convincente en la medida que consiga dirigir poco a poco al lector sin que pierda interés hacia la tesis que se expone.

La unidad de pensamiento básica del texto es el párrafo, que suele constar de un grupo de oraciones relacionadas, aunque en ocasiones puede reducirse a una sola oración. La palabra que comienza párrafo se escribe con letra mayúscula inicial, y siempre se termina con punto y aparte.  Las oraciones dentro de un párrafo pueden ser cortas y coordinadas o largas y subordinadas, pero siempre debe existir dentro de ellas una progresión natural de ideas que desarrollen la tesis principal. Si se disponen las ideas en un orden claro y lógico con las transiciones necesarias, los párrafos tendrán coherencia, con lo  que  el lector podrá seguir sin esfuerzo la progresión del pensamiento.

¿Cómo se consigue ese orden claro y lógico ideal que hará coherentes nuestros párrafos? Refiriéndose a la prosa, Umberto Eco ha sostenido en diferentes obras (entre ellas, en De los espejos y otros ensayos) que la cuestión primordial es «construir el mundo» que queremos escribir y entonces «las palabras vendrán casi por sí solas».  Rem tene, verba sequentur, según la locución clásica latina atribuida a Catón el Viejo: si se domina el argumento, las palabras para expresarlo aparecerán por sí mismas. ¿Es esto cierto? Puede que para escritores experimentados que ya posean un estilo acorde con su manera de pensar y su personalidad. Sin embargo, para quienes se inician en la escritura encontrar las palabras precisas, relacionar las ideas entre sí y emplear la puntuación y los nexos adecuados para que el lector comprenda el hilo conductor del razonamiento que se desea transmitir es todo un reto que solo se conseguirá superar a fuerza de trabajo y constancia. 

Aunque la lengua española —como en mayor o menor medida el resto de las románicas, provenientes del latín— se caracteriza por su tendencia a la digresión, y la idea principal que se quiere demostrar se deja de lado con frecuencia para desarrollar antes otras ideas relacionadas, cuando se está aprendiendo a escribir conviene ir al grano: redactar oraciones más bien cortas con frecuentes puntos y seguidos. Si no se domina la subordinación y se recurre a menudo a ella, surgirán textos enrevesados y confusos.

Asimismo, en la construcción de párrafos coherentes tiene una importancia crucial la puntuación, cuya función es subdividir el contenido en grupos de significado para facilitar la comprensión. Si no se posee una concepción clara sobre la estructura de la oración, no se puede puntuar bien: el sujeto jamás se separa con coma ni punto y coma del verbo o predicado; el verbo tampoco se separa de sus complementos por ningún signo de puntuación, a no ser que haya un inciso en medio. Y la opinión extendida de que teniendo buen oído es fácil puntuar es errónea: hay pausas —permisibles— en el habla que no se corresponden con las aceptadas en el texto escrito. Por ejemplo, no se puede cortar una oración que continúa con un punto ni punto y coma: Paloma salió de la funeraria. Llorando a lágrima viva.  Lo correcto es Paloma salió de la funeraria llorando a lágrima viva. Un empleo adecuado de los distintos signos de puntuación ayudará al lector a entender los diferentes niveles sintácticos del texto.

¿Cómo se aprende a puntuar? El primer paso es reconocer la propia ignorancia y ponerle remedio. No existe la «ciencia infusa» en este caso como en ningún otro, así que si nunca se han leído ni estudiado manuales de ortografía, gramática o estilo, es muy probable que se cometan sin saberlo todo tipo de errores al utilizar los signos de puntuación o prescindir de ellos. Cualquier manual examinado con atención servirá para valorar el estado de nuestros conocimientos y para mejorar y actualizar los que ya poseemos. Porque lo que se sabe también se olvida y es necesario repasar con frecuencia para estar al día.

Una vez adquiridas o refrescadas las normas de puntuación que rigen la escritura, se recomienda leer mucho, porque también se aprende por imitación hasta que poco a poco se va creando el propio estilo. Pero no vale cualquier lectura ni cualquier escritor: solo los excelentes, los que no cometen errores garrafales. Y no será difícil desechar a los mediocres: cuando se conocen las reglas, las faltas en las que caen algunos resultan tan evidentes que molesta su lectura. De este modo, no nos volverán a dar gato por liebre y tendremos un criterio más formado para juzgar una buena o mala escritura.

En lo tocante al vocabulario, hace años escuché un consejo a uno de los mejores editores que he conocido: jamás emplees una palabra ajena a tu vocabulario cuyo significado no hayas verificado antes. De este modo se evitará escribir tonterías como partido suspendido debido a la climatología, agua de lluvia que deja manchas indelebles en los cristales, niña que adolece de salud, anciana de huesos fehacientes, charlas que se departen, palabras que concitan polémica, joven que se apoya en el dintel de la puerta, espía que habla despacio para que no le oigan, país que detenta la presidencia de la UE cuando le corresponde… Y, sin embargo, consultando los diccionarios, ya podremos elucubrar sobre lo que queramos, descambiar una falda aunque sea la primera que compramos, usar una palancana, develar un secreto o quejarnos de la reuma. Nos entremeteremos y nos entrometeremos. Si contamos con buenos diccionarios, gramáticas y libros de estilo en nuestra biblioteca imprescindible, las palabras y las cosas saldrán de los maremagnos donde a veces se pierden y ocuparán el lugar que les corresponde. 

4. Corrección
Los textos necesitan más de una revisión para quedar perfectos. Y no debe dejarse exclusivamente para el final. Si la escritura es una tarea cotidiana, lo mejor es ir releyendo y corrigiendo a medida que se va redactando. De nada sirve llenar muchas páginas si están plagadas de errores: se pierde menos tiempo cuando se avanza sobre seguro, resolviendo las dudas que van surgiendo. Pero no basta. Ha de añadirse, además, una revisión completa y cuidadosa cuando el texto se da por terminado y se tiene una visión global del conjunto.

Siempre se ha de corregir la forma y el fondo: revisar meticulosamente los aspectos ortotipográficos, morfológicos y sintácticos, así como el contenido. Debe comprobarse que no hay saltos de razonamiento, elementos sueltos ni las mismas ideas repetidas sin cesar; que se desarrolla todo lo que se ha enunciado y que se llega a conclusiones coherentes. Y todo lo que sobre, todo lo superfluo, se ha de suprimir sin piedad.

Entre los aspectos a los que se debe prestar mayor atención en la corrección se encuentran los siguientes:

•Coordinación de adjetivos y nombres en género y número, y de sujetos y verbos en persona y número.
•Repetición indebida de verbos genéricos con escaso significado (tener, ser, decir, poder).
•Predominio indebido de la voz pasiva frente a la activa.
• Uso adecuado del modo subjuntivo.
•Gerundios mal empleados.
•Régimen preposicional de los verbos.
•Excesivos pronombres no necesarios.
• Construcción de las oraciones de relativo.
•Pobreza o imprecisión de vocabulario.
•Orden adecuado de las palabras en la oración.
•Extensión de las oraciones; subordinación y coordinación.
•Nexos entre oraciones y entre párrafos.
•Criterio unificado en la escritura de números dígitos y cifras.
•Empleo de letras mayúsculas y minúsculas. 

La lista podría continuar, pero resulta más importante, llegado este punto, plantear una pregunta: ¿cómo va a corregir lo que ha escrito quien ignora su propia ignorancia? Detectar erratas, algunas faltas de ortografía o los despistes (lapsus cálami) que todos sufrimos al redactar no es demasiado difícil y hasta el corrector automático del ordenador puede facilitar la tarea si está bien configurado. Sin embargo, es imposible corregir materias que se desconocen: «Este es un grupo que le gusta los libros y la Literatura», acabo de leer en Facebook. Quien lo ha escrito no sabe que ha cometido tres errores: «Este es un grupo al que le gustan los libros y la literatura». Ha unido en su enunciado dos bestias negras, al parecer, difíciles de dominar por la cantidad de veces que se repiten los mismos fallos: el verbo gustar y una oración de relativo con complemento indirecto que exige preposición y verbo coordinado en número y persona con el sujeto, que es los libros (los libros le gustan a este grupo). Para colmo, escribe literatura con mayúscula inicial como si fuera nombre propio, mientras que considera libro nombre común.

Este motivo, la falta de conciencia de la propia ignorancia, provoca que haya tantos textos mal escritos por doquier, así como que se publiquen y logren éxito popular libros que no pasarían la menor criba de un corrector de estilo experto. No obstante, también somos legión los que nos preocupamos por formarnos día a día y sabemos distinguir el grano de la paja. Hay gente para todo.

Son muchas las ventajas de escribir bien, aparte del prestigio personal. Y es algo que está al alcance de todos poniendo algún interés y efectuando una pequeña (o no tan pequeña) inversión en tiempo y esfuerzo. La preparación es indispensable porque la escritura, como ya se ha señalado, es un oficio y, al igual que ocurre en  todos los demás, hay que ser humilde, pasar por el aro reconociendo las propias limitaciones y empezar de aprendiz. Después se puede llegar muy lejos con estudio, práctica y tesón. La suerte y la disposición personal también cuentan, por supuesto. 

Ahora bien, que ese oficio una vez adquirido se convierta en arte es cuestión muy distinta. Que nadie se lleve a engaño: para eso no sirven las lecciones. Al menos yo desconozco las que hay que aprender. En esto me sumo a las palabras de Umberto Eco, referidas en especial a la poesía, pero también aplicables a la literatura de excelencia: Verba tene, res sequentur: las palabras (la elección de sentido) es lo importante; lo demás (el argumento) viene detrás (o al lado).  Quod natura non dat, Salmantica non praestat.    


La lengua destrabada
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