viernes, 27 de septiembre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 8)

Una caja y un cielo estrellado. La caja es de la abuela de Paloma, contiene algo muy importante para ella y se  ha perdido. ¿Y tantas estrellas en el cielo? Si lees este capítulo, tal vez te acuerdes de Angelina cuando las contemples por la noche.  


CAPÍTULO 8

R
OZABA casi los hombros el cabello a Angelina, y los días ya eran calurosos y largos. Paloma había vuelto de un campamento de verano en la sierra, y la familia aguardaba las vacaciones del padre para marcharse a la playa. Pero la abuela no quería ir. Le molestaba el bullicio y la arena, y prefería permanecer en Madrid.
—Tú qué dices, Angelina, ¿verdad que no te importa quedarte conmigo? —le preguntaba continuamente.
—Como guste, señora —respondía esta—. Haré lo que me manden.
—Pues convence a mi hija —insistía la anciana—. A nosotras no se nos ha perdido nada allí donde van. Bien lo decía mi padre: el que abandona su casa es que se ha cansado de estar a gusto. Angelina, ¿tú conociste a mi padre?
—No, señora —respondía paciente.
—¿Estás segura? ¿No te acuerdas de lo elegante que era?
Y es que la anciana se despistaba a veces. Una mañana se levantó con la novedad de que le había desaparecido el camafeo. Costaba entender lo que decía en medio de tantas lágrimas.
—Cálmate, mamá —quiso tranquilizarla su hija—. No lo habrás buscado bien. Cuando desayunes y te arregles, yo te ayudo a revisar el joyero. Ya verás como aparece.

—No, no, ahora mismo. ¡Cómo voy a desayunar con esta angustia! Era de mi madre, hija, bien lo sabes, me lo dio cuando me casé y siempre lo he tenido en gran aprecio.
Se dirigieron ambas al dormitorio y miraron en los armarios, los cajones, debajo de la cama y en todos los rincones que se les ocurrió sin encontrarlo.
—Piensa, mamá, ¿cuándo fue la última vez que lo viste?
La anciana se esforzaba en hacer memoria:
—Todos los días ordeno el joyero cuando me levanto y hasta hoy no lo había echado en falta. Yo creo que ayer estaba, porque si no me habría dado cuenta.
—¿Te acuerdas cuándo te lo pusiste por última vez y con qué ropa? —insistió la hija.
—Pues no, pero eso no tiene importancia porque siempre que lo uso lo guardo después en su sitio. Nunca se me ha olvidado hacerlo.
—¿Qué pasa, abuelita? —se interesó Cecilia entrando en la habitación.
—Se le ha perdido el camafeo —respondió la madre—. A ver si entre las tres somos capaces de dar con él.
Nada. Después de poner la habitación patas arriba, seguía sin aparecer.
—Me lo han robado —gimió entonces la abuela—. Y solo puede haber sido una persona.
—Anda, mamá, no digas tonterías...
—Pues a mí no me parecen tonterías —afirmó Cecilia, dando por supuesto a quién se refería—. No la conocemos de nada.
—¡Con lo que yo la quería! ¡Qué disgusto, después de lo bien que nos hemos portado con ella!
—No te pongas dramática, mamá, que todavía no sabemos lo que ha pasado.
—Pues ahora mismo saldremos de dudas —insistió la abuela—. Se lo pregunto a la cara y a ver por dónde sale.
Cecilia la apoyó sin dudarlo:
—¡Muy bien pensado, abuelita!
Pero fue la madre quien tomó la iniciativa y llamó a Angelina:
—¿Has visto el camafeo de la señora?
Angelina  las miró con enormes ojos de sorpresa y al fin replicó vacilante:
—No, señora. Creo que no lo vi.
—Cómo que crees que no lo viste, ¿qué clase de respuesta es esa? —se mofó Cecilia.
—No, es que yo no sé qué es camafeo. No sé si lo vi mas creo que no.
—Nos está tomando el pelo —opinó Cecilia cortante.
La madre decidió poner fin a la conversación. No le gustaba el derrotero que estaba tomando y quiso intentar algo distinto:
—Nosotras vamos a seguir buscando el camafeo. Tú, Angelina, vuelve a tus tareas, pero mientras limpias procura poner cuidado por si lo encuentras. Seguro que antes de mañana aparece.
—Eso espero, hija, eso espero —expresó entre sollozos la abuela—. Vamos a buscar en el baño por si acaso.
Fue un día caluroso y triste. Angelina sentía todas las miradas clavadas en ella, acusándola de haberse quedado con algo que ni siquiera sabía lo que era, y Paloma se había ido a casa de una amiga, por lo que no podía recurrir a su ayuda como otras veces. Cuando al fin llegó la noche y se retiró a su cuarto, ya sabía lo que había de hacer aunque la asustara.
Sacó del armario su maleta verde y la abrió. En su interior guardaba el dinero que iba ganando y sus pertenencias más preciadas, como un huipil bordado que le tejió su mamá de niña. Envuelta en él había una cajita cuadrada y oscura de madera olorosa que colocó con cuidado encima de la cama. Después permaneció inmóvil sentada a su lado, contemplándola sobrecogida. «Esta caja parlante de san Miguelito que te doy siempre dirá la verdad. No es mentirosa ni enredadora, no más hay que saber hablarle», había manifestado su abuela cuando se la regaló antes de viajar a España. «Para ti la hice y solo a ti responderá. Háblale con delicadeza, pregúntale buenas razones, no la uses como juego, pues». Angelina nunca había recurrido a ella y le daba miedo porque recordaba bien los peligros que entrañaba: una vecina de un pueblo en el que habían vivido llegó un día gritando ante las autoridades para pedir justicia por su hijo al que había dado muerte un amigo y luego arrojado a un barranco. Cuando le preguntaron cómo lo sabía, respondió que había acudido a su caja parlante para conocer su suerte, pues estaba intranquila porque hacía dos noches que faltaba de la casa. Esta le había comunicado la triste nueva, el motivo, que había sido el robo, y el nombre del asesino. Ulpiano Chic, que así se llamaba el acusado, no supo defenderse, y la gente encolerizada empezó a apedrearlo. Lo hubieran matado si no llega a aparecer el difunto y se une a los demás en el castigo. «¿No es este el asesinado, no es el muertito, pues?», preguntó alguien al verlo arrojar piedras con tanto entusiasmo, y la madre lo reconoció de inmediato y quiso saber si era alma en pena por no haberlo enterrado. «No, mamá, vivo estoy, no más que muy tomado», respondió con voz pastosa mientras se palpaba tambaleándose. Una tremenda borrachera había sido el motivo de su desaparición.
Angelina suspiró y cerró los ojos antes de extender las palmas de las manos sobre la suave madera tibia. Aspiró su aroma y después, sin apresurarse, comenzó el interrogatorio con preguntas sencillas de las que conocía la respuesta con objeto de poner a prueba la caja, y así fue avanzando paso a paso, asentando certezas, hasta que tuvo conocimiento de lo que había ocurrido con el camafeo perdido. Cuando volvió a guardar en la maleta la caja parlante protegida dentro del huipil, se topó con el envoltorio que le había entregado meses atrás doña Virtudes antes de morir, pero estaba tan inquieta por lo que acababa de descubrir que no sintió deseos de curiosear su contenido.
Pasó la noche en vela cavilando cómo resolver la situación sin tener que dar cuenta de sus averiguaciones. Cuando parecía que iba a quedarse dormida, la desvelaba el despertador que le hacía burla repitiendo «tic tac triste estás, tic tac triste estás», primero despacio y luego más deprisa, hasta que Angelina se tapaba la cabeza con la almohada para no escucharlo. Llegó la temida hora de levantarse y sentía un calor abrasador, a pesar de la brisa del amanecer que entraba por la ventana. No hablaría, decidió. Se afanaría en sus tareas como todos los días y a lo mejor nada sucedía.
Acababa de preparar el desayuno cuando apareció Paloma en la cocina.
—Hola, Angelina —la saludó alegre—. Ayer lo pasé muy bien con mi amiga y hoy vamos a ir a la piscina.
—Qué bueno, niña —le respondió mecánicamente.
A continuación se presentó el padre, ajustándose la corbata. Bebió una taza de café, se despidió con un beso de la niña e indicó:
—Angelina, recuérdale a mi mujer que no me espere, que no vengo a cenar.
Paloma estaba hambrienta y mojaba con deleite galletas en la leche con cacao, mientras Angelina separaba la ropa para poner una lavadora. Las cosas parecían marchar bien, hasta que entró la abuela en camisón con el rostro crispado. Blandiendo amenazadora el bastón con empuñadura de plata desde el quicio de la puerta, gritó:
—Angelina, ¿qué ha sido de mi camafeo?
La joven permaneció callada e inmóvil, con la mirada baja, y la anciana exclamó de nuevo:
—¡Exijo que me contestes!
Llegaron Cecilia y su madre, alertadas por las voces, y trataron de calmarla sin conseguirlo:
—¡Tú lo robaste, confiesa!
Entonces Angelina levantó la cabeza y, señalando con los labios, respondió humilde:
—No, señora, yo no fui. Ellita fue.
La sorpresa cedió paso a la indignación. No cabía duda de que era a Paloma a quien señalaba. El rostro de la anciana mostraba una cólera tan desmedida que su hija se asustó, la cogió del brazo y la obligó a sentarse.
—Tranquilízate, mamá, te vas a poner mala —le advirtió.
Angelina permanecía quieta, sujetando con una mano la camisa que iba a meter en la lavadora. Paloma miraba a su abuela entre sorprendida y asustada, y Cecilia le tendió un vaso de agua para que se le pasara el sofoco. Pero la anciana lo apartó con su mano huesuda y exclamó:
—¡Qué desfachatez, acusar a mi nieta del robo!
Paloma se defendió:
—Abuelita, yo no te he robado el camafeo...
—Ya lo sé, bonita, ya lo sé —la interrumpió la anciana.
—...Tú me lo regalaste. ¿No te acuerdas?
Se hizo un silencio repentino y hubo un cruce de miradas. La madre preguntó:
—Paloma, ¿tienes tú el camafeo?
—Que sí, que ya os lo he dicho. La abuela me lo regaló hace mucho, no me acuerdo cuándo, y lo tengo guardado en el cajón de la mesilla. Me lo dio porque ella ya no se lo ponía por el peso. Es mi herencia, la abuela me lo dijo.
—Ve a buscarlo, hija —le pidió la madre.
Paloma salió corriendo y volvió al poco con una cajita de terciopelo verde:
—Aquí está.
La madre la abrió y apareció el blanco perfil tallado en el ónice de la dama tocada con sombrero de plumas.
—Trae acá, hija, déjame revisarlo —solicitó la abuela. Lo sacó de la caja con manos vacilantes y estiró mucho los brazos para verlo con los ojos entrecerrados, pues no tenía las gafas de cerca—. Es precioso. ¿Os habéis fijado lo fina que es la talla? Es como si la dama fuera a darse la vuelta para saludar, eso decía mi madre, que en gloria esté.
—Solucionada la pérdida, ahora desayunad todas en paz —resolvió la madre, besando a la abuela—. Me voy, que ya llego tarde. Portaos bien. Si pasa algo, me llamáis a la oficina.
—Vete tranquila, hija, que Angelina me servirá un café con tostadas. Hay que ver con qué hambre me he levantado...
Doña Mercedes comió con gusto acompañada de sus nietas, con la cajita del camafeo al alcance de la mano, y cuando terminó, mientras se limpiaba la boca con la servilleta, comentó:
—Cecilia, llevo tiempo queriendo hablar contigo, pero como nunca estás en casa... Mira, a ver qué te parece —le acercó la cajita, empujándola sobre la mesa con mano insegura—. Ábrela.
Su nieta puso cara de asombro pero enseguida le siguió la corriente. Apretó el botón dorado, subió la tapa y apareció la joya.
—Es un camafeo precioso, abuela.
—Me alegro de que te guste. Me lo regaló mi madre cuando me casé y hace varios días que lo llevo encima para dártelo. Es tu herencia por ser la nieta mayor.
Paloma y Cecilia cruzaron una mirada.
—Gracias, abuela —dijo Cecilia y le dio un beso—. Lo voy a guardar en el joyero de mamá para que no se me pierda.
Nadie volvió a hablar del asunto en la casa, pero a Paloma no se le iba de la cabeza. Le intrigaba cómo había sabido Angelina que ella guardaba el camafeo y en su mente fue creciendo una sospecha. Como no dejaba de vigilarla, la joven acabó percatándose.
—¿Qué fue, niña, qué te traes conmigo?
Paloma le contestó con otra pregunta:
—¿Cómo supiste que yo tenía el camafeo?
Y Angelina trató de evadirse:
—No más supe.
—Pero cómo, anda, cuéntamelo, que no se lo digo a nadie.
—Con mi caja de san Miguelito —cedió al fin Angelina y le explicó en qué consistía.
—¡Estaba segura! —exclamó Paloma excitada cuando concluyó—: Tus papás muertos, la cicatriz de tu frente, el viaje a España... Ahora que lo pienso, o te has equivocado o es que en España hay otra escuela como la de Londres... ¿Tienes que ir a una estación de tren?
 —Ay, niña, no entiendo qué hablas.
—¡Harry Potter, eres igualita!
Pero como Angelina parecía ajena a cuanto le decía, Paloma le explicó la historia del niño aprendiz de mago y las similitudes que guardaba con la suya.
—No, mi niña, me apena desilusionarte mas en nada nos parecemos. A mi papá lo mataron los militares por no aguantarse y querer defender sus derechos pisoteados y mi mamá murió del sufrimiento porque era pobre y nadie la ayudó. Yo tengo esta cicatriz junto al ojo porque me caí de chiquita contra una piedrota y mi abuelita me cosió con tres puntos de hilo rojo. Ve, aún se notan. Y también fue mi abuelita quien me envió a España, pero no a estudiar en una escuela de magia, sino a enderezar mi suerte torcida, a mejorarla pues.
—¿Tu abuela es maga? —insistió la niña.
—Es ilol, curandera, pues. Pero no fue a ningunita escuela. De brujas tampoco. No conoce las letras pero sabe mucho del cielo, de la tierra, del agua, de las plantas, y aprendió ella solita y de otras mujeres que la quisieron enseñar. Allá de donde vengo es así.
—Entonces, ¿tú no vas a ir a una escuela de magia? —reiteró algo desilusionada Paloma.
—No, mi niña. Acá me quedaré contigo.
—Ya sé. Te enseñará tu abuela.
—Así mero —aceptó Angelina—. Ven acá a la ventana. ¿Qué ves?
—Las estrellas.
—¿Sabes qué son?
—Cuerpos celestes que brillan con luz propia —recitó Paloma de corrido.
—No, mi niña, eso está bien para tu escuela. Mi abuelita me enseñó otra verdad, ¿quieres saberla?
—Sí.
—Dicen que el cielo es muy lindo, por algo es la gloria, pero cuando alguien muere y sube allá, piensa en sus hijitos, sus papás, sus amigos, lo que dejó en la tierra, y le hace tanta falta que abre un hoyito para mirar abajo. Por el hoyito se escapa la luz celestial, y nosotros desde acá lo llamamos estrella. La de mi mamá estaba por aquel lado, cerca del lucero; duró harto tiempo, hasta que san Pedro le dio sus alas y dejó de mirar para aprender a volar entre las nubes.
—¿En serio?
—En serio. No más que es secreto. No lo vayas a contar.

© Carmen Martínez Gimeno


¿Te has perdido algún capítulo? Aquí tienes los enlaces desde el comienzo:

4 comentarios:

  1. Me ha encantado este capítulo. Ahora voy a tener que leerme los otros.
    El último párrafo me recuerda a una creencia del pueblo sami. Ellos creen que las Luces del Norte son las almas de nuestros ancestros que saludan a la Tierra.

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    1. Me alegro de que te haya gustado, Maite. Sobre las estrellas hay muchas creencias y leyendas que recorren todas las edades y culturas. No estoy segura de que lo que he escrito al respecto sea completamente original mío: supongo que se me habrá ocurrido por el poso de tantas lecturas que llevo acumuladas y tantos relatos orales como he escuchado.
      Un saludo.

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  2. Qué malas esas mujeres, Carmen. Se les olvidó pedir disculpas a Alina. Ya sé que existe gente así, pero me cuesta creerlo. Alina me recuerda mucho a mi amigo Rigoberto, también de Guatemala, y no solo por la manera de hablar.

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    1. Solemos tener miedo del otro, del diferente, y le echamos la culpa de todo lo malo que pasa. Angelina es la diferente en este caso y por eso sospechan de ella. Pero tiene sus recursos para salir adelante, ya lo verás. Y la pobre abuela empieza a presentar los síntomas de una enfermedad terrible y devastadora que conocemos bien quienes hemos convivido con ella, aunque no quiero adelantar la trama...
      Gracias por leerme, Carmen, y por tus correcciones, siempre bienvenidas, ya lo sabes.

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