miércoles, 21 de mayo de 2014

De interjecciones y onomatopeyas

interjecciones y onomatopeyas
Hablamos con interjecciones y onomatopeyas que nos sirven para expresar estados de ánimo e imitar sonidos. También las escribimos a menudo, por ejemplo, cuando subimos comentarios a las redes sociales: ¡Ay qué pena! ¡Ja, ja! ¡Qué bueno! ¡Vaya tela! ¡Zas, en todos los morros! Son habituales asimismo en los correos electrónicos: ¡Ánimo! Uff, qué pereza. ¡Hasta pronto! ¡Buen viaje! o las cartas, si todavía las utilizamos para comunicarnos: ¡Suerte en los exámenes! Nos vemos en un pispás. Y se convierten en un recurso imprescindible en la escritura creativa, en la literatura: «Todos callados, como muertos. Mercedes coge una tiza y con trazos rápidos organiza cada cosa con su nombre. Es como si resolviera un rompecabezas, y al final cada pieza encaja en su sitio. Oración coordinada adversativa y blablablá blablablá». (Nada del otro jueves, Carmen Martínez Gimeno).

El término interjección proviene del latín interiectio, que significa intercalación y define bien la función de este tipo de palabras, pues se suelen insertar en los textos como elementos independientes que enuncian un significado completo. También conocidas como exclamaciones, se emplean para expresar una impresión viva, una reacción repentina o sentimientos a flor de piel. Son palabras invariables que se comportan como oraciones independientes y casi siempre se escriben entre signos de admiración aunque pueden no llevarlos. No se entrecomillan ni van en letra cursiva.

Las que no tienen otro significado que el atribuido por el uso para expresar una emoción determinada se denominan interjecciones propias. Algunas de las más conocidas son:

¡Ah! (asombro, sorpresa, placer)
¡Ajá!, ¡ajajá! (aquiescencia, aprobación)
¡Ay! (dolor, susto)
¡Bah! (incredulidad, desdén)
¡Caramba! (extrañeza o enfado)
¡Chitón! (pedir silencio)
¡Eh! (llamada, rechazo, desaprobación, sorpresa)
¿Eh? (sorpresa, consulta, desconocimiento)
¡Hala!, ¡hale! o ¡ale! (prisa, asombro, aliento)
¡Hola! (saludo, bienvenida)
¡Huy! o ¡uy! (asombro, sorpresa)
¡Oh! (asombro, admiración)
¡Ojalá! (deseo)
¡Puaj! (asco, desagrado)
¡Sh! o ¡chist! (silencio)
¡Uf! o ¡uff! (cansancio, fastidio, repugnancia)

Muchas otras palabras que tienen un significado propio pueden emplearse como interjecciones si así se quiere. Reciben el nombre de interjecciones impropias y sirven como muestra: ¡Anda!, ¡bravo!, ¡caracoles!, ¡cuidado!, ¡dale!, ¡diablos!, ¡estupendo!, ¡formidable!, ¡hombre!, ¡leche!, ¡magnífico!, ¡narices!, ¡oiga!, ¡puñeta!, ¡vaya! Buena parte de las interjecciones impropias más populares son malsonantes y tienen connotaciones sexuales o religiosas: ¡hostia!, ¡joder!, ¡copón!, ¡cojones!, ¡carajo!, ¡rediós!, ¡diablos!, ¡coño! Cuando se forman con varias palabras, se denominan interjecciones de expresión: ¡Hay que fastidiarse!, ¡la Virgen!, ¡madre mía!, ¡válgame Dios!, ¡qué va!, ¡anda ya!, ¡tócate las narices!, ¡a tomar viento!, ¡maldita sea!, ¡anda la osa! son solo algunos ejemplos castellanos.

La misma índole pasajera de muchas de nuestras euforias, sobresaltos o enfados define a multitud de interjecciones, que no resisten el paso de los años (¡cáspita!, ¡recórcholis!, ¡truenos y centellas!, ¡quia!, ¡rediez!), envejecen para quedar arrinconadas en los diccionarios o ni siquiera llegan a recogerse porque son modas efímeras. Otras, cuando son malsonantes, mutan a un eufemismo que se considera menos hiriente y que con el tiempo pierde relación con la interjección original: diantre surgió como eufemismo de diablo; rediez, como eufemismo de rediós; canastos, caramba  y caray, córcholis y recórcholis, como eufemismos de carajo; ostras, como eufemismo de hostia; jopé, como eufemismo de joder, al igual que jolín y jolines o jobar y joroba; mecachis, como eufemismo de me cago; leñe, como eufemismo de leche; y gili, giliflautas, gilipichis o gilipuertas, como eufemismos de gilipollas.

Señalo como nota curiosa que la palabra ¡guay!, recogida por la RAE en su primera acepción como interjección poética (de la voz natural de lamentarse) equivalente a ¡ay!, y por Andrés Bello en su gramática (1984) como interjección anticuada de «sorpresa irrisoria» que se conserva en algunos países de América Latina, añadiendo que también se dice gua: ¡Guay la mujer!, guay lo que se cuenta!, difiere en significado con el término juvenil tan omnipresente en los últimos años en España, aunque al parecer va decayendo. Si alguien exclama ¡guay! no se queja, sino que expresa su contento y tal vez sorpresa. La RAE acaba de incluir esta palabra en su diccionario como adjetivo o adverbio coloquial con el significado de «muy bueno» o «muy bien».

La interpretación oral o escrita de los sonidos provenientes de la naturaleza u otros fenómenos acústicos está muy relacionada con las interjecciones. Las palabras que los imitan o recrean reciben el nombre de onomatopeyas (del latín tardío onomatopoeia, a su vez procedente del término griego que significa nombre imitativo) y pueden emplearse como interjecciones. Todas las voces de los animales son onomatopéyicas: miau, maullar y maullido; graznar y graznido; cua cua y parpear; pío pío y piar. Sustantivos y verbos de sonidos como chasquido, borboteo, chisporroteo, crujido, chirrido,  zumbido, sisear tartamudear, bisbisear, tararear son todos onomatopéyicos.

Probablemente, el primer contacto escrito que hemos tenido la mayoría con las onomatopeyas ha sido mediante los tebeos de la infancia y los cómics, que muchos continúan disfrutando en la edad adulta. Las que siguen son algunas de las más corrientes:

Achís (estornudo)
Bla, bla, bla (parloteo)
Blam (portazo)
Brr (frío, rabia)
Buaa buaaa (llanto)
Chap, chap (chapoteo)
Tachín, tachín (música, con platillos)
Chucu chucu (tren)
Clic (gatillo, tecla, interruptor)
Crac (rotura)
Je, je, ja, ja, jo, jo, ju, ju (risa)
Plas, plas (aplauso, pisadas)
Toc toc (llamada a puerta)
Tris tras (tijeras al cortar)
Zzz (sonido de dormir)

Pero no todos representamos por escrito de igual manera los sonidos que percibimos, aunque existen convenciones para algunos. Varía en particular la representación de país en país, del mismo modo que varía la lengua, el prisma a través del cual contemplamos el mundo. Especialmente curiosas resultan las onomatopeyas que recogen las voces de los animales: por ejemplo, el ave trina pío en español, piep en alemán, tweet en inglés y cui en francés; el perro ladra guau en español, arf o woof en inglés, ouaf en francés, wau en alemán o ão en portugués; y el gallo canta quiquiriquí en español, kikeriki en alemán, cocorico en francés y se suelta con un lírico cock-a-doodle-doo en inglés.

Dentro de un texto, las onomatopeyas se tratan como el resto de las palabras. Si se utilizan como interjección, pueden llevar signos de admiración. No se escriben en letra cursiva ni entrecomilladas; las de repetición se suelen escribir con comas: ja, ja, ja, pero también se pueden unir con guion si se trata de una sucesión unitaria y continua: taca-taca-taca, chas-chas. A efectos de acentuación, siguen las reglas generales: como monosílabos no se acentúan, pero sí si al unirse forman una palabra aguda: bla-bla-bla pero blablablá. También se pueden separar con puntos suspensivos: plas… plas… plas. Los sustantivos derivados de onomatopeyas se escriben en una sola palabra y forman el plural de modo normal: los tictacs del corazón; el gluglú de la lluvia; el año catapum; los tararís de la trompeta; los frufrús de las faldas; los runrunes de la gente; en un pispás; el triquitraque de todos los días.

En interjecciones y onomatopeyas sufre el español una continua invasión del inglés. Se nota en el doblaje de películas y series, pero más aún en las novelas mal traducidas que luego imitan escritores sin detenerse a discurrir, y así la bola va creciendo imparable. En una lista no exhaustiva de las que se suelen traducir mal, se incluirían las siguientes:

Bang!, que es ¡pum!, ¡zas! o similar
Boom!, que es ¡bum! o similar
Boy!, que no es ¡chico!, sino ¡vaya!, ¡caray! o similar
Ow!, que es ¡ay! o similar
Pooh!, que no es ¡puh!, sino ¡bah!, ¡qué va! o similar
Splash!, que es ¡paf! o similar
Thud!, que es ¡zas! o similar
Whoa!, que no es ¡guau!, voz que la RAE aún no recoge más que como el ladrido del perro aunque se esté popularizando como exclamación de admiración, sino ¡vaya!, ¡ya vale! o similar
Wow!, que tampoco es ¡guau!, sino ¡vaya! o similar

Dentro de la literatura, las interjecciones y las onomatopeyas se suelen considerar un recurso propio de la poesía, pero también se emplean en la prosa, entre otras cosas, para conferir a las palabras, las frases o los periodos cierta melodía y ritmo verbales. Somos muchos los escritores que no quedamos satisfechos con nuestros textos hasta que no los escuchamos varias veces y nos «suenan». Sin embargo, es en la pluma de escritores excepcionales como Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo o Alejo Carpentier donde las interjecciones y las onomatopeyas exhiben toda su fuerza de sugestión. Miguel Ángel Asturias las emplea para «endiosar las cosas», para dar claridad al mundo alumbrándolo de dentro a fuera. Este es el conocidísimo comienzo de su novela El señor presidente, donde se crea una atmósfera infernal, emulando el sonido de las campanas, mediante palabras onomatopéyicas cuyo poder de hipnotismo radica en su sonido y la oscuridad de su significado:

¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! Alumbra, alumbre, lumbre de alumbre… alumbra…alumbra… alumbra, lumbre de alumbre… alumbra… alumbre…

También pertenece a El señor presidente este juego con los sonidos, las aliteraciones, las repeticiones anafóricas y las onomatopeyas para recrear la sensación de viajar en un tren que va cobrando velocidad hacia su destino y la muerte del personaje, que se va acercando «cada vez y cada ver»:

Cara de Ángel abandonó la cabeza en el respaldo. Seguía la tierra baja, plana, caliente, inalterable de la costa con los ojos perdidos de sueño y la sensación confusa de ir en el tren, de no ir en el tren, de irse quedando atrás en el tren, cada vez más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, cada vez más atrás, cada vez más atrás, cada vez más atrás, más y más cada vez, cada vez cada vez, cada vez cada vez, cada ver cada ver cada ver cada ver, cada ver cada ver cada ver cada ver, cada ver…

Por su parte, una las fortalezas del estilo literario de Juan Rulfo es la recuperación de la naturalidad propia de la lengua hablada, a la que añade el uso recurrente de palabras clave con connotaciones metonímicas y evocaciones de onomatopeyas (murmullos, rumores, ruidos, crujidos, ecos, ladridos, alaridos, bramidos) y onomatopeyas puras (plas, plas; cuar, cuar). Dicen que ningún campesino de México ha hablado nunca así, pero nadie ha logrado que el lenguaje parezca más verídico. Los personajes de sus cuentos se aúnan con un paisaje animado que aúlla, llora o susurra. Leyendo a Rulfo se aprende que cada palabra cuenta. Y él solo escribió la colección de cuentos El llano en llamas y la novela corta Pedro Páramo. A «El llano en llamas», que da nombre a su libro de cuentos, pertenece la cita siguiente:

«¡Viva Petronilo Flores!». El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo. Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales. Enseguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía con fuerza a nosotros. […]

De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuviera derrumbándose. Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amoles. En seguida las chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también despertaron llenando la tierra de rechinidos. […]

Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales. Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros que se quebraba con un crujido de huesos.

Alejo Carpentier llegó desde el surrealismo (y los años vividos en París) a acuñar el concepto de lo real maravilloso, planteado en el prólogo de su novela El reino de este mundo como  la «inesperada alteración de la realidad, una revelación privilegiada, una iluminación inhabitual». Solía trabajar todas sus obras como si fueran poemas, otorgando una importancia primordial al lenguaje y a la musicalidad de las palabras. En Concierto barroco  la música se torna omnipresente, como ya presagia el título:  

Pero en eso sonó el aldabón de la puerta principal. Quedó en suspenso la voz cantante mientras el Amo, con mano puesta en sordina, acalló la vihuela: «Mira a ver… Pero a nadie dejes pasar, que harto me vienen despidiendo ya desde hace tres días…». Chirriaron lejanas charnelas, alguien pidió excusas en nombre de otros que lo acompañaban, se adivinaron las «muchas gracias» y se oyó un sonado «no vaya a despertarlo» y un coro de «buenas noches». […]

Pero ahora, atropellando remedos y onomatopeyas, canturreos altos y bajos, palmadas, sacudimientos, y con golpes dados en cajones, tinajas, bateas, pesebres, correr de varillas sobre los horcones del patio, exclamaciones y taconeos, trata Filomeno de revivir  el bullicio de las músicas oídas durante la fiesta memorable.

El mismo título de la primera novela de Carpentier, ¡Ecué-Yamba-Ó! («loado sea dios», en lengua lecumí),  sirve de maravillosa ilustración a esta entrada, aunque el escritor renegara de ella y se opusiera a su reimpresión por considerarla «una cosa novata, pintoresca, sin profundidad, escalas y arpegios de un estudiante», hasta que una editorial pirata de Buenos Aires lanzó al mercado una edición repleta de erratas, saltos y empastelamientos. Entonces Carpentier revisó el texto original y autorizó su publicación «perfectamente fechado y ubicado» dentro de su obra literaria. Su sorprendente lenguaje y colorido no desmerecen en absoluto de sus novelas posteriores, como se puede comprobar:

Los perros del vecindario ladraron desesperadamente, y los graciosos soltaron trompetillas. Una vaca, en trance de parto, lanzó mugidos terroríficos detrás del santuario. Los cantantes, impasibles, se prosternaron, viendo tal vez al Todopoderoso y su gospeltrain bienaventurado a través de las nubes de humo bermejo que salían de las torres del ingenio. Y el cántico estalló nuevamente en los gaznates de papel de lija. Una mandíbula de lechón a medio roer produjo una ruidosa estrella de grasa en el tambor del trío espiritual. Y toda la oleada de espectadores rodó bruscamente hacia una calleja cercana. El organillo eléctrico del Silco tocaba la obertura de Poeta y aldeano, bajo una parada de fenómenos retratados en cartelones multicolores.
—¡Entren a ver al indio comecandela! ¡La mujel má fuelte del mundo! ¡El hombre ejqueleto...! ¡Hoy e el último día...!

Termino esta entrada sobre unos recursos tan expresivos de la lengua con una advertencia de Alejo Carpentier sobre las «artimañas literarias» que él atribuía a los surrealistas pero que son válidas para cualquier escritor en estos tiempos en los que las corrientes literarias son apenas hilillos de agua, dulce o salada: los taumaturgos se vuelven burócratas cuando se empeñan en suscitar emociones a toda costa, pretendiendo revelar lo maravilloso a cada paso y siempre igual. «Invocado por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas». Porque, como decía Unamuno, aprender códigos de memoria es pobreza imaginativa. 


La lengua destrabada
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miércoles, 7 de mayo de 2014

Cuestión de estilo

Cuestión de estilo
No se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas, sino por la forma en que se dicen.
 Jean-Paul Sartre



Cuando la lectura no es una estratagema para evitar pensar, e incluso a menudo en ese caso, se necesitan pocas páginas de un libro para saber si el autor nos va a gustar por lo que cuenta y cómo lo cuenta; en definitiva, si nos atrae por su estilo literario, que no tiene nada que ver con el género —entendido tanto como literario cuanto como los atributos que la sociedad considera propios de hombres o mujeres—, por más que las estadísticas le atribuyan ciertas tendencias. En literatura no existe una explicación única y satisfactoria del estilo ni una guía infalible para conseguirlo. Y, sin embargo, todo escritor que se precie ha de aspirar a poseerlo. La RAE lo define en la cuarta acepción de su diccionario como la «manera de escribir o de hablar peculiar de un escritor o de un orador». ¿Pero en qué consiste esa peculiaridad? Cuando discutimos el estilo literario de Cervantes, no nos referimos al uso que hace de las oraciones de relativo, por poner un ejemplo, sino al sonido que crean sus palabras escritas, a la sensación que nos provocan al leer la información que transmiten. Por su modo de utilizar el lenguaje, Cervantes, al igual que el resto de los escritores, revela parte de su espíritu, su bagaje intelectual, sus hábitos y costumbres, sus facultades e inclinaciones. La escritura siempre es comunicación; la literaria es además revelación: el yo del escritor se refleja en su obra como en un espejo, queda al descubierto para siempre.

«En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor».  ¿Quién no conoce el principio del Quijote, un texto que ha perdurado siglo tras siglo desde su publicación en 1605? Prescindiendo de la extrañeza que puedan provocar palabras de instrumentos bélicos («lanza en astillero» o «adarga») que ya estaban en desuso en la época cervantina, el resto de la descripción del hidalgo campesino no puede ser más sencilla y eficaz. Ni siquiera abundan los adjetivos.  Si Cervantes no hubiera dominado la gramática, podría haber escrito lo siguiente: «En un lugar de La Mancha, que su nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía…». E incluso dominando la gramática, podría haber elegido: «No ha mucho tiempo que vivía en un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, un hidalgo…». O también podría haber colocado los adjetivos delante de los nombres: «…antigua adarga, flaco rocín y galgo corredor». Las posibilidades son infinitas si además variamos algo el vocabulario conservando el mismo significado, pero ninguna mejorará lo escrito por Cervantes. Ninguna mejorará su estilo.

Cuando estamos aprendiendo a escribir, solemos suponer que el estilo es una especia que se añade a la prosa vulgar para darle más sabor, el ingrediente secreto que convertirá en delicioso un plato de lo contrario insípido. Pero el estilo no es un elemento separable, no se puede destilar ni se consigue mediante los instrumentos que erróneamente se suelen toman por él: manierismos, adornos superfluos, frases hechas, cultismos y demás. El estilo es intrínseco al modo de escribir de un autor, y solo se aíslan los elementos que lo conforman cuando para describirlo se analiza determinada obra.

No suele ser difícil reconocer por su estilo la escritura de un autor consagrado. Comprobémoslo con los comienzos de cuatro novelas, escritas en español, extraordinarias y muy divulgadas:   

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles.
*** 
Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie. 
Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia y los grupos que se formaban entre las personas que estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.
*** 
Ayer vino Gertru. No la veía desde antes del verano. Salimos a dar un paseo. Me dijo que no creyera que porque ahora está tan contenta ya no se acuerda de mí; que estaba deseando poder tener un día para contarme cosas. Fuimos a la chopera del río paralela a la carretera de Madrid.
*** 
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.

Sin embargo, no es tarea sencilla adquirir semejante dominio de las palabras, pasar de juntarlas a conferirles el mejor de los sentidos. Para la mayoría, la escritura es laboriosa y lenta, un proceso en el que la imaginación y la memoria confluyen y se mezclan. Y lo primero que se debe tener claro es el objetivo: definir lo que se quiere decir. La mente viaja más deprisa que los dedos sobre el teclado y, por tanto, escribir también consiste en aprender a retener lo que se nos va ocurriendo, ordenarlo sistemáticamente y expresarlo con precisión de acuerdo con un diseño preestablecido. Por complejo que sea un pensamiento, siempre ha de transmitirse con claridad para que sea comprendido por quien lo recibe.

Un estilo propio se logra con trabajo y exigencia. Lo primero y  fundamental es dominar la lengua para sacarle el mayor partido; después este decálogo, extraído del sentido común y la experiencia de escritores, correctores y críticos literarios, puede servir de guía:

1. No atraigas hacia ti la atención del lector. Mantente en segundo plano: lo importante es lo que escribes, su sentido y sustancia, no tu estado de ánimo o personalidad. Si quieres lograr estilo, comienza por no fingir que lo tienes con alardes innecesarios. A medida que vayas dominando el lenguaje, surgirá por sí mismo. El acto de  crear disciplina la mente, y la escritura es un modo de pensamiento, por lo cual al escribir no solo extraeremos lo que hay en ella, sino que también la recargamos de nuevas ideas.

2. Escribe de modo natural. Utiliza palabras y expresiones que conozcas, pero no des por sentado que bastarán y resultarán perfectas. Amplía tu vocabulario con lecturas y estudio.  El uso del lenguaje comienza desde la infancia con la imitación, que ha de continuar a lo largo de toda la vida. Fíjate cómo escriben los buenos autores e intenta imitarlos, superarlos, llegar más lejos. Pero no plagies. Aprender de los demás nunca es copiar. Pero tampoco nadie crea de la nada.

3. Escribe con sustantivos y verbos; no con adjetivos y adverbios. Ningún adjetivo mejorará un sustantivo mal elegido o colocado; no los sitúes siempre delante del sustantivo como si fueran epítetos ni utilices los que se esperan: blanca nieve; negro carbón, a no ser que por sus características especiales el texto lo exija. Por su parte, la sobreabundancia de adverbios, sobre todo los terminados en –mente, vuelve farragosa la lectura y denota escaso dominio de la lengua. Sin embargo, tanto adjetivos como adverbios, en su justa medida, son partes necesarias del discurso.

4. Evita ser redundante y grandilocuente. Algunas veces ciertas repeticiones tienen un uso literario y producen un efecto buscado por el autor. En el resto de los casos, al repasar el texto deben suprimirse. Sé claro en lo que expones; has de conseguir que se comprenda a la primera lectura. No exageres en tus apreciaciones ni emplees construcciones rebuscadas.

5. Prescinde de los juicios de valor y los argumentos ad hominem. El lector ha de sacar sus propias conclusiones de lo que escribes sin ser dirigidos de antemano ni engañados con falacias. Uno de los errores más comunes en los escritores principiantes es describir al milímetro los defectos y virtudes de sus personajes en lugar de conseguir que sea el lector quien los deduzca por su modo de actuar en la trama.

6. No expliques demasiado. Evita las largas descripciones y los diálogos tediosos. Rara vez es aconsejable contarlo todo: debe dejarse espacio a la imaginación del lector. En los diálogos, casi nunca es necesario añadir un adjetivo o adverbio a los verbos «de decir» de los incisos, puesto que la misma conversación expresa el estado de ánimo o la condición de quien habla. Los malos escritores caen en el error de sobrecargar sus diálogos con incisos innecesarios que hacen tediosa la lectura. A veces ni siquiera es necesario marcar con un inciso quién habla cuando en el texto resulta evidente.

7. Asegúrate de que el lector sabe de qué estás escribiendo. No tomes atajos y des por supuesta información que el lector desconoce. Si te refieres a algún hecho o acontecimiento, sea histórico o no, explícalo con claridad. No utilices siglas que no se conozcan y escribe el nombre propio completo la primera vez que aparezca en el texto. Las notas a pie de página o al final han de ser el último recurso porque distraen la atención del lector y le incomodan, a no ser que se trate de un texto académico, donde se consideran imprescindibles.  

8. Evita las muletillas y los verbos comodín. Deben suprimirse todas las expresiones innecesarias que se reiteran a lo largo de un texto, salvo cuando las exija un uso literario determinado. Sin darnos cuenta, tendemos a repetir ciertas palabras comunes de nuestro vocabulario, como pueden ser muy, mucho, poco, demasiado, tanto, todo, bonito, así que, ya que, obvio, quiero decir, la cosa es que, o sea, ¿verdad?, bueno, es evidente; y emplear verbos con significado escaso por muy amplio, como tener, poder, ser, estar, hacer, dar, decir, hacer. Un modo de descubrir qué repetimos es utilizar la herramienta de busca del procesador de textos. Por norma general, un verbo comodín no se debe usar más de una vez en una misma oración ni cerca en un mismo párrafo.

9.  No abuses de las figuras retóricas. Las comparaciones y las metáforas, por ejemplo, son instrumentos comunes y útiles, pero si se repiten una detrás de otra distraen más que iluminan. No se puede pretender que quien nos lee vaya comparando una cosa con otra sin acabar aburrido ni que aprecie metáforas disparadas con ametralladora. El hipérbaton, la alteración del orden lógico de la oración, es también eficaz siempre que se mida su uso.   

10. Repasa y reescribe. Elimina todo lo superfluo. Asegúrate de que los signos de puntuación mejoran la lectura y no la entorpecen, que están todos los que deben y no sobra ninguno. Comprueba las interjecciones y usa las adecuadas en español. Confirma que las palabras inventadas te siguen convenciendo. ¿Piensas que ya has terminado? Vuelve a leer, no una, sino varias veces.

El estilo, en su forma final, proviene más de aptitudes mentales que de principios de redacción, puesto que escribir es un acto de fe, y el escritor, un demiurgo capaz de construir mundos a su medida obrando el milagro de la literatura, no un mago que hace trucos espectaculares con la gramática. Quien escribe debe creer en la capacidad del lector para recibir y descodificar su mensaje, para apreciarlo en todas sus virtudes, pero su obligación primordial como escritor es complacerse a sí mismo, escribir para sí ante todo y no dejarse llevar por los vientos de las tendencias ni por lo que otros querrían de él.  Tampoco por las modas de los géneros: «No me etiquetes, léeme. Soy un escritor, no un género», aseveraba Carlos Fuentes.

Los que siguen son los comienzos de seis novelas o cuentos de escritores con estilos literarios propios. Al igual que en las cuatro citas anteriores, he suprimido adrede los nombres para evitar los sesgos de género y los encasillamientos:  

Al oeste, el paisaje queda interrumpido por las cumbres nevadas de las Rocosas. Todo lo demás, hasta allí, es un tapiz de piedras,  polvo y matojos congelados, excepto por las escasas construcciones de BeoWawe, por la cruz que dibujan la carretera y la vía del tren, y por el aparcamiento del motel de paso, perdido en las afueras de este pueblo casi fantasma. Es uno de esos hospedajes que, a fuerza de verlos en las películas, nos resultan familiares.
*** 
Durante mi adolescencia estaba convencido de un aspecto de vital importancia que el resto de los mortales parecía ignorar deliberadamente: el físico y el nombre de pila determinan la felicidad de una persona. Y además van unidos. Nunca había conocido a ningún Gonzalo feo, ni a ningún Javier con granos, gordo o al que le oliera el aliento. Para los que nacimos en los setenta estaba claro: el nombre marcaba la persona.
***
La rosa de los vientos es un círculo que representa el horizonte, y que lo divide, como a una ruleta, en incertidumbres limitadas. Tiene treinta y dos rumbos, siempre delineados con delicadeza y precisión, rojos y negros. Cada uno abarca once grados y quince minutos terrestres,  y todos juntos acaparan lo que llamamos existencia.
*** 
«Seguía lloviendo afuera. Ligeras gotas de lluvia impregnadas del amargo sabor a ciudad lo empapaban todo con su apatía pegajosa y alquitranada. El sonido del agua al caer sobre las baldosas de la terraza se mezclaba con el murmullo urbano. Podían entenderse palabras, susurros en el aire a los que el calor y la humedad servían como medio de transmisión».
*** 
Al menos, para las mujeres, tiene mejor gusto. Siempre nos preocupamos por educarle el sentido de la belleza. De Platón a Schopenhauer, le inculcamos que no hay que mirar para comprender, sino para ver, que no hay que preocuparse por el hecho, sino contemplar la esencia. Pero nuestros esfuerzos resultaban baldíos. El primer animal que trajo a casa fue una boa constrictor.
*** 
El día era apenas una raya dorada cuando doña Polon salió de su casa, al final del caserío, para dirigirse a la iglesia de la plaza. Iba deprisa, como siempre, con ese trotecito corto que le era tan propio. Sus pies descalzos no hacían ruido al chocar con la tierra apelmazada de la calle, pero sí se escuchaba el suave tintineo de las grandes llaves que llevaba envueltas en el rebozo.

¿Quiénes son los autores de estos seis últimos textos y a qué obras pertenecen? Como todos son contemporáneos y están muy cerca, espero que ellos mismos se presenten, si así lo quieren. Por lo que respecta a los comienzos de las cuatro novelas citadas en primer lugar, corresponden, por orden de aparición, a La Regenta (1884-1885) de Leopoldo Alas Clarín; Nada (1944) de Carmen Laforet; Entre visillos (1957) de Carmen Martín Gaite; y Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez.   

Adenda, 8 de mayo de 2014
Las seis últimas citas pertenecen, por orden de aparición, a Los pelícanos ven el norte de Pablo de Aguilar González; El camino de las luciérnagas de Mónica Rouanet Mota; El caracol de Byron de Rafael R. Costa; La pintora de estrellas de Amelia Noguera; Tres de Manuel Merenciano; y El ala robada y otros cuentos de Carmen Martínez Gimeno.

¿Dos palabras para describir a cada uno? Ahí van: Sensibilidad incisiva para Pablo de Aguilar González; humor perspicaz para Mónica Rouanet Mota; apasionado ingenio para Amelia Noguera; imaginación literaria para Rafael R. Costa; inquietante ironía para Manuel Merenciano; y la última soy yo, y no puedo definirme. Sé las palabras que me gustaría adjudicarme pero no si las merezco. Otros serán quienes lo decidan.

La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.