No hay más que fijarse para percibir la actitud ensimismada de los compañeros de vagón. Incluso en los andenes la gente no se mira, está a sus cosas. Por eso sorprende cruzar los ojos con alguien y enseguida los apartamos, como pillados en falta, para recuperar el recogimiento, mirar al techo, al vacío; mirar sin ver.
Angelina viene de muy lejos. A su alrededor, todo le resulta ajeno. Desconoce normas y costumbres. Tiene que aprender sobre la marcha para subsistir. ¿Será capaz?
CAPÍTULO 2
T
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ILÍN, tolón, tilín tolón, repicaban una
y otra vez las alegres campanas anunciando fiesta y sol, y Angelina abrió los
ojos a su llamada, pero al hacerlo descubrió para su pesar que no había
campanas ni fiesta ni sol, que ese sonido no era más que el tintineo que
provocaban los útiles de limpieza empujados por las dos mujeres que se dirigían
a guardarlos, y que seguía abandonada a su suerte en el aeropuerto de una
ciudad desconocida. Al pasar frente a ella, una de las mujeres se la quedó
mirando.
—Pobrecilla
—susurró a su compañera—. Lleva aquí desde anoche.
—No
te metas —replicó la otra—. Esta gente tiene líos que no entendemos. Anda, vámonos.
Pero
Angelina aprovechó para volver a preguntarles la hora.
—Las
seis y media de la mañana —contestó la primera mujer—. ¿Esperas a alguien?
—Sí.
Llegué de Guatemala y debían haber venido a recibirme, pero nadie apareció.
—A
lo mejor se les olvidó o se confundieron de día —quiso animarla la mujer—. ¿No
tienes un número de teléfono para preguntar?
—Sí,
sí tengo, pero no sé desde dónde hablar.
—Nosotras
te ayudaremos. Espéranos aquí. En cuanto recojamos, volvemos.
Angelina
les dio las gracias y se puso a buscar en su maleta la carta con el teléfono y
la dirección de las personas a las que habían pagado para que la invitaran a
viajar a España. Se levantó de su asiento en cuanto las vio acercarse y las
siguió hasta un aparato de teléfono. Le prestaron una moneda, y una de las
mujeres marcó el número. Luego le tendió el auricular. Le respondió la voz de
un contestador automático que la invitó a dejar su recado después de escuchar
la señal, pero permaneció callada.
—No
entendí lo que la señora dijo y enseguida sonó como un pito.
—Era
el contestador. Vuelve a llamar y di que ya has llegado.
Pero
Angelina puso tal cara de impotencia que la mujer le cogió el auricular de las
manos, marcó el número de nuevo y, tras escuchar el mensaje y la señal,
comunicó que la chica que esperaban procedente de Guatemala ya se encontraba en
el aeropuerto y que por favor pasaran a recogerla cuanto antes.
—A
lo mejor te tiras todo el día aquí esperando —opinó la otra mujer una vez que
hubo colgado—. Tienes la dirección, yo creo que podrías ir tú misma a la casa.
—A
ver dónde es —intervino su compañera, mirando la carta—: Calle de Verilla. Eso
está por Ciudad Lineal. Te podemos acompañar en el metro hasta Avenida de
América y luego explicarte cómo llegar a tu estación. En cuanto desayunemos nos
vamos. ¿Qué te parece?
Angelina
se mostró vacilante.
—Anda,
vente. Te invitamos y lo piensas. Estarás muerta de hambre.
Las
mujeres la cogieron de los brazos y la obligaron a acompañarlas a la cafetería.
En la barra pidieron dos cafés cortados y le preguntaron cómo
quería el suyo.
—Igualito
—respondió por cortesía, aunque ella solo conocía el café
de olla, hecho con agua y canela, y endulzado con una pizca de azúcar de
piloncillo.
—Tómate
algo más, que llevas muchas horas sin comer —le ofrecieron—. ¿Qué te
apetece?
Angelina
contempló el gran surtido de bollería que ofrecía la barra y se le hizo la boca agua. Todo
parecía apetitoso, pero los ojos se le fueron hacia algo que había visto a
veces en los escaparates de las pastelerías de su tierra y nunca había llegado
a probar.
—Una
orejita —dijo con su suave voz.
Las
dos mujeres se rieron, y el camarero le pidió:
—Señálame
cuál es.
Angelina
alargó el labio inferior en dirección a su elección, a la vez que expresaba:
—Esa,
pues.
Sus
palabras resultaron ininteligibles para el camarero y las dos mujeres, que le
repitieron la pregunta. Comenzaba a sentirse incómoda, pero no quería ser maleducada
y señalar con los dedos, algo que su abuela siempre le había afeado.
—A
ver, yo te voy diciendo los nombres y tú eliges el bollo que quieres —resolvió
la situación una de las mujeres.
Y
resultó que la orejita era una palmera. «Chistoso nombre», pensó Angelina, pues
en nada se parecía al árbol y en cambio era igualita a la oreja dorada de los
conquistadores por quienes se la había bautizado según su abuela.
—Nosotras
nos vamos, pues se está haciendo tarde —anunciaron las mujeres—. Si quieres,
puedes acompañarnos. Aquí en el aeropuerto no pintas nada.
Angelina
aceptó ante la disyuntiva de quedarse sola otra vez. Con ellas al menos sabría
cómo llegar hasta la calle de Verilla. Pero no contaba con el metro. Qué extraña
impresión le causaron los túneles repletos de olores que desconocía y ese tren
que iba por debajo de la tierra, como una lombriz gigante, transportando
pasajeros de mirada impasible. Sintió vértigo al subir al vagón y se aferró de
inmediato a la barra que había junto a la puerta para no caerse cuando
emprendiera la marcha. Las mujeres tiraron de ella para que se sentara y la
tranquilizaron explicándole su funcionamiento nada peligroso. Un poco antes de
llegar a la estación donde tenía que hacer trasbordo, le reiteraron el
recorrido, mostrándoselo en el plano que habían pedido en la taquilla. Casi
tuvieron que empujarla para que se apeara:
—Aquí
es —le indicaron—. Mucha suerte. Que te vaya muy bien.
Sujetando
su maletita verde, Angelina las vio alejarse, agitando la mano como despedida
desde la ventanilla, y repitió mentalmente dónde tenía que dirigirse. Primero a
la línea 7 y luego a la 5. Buscó los letreros indicadores e intentó seguirlos,
pero había una maraña de pasillos y escaleras mecánicas altísimas que avanzaban
solas, y acabó confundiéndose. Después de dar vueltas y más vueltas, desembocó
en un andén, pero ya había olvidado el nombre de la estación en la que le
correspondía hacer el segundo trasbordo. Desalentada, se encaminó hacia un
banco para mirar el plano y tratar de recordar. Como ya estaba ocupado, antes
de sentarse, dijo:
—Con
permiso.
La
anciana ocupante la miró sorprendida y repuso, a la vez que se apartaba hacia un
lado:
—Siéntate,
hija. Hay sitio de sobra.
Angelina
le dio las gracias y se puso a examinar su plano. La anciana la observó con
detenimiento antes de preguntar:
—¿Eres
de fuera?
—Sí,
señora. Apenas llegué ayer de Guatemala.
—Estaba
segura de que eras latinoamericana. Por la forma tan dulce de hablar, ¿sabes?,
y por los buenos modales. Aquí se han perdido, es una pena.
La
joven le sonrió sin saber qué añadir y volvió a mirar su mapa.
—Se
ve que estás perdida —prosiguió la anciana—. No me extraña, pues esta ciudad es
muy grande y complicada. Yo no tengo nada que hacer, así que te puedo acompañar
a donde vayas, si quieres.
—Ay,
señora, muchas gracias. He de ir a la calle de Verilla, que está en Ciudad
Lineal, pero no sé si acá es donde debo tomar el tren.
—Pero
tú, ¿adónde vas? —insistió la anciana.
—A
la calle de Verilla, señora, allá me esperan. ¿No me haría el favorcito de
mostrarme en mi mapa cómo se llega hasta Ciudad Lineal?
—No,
no, en el mapa no —replicó la anciana, retirándolo con la mano—. Sin las gafas
no lo veo. Dime adónde quieres ir.
—A
la calle de Verilla, a la estación de Ciudad Lineal.
—Yo
te llevaría con mucho gusto, pero tengo muchas cosas que hacer. Claro que si me
acompañas tú a mí primero, luego, cuando termine, te dejo donde quieras.
Angelina
vaciló unos instantes para reponer:
—No,
no se moleste. Solo explíqueme cómo llegar a la estación que le dicen de Ciudad
Lineal, no más eso. ¿Es por aquí?
—Ay,
hijita, es más complicado de lo que parece. No te creas que es llegar y besar
al santo. Hay gente que se pasa toda la vida tratando de aprender a orientarse
en el metro. Muchos de los que se ven subiendo y bajando escaleras con cara de
aburrimiento son personas que se perdieron hace tiempo y ya no tienen
esperanzas ni ánimos para preguntar cómo salir fuera —se detuvo un momento, como
si reflexionara, y luego prosiguió—: Es un problema, porque a veces las
aglomeraciones son tremendas. Las autoridades deberían tomar cartas en el
asunto... Pero basta de charla, que se nos va a hacer tarde. Ale, vente
conmigo, y así te das un paseo por la ciudad. Verás qué bonita es.
La
anciana se puso en pie y se dirigió hacia un pasillo, tirando de un carrito de
la compra. Angelina la siguió sin saber bien lo que hacía, y al cabo de
unos minutos de subir escaleras, se encontraron en la calle. Un sol radiante
las deslumbró, y la joven sintió alivio al verlo. Al menos era el mismo que
conocía de su tierra. Qué altas le parecieron las casas y qué extraños los
ruidos. Caminó un paso detrás de la anciana y por el borde de la acera,
dispuesta a bajarse de ella en cuanto algún transeúnte se lo requiriera. Pero
no hizo falta. Era ancha y hubo espacio para todos. Llegaron ante el pequeño
atrio de una iglesia, y la anciana se encaminó hacia un banco. Se sentó y sacó
de su carrito un recipiente de plástico, repleto de miga de pan mojada. Lo
abrió, se lo colocó en el regazo y comenzó su retahíla:
—¿Dónde
están hoy mis niños? ¿Es que no tenéis hambre? ¡Pajaritos... pajaritos...!
De
los árboles cercanos acudieron bandadas de gorriones que se posaron a
su alrededor picoteando la comida, subiéndosele a los hombros y la cabeza. La
anciana resplandecía de contento. Pasado un rato, guardó el recipiente en el carrito, se sacudió la falda, dio un par de palmadas y proclamó:
—Se
acabó lo que se daba. Ale, todos a volar.
Y
los gorriones la obedecieron. Entonces se levantó y anunció:
—Me
han invitado a comer unas amigas, pero puedes acompañarme. Les encantará
conocerte.
Angelina
volvió a colocarse un paso detrás para seguirla, pero la anciana la agarró del
brazo y le dijo:
—No,
hija, basta de formalidades. Qué gusto que seas tan educada, pero camina a mi
lado, no vayas a perderte. Donde vamos es un lugar muy concurrido, pues está de
moda.
Después
de recorrer varias avenidas, llegaron a un edificio antiguo, rodeado de
jardines, ante cuya puerta hacían cola multitud de personas.
—Vaya,
nos va a tocar esperar un poco, pero merece la pena. La comida es riquísima —comentó
la anciana.
Las
letras mayúsculas eran las que mejor leía Angelina, así que se entretuvo
tratando de descifrar un letrero colocado a la entrada del jardín:
MADRES OBLATAS. HORARIO DE COMIDAS 1,30-2,30.
—Buenas
tardes, doña Virtudes —la saludó una monja ataviada con un delantal blanco
cuando les tocó entrar en el edificio.
—Para
nosotras todavía son días, madre, pero sí, son buenos —respondió la anciana—.
Hoy vengo bien acompañada. Es mi nieta, hija del virrey de Guatemala. Saluda,
bonita.
Angelina
abrió de par en par los ojos sin saber qué palabras emplear, pero ya hablaba la
monja:
—Muy
guapa su nieta. Se le ve en la mirada que es hija de virrey. Pero pasen, que
hay mucha gente esperando.
Penetraron
en una espaciosa habitación amueblada con mesas alargadas, se sentaron ante una de
ellas y de inmediato recibieron sendas bandejas con sopa, carne guisada, un trozo
de pan y un yogur.
—Eso
que contó de mí... —comenzó a decir Angelina.
—No
está de más presumir un poco —la interrumpió la anciana, haciéndole un guiño—.
Así nos tratarán mejor.
Angelina
sonrió y permaneció callada. Cómo le habría gustado que su abuela hubiera
podido escuchar lo de su mirada...
Doña
Virtudes la sacó de sus pensamientos. Ya había acabado de comer y la urgía a
hacer lo mismo, pues quería irse cuanto antes. La joven se esforzó en terminar
el guiso de carne y decidió que el
yogur lo guardaría para el día siguiente. Al salir a la calle, miró su reloj,
puesto en la hora española por una de las mujeres que había conocido en el
aeropuerto. Eran las dos de la tarde, y picaba el sol.
—Vamos
al metro —dispuso su acompañante.
Angelina
no tenía billete ni euros para comprarlo.
—No
importa. Yo te invito —ofreció doña Virtudes.
Y se
dirigió a la ventanilla, arrastrando su carro:
—Buenas
tardes, guapa —saludó a la taquillera—. ¿Serías tan amable de abrirnos la
puerta para que pasemos mi nieta y yo, que vamos muy cargadas?
—Claro,
pasen —le respondió amable.
Una
vez en los andenes, la anciana buscó el banco más próximo al túnel, colocó el
carrito pegado a la pared para que no molestara y se sentó.
—Qué
fresquito se está aquí, ¿verdad? Vamos a dormir la siesta para hacer bien la
digestión.
Y
antes de que a Angelina le diera tiempo a opinar, comenzó a escuchar sus suaves
ronquidos. «¿Qué hago», reflexionó. Sacó el plano del metro e intentó descifrar
cómo llegar a la calle de Verilla. Recordaba que tenía que bajarse en Ciudad
Lineal, pero no cómo ir hasta allí y, aunque dedicó un buen rato a intentarlo,
no fue capaz de descubrir cuál era el trayecto. Preguntaría a otra persona,
decidió. Abrió mucho sus ojos de hija de virrey y se levantó para dirigirse a
una persona que había cerca. Pero en ese momento se despertó doña Virtudes.
—Vaya,
justo a tiempo. Vamos, bonita, que perdemos el tren.
Y se
aproximó al borde del andén donde en ese instante se detenía el convoy.
Angelina la siguió y recorrieron varias estaciones, hasta que doña Virtudes
determinó que habían llegado a su destino. Luego se encaminaron a un hermoso
parque.
—Es
el Retiro, y aquí tengo a muchos familiares que alimentar. Mira, mira, ya
aparecen los primeros...
De
los árboles y arbustos de alrededor comenzaron a acudir ardillas que se
acercaban sin miedo a solicitar su comida. La anciana sacó de su carro una
bolsa con cacahuetes y los fue repartiendo. Era gracioso ver cómo los pelaban
con sus ágiles dedos y enseguida querían más. Cuando se acabó
la bolsa, doña Virtudes les pidió que se marcharan, pero no resultaron tan
obedientes como los pájaros y se quedaron remoloneando a su alrededor,
siguiéndolas un buen trecho del camino.
—A
estas no hay quien las eduque —se quejó la anciana—, y mira que me esfuerzo,
pero no sirve de nada. ¡Ale, marchaos antes de que me enfade! Lo que queda no
es para vosotras, glotonas.
Por
fin lograron librarse de ellas justo cuando llegaron a una montaña artificial
de la que salieron decenas de gatos que maullaban y ronroneaban zalameros en
torno a la anciana. Se repitió la misma ceremonia, repartiendo esta vez restos
de pescado de olor nauseabundo que no parecía molestar a los felinos.
—No
hay nada como cumplir con el deber —dijo cuando los gatos terminaron con las
provisiones—. Para celebrarlo, vamos a tomarnos algo.
—No,
señora, yo no tomo —replicó Angelina.
—No
te preocupes por el dinero. Estando conmigo no te hace falta. Yo corro con
todos los gastos. Para eso soy quien soy.
—No,
yo le agradezco —insistió la joven—, pero es que no tomo. Ni aunque tuviera mis
centavitos...
Doña
Virtudes la agarró fuerte del brazo y se dirigió con ella a una terraza.
—Hola,
Perico —saludó al camarero—. ¿Nos podemos sentar?
—Donde
usted quiera, condesa. Ahora le traigo una
horchata.
—Hoy
vengo acompañada.
—Pues
otra para la chica. ¡Marchando dos horchatas y unas patatas fritas!
—Gracias,
majo. Ponlo en mi cuenta —dijo la anciana cuando les sirvieron.
—A
mandar, condesa.
Horchata
de chufas. Era la primera vez que Angelina la probaba. Solo conocía la de arroz
que ella y su abuela solían vender en Los Encuentros a los viajeros que allí se
congregaban a la espera de sus autobuses. Estaba sabrosa y dulce. Y las papas
fritas, no acá en España le decían patatas, qué chistoso. Y tomar no era beber
alcohol. Doña Virtudes se rio cuando le explicó el malentendido. Cuantas cosas
nuevas...
Se
estaba muy a gusto en el parque y la anciana era amable, pero la tarde
avanzaba y Angelina creyó que había llegado el momento de pedirle que cumpliera
su promesa de acompañarla a la calle de Verilla.
—Ay,
hija, con lo lejos que queda. Mejor lo dejamos para mañana. Además, no es de
buena educación presentarse sin avisar. Mañana llamamos por teléfono y
anunciamos nuestra visita. Hoy te invito a dormir conmigo en el hotelito de
verano. Verás qué agradable es.
Angelina
quiso protestar, pero doña Virtudes no se lo permitió. Total, qué más daba un
día que otro, qué prisas tenía. A esas personas no las conocía de nada y quizá
no fueran como esperaba; en cambio, ella la estaba tratando bien porque sabía lo
que era encontrarse sola. Además, tenía que enseñarle algo importante.
—Acompáñame —le dijo, poniéndose en pie.
Angelina
la siguió hasta un puentecillo de madera que salvaba un turbio arroyo.
—Hace
años, estas aguas eran cristalinas y servían para beber, los árboles eran
frondosos y se podían enterrar tesoros a sus pies sin miedo a que nadie los
descubriera. Ahora todo ha cambiado. Nada es para lo que era ni dura lo que
debía. —Sacó un envoltorio de plástico y añadió, mirándola con solemnidad—:
Toma. Guárdalo en tu maleta que es más segura que mi carro, ¿quieres?
Angelina
lo cogió indecisa.
—Guárdalo
—insistió doña Virtudes, empujándole la mano con la suya—. Ya sé que mañana te
vas y tal vez no nos volvamos a encontrar, pero quiero que lo tengas tú. Eres
más de fiar que las raíces de los árboles, y algún día puede que te venga bien.
La
joven abrió la maleta y colocó el paquetito entre sus pertenencias, mientras la
anciana se aseguraba de que quedaba bien protegido.
—Hora
de retirarse —decidió entonces, lanzando un suspiro—. Mañana será otro día.
Angelina
la siguió por el Retiro hasta que llegaron a un paraje solitario donde había un
enorme tubo de cemento, sobrante de alguna obra, medio oculto por la abundante
vegetación.
—Ya
hemos llegado. Aquí duermo en el buen tiempo por el fresco y porque me gusta
ver las estrellas, pero en invierno me traslado al piso de Serrano. Supongo que
querrás lavarte un poco antes de acostarte. Ahí tienes la fuente —observó,
señalándole una próxima—. El agua es de Lozoya, la mejor del mundo. Por eso me
gusta este lugar.
La
joven se enjuagó la cara y las manos, se las secó con la punta de la blusa y siguió
a doña Virtudes hasta la entrada del tubo. Antes de adentrarse en él, la
anciana miró a su alrededor y dijo sonriente:
—A
ver si aciertas la adivinanza:
Jicarita azul y negra,
palomitas de maíz,
lucecitas que no duermen
y que te miran dormir.
Angelina
puso ojos de asombro y el corazón le dio un vuelco. Esa misma adivinanza la había
escuchado con frecuencia de labios de su abuela.
—¿Sabes
lo que es? —insistió doña Virtudes.
—El
cielo de la noche —respondió Angelina, ahogando la emoción.
La
anciana asintió y luego se agachó para meterse en el tubo. Angelina la siguió.
Colocaron el carrito y la maletita verde al fondo, y se tumbaron una al lado de
la otra.
—Para
tener buenos sueños, no hay nada como terminar el día con un pensamiento feliz,
no lo olvides. Hasta mañana, que descanses —se despidió la anciana.
—Gracias,
igualito le deseo —respondió Angelina.
Pensamiento
feliz... en las extrañas circunstancias en que se encontraba, no se le ocurría
ninguno. ¿Quién era esta señora que sabía recitar la adivinanza favorita de su
abuela? ¿Qué quería de ella? No acertaba a comprender lo sucedido y se sentía
desamparada, tan lejos de la única persona que siempre la había cuidado. No,
no se le ocurría ningún pensamiento feliz, sino lúgubres presentimientos que la
llenaban de angustia. Si su abuela pudiera contemplarla ahora, durmiendo en un parque después de un viaje tan largo y tan caro... No, seguro que no era esto lo que deseaba para ella y no debía defraudarla. ¿La dejaría marchar doña Virtudes?
© Carmen Martínez Gimeno
¿Quieres tener la novela completa en versión digital? Ya está a la venta en Amazon: Angelina y el Nuevo Mundo
¿Prefieres seguir leyendo en el blog? Estos son los enlaces desde el comienzo:
Capítulo 1
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
© Carmen Martínez Gimeno
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me tienes atrapada con la historia. Mirna
ResponderEliminarPues aguarda al tercer capítulo, Mirna. Creo que te gustará aún más. Gracias por seguir leyendo.
EliminarPrecioso, Carmen. Yo también estoy enganchada.
ResponderEliminarEsta nueva experiencia de adaptar una novela para que quepa en el espacio más reducido de una entrada de blog está resultando interesante. De momento, voy bien. A ver si consigo mantener el ritmo hasta el final sin perder la esencia.
EliminarGracias por pasarte a leer, Carmen.
Wow los libros son geniales
ResponderEliminarGracias. Me alegro de que te gusten.
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