CAPÍTULO 6
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ABE doña Chona que la vida son
recuerdos y esperanzas. Y a su edad los primeros no le faltan: su memoria está
enredada de añoranzas que se desmadejan para endulzarle la boca, pero también
de espantos capaces de devorar su sueño en noches inacabables. Esperanzas, en
cambio, no le sobran porque todas las depositó en Angelina. «Allá va la vieja
pelona, qué habrá sido de sus trenzas», murmuran a su paso quienes la observan
con recelo por su empeño de enviar a su nieta a España, pero ella no se arrepiente
aunque la eche tanto en falta. El tiempo se le agota, bien se lo advirtió san
Pedro cuando le mostró su vela en sueños: «Apúrese a resolver lo que le falte
porque el cabito se consume».
No le causó miedo conocer la
cercanía de la muerte, al fin ya había vivido una existencia larga y sentía los
huesos cansados, pero sí le afligió dejar abandonada a Angelina, que a nadie
más tenía en el mundo. No, ella no podía partir sin resolver su porvenir. Como
necesitaba más tiempo, compró a escondidas un trozo de vela semejante a la que
le había enseñado san Pedro y se la guardó entre la ropa. Las noches siguientes
se esforzó en soñar con el portero divino y no cejó hasta que al cabo de las
semanas lo consiguió: san Pedro la recibió de nuevo en la sala alumbrada por
millones de velas blancas, algunas recién prendidas, con la llama diminuta
apenas centelleando, otras a punto de apagarse chisporroteando en un charquito
de cera. Doña Chona habló y habló al santo hasta que consiguió que cerrara los
ojos arrullado por sus suaves palabras pues, viejito al fin, se adormecía con
facilidad, y corrió entonces a arrancar su cabito para añadirle el trozo de
vela que había traído. Al hacerlo se rompió las uñas y se quemó los dedos, por
lo cual tuvo que ocultar las manos al despedirse, pero san Pedro continuaba aletargado
y no se percató de lo sucedido.
Doña Chona había ganado tiempo, aunque
no demasiado. Por eso, cuando la carnicera del mercado le enseñó el anuncio del
periódico donde se hablaba de la posibilidad de viajar a España, se empeñó en
convencer a Angelina para que lo intentara. Y ahora ansía que lleguen noticias
para morir tranquila cuando le toque, sabiendo que su nieta está a salvo, bajo
un techo y viviendo una vida mejor de la que le habría correspondido si no se
hubieran separado.
Una neblina azulada cubre la cumbre de los volcanes y el sol apenas
despunta cuando doña Chona acude a casa de la señora Clovis la prestamista,
como todas las mañanas. ¿Cuánto hace que se marchó Angelina? Ya cumplió el mes,
calcula, enseguidita sabré de ella. Pero no, hoy tampoco hubo suerte, le
asegura una sirvienta que riega las plantas del jardín.
—Mañana será, pues —se resigna la anciana.
Camino de la confitería donde recogerá los recortes de pastel
que vende para ganarse la vida, se topa con un grupo de turistas que se dirigen
a visitar la iglesia, rodeados de niños pedigüeños. Doña Chona los sigue con la
mirada mientras suben las gradas en las que se acuclillan más figuras
quejumbrosas. Una de ellas aprieta un bebé dormido contra su regazo. La anciana
se sorprende al reconocerla:
—¡Melva! ¿Qué pasó? ¿Qué haces por acá?
La joven se levanta y baja la cara avergonzada:
—Nada más me senté a descansar, ya me tengo que ir.
—Espera, ¿ya tuviste un hijo?
—Sí, ya me casé.
De eso está enterada doña Chona y recuerda bien cómo sucedió. Vivían en la
misma finca cafetalera de Retalhuleu, y Melva era amiga de su nieta. Las dos
iban a la escuela, pero los muchachos ya las miraban y les decían sus
requiebros. En la fiesta de la primavera, Melva se dejó robar por su enamorado
y luego la madre no tuvo más remedio que aceptarlo. Lo mismo había hecho años
atrás su hijo con Margarita, la madre de Angelina, solo que ella no lo aprobó.
Cuando la trajo a su casa, no les invitó a pasar y en la puerta les dijo:
«Obraste sin respetar la costumbre, por no aguardar a tener con qué atender los
gastos del compromiso. No seré yo quien le dé su casa a tu esposa. Búscasela
tú, ya que tú fuiste quien te la robaste sin mi consentimiento». Aunque desde
entonces su hijo le retiró la palabra, su nuera le había llevado a su nieta
cuando nació para que la conociera porque era buena mujer.
Melva pretende alejarse, pero doña Chona la retiene:
—¿Dónde está tu esposo?
—Quién sabe. Vivíamos en nuestra choza, no estábamos ricos,
pero teníamos nuestra cama, nuestra mesa, nuestras cositas, pues. Estábamos
tranquilos, felices. Pero cuando me creció la panza se amohinó y pasaba las
horas cavilando, hasta que se despidió diciendo que iba a buscar un buen
trabajo para mejorar, y ya no regresó.
—¿Y tu mamá no te ayuda? ¿No te recogió?
—No puede, su marido no quiere. Ya ve que volvió a casarse.
Pero me manda ropita para mi chiquito y algunos centavitos, lo que alcanza, pues.
Ya ve que tiene muchos hijos, muchas bocas que atender.
—Vente conmigo —le ofrece doña Chona.
Ese era el destino que había querido evitar con el viaje de
Angelina a España. Cuando robaron a Melva, muchos le dijeron que Angelina sería
la siguiente, pues ya le correspondía. Hasta el capataz de la finca le había
ordenado que la enviara a la casa de los dueños porque ya estaba grande para
asistir a la escuela. Pero esta vez doña Chona no se doblegó y se marchó con su
nieta a Quezaltenango, donde también había acabado Melva, abandonada a la
caridad de los viandantes.
—Vente conmigo —repite la anciana, agarrando a Melva del
brazo—. Te recogeré como si fueras mi nieta.
Melva se resiste e intenta soltarse.
Igual que Angelina,
a miles de kilómetros de distancia al otro lado del océano.
No quería hablar con el jefe de Marcela, no quería mirar sus
ojos de ave rapaz que ya la habían intimidado cuando lo conoció en el club. Sorda a
sus halagos, intentaba encontrar una excusa para que la dejara marchar.
El hombre insistió:
—Una chica guapa como tú se merece vivir bien. Conmigo
podrías llegar muy lejos.
Angelina respondió al fin para librarse de la mano que la
atenazaba:
—Sí, lo voy a pensar. Está bien, yo lo aviso con Marcela.
El hombre escupió desafiante antes de soltarla:
—Te voy a creer. Sé dónde vives. Tú verás lo que te conviene.
Angelina asintió con la cabeza y se alejó deprisa. Qué bueno
que regresaba a su país, se dijo, que bueno que al fin había resuelto darse por
vencida. En ese punto le dio un vuelco el corazón. Después de tanto esfuerzo,
volvería como se había ido, con su maletita verde y poco más que ofrecer a su
abuela. Qué le diría, cómo le explicaría que acá la vida no era como la
pintaban, que todo era caro y nadie regalaba nada, que no era fácil encontrar
trabajo y mucho menos que te pagaran. «¿Y tan pronto te rendiste?», le
expresarían sus ojos aunque su boca callara. «¿No recuerdas cómo murió tu papá,
cómo murió tu mamá y cómo peleamos tú y yo para aguantar vivas? ¿Cuántas veces
huimos de un pueblo porque sentimos miedo, cuántas noches dormimos abrazadas en
el monte bajo las estrellas? ¿Ya te diste por vencida?». No, decidió Angelina.
Aún no. Primero tendría que crecerle el cabello, reflexionó mientras lo
acariciaba con la mano. Ese sería el plazo que se daría para mejorar su suerte.
Se dirigía al supermercado por si le volvían a mandar limpiar
el horno, cuando vio en un quiosco una revista donde aparecía desnuda en la
portada la exuberante chica que había salido en la televisión afirmando ser la salvadora
del bebé abandonado en el Retiro: «Adelita abre su corazón», decía el titular.
Entonces le vinieron a la memoria las palabras del hombre a quien había
entregado al niño: «Quiero que sepa que puede recurrir a mí si se encuentra en dificultades».
Nada perdía con ir a verlo.
Tomó el metro hasta la estación de Retiro y repitió el
recorrido que había efectuado corriendo con el recién nacido en los brazos. A la luz del día
no le costó dar con la puerta que le habían abierto esa noche angustiosa. Pero
estaba cerrada. Tocó al timbre y aguardó.
—Pasa —la
invitó sonriente el mismo hombre que apareció al fin.
Obedeció
y penetró en la habitación que recordaba repleta de estanterías metálicas y cajas
de cartón. El hombre la empujó suavemente hacia un pequeño despacho y cerró la
puerta una vez que entraron. Sentados con un escritorio de por medio, el hombre
informó ante el silencio de Angelina:
—El bebé está muy bien. Sano y fuerte. Lo cuidan como merece y
pronto tendrá padres adoptivos que lo querrán y lo criarán.
Angelina sonrió y asintió con la cabeza. El hombre prosiguió:
—Ahora cuéntame de ti.
Angelina abrió mucho los ojos pero no rompió el silencio. El
hombre dijo que era el encargado de una ONG y le preguntó de dónde era, cuánto
tiempo llevaba en España, con quién vivía y a qué se dedicaba. Poco a poco
Angelina le fue respondiendo.
El hombre se admiró de su valentía con tan pocos años:
—Opino que aún eres muy joven para trabajar. Deberías
estudiar, aprender algún oficio tal vez, para que te sea más fácil ganarte la
vida en el futuro.
Angelina negó con la cabeza a la vez que manifestaba:
—Aquí es otro modo.
El hombre no comprendió sus palabras. Angelina se
explicó:
—Lindo es prepararse para el futuro, pero los pobres no
podemos. Si yo ahorita no trabajo, ¿quién me mantiene? El hoy está aquí; el
mañana, ¿quién lo verá? No, yo no tengo futuro, no más el día de hoy para ganar
mis centavitos y que no me saquen de la casa de doña Charito y me alcance para
comer siquiera un poco. No más eso.
—Pero tú misma afirmas que tu abuela te mandó aquí para que
disfrutaras de una vida mejor. Para que prosperaras.
—Así fue, señor. Mi abuelita quería protegerme como se
protege a un hijo, dándome lo bueno de su corazón, y me envió a España pensando
que acá la ley me cuidaría para que no me maltraten, no me den susto, no me
hagan sufrir, pensando que viviría segura, trabajando por mi gusto y ganando
bien, porque ustedes tienen derechos humanos.
«Derechos humanos», repitió mentalmente el hombre,
impresionado por lo que acababa de escuchar.
—No es la mejor solución, pero por ahora no se me ocurre otra
—dijo tras unos momentos de vacilación—. Conozco a una familia que está
buscando una persona para que atienda a la abuela y a la nieta pequeña. ¿Te
interesaría el puesto?
Angelina asintió, y el hombre buscó la agenda para llamar por
teléfono. Cuando hubo concluido la conversación, recalcó:
—Ya has escuchado. Has de presentarte esta tarde a las seis
en esta dirección —la escribió con letras mayúsculas en el reverso de una
tarjeta y le explicó cómo llegar.
Las seis menos diez. Angelina se hallaba ante la verja
metálica de un chalet pareado cubierto de hiedra. Comprobó la dirección que
tenía apuntada: Estrella Polar número 7. Sí, esa era la casa, pero no se
atrevió a llamar al timbre porque aún faltaba un poco para la hora convenida.
Ladró un perro en el jardín vecino y pasaron dos niños risueños montados en patinetes.
Las glicinias florecidas despedían su penetrante fragancia. Parecía un barrio
tranquilo. Comprobó otra vez el reloj, y el tiempo no corría. Dio unos pasos calle
abajo, cada vez más asustada. A las seis menos cinco le latía tan fuerte el
corazón que le entraron ganas de marcharse, y en ese justo momento se abrió la
puerta.
—Buenas tardes —la saludó una mujer delgada con semblante
amable—. ¿Eres Angelina?
—Sí, señora, buenas tardes.
—Pasa. Te he visto desde arriba y, como me pareció que
dudabas, he bajado. Estas calles están tan mal indicadas...
Angelina la acompañó al interior de la casa hasta un salón,
donde ambas se sentaron una enfrente de otra en sendos sofás. La señora le hizo
unas cuantas preguntas generales y luego le pidió que esperara porque iba a
buscar a su madre, que era de quien debería ocuparse principalmente.
En una mesa baja había una niña escribiendo en un cuaderno
que de vez en cuando miraba curiosa. Cuando se quedaron solas, dijo:
—Me llamo Paloma.
—Está lindo tu nombre.
—¿Hablas así porque eres de Guatemala?
—Eso creo.
—Guatemala está en América.
—Así es.
—Cristóbal Colón descubrió América.
—No, mi niña, no la descubrió.
—Sí. Yo lo he estudiado. Fue en 1492.
—No te vayas a enojar, mi niña, pero no fue así. Yo apenitas
alcancé a ir a la escuela, pero sí estaba el día en que la maestra explicó bien
clarito el viaje del señor Colón. Navegaba con sus tres carabelas buscando un
paso para las Indias y se perdió en la mar; ya se moría de hambre con sus
hombres cuando desembarcó en las tierras donde habitaban desde antiguo mis
antepasados, cultivando sus milpas, cuidando sus animalitos, disfrutando de la
vida, pues. Colón se asombró al verlos y no supo dónde estaba, por eso los
llamó indios; mis antepasados se asombraron al ver al señor Colón con sus
extraños ropajes y tampoco supieron de dónde venía, por eso lo imaginaron un
dios. No, Cristóbal Colón no descubrió América, no se puede descubrir un lugar
que ya está habitado. Es como si yo ahorita que llegué de Guatemala dijera:
¡Miren, descubrí España!
Paloma la miraba embobada.
—Cuéntame más —le pidió cuando acabó su explicación.
En ese momento entró la señora acompañada de una anciana
pequeña, huesuda, que andaba con dificultad apoyada en un fino bastón negro con
empuñadura plateada.
—Parece que habéis hecho buenas migas —comentó la señora.
Angelina no entendió la expresión pero sonrió y se levantó
para saludar a la recién llegada. Le hicieron más preguntas y le hablaron de
sus obligaciones en la casa y del sueldo que ganaría.
—Paloma, ¿quieres enseñarle su habitación? —preguntó la
anciana.
La niña se levantó de inmediato, y Angelina la siguió.
Cuando se quedaron solas madre e hija, la primera señaló,
algo contrariada:
—Me parece demasiado joven. Es casi una niña. No creo que
sepa hacer nada.
—Sí, mamá, tienes razón, pero viene recomendada y necesita este
trabajo.
—No sé, hija... Desde luego, no se puede negar que con la
niña tiene mano.
En ese momento volvieron las dos.
—Sí que le ha gustado, abuela. ¿Se va a quedar a vivir con
nosotros? —preguntó Paloma.
—Si está de acuerdo con las condiciones, sí.
—¿Sabes, mamá, que Colón no descubrió América?
La abuela se rio:
—Qué cosas tienes, Paloma.
—Que no la descubrió, porque entonces Angelina habría
descubierto España...
—Anda, no digas tonterías.
—Que os lo explique ella —insistió la niña.
Las tres la miraban, y Angelina sintió turbación. No quería
perder el trabajo por impertinente, así que con el tono más amable que
encontró, expresó:
—Allá en Guatemala decimos que no fue descubrimiento, sino
encuentro de dos mundos. Ustedes llamaron Nuevo Mundo al continente que no
conocían, y ahora nosotros llamamos así a este al que venimos, como los
conquistadores antiguos, en busca de una vida mejor.
—Qué idea tan bonita —afirmó la señora sin prestarle
demasiada atención y, acto seguido, añadió—: Bueno, pues si ya lo hemos hablado
todo y no hay más que concretar, mañana por la mañana puedes volver con tus
cosas.
—Cómo no, señora, aquí estaré.
© Carmen Martínez Gimeno
© Carmen Martínez Gimeno
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Lo de Colón me ha arrancado una sonrisa, Carmen. No me digas que en las escuelas españolas todavía se les dice a los niños que Colón descubrió América. No me lo puedo creer... Veremos qué pasa el viernes que viene.
ResponderEliminarIgnoro qué se enseña en las escuelas españolas, Carmen. Este diálogo pertenece a una novela y recrea la realidad, no pretende repetirla. Sin embargo, hablar de descubrimientos es muy habitual: todos nos sentimos descubridores cuando llegamos a algo por primera vez, y Colón cumplió ese papel con respecto al continente americano para el mundo occidental. Hace unos años el sentido del viaje varió y fueron muchos los latinoamericanos que llegaron como descubridores a la vieja Europa: el Viejo y el Nuevo Mundo cambiaron los papeles. Es lo que me propongo expresar.
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