Su madre
me dio un hijo.
Un hijo rubio, sin cejas.
Una bola de luz
hundida
en sus pañales azules.
Tres kilos pesa solamente.
[...]
Cuando mi hijo nació
otros hijos nacieron en Anatolia.
Eran niños de ojos negros,
ojos azules,
ojos castaños.
Niños aún
estaban llenos de piojos.
Quién sabe cuántos de ellos
milagrosamente
sobrevivirán.
[...]
Pero ese mundo habrá de ser
como una cuna soberbia.
Una cuna que mecerá
en sus pañales de seda azul
a todos los niños
negros
amarillos
blancos.
Nazim Hikmet, traducción de Soliman Salom
como una cuna soberbia.
Una cuna que mecerá
en sus pañales de seda azul
a todos los niños
negros
amarillos
blancos.
Nazim Hikmet, traducción de Soliman Salom
CAPÍTULO 5
A
|
PENAS vio el
hombre al niño, abrió la puerta que acababa de cerrar y empujó dentro a
Angelina. En la habitación repleta de cajas de cartón ordenadas en estanterías
metálicas, buscó una sábana blanca y envolvió el cuerpecito amoratado y desnudo
de la criatura que ya apenas se quejaba. Angelina no paraba de mecerla,
tratando de infundirle el calor que le faltaba.
—¿No sabías que podías dar a luz en un hospital sin
arriesgarte? ¿Cómo te encuentras tú? —preguntó el hombre, acercando una silla
para que Angelina se sentara.
—El niño no es mío. No más lo encontré.
El hombre la observó incrédulo, y Angelina relató
atropellándose cómo había dado con él por casualidad.
—Entonces, tú no necesitas atención médica, solo el bebé.
Angelina asintió con la cabeza. El hombre llamó a Urgencias y
pidió una ambulancia.
—Tan chiquito y abandonado al nacer —susurró Angelina.
—Tú no eres su madre, ¿verdad? —insistió el hombre—. Te
cuidarán si lo necesitas, igual que a él. ¿Le has dado ya de mamar?
Angelina negó con la cabeza.
—¿No tienes leche? Ponlo al pecho y verás como se agarra. Será la mejor medicina.
Angelina volvió a negar con la cabeza a la vez que declaraba:
—Bien quisiera darle su alimento, pero no es mío, ya le dije.
—¿No tienes leche? Ponlo al pecho y verás como se agarra. Será la mejor medicina.
Angelina volvió a negar con la cabeza a la vez que declaraba:
—Bien quisiera darle su alimento, pero no es mío, ya le dije.
—Entonces, el bebé te debe la vida, pues quien lo abandonó lo
condenó a muerte. Si encuentran a la madre, puede ir a la cárcel. ¿No sabes quién es?
No dio tiempo a que contestara. A lo lejos se escuchó el ulular de una sirena que se
aproximaba. Angelina sintió tal temor que se levantó de un salto, entregó el
niño al hombre y corrió hacia la puerta para desaparecer antes de que los
médicos vestidos de naranja llegaran. De inmediato auscultaron al recién nacido y lo llevaron
a un hospital donde lo metieron en una incubadora. En su ficha habían escrito:
Varón de
posible origen latinoamericano. Padre y madre desconocidos. Peso: 3,10
kilogramos. Talla: 48 centímetros. Grupo sanguíneo: B+. Resumen del estado
neonatal: Normal.
Fue la noticia de la noche en los medios de comunicación, que
entrevistaron a los médicos y al hombre que lo había recogido. Pero de Angelina
nadie sabía nada. Muchos supusieron que era la madre y había inventado la
historia del parque para encubrir su abandono. Ajena a estos acontecimientos,
Angelina vagó un par de horas por las calles antes de tomar el último tren del
metro, pues quería asegurarse de que nadie la vería cuando llegara a la casa y se
deshiciera de la ropa manchada guardándola en su maleta. Iba a ser la última noche que dormiría en el sofá; al día siguiente se
marcharía porque ni siquiera podría entregar a doña Charito los diez euros que
había ganado cantando en el metro esa mañana: estaban guardados en la bolsa
rosa con cuya cinta había atado el ombligo del niño. Pero no le pesaba. Si se
había salvado, merecía la pena haber perdido el dinero.
Apenas pudo dormir, rumiando lo sucedido y sin nadie a quien poder confiarse. Daba vueltas y más vueltas en el sofá, cuando antes de que despuntara el día una de las
ecuatorianas se acercó para preguntarle si ya había conseguido empleo.
Angelina musitó que no.
—Mi compañera tuvo que ausentarse por una semana. Si quieres,
puedes ocupar su lugar. El sueldo es bueno, no más que el trabajo es pesado,
pues doblamos turno.
Angelina se levantó al punto, y en escasos minutos estaban tomando
el metro. Mientras le iban explicando en qué consistiría su trabajo en el hotel
al que se dirigían, a una de las ecuatorianas le llamó la atención el titular
de un periódico que acababa de dejar en el asiento un pasajero al apearse: «SALVADO
UN RECIÉN NACIDO DE UNA MUERTE SEGURA». Debajo aparecía la foto de un bebé de abundante
cabello oscuro durmiendo en una incubadora de hospital.
La sorpresa de Angelina pasó inadvertida a sus compañeras,
que fijaron su atención en la noticia.
—Pobre de la mamá —comentó una—. Habría de ser muy malvada o
estar enloquecida de desesperación para abandonar así a una criatura indefensa.
—Miren, acá explica que su salvadora desconocida le ató el
cordón umbilical con la cinta de una bolsita de tela rosa que contenía diez
euros —relató la que leía.
—Yo creo que sí era la mamá —opinó otra.
A Angelina se le escapó un no tajante que tuvo que explicar:
—¿Por qué iba a hacer eso? No se entiende.
—Ay, muchachita, la vida es más dura de lo que crees. La mamá
tal vez está enferma o fue obligada a entregar al bebé sin padre porque se
vende en la calle —expresó una.
Otra añadió:
—Quién sabe, a lo mejor lo dio porque es inmigrante sin
papeles ni marido que la quiera ayudar. Tal vez ni siquiera tiene un trabajo
para alimentarlo. Le dejó los diez euros como regalo al hombre a quien lo entregó.
—Acaso fuera toda su fortuna…
—Escuchen, muchachas, viene la descripción de la joven:
«Mediana estatura, piel morena, delgada, cabello oscuro, sin ninguna marca
física especial. Vestida con pantalones y camiseta».
—Igualita que tú, Angelina —bromeó una de las mujeres.
—O que yo —intervino otra, distrayendo a tiempo la atención
de todas.
Qué corta resultó la semana con trabajo fijo y comida caliente. Las largas horas de limpieza en las habitaciones y los pasillos del hotel acabaron, y Angelina se encontró de nuevo sin más ocupación que cantar en el metro. Sin embargo, ese domingo no logró dar con sus compañeros músicos y decidió pasar la tarde en el parque, oliendo la hierba, mirando el cielo y observando a la gente que paseaba.
Qué corta resultó la semana con trabajo fijo y comida caliente. Las largas horas de limpieza en las habitaciones y los pasillos del hotel acabaron, y Angelina se encontró de nuevo sin más ocupación que cantar en el metro. Sin embargo, ese domingo no logró dar con sus compañeros músicos y decidió pasar la tarde en el parque, oliendo la hierba, mirando el cielo y observando a la gente que paseaba.
Pero el tiempo se torció. Primero fue el olor a tormenta y después
llegaron unas cuantas gotas aisladas, gruesas, calientes, que desaparecían
absorbidas al tocar el ávido suelo. Un rayo resquebrajó el firmamento, y la
gente corrió a resguardarse, pero Angelina permaneció tumbada en el césped:
estaba muy a gusto para cambiar de planes por tan poca cosa. Una gota le aterrizó
en la nariz, salpicándole la cara y provocándole risa. Era una sensación
agradable que le hizo evocar la infancia, cuando acompañaba a su abuela a
vender bebidas en la encrucijada donde se detenían los autobuses. Los esperaban
tapadas con un plástico amarillo y salían a la lluvia a ofrecer su mercancía. A
nadie parecía importarle mojarse más que a los conductores, a quienes tocaba
subirse al techo de los vehículos a desatar y entregar el equipaje a los
viajeros que habían llegado a su destino. Recordaba bien cómo una vez, bajo un
fuerte aguacero, uno de ellos lanzó desde arriba una bicicleta y un cerdo, que
rodaron pendiente abajo mientras los campesinos que eran sus dueños se afanaban
por alcanzarlos corriendo detrás. El estallido de un trueno la apartó de sus
pensamientos. La lluvia se había ido intensificando y comenzaba a empaparle la
ropa. No había más remedio que buscar un lugar para cobijarse. Se levantó con
desgana y se dirigió hacia el toldo de una terraza. Tenía dinero, así que podía
sentarse a beber algo mientras escampaba.
—Te pilló el chaparrón —comentó el camarero cuando se acercó a
atenderla, mientras limpiaba la mesa con la bayeta que en otro tiempo había
sido blanca.
Pidió un refresco y una ración de patatas fritas. Se daría
ese capricho, ya que por fin había saldado su deuda con doña Charito y hasta le
quedaba dinero para pagar dos semanas más de estancia en la casa.
El camarero había encendido la televisión, y Angelina vio asombrada
cómo entrevistaban a una chica que afirmaba haber encontrado al bebé abandonado
en el parque del Retiro. Le dio un vuelco el corazón. La chica parecía sincera
al explicar que había huido porque no tenía papeles y había temido que la
policía la expulsara. Daba la cara al fin para que no la siguieran buscando.
Habló a continuación el hombre a quien ella había entregado
al bebé:
—Ninguna de las chicas que han aparecido hasta ahora es la
verdadera salvadora del recién nacido. Ella sabrá por qué se oculta, pero
quiero que sepa que puede recurrir a mí si se encuentra en dificultades.
Angelina no sabía si creerlo.
Cuando llegó a casa de doña Charito, Marcela la mexicana, a
quien la dueña estaba ayudando a secar su abundante melena, le informó:
—Ay, chiquita, de buena se libró mi jefe cuando no te contrató.
Fíjate que la policía lo interrogó bien feo y le hizo mostrar los papeles de
todas sus empleadas. Diz que porque la madre del niño abandonado trabaja en un
club.
—¿Vieron la de salvadoras que le salieron al pobrecito? —intervino
doña Charito.
—Sí, pero la policía a quien busca es a la madre.
—Y esa no se muestra. Sabe que no le iría bien. Pero las
otras aprovechadas aparecen hablando bonito, con su modito dulce, y piensan que
van a engañar a todos.
Angelina calló. Recordó que había guardado la tarjeta del
club en la bolsa junto a los diez euros y pensó que esa sería la pista que
seguía la policía. ¿Y si la encontraban? No, tenía razón Marcela, a quien
buscaban era a la madre verdadera, y de eso ella no sabía nada.
—Bueno, mi hijita, ya se ganó su buena platita, pero se le
acabó el quehacer. Dígame, ¿ha pensado en qué va a ocuparse? —se interesó doña
Charito—. Ya vio que no es tan sencillo encontrar trabajo acá.
—Sí, sí, no tenga cuidado. Ya me dieron razón de unas
direcciones donde necesitan ayuda —mintió para aplacarla Angelina.
Al día siguiente madrugó y salió a la calle cuando los
porteros recogían los cubos de basura y limpiaban los portales. Fue preguntando
uno a uno calle abajo si sabían de alguien que buscara empleada doméstica, como
le habían recomendado que hiciera las ecuatorianas, pero todos le respondían lo
mismo, que si tenía referencias.
—No, señor —replicaba con una mezcla de dulzura y tristeza.
Ella no tenía de eso, ni siquiera sabía de qué se trataba.
Menos mal que le ofrecieron limpiar las escaleras de dos
portales contiguos. Empezaría al día siguiente y cobraría a final de mes. Más
animada, reanudó la búsqueda. «Se necesita dependienta con experiencia», leyó
en un cartel colocado en el escaparate de una tienda de modas. Dependienta era
vendedora, pensó, y vender sí sabía. «¡Traigo tortillas blanquitas,
marchantita!», pregonaba de pequeña con su abuela en el mercado. «¡Ororuz para
la panza, ulmaria para el corazón!», repetía una y otra vez cuando ofrecían las
hierbas curativas que recogían de la montaña. «¡Barato, marchantita, barato!»,
animaba a las compradoras indecisas. Sí, sabía vender, así que entró decidida
en el establecimiento.
Una joven esbelta, vestida de negro, le preguntó:
—¿Puedo ayudarte?
—Vine por el anuncio.
—¿El de dependienta? —pareció extrañarse la joven, mirándola
de arriba abajo—. Aún no ha llegado la encargada. Tendrás que volver más tarde.
Angelina sugirió que la esperaría, y la joven replicó que
quizá tardara, pero ante su insistencia la dejó junto al mostrador para
reanudar con sus compañeras la labor de colocar la ropa de los anaqueles y las
perchas. Las clientas comenzaron a gotear. Entraban, apenas saludaban,
desdoblaban prendas, escudriñaban aquí y allá, parecían sopesar las cualidades
de una tela o un corte, incluso acababan probándose algo, pero al final la
mayoría se marchaba sin comprar ni despedirse. Transcurrida casi una hora llegó
una mujer de cabello rubísimo y ojos muy pintados. Angelina se figuró de
inmediato que era la encargada porque la joven que la había atendido se dirigió
hacia ella y cuchichearon unas palabras mientras la observaban.
—Buenos días —la saludó cortante, con el tono de alguien
acostumbrado al mando—. Me dice Laura que querías verme para el puesto de
dependienta.
Angelina iba a contestar, pero apenas había abierto la boca
cuando la encargada continuó hablando:
—¿Tienes experiencia en ventas?
—Sí, señora —se apresuró a replicar Angelina—. Vendí hartas
cosas allá en mi país.
—¿Sabes de ordenadores? —prosiguió su examen la encargada.
Angelina vaciló unos instantes antes de afirmar:
—Ay, señora, disculpe, no entendí a la primera la palabra que
dijo, pero ahorita sí sé qué me pregunta, porque en este ratito me fijé en el
trabajo de las muchachas, eso de los ordenadores, ¿no es cierto? Acomodar las
prendas cada cual en su lugar para que luzcan bonito. Sí, señora, creo que
sabré hacerlo.
La encargada la miró con estupor.
—No me refería a ordenar ropa, sino a este aparato —replicó,
dando una palmada a la pantalla del ordenador que había en el mostrador—. Ya
veo que no tienes ni idea de para qué sirve.
—No, señora, pero puedo aprender...
—¿Tienes permiso de trabajo? —continuó impasible el
interrogatorio.
Angelina intentó ganársela:
—Eso sí, señora. Mi abuelita me dio su permiso para trabajar
hace harto tiempo; desde chiquita yo la ayudo en sus...
La carcajada incontenible de las dependientas interrumpió sus
palabras.
—Lo que te pregunta es si tienes papeles —le explicó con
condescendencia una de ellas.
Era eso, siempre lo mismo. Los malditos papeles de nuevo.
Sintió vergüenza al contemplar las caras burlonas de las que por un momento creyó
que llegarían a ser sus compañeras de trabajo. Cuando se dirigía hacia la
salida, una le sostuvo la puerta y le sugirió:
—Ve al mercado. Allí dan algún trabajo sin pedir
documentación; ya sabes, los papeles.
Y siguió su consejo. Esta vez
hubo suerte: el dueño de un supermercado le propuso limpiar el horno de los
pollos asados. Angelina aceptó, y de inmediato se puso el delantal y los guantes
para comenzar la tarea. La grasa lo impregnaba todo, y había restos de carne
chamuscada incrustados en las parrillas. «Frotar y aclarar, ese es el quid de
la cuestión», había indicado el dueño, pero por más que se afanaba, el quid se
le resistía y no lograba acabar con la suciedad pringosa.
Tardó dos horas largas en conseguir que las paredes del horno
recuperaran su brillante color acerado y el cristal fuera transparente de
nuevo. El dueño le pagó lo convenido y ya estaba a punto de marcharse cuando la
llamó de nuevo por si quería llevar la compra a la casa de una señora:
—El chico que se encarga no ha venido. La señora te dará una
propina cuando acabes.
Angelina cargó las bolsas en un carrito y acompañó a la
señora por las calles hasta llegar a su piso, donde fue siguiendo sus
indicaciones para colocar cada cosa en su sitio mientras ella, sentada en una
silla, doblaba meticulosamente las bolsas de plástico vacías y las guardaba con muchas
otras en una cesta.
Cuando la despidió en la puerta, le entregó dos euros:
—Aquí tienes, guapa, para que te tomes algo a mi salud.
Eran casi las dos cuando salió a la calle. Devolvió el
carrito al supermercado y luego buscó un banco para contar el dinero que había
ganado: veinte euros. No estaba mal. Y todavía quedaba mucho día por delante.
Comería algo y se iría a cantar con los músicos.
Los encontró en la estación de Sol, pero no parecieron
alegrarse con su llegada.
—Ah, chiquita, usted se aparece y desaparece como se le da su
gana —le espetó uno.
—No, yo ya les avisé de que hoy venía —protestó Angelina.
—Pues fíjese que ya encontramos cantante —intervino otro—. Es
que usted era muy desobligada.
—Ya viene el tren —avisó un tercero, y todos se metieron
dentro, dejando a Angelina en los andenes.
Los escuchó anunciar la melodía y los primeros acordes, pero
luego los ecos se perdieron en los túneles. Y ahora qué, en qué empleaba el
resto del día. No podía andar de vagabunda ni tampoco quedarse en la casa de
doña Charito. Cantaría de todos modos, aunque fuera sola, decidió. Pero le dio
miedo. Bueno, pues recorrería los pasillos hasta que encontrara a alguien que
quisiera acompañarla. En uno largo que enlazaba varias líneas había tres
subsaharianos vendiendo discos y pañuelos mientras otro tocaba unos pequeños
tambores. Se acercó tímida y le preguntó si podía cantar con él. El hombre le
contestó con una sonrisa de blanquísimos dientes y unas palabras
incomprensibles. Angelina le devolvió la sonrisa y se alejó. Seguiría buscando.
De debajo de unos cartones surgió una figura demacrada y sucia que se abalanzó
hacia ella:
—Guapa, dame algo —le exigió insolente con un fétido aliento
de dientes podridos mientras intentaba agarrarla.
Angelina se soltó de un manotazo y echó a correr.
—¡Por lo menos un beso, so guarra...! —le oyó gritar con voz
ronca.
Resolvió probar suerte en la calle. «Preciados», leyó al
salir al exterior, buen lugar. Ahí solía haber músicos y mimos callejeros. Le
sorprendió como siempre la multitud de viandantes y se distrajo contemplando
los escaparates repletos de cosas cuya existencia y utilidad desconocía. En la
puerta de unos grandes almacenes había un chico con gafas oscuras tocando el
acordeón. Le gustó tanto su música que se acercó para hablarle.
—Eh, qué haces —dijo una voz a su espalda.
Era una niña rubia, vestida con una larga falda fruncida, que
la miraba con ojos inquisidores.
—No más quería preguntarle una cosa.
El joven habló con la niña en una lengua desconocida.
—Di a mí qué quieres —indicó la niña.
—Nada más saber si puedo cantar con él.
—¿Cantar con él? —repitió la niña.
—Io habla poquito españolo, mi hermana sí —intervino el chico.
Angelina les explicó que sabía muchas canciones. Para
demostrarlo, entonó a media voz:
Ábreme la puerta
vida,
ábreme la puerta
sol,
que me salvé de
milagro
del mar de la
perdición.
—Me
encanta mucho —la alabó el joven, y luego continuó hablando en su lengua.
—Mirja no conoce canción, no sabe tocarla —aclaró su hermana.
—Dile que no más me siga —propuso Angelina.
Retomó la canción, y sonó la música del acordeón. Aunque desafinaron
por falta de compenetración, algunos transeúntes se detuvieron y echaron
monedas al sombrero que la niña pasaba. Iban a interpretar otra canción cuando
la niña gritó unas palabras incomprensibles y tiró del brazo de su hermano,
escabulléndose entre la gente. Angelina los vio desaparecer entre la marea
humana, mientras una pareja de policías le indicaba:
—Circule, por favor, circule.
Sintió miedo y obedeció, pensando
en regresar al cabo del rato. Pero cuando lo hizo ya no los encontró. Se había
quedado sin su parte de las ganancias.
La limpieza de las escaleras
resultó mucho más sencilla y descansada que la del horno, aunque también
consistía en frotar, pero esta vez con una fregona, que ya sabía utilizar. Como
a las diez de la mañana ya había terminado, siguió preguntando de portal en
portal y consiguió otro más del que ocuparse, además del consejo de una portera
de que comprara un periódico donde aparecían muchos anuncios de servicio
doméstico. Las siguientes semanas se dedicó a llamar por teléfono para concertar
entrevistas, pero no lograba que la contrataran porque no tenía experiencia en
llevar casas ni sabía cocinar.
—Pero sé cuál es el quid —afirmó
en una de ellas por si así le iba mejor.
—¿Ah, sí? —respondió la señora
divertida ante su extraña salida—. ¿Y cuál es?
—Frotar y aclarar. Ese es el
quid.
Entonces la pusieron a limpiar
los cristales, los baños y el salón, pero al final tampoco le dieron el empleo
porque a la señora le pareció que era demasiado lenta. Y cuando estaba a punto
de cumplirse el mes de limpieza de las dos primeras escaleras, los porteros le
anunciaron que la echaban porque los inquilinos se habían quejado de su falta
de higiene. Angelina reclamó el dinero que le debían, pero la amenazaron con
avisar a la policía para que la expulsaran del país por ilegal y por venir a
quitar el pan de la boca a los españoles que no tenían trabajo.
Angelina se marchó a la carrera y no fue
a limpiar el tercer portal. Para qué, si al final la tratarían igual.
Las lágrimas se le agolparon en
los ojos. «¿Y ahora, abuelita?», se preguntó abatida. No tenía nada, ¿de qué
iba a vivir? Recordó que conservaba el billete de avión para la vuelta y sintió
cierto alivio. Esa era la solución: regresaría a Guatemala cuanto antes. Bien
se lo había recalcado su abuelita cuando se despidieron: «Lo que acá dejas
siempre será tuyo. No te aflijas si allá no te acomodas. Nada más regrésate».
Eso iba a hacer, puesto que este Nuevo Mundo no le abría sus puertas. No,
estaba claro que no era para ella, tan chiquita y tan sola, entre tanta gente
despiadada. Recogería sus cosas y se iría al aeropuerto a aguardar que saliera
el primer avión para su país. Iba absorta en sus pensamientos, cuando le
pusieron una mano en el hombro. Angelina se giró.
—¿Me recuerdas…?
No pudo escuchar el final de la
frase porque echó a correr. La alcanzaron en un semáforo en rojo. Una mano
fuerte la retuvo del brazo:
—Preciosa, de nada sirve huir. No
hay de qué asustarse. Conmigo ganarás mucho dinero si te portas bien.
© Carmen Martínez Gimeno
¿Te has perdido algún capítulo? Aquí tienes los enlaces desde el comienzo:
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
© Carmen Martínez Gimeno
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Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
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