viernes, 16 de agosto de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 2)

Angelina y el Nuevo Mundo
Muchas ciudades del mundo disponen de un sistema rápido de transporte subterráneo. Recibe diversos nombres según el lugar metro, subte, tube, subway, underground—; unos son nuevos y otros viejísimos; algunos están bien señalizados y otros son un auténtico rompecabezas, pero todos comparten una característica: los viajeros que utilizan sus trenes se transmutan cuando bajan a las entrañas de las ciudades por donde circulan.

No hay más que fijarse para percibir la actitud ensimismada de los compañeros de vagón. Incluso en los andenes la gente no se mira, está a sus cosas. Por eso sorprende cruzar los ojos con alguien y enseguida los apartamos, como pillados en falta, para recuperar el recogimiento, mirar al techo, al vacío; mirar sin ver.

Angelina viene de muy lejos. A su alrededor, todo le resulta ajeno. Desconoce normas y costumbres. Tiene que aprender sobre la marcha para subsistir. ¿Será capaz?      

CAPÍTULO 2

T
ILÍN, tolón, tilín tolón, repicaban una y otra vez las alegres campanas anunciando fiesta y sol, y Angelina abrió los ojos a su llamada, pero al hacerlo descubrió para su pesar que no había campanas ni fiesta ni sol, que ese sonido no era más que el tintineo que provocaban los útiles de limpieza empujados por las dos mujeres que se dirigían a guardarlos, y que seguía abandonada a su suerte en el aeropuerto de una ciudad desconocida. Al pasar frente a ella, una de las mujeres se la quedó mirando.
—Pobrecilla —susurró a su compañera—. Lleva aquí desde anoche.
—No te metas —replicó la otra—. Esta gente tiene líos que no entendemos. Anda, vámonos.
Pero Angelina aprovechó para volver a preguntarles la hora.
—Las seis y media de la mañana —contestó la primera mujer—. ¿Esperas a alguien?
—Sí. Llegué de Guatemala y debían haber venido a recibirme, pero nadie apareció.
—A lo mejor se les olvidó o se confundieron de día —quiso animarla la mujer—. ¿No tienes un número de teléfono para preguntar?
—Sí, sí tengo, pero no sé desde dónde hablar.
—Nosotras te ayudaremos. Espéranos aquí. En cuanto recojamos, volvemos.
Angelina les dio las gracias y se puso a buscar en su maleta la carta con el teléfono y la dirección de las personas a las que habían pagado para que la invitaran a viajar a España. Se levantó de su asiento en cuanto las vio acercarse y las siguió hasta un aparato de teléfono. Le prestaron una moneda, y una de las mujeres marcó el número. Luego le tendió el auricular. Le respondió la voz de un contestador automático que la invitó a dejar su recado después de escuchar la señal, pero permaneció callada.
—No entendí lo que la señora dijo y enseguida sonó como un pito.
—Era el contestador. Vuelve a llamar y di que ya has llegado.
Pero Angelina puso tal cara de impotencia que la mujer le cogió el auricular de las manos, marcó el número de nuevo y, tras escuchar el mensaje y la señal, comunicó que la chica que esperaban procedente de Guatemala ya se encontraba en el aeropuerto y que por favor pasaran a recogerla cuanto antes.
—A lo mejor te tiras todo el día aquí esperando —opinó la otra mujer una vez que hubo colgado—. Tienes la dirección, yo creo que podrías ir tú misma a la casa.
—A ver dónde es —intervino su compañera, mirando la carta—: Calle de Verilla. Eso está por Ciudad Lineal. Te podemos acompañar en el metro hasta Avenida de América y luego explicarte cómo llegar a tu estación. En cuanto desayunemos nos vamos. ¿Qué te parece?
Angelina se mostró vacilante.
—Anda, vente. Te invitamos y lo piensas. Estarás muerta de hambre.
Las mujeres la cogieron de los brazos y la obligaron a acompañarlas a la cafetería. En la barra pidieron dos cafés cortados y le preguntaron cómo quería el suyo.
—Igualito —respondió por cortesía, aunque ella solo conocía el café de olla, hecho con agua y canela, y endulzado con una pizca de azúcar de piloncillo.
—Tómate algo más, que llevas muchas horas sin comer —le ofrecieron—. ¿Qué te apetece?
Angelina contempló el gran surtido de bollería que ofrecía la barra y se le hizo la boca agua. Todo parecía apetitoso, pero los ojos se le fueron hacia algo que había visto a veces en los escaparates de las pastelerías de su tierra y nunca había llegado a probar.
—Una orejita —dijo con su suave voz.
Las dos mujeres se rieron, y el camarero le pidió:
—Señálame cuál es.
Angelina alargó el labio inferior en dirección a su elección, a la vez que expresaba:
—Esa, pues.
Sus palabras resultaron ininteligibles para el camarero y las dos mujeres, que le repitieron la pregunta. Comenzaba a sentirse incómoda, pero no quería ser maleducada y señalar con los dedos, algo que su abuela siempre le había afeado.
—A ver, yo te voy diciendo los nombres y tú eliges el bollo que quieres —resolvió la situación una de las mujeres.
Y resultó que la orejita era una palmera. «Chistoso nombre», pensó Angelina, pues en nada se parecía al árbol y en cambio era igualita a la oreja dorada de los conquistadores por quienes se la había bautizado según su abuela.
—Nosotras nos vamos, pues se está haciendo tarde —anunciaron las mujeres—. Si quieres, puedes acompañarnos. Aquí en el aeropuerto no pintas nada.
Angelina aceptó ante la disyuntiva de quedarse sola otra vez. Con ellas al menos sabría cómo llegar hasta la calle de Verilla. Pero no contaba con el metro. Qué extraña impresión le causaron los túneles repletos de olores que desconocía y ese tren que iba por debajo de la tierra, como una lombriz gigante, transportando pasajeros de mirada impasible. Sintió vértigo al subir al vagón y se aferró de inmediato a la barra que había junto a la puerta para no caerse cuando emprendiera la marcha. Las mujeres tiraron de ella para que se sentara y la tranquilizaron explicándole su funcionamiento nada peligroso. Un poco antes de llegar a la estación donde tenía que hacer trasbordo, le reiteraron el recorrido, mostrándoselo en el plano que habían pedido en la taquilla. Casi tuvieron que empujarla para que se apeara:
—Aquí es —le indicaron—. Mucha suerte. Que te vaya muy bien.
Sujetando su maletita verde, Angelina las vio alejarse, agitando la mano como despedida desde la ventanilla, y repitió mentalmente dónde tenía que dirigirse. Primero a la línea 7 y luego a la 5. Buscó los letreros indicadores e intentó seguirlos, pero había una maraña de pasillos y escaleras mecánicas altísimas que avanzaban solas, y acabó confundiéndose. Después de dar vueltas y más vueltas, desembocó en un andén, pero ya había olvidado el nombre de la estación en la que le correspondía hacer el segundo trasbordo. Desalentada, se encaminó hacia un banco para mirar el plano y tratar de recordar. Como ya estaba ocupado, antes de sentarse, dijo:
—Con permiso.
La anciana ocupante la miró sorprendida y repuso, a la vez que se apartaba hacia un lado:
—Siéntate, hija. Hay sitio de sobra.
Angelina le dio las gracias y se puso a examinar su plano. La anciana la observó con detenimiento antes de preguntar:
—¿Eres de fuera?
—Sí, señora. Apenas llegué ayer de Guatemala.
—Estaba segura de que eras latinoamericana. Por la forma tan dulce de hablar, ¿sabes?, y por los buenos modales. Aquí se han perdido, es una pena.
La joven le sonrió sin saber qué añadir y volvió a mirar su mapa.
—Se ve que estás perdida —prosiguió la anciana—. No me extraña, pues esta ciudad es muy grande y complicada. Yo no tengo nada que hacer, así que te puedo acompañar a donde vayas, si quieres.
—Ay, señora, muchas gracias. He de ir a la calle de Verilla, que está en Ciudad Lineal, pero no sé si acá es donde debo tomar el tren.
—Pero tú, ¿adónde vas? —insistió la anciana.
—A la calle de Verilla, señora, allá me esperan. ¿No me haría el favorcito de mostrarme en mi mapa cómo se llega hasta Ciudad Lineal?
—No, no, en el mapa no —replicó la anciana, retirándolo con la mano—. Sin las gafas no lo veo. Dime adónde quieres ir.
—A la calle de Verilla, a la estación de Ciudad Lineal.
—Yo te llevaría con mucho gusto, pero tengo muchas cosas que hacer. Claro que si me acompañas tú a mí primero, luego, cuando termine, te dejo donde quieras.
Angelina vaciló unos instantes para reponer:
—No, no se moleste. Solo explíqueme cómo llegar a la estación que le dicen de Ciudad Lineal, no más eso. ¿Es por aquí?
—Ay, hijita, es más complicado de lo que parece. No te creas que es llegar y besar al santo. Hay gente que se pasa toda la vida tratando de aprender a orientarse en el metro. Muchos de los que se ven subiendo y bajando escaleras con cara de aburrimiento son personas que se perdieron hace tiempo y ya no tienen esperanzas ni ánimos para preguntar cómo salir fuera —se detuvo un momento, como si reflexionara, y luego prosiguió—: Es un problema, porque a veces las aglomeraciones son tremendas. Las autoridades deberían tomar cartas en el asunto... Pero basta de charla, que se nos va a hacer tarde. Ale, vente conmigo, y así te das un paseo por la ciudad. Verás qué bonita es.
La anciana se puso en pie y se dirigió hacia un pasillo, tirando de un carrito de la compra. Angelina la siguió sin saber bien lo que hacía, y al cabo de unos minutos de subir escaleras, se encontraron en la calle. Un sol radiante las deslumbró, y la joven sintió alivio al verlo. Al menos era el mismo que conocía de su tierra. Qué altas le parecieron las casas y qué extraños los ruidos. Caminó un paso detrás de la anciana y por el borde de la acera, dispuesta a bajarse de ella en cuanto algún transeúnte se lo requiriera. Pero no hizo falta. Era ancha y hubo espacio para todos. Llegaron ante el pequeño atrio de una iglesia, y la anciana se encaminó hacia un banco. Se sentó y sacó de su carrito un recipiente de plástico, repleto de miga de pan mojada. Lo abrió, se lo colocó en el regazo y comenzó su retahíla:
—¿Dónde están hoy mis niños? ¿Es que no tenéis hambre? ¡Pajaritos... pajaritos...!
De los árboles cercanos acudieron bandadas de gorriones que se posaron a su alrededor picoteando la comida, subiéndosele a los hombros y la cabeza. La anciana resplandecía de contento. Pasado un rato, guardó el recipiente en el carrito, se sacudió la falda, dio un par de palmadas y proclamó:
—Se acabó lo que se daba. Ale, todos a volar.
Y los gorriones la obedecieron. Entonces se levantó y anunció:
—Me han invitado a comer unas amigas, pero puedes acompañarme. Les encantará conocerte.
Angelina volvió a colocarse un paso detrás para seguirla, pero la anciana la agarró del brazo y le dijo:
—No, hija, basta de formalidades. Qué gusto que seas tan educada, pero camina a mi lado, no vayas a perderte. Donde vamos es un lugar muy concurrido, pues está de moda.
Después de recorrer varias avenidas, llegaron a un edificio antiguo, rodeado de jardines, ante cuya puerta hacían cola multitud de personas.
—Vaya, nos va a tocar esperar un poco, pero merece la pena. La comida es riquísima —comentó la anciana.
Las letras mayúsculas eran las que mejor leía Angelina, así que se entretuvo tratando de descifrar un letrero colocado a la entrada del jardín: MADRES OBLATAS. HORARIO DE COMIDAS 1,30-2,30.
—Buenas tardes, doña Virtudes —la saludó una monja ataviada con un delantal blanco cuando les tocó entrar en el edificio.
—Para nosotras todavía son días, madre, pero sí, son buenos —respondió la anciana—. Hoy vengo bien acompañada. Es mi nieta, hija del virrey de Guatemala. Saluda, bonita.
Angelina abrió de par en par los ojos sin saber qué palabras emplear, pero ya hablaba la monja:
—Muy guapa su nieta. Se le ve en la mirada que es hija de virrey. Pero pasen, que hay mucha gente esperando.
Penetraron en una espaciosa habitación amueblada con mesas alargadas, se sentaron ante una de ellas y de inmediato recibieron sendas bandejas con sopa, carne guisada, un trozo de pan y un yogur.
—Eso que contó de mí... —comenzó a decir Angelina.
—No está de más presumir un poco —la interrumpió la anciana, haciéndole un guiño—. Así nos tratarán mejor.
Angelina sonrió y permaneció callada. Cómo le habría gustado que su abuela hubiera podido escuchar lo de su mirada...
Doña Virtudes la sacó de sus pensamientos. Ya había acabado de comer y la urgía a hacer lo mismo, pues quería irse cuanto antes. La joven se esforzó en terminar el guiso de carne y decidió que el yogur lo guardaría para el día siguiente. Al salir a la calle, miró su reloj, puesto en la hora española por una de las mujeres que había conocido en el aeropuerto. Eran las dos de la tarde, y picaba el sol.
—Vamos al metro —dispuso su acompañante.
Angelina no tenía billete ni euros para comprarlo.
—No importa. Yo te invito —ofreció doña Virtudes.
Y se dirigió a la ventanilla, arrastrando su carro:
—Buenas tardes, guapa —saludó a la taquillera—. ¿Serías tan amable de abrirnos la puerta para que pasemos mi nieta y yo, que vamos muy cargadas?
—Claro, pasen —le respondió amable.
Una vez en los andenes, la anciana buscó el banco más próximo al túnel, colocó el carrito pegado a la pared para que no molestara y se sentó.
—Qué fresquito se está aquí, ¿verdad? Vamos a dormir la siesta para hacer bien la digestión.
Y antes de que a Angelina le diera tiempo a opinar, comenzó a escuchar sus suaves ronquidos. «¿Qué hago», reflexionó. Sacó el plano del metro e intentó descifrar cómo llegar a la calle de Verilla. Recordaba que tenía que bajarse en Ciudad Lineal, pero no cómo ir hasta allí y, aunque dedicó un buen rato a intentarlo, no fue capaz de descubrir cuál era el trayecto. Preguntaría a otra persona, decidió. Abrió mucho sus ojos de hija de virrey y se levantó para dirigirse a una persona que había cerca. Pero en ese momento se despertó doña Virtudes.
—Vaya, justo a tiempo. Vamos, bonita, que perdemos el tren.
Y se aproximó al borde del andén donde en ese instante se detenía el convoy. Angelina la siguió y recorrieron varias estaciones, hasta que doña Virtudes determinó que habían llegado a su destino. Luego se encaminaron a un hermoso parque.
—Es el Retiro, y aquí tengo a muchos familiares que alimentar. Mira, mira, ya aparecen los primeros...
De los árboles y arbustos de alrededor comenzaron a acudir ardillas que se acercaban sin miedo a solicitar su comida. La anciana sacó de su carro una bolsa con cacahuetes y los fue repartiendo. Era gracioso ver cómo los pelaban con sus ágiles dedos y enseguida querían más. Cuando se acabó la bolsa, doña Virtudes les pidió que se marcharan, pero no resultaron tan obedientes como los pájaros y se quedaron remoloneando a su alrededor, siguiéndolas un buen trecho del camino.
—A estas no hay quien las eduque —se quejó la anciana—, y mira que me esfuerzo, pero no sirve de nada. ¡Ale, marchaos antes de que me enfade! Lo que queda no es para vosotras, glotonas.
Por fin lograron librarse de ellas justo cuando llegaron a una montaña artificial de la que salieron decenas de gatos que maullaban y ronroneaban zalameros en torno a la anciana. Se repitió la misma ceremonia, repartiendo esta vez restos de pescado de olor nauseabundo que no parecía molestar a los felinos.
—No hay nada como cumplir con el deber —dijo cuando los gatos terminaron con las provisiones—. Para celebrarlo, vamos a tomarnos algo.
—No, señora, yo no tomo —replicó Angelina.
—No te preocupes por el dinero. Estando conmigo no te hace falta. Yo corro con todos los gastos. Para eso soy quien soy.
—No, yo le agradezco —insistió la joven—, pero es que no tomo. Ni aunque tuviera mis centavitos...
Doña Virtudes la agarró fuerte del brazo y se dirigió con ella a una terraza.
—Hola, Perico —saludó al camarero—. ¿Nos podemos sentar?
—Donde usted quiera, condesa. Ahora le traigo una  horchata.
—Hoy vengo acompañada.
—Pues otra para la chica. ¡Marchando dos horchatas y unas patatas fritas!
—Gracias, majo. Ponlo en mi cuenta —dijo la anciana cuando les sirvieron.
—A mandar, condesa.
Horchata de chufas. Era la primera vez que Angelina la probaba. Solo conocía la de arroz que ella y su abuela solían vender en Los Encuentros a los viajeros que allí se congregaban a la espera de sus autobuses. Estaba sabrosa y dulce. Y las papas fritas, no acá en España le decían patatas, qué chistoso. Y tomar no era beber alcohol. Doña Virtudes se rio cuando le explicó el malentendido. Cuantas cosas nuevas...
Se estaba muy a gusto en el parque y la anciana era amable, pero la tarde avanzaba y Angelina creyó que había llegado el momento de pedirle que cumpliera su promesa de acompañarla a la calle de Verilla.
—Ay, hija, con lo lejos que queda. Mejor lo dejamos para mañana. Además, no es de buena educación presentarse sin avisar. Mañana llamamos por teléfono y anunciamos nuestra visita. Hoy te invito a dormir conmigo en el hotelito de verano. Verás qué agradable es.
Angelina quiso protestar, pero doña Virtudes no se lo permitió. Total, qué más daba un día que otro, qué prisas tenía. A esas personas no las conocía de nada y quizá no fueran como esperaba; en cambio, ella la estaba tratando bien porque sabía lo que era encontrarse sola. Además, tenía que enseñarle algo importante.
 —Acompáñame —le dijo, poniéndose en pie.
Angelina la siguió hasta un puentecillo de madera que salvaba un turbio arroyo.
—Hace años, estas aguas eran cristalinas y servían para beber, los árboles eran frondosos y se podían enterrar tesoros a sus pies sin miedo a que nadie los descubriera. Ahora todo ha cambiado. Nada es para lo que era ni dura lo que debía. —Sacó un envoltorio de plástico y añadió, mirándola con solemnidad—: Toma. Guárdalo en tu maleta que es más segura que mi carro, ¿quieres?
Angelina lo cogió indecisa.
—Guárdalo —insistió doña Virtudes, empujándole la mano con la suya—. Ya sé que mañana te vas y tal vez no nos volvamos a encontrar, pero quiero que lo tengas tú. Eres más de fiar que las raíces de los árboles, y algún día puede que te venga bien.
La joven abrió la maleta y colocó el paquetito entre sus pertenencias, mientras la anciana se aseguraba de que quedaba bien protegido.
—Hora de retirarse —decidió entonces, lanzando un suspiro—. Mañana será otro día.
Angelina la siguió por el Retiro hasta que llegaron a un paraje solitario donde había un enorme tubo de cemento, sobrante de alguna obra, medio oculto por la abundante vegetación.
—Ya hemos llegado. Aquí duermo en el buen tiempo por el fresco y porque me gusta ver las estrellas, pero en invierno me traslado al piso de Serrano. Supongo que querrás lavarte un poco antes de acostarte. Ahí tienes la fuente —observó, señalándole una próxima—. El agua es de Lozoya, la mejor del mundo. Por eso me gusta este lugar.
La joven se enjuagó la cara y las manos, se las secó con la punta de la blusa y siguió a doña Virtudes hasta la entrada del tubo. Antes de adentrarse en él, la anciana miró a su alrededor y dijo sonriente:
—A ver si aciertas la adivinanza:
Jicarita azul y negra,
palomitas de maíz,
lucecitas que no duermen
y que te miran dormir.
Angelina puso ojos de asombro y el corazón le dio un vuelco. Esa misma adivinanza la había escuchado con frecuencia de labios de su abuela.
—¿Sabes lo que es? —insistió doña Virtudes.
—El cielo de la noche —respondió Angelina, ahogando la emoción.
La anciana asintió y luego se agachó para meterse en el tubo. Angelina la siguió. Colocaron el carrito y la maletita verde al fondo, y se tumbaron una al lado de la otra.
—Para tener buenos sueños, no hay nada como terminar el día con un pensamiento feliz, no lo olvides. Hasta mañana, que descanses —se despidió la anciana.
—Gracias, igualito le deseo —respondió Angelina.
Pensamiento feliz... en las extrañas circunstancias en que se encontraba, no se le ocurría ninguno. ¿Quién era esta señora que sabía recitar la adivinanza favorita de su abuela? ¿Qué quería de ella? No acertaba a comprender lo sucedido y se sentía desamparada, tan lejos de la única persona que siempre la había cuidado. No, no se le ocurría ningún pensamiento feliz, sino lúgubres presentimientos que la llenaban de angustia. Si su abuela pudiera contemplarla ahora, durmiendo en un parque después de un viaje tan largo y tan caro... No, seguro que no era esto lo que deseaba para ella y no debía defraudarla. ¿La dejaría marchar doña Virtudes?

© Carmen Martínez Gimeno

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Capítulo 1
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10

6 comentarios:

  1. me tienes atrapada con la historia. Mirna

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    1. Pues aguarda al tercer capítulo, Mirna. Creo que te gustará aún más. Gracias por seguir leyendo.

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  2. Precioso, Carmen. Yo también estoy enganchada.

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    1. Esta nueva experiencia de adaptar una novela para que quepa en el espacio más reducido de una entrada de blog está resultando interesante. De momento, voy bien. A ver si consigo mantener el ritmo hasta el final sin perder la esencia.
      Gracias por pasarte a leer, Carmen.

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