viernes, 1 de noviembre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 13)

No, para estar encantada
no es preciso ser
casa.
Basta con dejarte
encerrar.
Te quieren
o eso dicen
por lo que no eres,
y acatas madriguera
de ratón imaginando nido
de águila.
La llaga sangra
entre tus piernas,
y humillas la cabeza,
el horizonte ceñido al dobladillo
de tu falda.
                                          C.M.G.

CAPÍTULO 13

N
O ha amanecido todavía, pero Angelina está despierta, escuchando los suaves ronquidos de doña Chona que duerme a su lado. Aunque ya han pasado varios días desde su llegada a Quetzaltenango, aún se emociona al recordar la cara de sorpresa de su abuela y el apretado abrazo con que la recibió después de tantos meses separadas. Ah, qué tranquila se siente a su lado, respirando su olor a las hierbas con las que prepara remedios, recibiendo las caricias como al descuido de esas manos ya arrugadas pero cálidas que le daban de comer y la vestían de niña. Su abuela, doblemente madre, su refugio, los ojos ora alegres, ora afligidos que la vieron crecer.
—¿Qué tienes, abuelita?, ¿de qué te enfermaste? —fue lo primero que había preguntado Angelina al entrar en la casa.
Y enseguida se enteró aliviada de que no era ella la enferma, sino Braulio, el marido de Melva:
—Agarró unas fiebres allá en la costa y se vino para que yo lo curara. Va mejorcito, ya ves que hasta se levanta del petate.
Doña Chona no alcanzaba a comprender cómo sus patrones le habían permitido tomarse unas vacaciones tan largas y no cesó de hacer preguntas hasta que se convenció de podría regresar.
—No hay apuro, abuelita, me quieren allá en la casa donde trabajo y no me despedirán. Allá quedaron aguardándome mi niña Paloma y también doña Mercedes. Y además allá dejé con las monjas mi cofre de doña Virtudes.
El cofre. Doña Chona tampoco alcanzaba a comprender que una desconocida hubiera entregado sus bienes como herencia a su nieta, ni entendía las inscripciones de la medalla.
—Meras palabras no más ruido son —sentenció.
—No, abuelita, algo querrán decir. ¿No me vas ayudar a resolver el acertijo?
—No más es una perdedera de tiempo. Desde cuándo los pobres cavilamos en latín.
Pero Angelina conoce bien a su abuela y se dio buena maña para convencerla:
—Pues fíjate que doña Virtudes sí sabía tu adivinanza de la jicarita.
—¿De veras? —se asombró la anciana—: ¿Cómo es que dice en la medalla?
Do ut des es lo que está escrito en una de las caras: «Doy para que des».
—«Doy para que des» —repitió entre dientes la anciana—, «doy para que des»… Sí que está difícil… se me hace que quiere decir que se espera de nosotros lo mismo que se nos da. La señora que te dejó su cofre fue generosa y tal vez espera que tú también lo seas.
—Tal vez —asintió Angelina.
Las dos habitaciones que componen la casa permanecen en penumbra. De la primera, que es donde está el fuego, las ollas de barro, el maíz, la leña y el telar, proviene un agudo olor a ceniza y fermentación que penetra en la segunda, donde se acuestan todos, Angelina y su abuela en la cama, Melva, Braulio y el niño, en un petate extendido sobre el suelo de tierra apelmazada en el rincón más apartado.
Angelina se levantaría, pero no quiere hacer ruido hasta que los demás se despierten. Doña Chona no está enferma, aunque sí más cansada. Se ve que se le van agotando las fuerzas. Le cuesta cargar la bandeja de recortes de pastel y cada vez abrevia más el recorrido de venta. Pasa la mayor parte del tiempo sentada a la sombra de las ceibas en el mercado, aguardando a que sean los compradores quienes acudan a ella.
Los sonidos guturales del niño rompen por fin el silencio. Como sus padres no le prestan atención, se incorpora y camina con paso vacilante hasta la mesa, donde se pone de puntillas para alcanzar una naranja de las que Angelina ha traído de España.
—Linda la pelota —le agradeció Melva cuando le ofreció una, pensando que era un regalo para su hijo.
Cuando Angelina le explicó que era una fruta y se comía a gajos, se quedó sorprendida. En Quetzaltenango las naranjas son verdes y solo sirven para zumos. A Melva le pareció tan bonita que le dio lástima consumirla, y el niño juega constantemente con ella.
Los primeros rayos de sol se filtran entre las ranuras de la puerta, y Angelina se levanta a abrirla para que entre la luz. Qué fácil es acostumbrarse a las comodidades, piensa mientras se asea en la tinaja, abrir un grifo y tener agua, acudir al frigorífico y encontrar comida. Aquí ni siquiera hay armario donde guardar la ropa, que permanece en la maleta bajo la cama.
Angelina quiere convencer a doña Chona para que deje de vender recortes de pastel, puesto que ha traído dinero y le puede seguir mandando, pero no lo consigue. Su abuela dice:
—Pon y no quites, y crecerá tu escondite. No sabemos lo que nos aguarda en la vida. Mientras me sostenga en pie, sacaré para el gasto diario.
Lo más que logra Angelina es acompañarla y llevarle la bandeja hasta que llegan al mercado. Pero las ventas las hace doña Chona, que es quien entiende del negocio. De vez en cuando se acerca algún niño tocando un silbato de barro en forma de pez, pájaro u otro animalito para pedir el aguinaldo. Angelina les reparte alguna moneda, y entonces se van corriendo con la música a otra parte.
Cerca de ellas, Melva extiende sus bordados sobre una manta y se sienta paciente sobre las piernas, mientras el niño corretea vacilante a su alrededor, tratando de coger algún pájaro. Cuando dejó de lavar por las llagas de las manos, se dedicó a tejer y cada vez lo hace mejor.
Tres mujeres rubias se detienen ante ella para observar sus vistosos animales bordados. Hablan entre sí antes de que una le pregunte:
—¿Los has hecho tú?
Melva asiente con una sonrisa.
—¿No te interesaría trabajar en nuestra empresa? Tus diseños son muy originales y se venderían bien en el extranjero.
Melva las mira boquiabierta sin contestar.
La mujer prosigue para tratar de convencerla:
—Hay más muchachas como tú colaborando con nosotras. Puedes hablar con ellas y pasar a ver nuestras instalaciones. Tenemos un taller y también una tienda.
Melva sigue sin reaccionar porque no entiende lo que sucede.
—¿Quieren comprar? —pregunta al fin—. Buen precio. Elijan.
—No, no. Te estamos ofreciendo algo mejor.
Melva lanza una mirada de auxilio a Angelina, que se acerca a escuchar. La mujer le repite su oferta.
—¿Y qué es lo que tendría que hacer? —se interesa Angelina.
—Los mismos bordados, solo que sobre cobertores, tapices, bolsos, en fin, una gama más amplia de artículos que luego se exportarían. Trabajo artesano, pero bien organizado para sacarle rendimiento. ¿Tú también sabes bordar?
—No, yo no, pero puedo acompañar a mi amiga para que nos enseñen su taller y nos expliquen clarito las condiciones. Yo creo que sí va a querer trabajar para ustedes.
La mujer le entrega una tarjeta con la dirección y se despiden hasta el día siguiente.
Angelina felicita a su amiga y la anima a aprovechar la oportunidad, explicándole lo bien que se venden en España las artesanías guatemaltecas en puestos en la calle y en tiendas.
—Ahorita, si te esfuerzas, sí ganarás suficiente para criar a tu hijo.
Braulio es el más feliz de los hombres cuando le cuentan lo sucedido y decide que una buena noticia como esa hay que celebrarla. A pesar de la fiebre que aún le dura, se levanta del petate y se marcha de la casa. Vuelve al cabo de las horas con un par de botellas de licor y un joven de cabello lacio y ojos avispados.
—Es un amigo de la costa, allá tiene sus tierritas. Vino a la ciudad a resolver unos asuntos y lo invité a festejar nuestra buena suerte. Jacinto es su gracia.
Esa noche, cuando las mujeres ya se han acostado y Braulio ha salido con Jacinto para acompañarlo hasta el lugar donde se hospeda, Melva se acerca a la cama.
—¿Ya te dormiste, Angelina? —le pregunta en voz queda.
—No, aún no.
—Vente, tengo que platicarte algo.
Para no despertar a doña Chona, se dirigen a la otra habitación, donde aún brillan los rescoldos del fuego.
—Vieras lo que pasó —musita Melva excitada—. Antes de irse, Braulio me pidió que te hablara, pues le gustaste a Jacinto para esposa.
—Ya, Melva, déjate de payasadas.
—No, qué payasadas —insiste Melva—. Que no te quiere robar, dijo, que te pedirá a tu abuelita y te traerá tus donas.
—¡Cómo crees! —exclama Angelina—. ¡No me salí de Guatemala para regresar a Guatepeor!
Pero Melva prosigue:
—No es un peoresnada, tiene sus tierritas con qué responder allá en la costa. Más te vale aceptar a las buenas, porque a las malas te jala.
—No lo verán sus ojos.
—¿Qué tiene de malo, pues?, ¿es que no te gusta? Ya te toca, Angelina, más adelante nadie te querrá.
—Cómo es el mundo. Acá me ven ya grande para casarme, y en España, chica para trabajar.
—Tú eres de acá. Aprovecha tu suerte, como tú me aconsejas.
—Ya vámonos a dormir —concluye Angelina para no seguir discutiendo.
—Muchacha necia —susurra Melva contrariada mientras se dirige al petate.
La preocupación desvela a Angelina. Sabe que está indefensa y que, si se lo propone, Jacinto la puede robar y no tendrá protección por mucho que su abuela intente impedirlo. No hay hombres en su familia que la defiendan y habrá de resignarse a ser su esposa. De ningún modo, se rebela furiosa, no se ha esforzado tanto para que otros decidan por ella. Regresará a España para evitarlo, y será chef de cocina o escritora, como le propuso Paloma, o cualquier otra cosa que le interese. En cuanto se despierte, le contará a su abuela lo sucedido para que esté prevenida.
Pero las horas tardan en pasar y no para de dar vueltas en la cama. La idea de que la roben la obsesiona y no puede quitársela de la cabeza. Omnia mecum porto, repite para dejar de pensar, omnia mecum porto, y lo hace tantas, tantas veces, que al final le parece entender el significado. Sí, eso es, se dice, todo lo mío lo llevo conmigo. Mi riqueza soy yo.
Braulio no ha regresado aún cuando a la mañana siguiente Melva se prepara nerviosa para acudir a la cita en el taller. Angelina está tan enfadada que no quiere acompañarla, que se las arregle sola, se dice, a ver qué tal le va.
Pero doña Chona no es de la misma opinión:
—¿Cómo es que dice la medalla? ¿Ya lo olvidaste?
No son necesarias más palabras. Angelina da su brazo a torcer y ayuda a Melva a elegir los mejores bordados para mostrarlos a las mujeres que la quieren contratar. También se ofrece a cargar en sus brazos al niño para aliviar el peso a su amiga, pero desiste ante su llanto y pataleo. No habrá quien lo separe del regazo de su madre porque, aunque ya camina, sigue mamando del pecho que busca con su ágil manita en cuanto le acucia el hambre. No, nadie conseguirá que abandone el rebozo donde su madre lo trasporta meciéndolo cerca de su corazón, sus latidos la mejor de las nanas.
Muchos ya conocen el taller de las patronas americanas que dan trabajo a tantas tejedoras de los alrededores. Está al final de una de las calles principales y es una antigua casona blasonada de un solo piso con patio interior que han cubierto para exponer entre plantas y una fuente central de cerámica las coloristas labores de sus empleadas. Doña Chona ha acompañado a Melva y Angelina hasta la gran puerta de dos hojas pero no ha entrado con ellas. Ha preferido aguardarlas en una plazoleta que queda casi enfrente, sentada a la sombra de un árbol. Así venderá mientras tanto algún recorte de pastel a los viandantes golosos.
Las jóvenes tardan porque la visita es larga y hay mucho que organizar. Doña Chona mira al cielo para calcular por el sol la hora y se alegra. Buena señal, piensa contenta, si aún siguen dentro es porque Melva está logrando su lugarcito para ganar un salario. La convidará a un recorte de pastel de crema para celebrarlo, decide, apartando a un lado de la bandeja el más apetitoso.
Brilla el sol de mediodía cuando por fin se abre la puerta de madera y sale Angelina, seguida de Melva y una de las mujeres rubias que estaba en el mercado. Las tres sonríen y se dan la mano como despedida.
Doña Chona se levanta parsimoniosa para dirigirse a su encuentro. Una camioneta negra que aparece de improviso irrumpe en su camino y la tira al suelo cuando intenta retroceder para esquivarla. Por un instante pierde la conciencia debido al golpe contra la calzada, pero no es nada… no es nada, repite al escuchar gritos, no es nada, estoy bien, repite… Y ve que Angelina es quien grita y levanta los brazos… la señora rubia mueve la cabeza y pide socorro… Melva no está.
—¡Llamen a la policía! —grita la señora rubia—. ¡Acaban de raptar a una mujer y a su hijo!
Doña Chona logra ponerse de rodillas y luego levantarse, olvidando sus dolores para avanzar presurosa hasta su nieta.
—¡Abuela, se robaron a Melva y al chiquito! ¡Pobre de ellos, pobre de nosotras! ¿Qué haremos, ay, qué haremos ahorita?
Doña Chona agarra de la mano a su nieta y tira de ella para dirigirse a la casa de la señora Clovis la prestamista, repitiendo como una letanía:
—Ella la encontrará si quiere, ella tiene cómo… ella tiene cómo…
Una docena de hombres sombrerudos, insensibles y armados escuchan las palabras imperiosas de la prestamista en el patio de su casa donde han sido convocados:
—Quiero a la muchacha viva, no lo olviden, y también a su hijo chiquito. No me vayan a venir con disculpas. Y le dan su escarmiento a quien la tenga retenida, no más para que aprenda que a mi gente no se la toca. Ella es de mi casa igual que ustedes. Ya lo saben.
Un hombre más viejo y malencarado que acaba de llegar revela:
—A la muchacha la vendió el esposo. Eso andan diciendo por ahí.
—Me la buscan igualmente —ordena implacable la señora Clovis.
Alas quisieran tener doña Chona y Angelina para volar a su casa y pedir cuentas a ese desgraciado de Braulio. Pero no está cuando por fin llegan, y ningún vecino lo ha visto. Llorando la tragedia de Melva, se ponen a buscarla por los alrededores, aunque tienen pocas esperanzas de dar con ella. Nadie entrega información, nadie es capaz de ofrecer esperanza aunque quisiera, y pasan angustiosas las largas horas siguientes.
Un día sin Melva, después dos días, tres… A la semana, la señora Clovis manda a buscarlas.
—¿Qué pasó? —pregunta doña Chona—. ¿Ya apareció?
El hombre sombrerudo que ha tocado a su puerta no quiere hablar. La señora Clovis las está aguardando.
Hay mucha gente congregada en torno a la casa de la prestamista. Muchas mujeres del mercado que conocían a Melva y algunos hombres curiosos. Se han formado corrillos donde se comenta lo sucedido.
—No se lo merecía —alcanza a escuchar Angelina antes de llegar a la puerta, abriéndose paso a codazos.
—Ya vino doña Chona —se alegra un hombre vestido de blanco como los habitantes de la costa—.Tal vez la salve.
Pero ninguna ilol, por grande que sea su conocimiento, por mucho poder que posea para sanar física y espiritualmente, es capaz de resucitar a una muerta.
Melva yace sobre una cama con los ojos abiertos, la boca apretada en un rictus de dolor y el rostro cerúleo salpicado de quemaduras de cigarro. Está desfigurada y cuesta reconocerla. Pero es ella, la misma muchacha que cada mañana se peinaba en gruesas trenzas ese cabello ahora sucio y enredado; la misma que lavaba y tendía al sol esa ropa ahora desgarrada y cubierta de barro.
Angelina contempla sus brazos y piernas repletos de cardenales y mordiscos.
—¿Quiénes fueron, amiga, los salvajes que tanto te maltrataron? —pregunta llorando, arrodillada a su lado.
Doña Chona se interesa por el niño.
—No apareció mi chiquito lindo —responde la señora Clovis—. No estaba en el barranco donde arrojaron a la pobre de Melva. Llevaba sus días allá según dicen, porque ya se la querían comer las alimañas. Mis hombres vieron la pelea de los zopilotes y se acercaron echando bala. Dijeron que no era la única, que había más mujeres allá tiradas como basura. Se trajeron a Melva y luego avisaron a la policía.
Doña Chona menea desesperanzada la cabeza. La señora Clovis prosigue:
—De nada servirá, ya sé. Nosotras solo podemos darle el entierro que se merece. Y lavarla y vestirla para que entre con dignidad en la otra vida. Allá no abusarán de ella como hicieron en esta. Le daremos su cuchillo bien afilado para que se defienda. Ah, si cayeran en mis manos quienes así la maltrataron…
Doña Chona asiente y pide agua caliente. La señora Clovis ordena a sus criadas que la traigan y sale de la habitación para escoger ella misma la ropa con que vestirán a la muerta y el mejor de sus perfumes.
Toda la noche en vela, llorando por Melva. Son muchas las personas que se han dolido por su muerte y han acudido a despedirla. No hay que contratar plañideras porque a Angelina y las criadas de la señora Clovis les sobran las lágrimas. Por la mañana, la procesión que acompaña el ataúd hasta el cementerio es larga, casi como la de una persona principal, y están terminando de echarle la tierra encima, cuando sobre el silencio se alza una voz quejumbrosa:
—¿Es cierto lo que dicen? ¿Están enterrando a mi esposa?
Doña Chona levanta la cabeza, se abre paso entre los congregados hasta quedar frente a Braulio y escupe con rabia:
—Tú la vendiste, mal nacido, tú consentiste que abusaran de ella.
—¡No! Fíjese que estoy bien enfermo, las calenturas no me dejan pensar, me perdí y hasta creo que me desmayé. No sé qué pasó. Tal vez tomé demasiado, no sé. Yo no vendí a mi esposa, solo la presté para que acudiera a una fiesta. No más tenía que divertir a unos ricachos y servirles sus tragos, solo eso…
—Tú la vendiste, traidor —repite feroz doña Chona.
—Me querían matar, qué más iba yo a hacer —se justifica Braulio—. Por unos centavitos que dejé debiendo, me querían matar…
—¿Te querían matar? ¡La muerta es ella!
Doña Chona coge una piedra del montón preparado para adornar la tumba de Melva y la arroja rabiosa contra Braulio.
—¡La muerta es ella! —repite la carnicera del mercado, y la piedra que lanza le golpea en el pecho.
—¡La muerta es ella! —claman más voces, y llueven las piedras en diluvio contra Braulio.
Una le descalabra, y corre la sangre roja por su cara, nublándole la vista. De los alrededores acude mucha más gente al reclamo de los gritos, bien provistos de palos y piedras. Braulio intenta escapar a trompicones y es perseguido. Huye entre una jauría de hombres y perros rabiosos que le pisan los talones. Cae al suelo y lo muelen inmisericordes a palos y patadas hasta convertirlo en un guiñapo inerte.
La turba se dispersa igual que apareció mientras en el cementerio prosigue el entierro de Melva con un puñado de personas que terminan de echar tierra sobre el ataúd y colocan encima las piedras. Cuando finalizan, quienes pasan al lado del caído lo escupen y siguen de largo. Doña Chona y Angelina son las últimas en abandonar el lugar. Han adornado la tumba con las flores mandadas por la señora Clovis y plantado hierbas de olor a su alrededor. Tampoco ellas socorren al caído. Se alejan apartando la mirada, apretados los puños manchados de tierra, el corazón amargo de ira. Los volcanes lanzan bocanadas de humo en el horizonte, oscureciendo el cielo. Tampoco allá arriba hay cabida para la clemencia.

© Carmen Martínez Gimeno


 ¿Te has perdido algún capítulo? Aquí tienes los enlaces desde el comienzo:

5 comentarios:

  1. ¡Muy hermoso! Te agradezco por compartir tu producción. He leído los 13 capítulos de un tirón; hacía mucho tiempo que no me ocurría eso.
    Espero ansiosa el próximo capítulo.

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    1. Muchas gracias, Viviana. Esta novela la escribí hace muchos años, evocando los recuerdos del tiempo que viví en Guatemala, pero cada semana reescribo el capítulo que publico porque yo he cambiado y la vida también. Ya va quedando poco de la historia original, así que pronto pondré punto final a esta historia.
      Pero tengo nuevos proyectos en mente...
      Muchísimas gracias por pasarte a leer. Este blog es tu casa. Siempre me alegraré de verte por aquí. Un saludo.

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  2. Me gustaría adquirir dos de tus libros: Nada del otro jueves y El ala robada y otros cuentos. ¿Están a la venta en Argentina?

    Un saludo

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    1. El ala robada se publicó en papel en el año 2000. La edición se agotó y no se ha reeditado aunque obtuvo bastante reconocimiento y está hasta en la Biblioteca del Congreso de Washington. El año pasado hice la edición digital añadiendo a la novela corta cuentos inéditos. Solo se puede comprar en Amazon de momento. Nada del otro jueves también es un libro digital publicado en Amazon. Ambos libros están a la venta en todas las plataformas de Amazon. Supongo que en Argentina es Amazon.com. Se pueden leer en Kindle, Ipad, teléfonos inteligentes y computadoras. Es muy fácil.
      Por cierto, en el blog puedes encontrar dos de los cuentos incluidos en el El ala robada, «El sexo según Panchito» y «Cámara estéril». En la entrada titulada «Trenza que trenza estrellas» también puedes leer un comentario sobre El ala robada.
      Muchísimas gracias por tu interés, Viviana.

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