Si te preguntas a qué viene esta introducción, te pido que leas el capítulo para averiguarlo.
CAPÍTULO 4
D
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E
dos en dos subió los estrechos escalones hasta llegar a una puerta pintada de
marrón oscuro que estaba entreabierta. Una mujer abundante en carnes y escasa
en estatura la esperaba en el umbral.
—Qué bueno que
llegaste. Pasa adentro, te mostraré la casa.
Era tan pequeña
que recorrieron en un santiamén el salón, baño y cocina diminutos, así como los
tres dormitorios atestados de camas y colchones por los suelos.
—Tú dormirás acá
en el sofá —le indicó la mujer, señalando el que estaba en el salón frente al
televisor—. Como fuiste la última en llegar, las camas están ocupadas.
Angelina quiso
protestar porque no habían ido a buscarla, pero la mujer no le dio tiempo, pues
ya continuaba:
—¿Traes dinero?
Ya sabes que la estancia acá cuesta cuarenta y dos euros a la semana y dieciocho
más si quieres comer.
—Pero mi abuela
ya les envió los dólares...
—Eso era por la
invitación —la cortó—. Rapidito tienes que encontrar trabajo. Te fiaré la
primera semana. ¿Ya cenaste? Aprovecha para usar el baño antes de que lleguen
los demás. El sofá es cómodo, pero no podrás acostarte hasta que no acaben los
programas que nos gustan. Siéntate. Es tu casa.
Y sin prestarle
mayor atención, se acomodó frente al televisor y se puso a comer pipas de
girasol. Angelina titubeó y por fin se colocó en una silla a su lado, con la maletita
verde bajo las piernas. Le dolían los pies y se quitó las sandalias que había
estrenado para venir a España.
—¡Ya llegué! —gritó
al poco una voz de hombre, a la vez que se oía un portazo.
—Es mi esposo,
don Odilón —le presentó la mujer cuando apareció, sin dejar de mirar la
televisión—. Esta es Angelina, la muchacha de Guatemala.
—Mucho gusto,
joven —dijo el hombre, tendiéndole la mano—. Creíamos que te habían devuelto en
la aduana. Últimamente las cartas de invitación no sirven. Por eso no fuimos a
buscarte. No queremos problemas. Pero qué bueno que ya estés aquí. Tráeme una
cheve, gordita —se dirigió a su esposa, a la vez que se sentaba y se
desabrochaba la camisa, dejando al aire su abultado abdomen.
La mujer se
levantó de mala gana y volvió de inmediato con una lata de cerveza.
—Trae otra a la
muchacha para celebrar —ordenó don Odilón—. La invitamos por ser el primer día.
—No se moleste —dijo
Angelina—. No tomo.
—Pues a tu salud
—replicó el hombre, bebiendo un buen trago.
Poco a poco
fueron llegando los demás ocupantes de la vivienda. Quince personas en total de
diversos lugares de América Latina, que se acomodaron en todos los huecos
posibles. Las seis ecuatorianas que dormían en las tres camas y los colchones de
uno de los dormitorios se retiraron enseguida. Trabajaban en un hotel y
madrugaban. Los bolivianos que se ganaban la vida de albañiles tardaron más. La
dueña de la casa les sirvió la cena en la mesa redonda del salón, luego
estuvieron bromeando con el marido mientras veían la televisión y por fin
fueron haciendo turnos para pasar al baño. La última en llegar fue una chica
mexicana.
—¿Siguen con la
televisión prendida? —preguntó algo irritada al entrar, dirigiéndose a la dueña—.
Ay, doña Charito, mire no más cómo vengo, ya no aguanto el cansancio. Quiero
acostarme.
—Espérese
tantito, mi hijita, no sea tan malcriada. ¿No ve que hoy tiene una nueva
compañera? —replicó esta—. Se llama Angelina y dormirá con usted en el sofá.
Un chico muy
delgado que apenas había hablado protestó:
—¡Cómo en el
sofá, si ese es mi lugar!
Doña Charito le
lanzó una mirada de reproche:
—Ya me cansé de
que no me pague. Ahorita dormirá en el suelo hasta que junte el dinero que me
debe.
—Está bueno, no
se enoje. Yo creo que mañana le traigo su dinero...
—Pues mañana
veremos dónde duerme —le interrumpió.
Mientras tanto,
la chica mexicana había sacado una cama de debajo del sofá y se había acostado.
Los demás se retiraron a sus dormitorios, y doña Charito entregó a Angelina
unas sábanas y una almohada, se despidió y apagó la luz cuando salió de la
habitación. Entonces el chico buscó un cojín y se acomodó en el suelo,
rezongando insultos.
—Ya cállate,
Beto —susurró la mexicana—, no te vayan a escuchar y te corran de la casa.
La noche fue
breve. Antes del amanecer, Angelina oyó cómo se marchaban las ecuatorianas y a
continuación se levantaron los bolivianos, a quienes doña Charito preparó el
desayuno. El chico delgado se fue con ellos, y Angelina aprovechó la soledad momentánea
para pasar al baño. Le gustaron la ducha de agua caliente y el espejo en el que
alcanzaba a verse hasta la cintura. Ah, pero qué fea se encontraba sin sus largas
trenzas, se apenó al peinarse, ¿tardarían mucho en crecer de nuevo? Ya estaba
recogiendo las sábanas cuando tocaron a la puerta. Eran los músicos que venían
a buscarla, y Angelina salió de la casa sin despedirse de nadie, pues doña
Charito había vuelto a la cama con su marido y la chica mexicana seguía
durmiendo.
La escalera olía
a café del desayuno y a aceite y ajo de la comida que preparaban las más
madrugadoras. Unas vecinas hablaban a voces desde las puertas de sus pisos,
esforzándose por hacerse escuchar sobre la música de radio que dominaba la
escalera. Angelina llegó a la calle y respiró el olor a tierra mojada que
emanaba de las aceras recién regadas. Pasó la mañana cantando en el metro, a
mediodía comió un bocadillo con sus compañeros y continuaron tocando y cantando
hasta que cayó la noche.
Así
transcurrieron dos semanas completas, unas veces actuando de vagón en vagón y
otras en las calles céntricas o en parques concurridos, y Angelina aprendió a
huir de la policía, que devolvía a sus países a quienes descubría sin papeles,
y a moverse por la ciudad, en la que poco a poco dejó de sentirse extraña. Casi
no le había costado esfuerzo hacerse un hueco para ganarse el sustento en el
mundo multirracial de los vendedores y músicos ambulantes, tenía amigos y la
vida parecía sonreírle. Además, había descubierto un locutorio desde donde
pronto podría telefonear a casa de doña Clovis para que le diera noticias a su
abuela de lo bien que le iban las cosas. Esos eran sus planes, pero una noche doña
Charito le preguntó al llegar:
—¿Y usted,
cuándo me piensa pagar?
—Lo olvidé,
señora, pero dígame cuánto le debo y en este momento le cumplo.
—Ochenta y
cuatro euros. Vea, no le cobro los desayunos no más porque está recién llegada,
aunque bien sé que nos acaba la leche.
Angelina se
asombró. Nunca había comido nada de la casa. Se compraba un batido en un
supermercado cerca de la boca del metro y se tomaba un bocadillo a la hora de
comer; luego, por la tarde, le bastaba algo de fruta para aguantar hasta el día
siguiente.
—No, señora —replicó—.
Yo no me bebo su leche.
—No discutan por
eso —terció el marido, que leía un periódico deportivo frente al televisor—.
Arreglen cuentas sin pelear.
—Ahorita regreso
—dijo Angelina, pasando al cuarto de baño.
Se levantó la
blusa y tiró de la cinta que le rodeaba la cintura hasta sacar una bolsita de
tela rosa que abrió para contar sus ahorros: ochenta euros, sumando las monedas
que guardaba en el bolsillo de la falda para la comida del día siguiente. No
era bastante y doña Charito se iba a enojar. Angustiada, salió del baño y le
tendió el dinero:
—Nada más faltan
cuatro euros. No me alcanzó, pero en unos días le completo.
—Muchacha
desobligada... Ya sabía yo que andando de vagabunda por las calles no se iba a
ganar la vida. Piense en su abuela, lo que tuvo que esforzarse para que usted
viniera. No creo que ella la mandara hasta acá a malgastar el tiempo. Encuentre
un trabajo decente, no sea floja. Vea que nosotros no la vamos a mantener.
—Deja ya a la
muchacha —intervino don Odilón, sin levantar los ojos del periódico—. No te
metas, Charito. Ultimadamente, es su vida, ella sabrá lo que ha de hacer. Cómo
te gusta andar de entrometida en los asuntos de los demás, ni que fuera tu
hija...
Angelina no
quiso seguir escuchando. Salió a la escalera, bajó los peldaños a la carrera y
se sentó en el escalón del portal. Era cierto que debía encontrar un trabajo,
puesto que cantando ni siquiera lograba pagar lo que le costaba el sofá donde
dormía. ¿Pero quién se lo daría?
—¿Qué haces acá?
—la sacó de sus pensamientos la chica mexicana que llegaba—. ¿A poco te corrieron
de la casa?
—No.
—¡Ah, muchacha
mañosa, ya te descubrí! Tienes enamorado y lo estás esperando.
—Tampoco, Marcela.
Me salí para afuera porque le dejé a deber a doña Charito. Vieras cómo se
enojó, pero cantando no hay modo de ganar más.
—No te apures. Donde
yo trabajo siempre buscan camareras. Han de ser jóvenes y alegres, que platiquen
con los clientes para que gasten. El club no es cualquier cosa, sino un lugar
donde se gastan su plata hombres que quieren diversión. Son bien generosos con
las muchachas bonitas que los saben tratar, más si les consienten sus
caprichos.
—No creo que yo
pueda trabajar allá, Marcela.
—Cómo no vas a
poder, muchachita. Yo te enseño. Estás bonita y ganarás plata.
—Pero mi
abuelita…
—No sabrá, no
penes por ella. ¿A poco crees que a mis papás les interesa de dónde sale la
plata que les envío? No saben. Pagan su comida, la ropita de mis hermanos, sus
medicinas, y no preguntan. No más me agradecen que les alivie sus necesidades,
eso no más, y están contentos porque no los olvido.
Angelina dudaba.
La mexicana añadió:
—El trabajo le dicen de camarera, que es de mesera para atender a los clientes. A nada más te obliga, chiquita. Puedes probar, yo te enseño, y si
no te conviene, lo dejas. Pero antes ganas la plata para cumplirle a doña
Charito y que no te corra.
Eso convenció a Angelina
y aceptó acompañarla al club. Como las luces ya estaban apagadas cuando
entraron en el piso, tendieron las camas casi a tientas, con la única ayuda de
la claridad que se colaba por la persiana entreabierta. Angelina susurró:
—¿Dónde está
Beto?
—Quién sabe.
Doña Charito me platicó que se fue para Almería a trabajar en el campo, pero yo
creo que lo corrió porque era mucho lo que le debía.
Y Angelina se juró
que ella no seguiría la misma suerte.
Como todos los
días, la despertaron las madrugadoras ecuatorianas, y esta vez se levantó con
ellas. En el club de Marcela querían muchachas bonitas, así que se puso a
buscar en su maletita verde la mejor ropa que había traído, una blusa color añil
en la que su abuela había bordado dos quetzales de largas colas y una falda
fruncida de listas azules y malvas. Estaba a punto de ponerse ambas prendas
cuando oyó quejarse a la mexicana:
—Ay, muchachita,
ya me desveló. Mire no más qué atareada tan temprano. ¿No tiene sueño?
Angelina le
enseñó la ropa.
—No, chiquita, no
sirven para el club —opinó Marcela bostezando—. Mejor lleva pantalón. ¿No
tienes? Yo te presto. Espérame tantito.
Se levantó de la
cama tambaleándose y rascándose su alborotada cabellera, sacó del bolso una
llave y abrió una maleta negra guardada en el espacio que quedaba en el sofá bajo
su cama. Con manos cuidadosas fue inspeccionando su contenido, doblado con
esmero. Escogió unos pantalones negros y una escotada camiseta azul celeste.
—Estás reflaca.
Con esto te verás bien bonita. A mí ya casi no me sirven.
Angelina se probó las prendas.
Los pantalones le apretaban los muslos y la camiseta le ceñía el pecho, pero
Marcela opinó que le sentaban como un guante.
—¿Estás segura?
—Lo que te pasa
es que no estás acostumbrada a vestir así.
Marcela tenía
razón. Era la primera vez que se ponía pantalones ajustados y no estaba
convencida de ser capaz de andar con ellos.
—También te
maquillas. Los ojos y los labios —añadió Marcela, bostezando de nuevo—. Para
que se te quite la cara de niñita. Y ahora déjame dormir.
La mexicana se
dio la vuelta en la cama y quedó de cara a la pared. Angelina entró en el baño
y se pintó unas rayas negras en los ojos. Se encontró espantosa. Luego se puso
carmín en los labios. Parecía una máscara como las que bailaban en las fiestas
de los pueblos. Decidió que estaba mejor con la cara lavada, pero no se atrevió
a despertar a la mexicana para comentárselo. Cogió de la mesa la tarjeta con la
dirección del club y se fue a ganar algún dinero cantando con los músicos del metro
mientras llegaba la hora de la tarde a la que se habían citado.
No le gustó cómo
le escrutaban los ojos sin pestañas del hombre alto y enjuto que resultó ser el
jefe de Marcela.
—¿De dónde eres?
—fue lo primero que le preguntó.
—De Guatemala,
señor —respondió sin titubear.
—No tendrás
papeles, claro.
Angelina miró a
Marcela, que intervino en su ayuda:
—No más acaba de
llegar. ¿Cómo va a tener papeles si nadie le ofrece trabajo?
—Pareces muy
joven —prosiguió el interrogatorio el jefe—. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis
—mintió Angelina tras una leve vacilación.
—Marcela, tú
estás loca si crees que voy a contratarla —declaró irritado el jefe—. Pase que
sea inmigrante ilegal, pero es que encima es menor. Me cae un buen marrón si me
pillan.
—No, pero si
nadie se va a dar cuenta —insistió Marcela—. Vea, dieciséis años allá de donde
viene son muchos más que acá. ¿A poco se habría atrevido a viajar tan lejos si
no supiera valerse sola? Ella está preparada para trabajar en este sitio,
créame.
El hombre miró
de arriba abajo a Angelina.
—Definitivamente,
no. Se están poniendo muy duros con eso de las menores en las barras. No quiero
arriesgarme a que me cierren el local.
—Ándele, patrón,
vea que le costará menos que otra que tenga los papeles en regla y le trabajará
el doble sin quejarse...
—Aquí no puede
quedarse. Otra cosa sería si quisieras trabajar en un club de carretera. Ten
esta tarjeta y di que vas de mi parte.
Pero cuando Marcela la acompañó hasta la puerta, le aconsejó:
Pero cuando Marcela la acompañó hasta la puerta, le aconsejó:
—No vayas allá,
no te conviene. Luego te platico. Yo trataré de amansar a mi jefe para que te quedes acá conmigo. No
todo está perdido, chiquita.
Angelina no la creyó y salió del oscuro local con las esperanzas rotas. Ya que había mentido, debía haberse puesto más años, pero supuso que dieciséis serían suficientes. En su tierra a esa edad muchas jóvenes ya estaban casadas y hasta tenían hijos. Qué país de flojos, ¿a qué edad comenzaban a trabajar y quién los mantenía hasta entonces? Ella se moriría de hambre si nadie quería contratarla porque era chiquita. Y tenía que haber hecho caso a Marcela: maquillada seguro que parecía mayor, seguro que le daban el puesto. «India bruta, ¿cuándo aprenderás? —se increpó a sí misma—. Este es el Nuevo Mundo y para vivir en él hay que fijarse y aprender de los demás que saben».
Angelina no la creyó y salió del oscuro local con las esperanzas rotas. Ya que había mentido, debía haberse puesto más años, pero supuso que dieciséis serían suficientes. En su tierra a esa edad muchas jóvenes ya estaban casadas y hasta tenían hijos. Qué país de flojos, ¿a qué edad comenzaban a trabajar y quién los mantenía hasta entonces? Ella se moriría de hambre si nadie quería contratarla porque era chiquita. Y tenía que haber hecho caso a Marcela: maquillada seguro que parecía mayor, seguro que le daban el puesto. «India bruta, ¿cuándo aprenderás? —se increpó a sí misma—. Este es el Nuevo Mundo y para vivir en él hay que fijarse y aprender de los demás que saben».
Estuvo vagando
por las calles sin rumbo fijo hasta que se hizo de noche y entonces se metió en
el metro. Por inercia se encaminó a la línea que la llevaba a casa, pero lo
pensó mejor. ¿Cómo aceptaría doña Charito que no hubiera conseguido trabajo?
No, hoy no tenía fuerzas para enfrentarse a sus reproches. Dudaba adónde ir cuando
se percató de que se encontraba a dos paradas de la estación de Retiro. Recordó
a doña Virtudes y se dirigió hacía allí. Volvería al tubo donde había dormido
con ella. Subió por las mismas escaleras mecánicas, recorrió idénticos pasillos
y salió a la calle por la que hacía poco más de dos semanas había caminado con
la amable anciana. Poco más de dos semanas, quién lo diría, si parecían hechos
tan lejanos. Tenía razón su abuela cuando afirmaba que el tiempo es caprichoso
y difícil de medir. Iba rumiando sus pensamientos mientras avanzaba pegada a la
valla del parque en busca de la puerta para entrar, cuando escuchó un suave
quejido. Al principio no prestó atención y siguió caminando, pero se repitió
más fuerte y desanduvo sus pasos para aproximarse a las rejas y descubrir su
procedencia. Aunque había una farola cerca y luz suficiente, ese lugar del parque
estaba cubierto de frondosos árboles a cuyos pies crecían arbustos espesos, y por mucho que se esforzó no logró distinguir
al ser viviente que lo producía. Como no tenía nada mejor que hacer, decidió
investigar. Probablemente se trataba de alguna cría abandonada, tal vez hija de
una de las gatas a las que alimentaba doña Virtudes. La puerta de acceso no
quedaba lejos y tardó poco en llegar a los setos, pero ya no se oía nada. «Ya
la recogió su madre», pensó. Justo cuando se marchaba, escuchó una especie de
lamento, esta vez más fuerte y triste, semejante al maullido de un gatito o al llanto
de un bebé. Provenía de un arbusto podado en forma de bola. Se agachó y rebuscó
entre las ramas de la base, bisbiseando y repitiendo:
—Gatito
chiquito, ¿dónde estás?, no tengas miedo...
Como si quisiera
descubrir su escondite, la criatura redobló el quejido y ahora sonó como el
sollozo de un niño. Angelina siguió apartando ramas hasta que descubrió una
bolsa de plástico cerrada en cuyo interior algo rebullía.
—¡Pobre de ti,
gatito, te estás asfixiando! —exclamó mientras intentaba deshacer el nudo para
liberar a su ocupante—. ¡Qué persona tan malvada la que así te abandonó a la
muerte!
Como no lo lograba,
rasgó precipitadamente la bolsa, que se partió en dos, dejando en el suelo a un
bebé recién nacido, aún manchado de sangre y grasa, y con el cordón umbilical
sin anudar. La joven lo miró espantada. El niño rompió a llorar más fuerte, y
entonces reaccionó. Pidió ayuda a gritos, pero nadie pareció escucharla. Se iba
a morir, seguro que se moría si no lo atendía enseguida. Era preciso atarle la
tripa del ombligo, pero con qué. No tenía ninguna tira ni cuerda, cómo haría...
La bolsa del dinero, recordó, y se levantó la camiseta, la arrancó de un tirón y
anudó fuertemente con una de sus cintas la larga tripa que colgaba del bebé,
tal como había visto proceder tantas veces a su abuela. Luego lo levantó en sus
brazos y comprobó que se estaba quedando frío. Trató de cobijarlo con sus
ropas, pero al darse cuenta de que no podía, maldijo la hora en que había
aceptado ponerse esa camiseta y pantalones tan estrechos. Lo apretó contra su
pecho, cubriéndolo cuanto pudo con la parte inferior de la camiseta y sus brazos, y corrió fuera del parque.
Dos señoras de
mediana edad paseaban sus perros y les pidió socorro.
—¡No, no,
déjanos en paz! ¡Fuera! —la rechazaron, haciendo aspavientos con las manos y
alejándose deprisa, mientras los perros la ladraban amenazadores.
Se dirigió entonces
hacia un señor que estaba a punto de cruzar el semáforo.
—Enfrente, al
final de la calle, hay una clínica —le indicó y se marchó como si hubiera hecho
suficiente.
Angelina cruzó corriendo
con el niño, que se le antojaba cada vez más frío. Un hombre
que cerraba una puerta al lado de una iglesia se volvió a mirarla.
—¿Qué te ocurre?
—le preguntó.
Angelina
respondió llorando:
—¡El bebé se
muere!
© Carmen Martínez Gimeno
¿Te has perdido algún capítulo? Aquí tienes los enlaces desde el comienzo:
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
© Carmen Martínez Gimeno
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Qué país de flojos, ¿a qué edad comenzaban a trabajar y quién los mantenía hasta entonces? Eso me he preguntado yo muchísimas veces...
ResponderEliminarSe ha quedado muy emocionante, Carmen. Espero que se salve el bebé.
A veces las sociedades del bienestar sobreprotegen demasiado. Es algo que llama mucho la atención sobre todo fuera de los países europeos ricos.
EliminarLa semana que viene veremos lo que ocurre y se sabrán pormenores del bebé. Apenitas se está iniciando la trama.
Un saludo, Carmen