ABE doña Chona que la vida son recuerdos y esperanzas. Y a su edad los primeros no le faltan: su memoria está enredada de añoranzas que se desmadejan para endulzarle la boca, pero también de espantos capaces de devorar su sueño en noches inacabables. Esperanzas, en cambio, no le sobran porque todas las depositó en Angelina. «Allá va la vieja pelona, qué habrá sido de sus trenzas», murmuran a su paso quienes la observan con recelo por su empeño de enviar a su nieta a España, pero ella no se arrepiente aunque la eche tanto en falta. El tiempo se le agota, bien se lo advirtió san Pedro cuando le mostró su vela en sueños: «Apúrese a resolver lo que le falte porque el cabito se consume».
No le causó miedo conocer la cercanía de la muerte, al fin ya había vivido una existencia larga y sentía los huesos cansados, pero sí le afligió dejar abandonada a Angelina, que a nadie más tenía en el mundo. No, ella no podía partir sin resolver su porvenir. Como necesitaba más tiempo, compró a escondidas un trozo de vela semejante a la que le había enseñado san Pedro y se la guardó entre la ropa. Las noches siguientes se esforzó en soñar con el portero divino y no cejó hasta que al cabo de las semanas lo consiguió: san Pedro la recibió de nuevo en la sala alumbrada por millones de velas blancas, algunas recién prendidas, con la llama diminuta apenas centelleando, otras a punto de apagarse chisporroteando en un charquito de cera. Doña Chona habló y habló al santo hasta que consiguió que cerrara los ojos arrullado por sus suaves palabras pues, viejito al fin, se adormecía con facilidad, y corrió entonces a arrancar su cabito para añadirle el trozo de vela que había traído. Al hacerlo se rompió las uñas y se quemó los dedos, por lo cual tuvo que ocultar las manos al despedirse, pero san Pedro continuaba aletargado y no se percató de lo sucedido.
Doña Chona había ganado tiempo, aunque no demasiado. Por eso, cuando la carnicera del mercado le enseñó el anuncio del periódico donde se hablaba de la posibilidad de viajar a España, se empeñó en convencer a Angelina para que lo intentara. Y ahora ansía que lleguen noticias para morir tranquila cuando le toque, sabiendo que su nieta está a salvo, bajo un techo y viviendo una vida mejor de la que le habría correspondido si no se hubieran separado.
Una neblina azulada cubre la cumbre de los volcanes y el sol apenas despunta cuando doña Chona acude a casa de la señora Clovis la prestamista, como todas las mañanas. ¿Cuánto hace que se marchó Angelina? Ya cumplió el mes, calcula, enseguidita sabré de ella. Pero no, hoy tampoco hubo suerte, le asegura una sirvienta que riega las plantas del jardín.
—Mañana será, pues —se resigna la anciana.
Camino de la confitería donde recogerá los recortes de pastel que vende para ganarse la vida, se topa con un grupo de turistas que se dirigen a visitar la iglesia, rodeados de niños pedigüeños. Doña Chona los sigue con la mirada mientras suben las gradas en las que se acuclillan más figuras quejumbrosas. Una de ellas aprieta un bebé dormido contra su regazo. La anciana se sorprende al reconocerla:
—¡Melva! ¿Qué pasó? ¿Qué haces por acá?
La joven se levanta y baja la cara avergonzada:
—Nada más me senté a descansar, ya me tengo que ir.
—Espera, ¿ya tuviste un hijo?
—Sí, ya me casé.
De eso está enterada doña Chona y recuerda bien cómo sucedió. Vivían en la misma finca cafetalera de Retalhuleu, y Melva era amiga de su nieta. Las dos iban a la escuela, pero los muchachos ya las miraban y les decían sus requiebros. En la fiesta de la primavera, Melva se dejó robar por su enamorado y luego la madre no tuvo más remedio que aceptarlo. Lo mismo había hecho años atrás su hijo con Margarita, la madre de Angelina, solo que ella no lo aprobó. Cuando la trajo a su casa, no les invitó a pasar y en la puerta les dijo: «Obraste sin respetar la costumbre, por no aguardar a tener con qué atender los gastos del compromiso. No seré yo quien le dé su casa a tu esposa. Búscasela tú, ya que tú fuiste quien te la robaste sin mi consentimiento». Aunque desde entonces su hijo le retiró la palabra, su nuera le había llevado a su nieta cuando nació para que la conociera porque era buena mujer.
Melva pretende alejarse, pero doña Chona la retiene:
—¿Dónde está tu esposo?
—Quién sabe. Vivíamos en nuestra choza, no estábamos ricos, pero teníamos nuestra cama, nuestra mesa, nuestras cositas, pues. Estábamos tranquilos, felices. Pero cuando me creció la panza se amohinó y pasaba las horas cavilando, hasta que se despidió diciendo que iba a buscar un buen trabajo para mejorar, y ya no regresó.
—¿Y tu mamá no te ayuda? ¿No te recogió?
—No puede, su marido no quiere. Ya ve que volvió a casarse. Pero me manda ropita para mi chiquito y algunos centavitos, lo que alcanza, pues. Ya ve que tiene muchos hijos, muchas bocas que atender.
—Vente conmigo —le ofrece doña Chona.
Ese era el destino que había querido evitar con el viaje de Angelina a España. Cuando robaron a Melva, muchos le dijeron que Angelina sería la siguiente, pues ya le correspondía. Hasta el capataz de la finca le había ordenado que la enviara a la casa de los dueños porque ya estaba grande para asistir a la escuela. Pero esta vez doña Chona no se doblegó y se marchó con su nieta a Quezaltenango, donde también había acabado Melva, abandonada a la caridad de los viandantes.
—Vente conmigo —repite la anciana, agarrando a Melva del brazo—. Te recogeré como si fueras mi nieta.
Melva se resiste e intenta soltarse.
Igual que Angelina, a miles de kilómetros de distancia al otro lado del océano.
No quería hablar con el jefe de Marcela, no quería mirar sus ojos de ave rapaz que ya la habían intimidado cuando lo conoció en el club. Sorda a sus halagos, intentaba encontrar una excusa para que la dejara marchar.
El hombre insistió:
—Una chica guapa como tú se merece vivir bien. Conmigo podrías llegar muy lejos.
Angelina respondió al fin para librarse de la mano que la atenazaba:
—Sí, lo voy a pensar. Está bien, yo lo aviso con Marcela.
El hombre escupió desafiante antes de soltarla:
—Te voy a creer. Sé dónde vives. Tú verás lo que te conviene.
Angelina asintió con la cabeza y se alejó deprisa. Qué bueno que regresaba a su país, se dijo, que bueno que al fin había resuelto darse por vencida. En ese punto le dio un vuelco el corazón. Después de tanto esfuerzo, volvería como se había ido, con su maletita verde y poco más que ofrecer a su abuela. Qué le diría, cómo le explicaría que acá la vida no era como la pintaban, que todo era caro y nadie regalaba nada, que no era fácil encontrar trabajo y mucho menos que te pagaran. «¿Y tan pronto te rendiste?», le expresarían sus ojos aunque su boca callara. «¿No recuerdas cómo murió tu papá, cómo murió tu mamá y cómo peleamos tú y yo para aguantar vivas? ¿Cuántas veces huimos de un pueblo porque sentimos miedo, cuántas noches dormimos abrazadas en el monte bajo las estrellas? ¿Ya te diste por vencida?». No, decidió Angelina. Aún no. Primero tendría que crecerle el cabello, reflexionó mientras lo acariciaba con la mano. Ese sería el plazo que se daría para mejorar su suerte.
Se dirigía al supermercado por si le volvían a mandar limpiar el horno, cuando vio en un quiosco una revista donde aparecía desnuda en la portada la exuberante chica que había salido en la televisión afirmando ser la salvadora del bebé abandonado en el Retiro: «Adelita abre su corazón», decía el titular. Entonces le vinieron a la memoria las palabras del hombre a quien había entregado al niño: «Quiero que sepa que puede recurrir a mí si se encuentra en dificultades». Nada perdía con ir a verlo.
Tomó el metro hasta la estación de Retiro y repitió el recorrido que había efectuado corriendo con el recién nacido en los brazos. A la luz del día no le costó dar con la puerta que le habían abierto esa noche angustiosa. Pero estaba cerrada. Tocó al timbre y aguardó.
—Pasa —la invitó sonriente el mismo hombre que apareció al fin.
Obedeció y penetró en la habitación que recordaba repleta de estanterías metálicas y cajas de cartón. El hombre la empujó suavemente hacia un pequeño despacho y cerró la puerta una vez que entraron. Sentados con un escritorio de por medio, el hombre informó ante el silencio de Angelina:
—El bebé está muy bien. Sano y fuerte. Lo cuidan como merece y pronto tendrá padres adoptivos que lo querrán y lo criarán.
Angelina sonrió y asintió con la cabeza. El hombre prosiguió:
—Ahora cuéntame de ti.
Angelina abrió mucho los ojos pero no rompió el silencio. El hombre dijo que era el encargado de una ONG y le preguntó de dónde era, cuánto tiempo llevaba en España, con quién vivía y a qué se dedicaba. Poco a poco Angelina le fue respondiendo.
El hombre se admiró de su valentía con tan pocos años:
—Opino que aún eres muy joven para trabajar. Deberías estudiar, aprender algún oficio tal vez, para que te sea más fácil ganarte la vida en el futuro.
Angelina negó con la cabeza a la vez que manifestaba:
—Aquí es otro modo.
El hombre no comprendió sus palabras. Angelina se explicó:
—Lindo es prepararse para el futuro, pero los pobres no podemos. Si yo ahorita no trabajo, ¿quién me mantiene? El hoy está aquí; el mañana, ¿quién lo verá? No, yo no tengo futuro, no más el día de hoy para ganar mis centavitos y que no me saquen de la casa de doña Charito y me alcance para comer siquiera un poco. No más eso.
—Pero tú misma afirmas que tu abuela te mandó aquí para que disfrutaras de una vida mejor. Para que prosperaras.
—Así fue, señor. Mi abuelita quería protegerme como se protege a un hijo, dándome lo bueno de su corazón, y me envió a España pensando que acá la ley me cuidaría para que no me maltraten, no me den susto, no me hagan sufrir, pensando que viviría segura, trabajando por mi gusto y ganando bien, porque ustedes tienen derechos humanos.
«Derechos humanos», repitió mentalmente el hombre, impresionado por lo que acababa de escuchar.
—No es la mejor solución, pero por ahora no se me ocurre otra —dijo tras unos momentos de vacilación—. Conozco a una familia que está buscando una persona para que atienda a la abuela y a la nieta pequeña. ¿Te interesaría el puesto?
Angelina asintió, y el hombre buscó la agenda para llamar por teléfono. Cuando hubo concluido la conversación, recalcó:
—Ya has escuchado. Has de presentarte esta tarde a las seis en esta dirección —la escribió con letras mayúsculas en el reverso de una tarjeta y le explicó cómo llegar.
Las seis menos diez. Angelina se hallaba ante la verja metálica de un chalet pareado cubierto de hiedra. Comprobó la dirección que tenía apuntada: Estrella Polar número 7. Sí, esa era la casa, pero no se atrevió a llamar al timbre porque aún faltaba un poco para la hora convenida. Ladró un perro en el jardín vecino y pasaron dos niños risueños montados en patinetes. Las glicinias florecidas despedían su penetrante fragancia. Parecía un barrio tranquilo. Comprobó otra vez el reloj, y el tiempo no corría. Dio unos pasos calle abajo, cada vez más asustada. A las seis menos cinco le latía tan fuerte el corazón que le entraron ganas de marcharse, y en ese justo momento se abrió la puerta.
—Buenas tardes —la saludó una mujer delgada con semblante amable—. ¿Eres Angelina?
—Sí, señora, buenas tardes.
—Pasa. Te he visto desde arriba y, como me pareció que dudabas, he bajado. Estas calles están tan mal indicadas...
Angelina la acompañó al interior de la casa hasta un salón, donde ambas se sentaron una enfrente de otra en sendos sofás. La señora le hizo unas cuantas preguntas generales y luego le pidió que esperara porque iba a buscar a su madre, que era de quien debería ocuparse principalmente.
En una mesa baja había una niña escribiendo en un cuaderno que de vez en cuando miraba curiosa. Cuando se quedaron solas, dijo:
—Me llamo Paloma.
—Está lindo tu nombre.
—¿Hablas así porque eres de Guatemala?
—Eso creo.
—Guatemala está en América.
—Así es.
—Cristóbal Colón descubrió América.
—No, mi niña, no la descubrió.
—Sí. Yo lo he estudiado. Fue en 1492.
—No te vayas a enojar, mi niña, pero no fue así. Yo apenitas alcancé a ir a la escuela, pero sí estaba el día en que la maestra explicó bien clarito el viaje del señor Colón. Navegaba con sus tres carabelas buscando un paso para las Indias y se perdió en la mar; ya se moría de hambre con sus hombres cuando desembarcó en las tierras donde habitaban desde antiguo mis antepasados, cultivando sus milpas, cuidando sus animalitos, disfrutando de la vida, pues. Colón se asombró al verlos y no supo dónde estaba, por eso los llamó indios; mis antepasados se asombraron al ver al señor Colón con sus extraños ropajes y tampoco supieron de dónde venía, por eso lo imaginaron un dios. No, Cristóbal Colón no descubrió América, no se puede descubrir un lugar que ya está habitado. Es como si yo ahorita que llegué de Guatemala dijera: ¡Miren, descubrí España!
Paloma la miraba embobada.
—Cuéntame más —le pidió cuando acabó su explicación.
En ese momento entró la señora acompañada de una anciana pequeña, huesuda, que andaba con dificultad apoyada en un fino bastón negro con empuñadura plateada.
—Parece que habéis hecho buenas migas —comentó la señora.
Angelina no entendió la expresión pero sonrió y se levantó para saludar a la recién llegada. Le hicieron más preguntas y le hablaron de sus obligaciones en la casa y del sueldo que ganaría.
—Paloma, ¿quieres enseñarle su habitación? —preguntó la anciana.
La niña se levantó de inmediato, y Angelina la siguió.
Cuando se quedaron solas madre e hija, la primera señaló, algo contrariada:
—Me parece demasiado joven. Es casi una niña. No creo que sepa hacer nada.
—Sí, mamá, tienes razón, pero viene recomendada y necesita este trabajo.
—No sé, hija... Desde luego, no se puede negar que con la niña tiene mano.
En ese momento volvieron las dos.
—Sí que le ha gustado, abuela. ¿Se va a quedar a vivir con nosotros? —preguntó Paloma.
—Si está de acuerdo con las condiciones, sí.
—¿Sabes, mamá, que Colón no descubrió América?
La abuela se rio:
—Qué cosas tienes, Paloma.
—Que no la descubrió, porque entonces Angelina habría descubierto España...
—Anda, no digas tonterías.
—Que os lo explique ella —insistió la niña.
Las tres la miraban, y Angelina sintió turbación. No quería perder el trabajo por impertinente, así que con el tono más amable que encontró, expresó:
—Allá en Guatemala decimos que no fue descubrimiento, sino encuentro de dos mundos. Ustedes llamaron Nuevo Mundo al continente que no conocían, y ahora nosotros llamamos así a este al que venimos, como los conquistadores antiguos, en busca de una vida mejor.
—Qué idea tan bonita —afirmó la señora sin prestarle demasiada atención y, acto seguido, añadió—: Bueno, pues si ya lo hemos hablado todo y no hay más que concretar, mañana por la mañana puedes volver con tus cosas.
—Cómo no, señora, aquí estaré.

© Carmen Martínez Gimeno


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