Noche de Todos los Santos.
Frío. Las campanas todas
de la tierra están sonando.
Juan Ramón Jiménez
CAPÍTULO 11
N
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OVIEMBRE
entró revuelto de brumas y hielo. El granizo golpeaba insistente las tejas y
repiqueteaba contra los cristales, formando una cortina espesa que el afilado viento
movía en ondas a su antojo. Triste se había levantado el sábado tan deseado.
Angelina contemplaba desde la ventana de la cocina el manto de piedras blancas
que iba cubriendo los arriates, humillando más si cabe las violetas, deshojando
los pensamientos amarillos y descabezando los crisantemos rojos recién floridos
que ella cuidaba a diario. El magnolio del rincón se sacudía en un remolino de
hojas, librando una desigual batalla que dejaría sus gruesas hojas verdidoradas
repletas de magulladuras. Los pájaros habían desaparecido. Angelina los imaginó
volando ya próximos a los lugares soleados a los que habían emigrado, tal vez
incluso a Guatemala, y se limpió con la mano una lágrima que se le había
escapado.
Paloma lo notó y preguntó qué le
pasaba. La cebolla que estaba picando, se disculpó Angelina, moviendo con
precisión el largo cuchillo sobre la tabla de cortar donde había ordenado en
coloridos montones las verduras necesarias para el sofrito de la carne que iba
a cocinar. Pero Paloma no se dio por vencida:
—No me engañas, Angelina.
Y ella reveló al fin:
—Extraño a mi abuelita. Esta es una fecha muy señalada para
las dos, pues es el día en que festejamos a mi papá, a mi mamá y a mi hermanito
que no alcanzó a nacer. A nosotras con la guerra se nos perdió la memoria de
muchas cosas, nos arrancó las raíces y nos obligó a ser andariegas, pero a
ellos nunca los olvidamos, y cada año regresamos el día de los muertos al cerro
de su tumba para preparar el altar con sus flores, su calabaza y la comida que
más les gustaba. Hasta su traguito le ponemos a mi papá, y eso que a mi
abuelita no le gustan los hombres tomadores: «Ya que tuvo una muerte tan
amarga, que se dé su gusto este día», dice.
Paloma asintió con la cabeza y quiso consolarla:
—Podemos hacer una ofrenda en el jardín. Mis amigas y yo
preparamos una preciosa cuando enterramos a un gorrión hace dos veranos.
—Se la llevaría el viento —gimoteó Angelina.
Paloma la abrazó por la cintura y reposó la cabeza en su pecho.
Después le tiró de la mano para conducirla a su dormitorio.
—Tú prepara la mesa aquí. ¿Qué le gusta más a tu papá, el
vino o el whisky?
Angelina se encogió de hombros, y Paloma se marchó corriendo.
Apenas había tenido tiempo Angelina de extender el manto de
Zunil sobre la mesa de madera donde solía planchar, cuando Paloma regresó con
dos botellas y un jarrón con tulipanes y margaritas artificiales.
—Ahora traeré más flores del jardín si quieres —precisó—.
¿Qué más necesitas?
Comida. No podrían preparar los platillos que se acostumbraban
en Guatemala, pero Angelina adujo que sus papás nunca habían sido exigentes. Se
contentarían con las lonchas de jamón, las rodajas de chorizo, el pan y las
naranjas que sacó Paloma del frigorífico. Y se empeñó además en añadir leche
porque estaba segura de que era lo mejor para el bebé muerto.
Angelina encendió tres velas blancas, se arrodilló y con los ojos
cerrados comenzó a recitar en voz baja, balanceándose acompasadamente como si
siguiera el ritmo de una música que Paloma no escuchaba.
—¿Qué haces, qué dices? —preguntó asustada—. ¿Van a aparecer
tus muertos?
—Vendrán, sí, eso espero —respondió Angelina, abriendo los
ojos.
Paloma alegó que la llamaba su madre y se marchó corriendo de
la habitación porque no quería ver llegar a los esqueletos descarnados que se
imaginó vestidos con ropas en girones. Angelina continuó recitando la oración que había compuesto su abuela:
…he tendido el
altar, comience la fiesta.
Regresad por un día
de la región oscura,
salid pronto del
sueño,
jefe de águilas,
tejedora de plumas,
capullo que no
abrió...
Un tenue rayo de sol se coló entre las espesas nubes y penetró
por la ventana. Angelina volvió la cara hacia él y sonrió. Después se levantó
del suelo, cerró la puerta y se dirigió a la cocina. Tenía que concluir sus quehaceres
antes de que la echaran en falta. Y debía apresurarse, pues Beto la estaría
aguardando junto a la boca del metro como habían convenido. El corazón le dio
un brinco cuando pensó en él. Comerían juntos y después le pediría que la
acompañara al convento de las Madres Oblatas. Ya sabía cómo llegar porque
Paloma había buscado la dirección en la guía telefónica.
La retrasaron más de la cuenta las últimas ocurrencias de
doña Mercedes, que si dónde está mi perfume, este no es porque huele a flores
de muerto, no, esos zapatos no, que me hacen daño, Angelina, hoy quiero que me
peines con un moño italiano, ¿dónde está Paloma?, a ver si se la van a llevar
esos que roban niños, ¿no has oído el silbato?, el robadoooor… van pregonando
los muy canallas. Angelina apenas tuvo tiempo de cambiarse de ropa y lavarse
las manos para borrar los olores de los guisos. Ya en el autobús, sacó del
bolsillo la pulsera de estrellas y se la abrochó. Es preciosa, pensó mientras
la hacía girar alrededor de la muñeca, Beto me la dio porque me quiere. Me
quiere, repitió para sí atolondrada, y le entraron ganas de reír.
Antes de que el autobús hubiera llegado a la parada, Angelina
ya se había colocado junto a la puerta para descender la primera y corrió y
corrió y corrió desmelenándose hasta llegar a la boca del metro donde habían
quedado. Beto no estaba. Angelina lo buscó por los alrededores y miró su reloj.
No, tampoco era tan tarde. Tal vez Beto no era puntual, así que debía aguardar
paciente. Pero pasó una hora y luego otra. Ya me olvidó, se entristeció
Angelina; no, tampoco, es pronto para pensar en eso: ha de haber tenido un
imprevisto, se consoló. Y esperó una hora más. Pero se cansó. No iba a perder
su día libre aguardando. Nada de penas, se dijo, y decidió tomar el metro para visitar
a las Madres Oblatas, como tenía pensado.
Cuando llegó ante las puertas del jardín, ya había una gran
cola de personas aguardando, aunque aún no habían empezado a servir las comidas.
A primera vista se notaba que eran personas pobres, maltratadas por la vida,
que cargaban bolsas de plástico y bultos con sus míseras pertenencias. Angelina
se maravilló de no haberse dado cuenta la primera vez. Estaba recién llegada y
en Guatemala no había visto blancos pobres, solo indios y negros, eso la había
confundido. Cuánto había aprendido desde entonces: en esta ciudad la pobreza no
respetaba razas, y había rubios de ojos azules y dientes de oro padeciendo
miseria y aguantando estoicamente para llenarse el estómago el helado viento de
ese día tan nublado que volvía a amenazar lluvia. Angelina tampoco había
comido, pero no quiso ocupar el lugar de un necesitado y se salió de la fila con la intención de
acercarse a la puerta para hablar con la monja a quien buscaba.
—¡Eh, tú, no te cueles! —le gritó una mujer desgreñada que
daba ansiosas caladas a un cigarrillo casi consumido.
Otras voces se alzaron para unirse a la protesta, y Angelina no
quiso discutir y aguardó paciente a que fuera avanzando la cola. Cuando por fin
le tocó subir las escaleras para entrar al comedor, la monja con el delantal
blanco inmaculado que la saludó no era la que recordaba.
—No te quedes ahí, vamos, busca un sitio para sentarte —le
dijo al ver su vacilación.
Angelina la obedeció y se colocó en el primer hueco que
encontró. Otra monja de rostro redondo y sonriente le trajo una bandeja con
sopa de fideos, guiso de carne, un trozo de pan y un flan, deseándole buen
provecho.
La joven le dio las gracias y comió mecánicamente, pensando
cómo actuar. Cuando terminó y se levantó a vaciar la bandeja, se dirigió a
quien le había servido:
—Disculpe la molestia, yo vine acá por doña Virtudes.
—¿Cómo dices, que buscas a doña Virtudes? —replicó la monja—.
Había una anciana que se llamaba así y venía mucho, pero ya murió.
—No, yo ya sé que murió. Vine acá por ella.
—Ay, hija, me alegro de que te trajera. Ahora puedes volver
sola cuando quieras. Ale, hasta otro día —se despidió con prisas mientras
preparaba nuevas bandejas.
Qué difícil le resultaba darse a entender, pensó Angelina.
Pero estaba decidida a lograr lo que se
había propuesto y, en lugar de dirigirse a la salida, se adentró en el convento.
Recorría un amplio pasillo de suelos resplandecientes, adornado con grandes
macetas de aspidistras, cuando una voz la interceptó:
—¡Oiga! ¿Dónde va?
Angelina se volvió para encontrarse de frente con el rostro
que tan bien recordaba.
—Disculpe el atrevimiento. La estaba buscando.
—Pues tú dirás en qué puedo servirte —replicó la monja.
Escarmentada de que no la entendieran, quiso ahorrarse las
explicaciones y fue directa al grano:
—Vine porque doña Virtudes me dio a guardar esto —sacó del
bolsillo la llave envuelta en el cartón y se la tendió.
Antes de cogerla, la monja, que la miraba fijamente, afirmó:
—Ya te he reconocido. Tú eres la hija del virrey.
—Qué pena con usted, señora, pero no. No más soy Angelina
Jelik, de Guatemala. Lo demás lo inventó doña Virtudes.
—Lo sé, hija, lo sé. Si ya no existen virreyes, eso es de la
época de la conquista. ¿Sabes de dónde es esta llave?
—No. Doña Virtudes me la entregó bien envuelta para que yo la
guardara porque, según dijo, algún día me podría ser de utilidad, pero yo
olvidé que la tenía y apenitas la fui a encontrar al fondo de mi maleta
mientras buscaba otra cosa.
—Vamos a mi despacho —indicó la monja, tomándola del brazo.
Entraron en una habitación luminosa entre cuyos muebles
sobresalía un armario de madera labrada y proporciones gigantescas. La monja
abrió una de las puertas con una llave que escogió de un manojo oculto entre
los pliegues del hábito y sacó un cofre oscuro que colocó sobre el escritorio.
—Comprueba si tu llave sirve para esa cerradura —indicó.
Angelina vaciló un instante antes de introducirla por el ojo
y girar una, dos, tres vueltas completas.
—Ya está. Levanta la tapa —pidió la monja—. ¿No tienes
interés en ver lo que contiene?
Angelina sonrió como respuesta.
Fue la monja quien abrió la tapa con un chirrido de goznes en
desuso.
—Veo que eres prudente, pero ha llegado el momento de darte
una explicación. La ancianita que conociste no era ninguna indigente, aunque
había decidido llevar una vida peculiar que a ella le gustaba. Como no tenía
parientes y a este convento venía mucho, resolvió favorecernos dejándonos buena
parte de sus bienes, pero a cambio nos pidió que le guardáramos este cofre
hasta que encontrara a la persona adecuada para disfrutar de su contenido. Lo
sabríamos porque a ella le entregaría la llave. Cuando ese día que te trajo me
explicó que eras su nieta, hija del virrey de Guatemala, me imaginé que eras la
elegida. Del contenido del cofre solo sé que son cosas que ella apreciaba, pero
desconozco su valor material. Hablaba mucho de la cadena del virrey, al parecer
de oro y esmeraldas, y decía que había pertenecido a su familia durante siglos,
porque un antepasado suyo había ocupado ese cargo en las Américas. Creo que por
eso te eligió. ¿Quieres que veamos qué hay?
—No —respondió Angelina.
—Estás en tu derecho. Toma, llévatelo.
—No, no —repitió Angelina—. Cómo voy a llevármelo.
—Es tuyo. Doña Virtudes te lo regaló.
—Pero esa señora no me conocía...
—No hay peros que valgan. Mira, vamos a ver qué contiene. ¿No
te pica la curiosidad?
La monja metió la mano y sacó una caja alargada de cartón
blanco, sujeta con dos vueltas de goma pringosa. Se la tendió a Angelina:
—Ábrela. Puede que sea la cadena del virrey.
Angelina obedeció y apareció un abanico blanco de nácar y
seda con pájaros bordados. Luego salieron algunas monedas antiguas, un juego de
botones con anclas, un sonajero de plata, una medallita rematada con una
filigrana, guardada en una caja de piel granate, y por fin la cadena del
virrey. Era bastante gruesa y llevaba engarzada una piedra verde del tamaño de
una canica.
—Si es una esmeralda verdadera, valdrá bastante —opinó la
monja—. Tendrías que llevarla a un joyero para que la tasara.
—¿Me puedo sentar? —preguntó Angelina—. Creo que me estoy
mareando.
La monja le acercó una silla y abrió la ventana.
—Tranquilízate, que no es nada: el olor a incienso que se
cuela de la iglesia. A mucha gente le marea,
y a ti con más motivo después de haber recibido una herencia inesperada.
—Pero si apenitas conocí a doña Virtudes, ni siquiera la
enterré.
A la monja le extrañaron sus palabras, y Angelina le explicó
lo sucedido y cómo el barrendero la había dejado marcharse antes de que llegara
la policía.
La monja manifestó:
—Está claro que murió en paz. El señor la tenga en su gloria.
Algo vio en ti que le gustó y creo que debes aceptar su voluntad, igual que ha
hecho nuestro convento.
—Pero ustedes la conocían bien, le ofrecían su comida, su
amistad; yo apenitas alcancé a estar un día con ella.
—A veces un día vale más que toda una vida, ya lo ves. Yo en
tu lugar no rechazaría una herencia que tal vez te ayude a mejorar de vida.
Mira, si te parece, yo vuelvo a guardar el cofre y tú te quedas con la llave,
como hasta ahora. Cuando lo quieras te lo entregaré y, mientras tanto, puedes
venir a visitarnos de vez en cuando, ya sabes que la comida es buena.
Doña Chona estuvo cavila que cavila después de hablar con su
nieta. Le costaba asimilar que estuviera ganando tanto dinero y más aún que una
desconocida le hubiera legado su cofre de tesoros. No te vayas a descuidar, mi
hija, no vayas a perder la cabeza ahora que te creas rica. Recuerda de dónde
vienes y adónde has de llegar, le había aconsejado. Y seguía dándole vueltas a
la cabeza, a pesar de que Angelina le había asegurado que nada iba a cambiar,
que aún tenía los pies sobre la tierra.
¿Nada iba a cambiar?, se repitió Angelina mientras caminaba a
la salida del locutorio. Miró la pulsera de estrellas y pensó en Beto. Eso no
se lo había contado a su abuela. Tal vez ya no haría falta…
—Muchachita linda, me tiene todo el día buscándola —le
susurraron al oído mientras la rodeaban desde la espalda por la cintura—. Se me
hizo demasiado tarde, lo siento. Dígame que me perdona y no se enoje conmigo.
Angelina sonrió y se dejó abrazar:
—Tengo tanto que platicarte…
No pudo continuar porque Beto no paraba de besarla.
—Hoy cerré un gran negocio —reveló después, enseñándole un
fajo de billetes—. Gané harta plata. Para los dos.
Angelina quiso saber de qué se trataba.
—Es un negocio de redistribución, así lo llamamos. Y tú
puedes entrar en él. Tan linda que eres, te será fácil. Eres mi enamorada y por
eso te tengo confianza.
Angelina asintió con la cabeza y escuchó atentamente la
explicación de Beto. Después permaneció callada.
—¿Le entras, mi vida? Seremos de esos riquillos que nada les
falta y nos compraremos una casa para vivir juntos, no aquí, con estos fríos,
sino en la costa que dicen de Levante, bonito está por allá según cuentan.
Silencio. Angelina no sabía qué responder.
—¿Le entras? —repitió Beto—. Podemos empezar por la casa donde
ahora estás. Con tu ayuda no nos costará nada sacar todo lo de valor que
tengan. Tú has de saber informarnos, eso es lo importante. Y ya después te
sales rapidito y te vas a esconder conmigo para que no te encuentren.
—No, Beto, yo no le entro a ese negocio. No me pidas eso, me
muero del miedo y me agarrará la policía porque soy muy torpe —susurró Angelina
al fin—. Ahorita no puedo hacer eso.
—Está bien, mi vida, yo me arriesgaré por los dos, al fin soy
el hombre y el que debe llevar los pantalones. Ya más adelantito platicamos de
nuevo. Yo lo que quiero es que estés contenta.
Angelina asintió y se dejó besar. Pasearon muy abrazados por
el Parque del Oeste y Beto ofreció acompañarla en taxi hasta su casa. Pero
Angelina se negó:
—No quiero que tengas malas ideas. Mi casa la has de
respetar. No estaré segura si algo
ocurre, porque me cargarán las culpas. Capaz que la policía me mete en la
cárcel o me echan del país.
—Tan inteligente como linda, mi muchacha amada. ¿Cómo se te
ocurre pensar esas cosas? Bien elegí, tú sabrás aconsejarme para que no me
equivoque, porque yo soy bien tarugo para eso de pensar. Angelina, mi vida, mi
dulce enamorada de ojitos como soles…
Ojitos como soles, repite Angelina mientras camina despacio bajo
la lluvia hacia Estrella Polar número 7. Al despedirse antes de tomar el
autobús, ha quedado con Beto en que volverán a verse el sábado siguiente en el mismo
lugar y a la misma hora. Una niña rumana de rubias greñas y larga falda le sale
al paso para pedirle limosna, dame algo,
señorita, mira que hoy no comí, y Angelina se desabrocha la pulsera de plata.
—Para ti —le dice al entregársela—. Suena bonito, como
campanitas, si le das muchas vueltas cuando la llevas puesta.
© Carmen Martínez Gimeno
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