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NGELINA
lleva de la mano a doña Mercedes con el mismo cariño que si se tratara de su
abuela. Es una costumbre que comenzó durante las vacaciones, cuando paseaban a
la orilla del mar en el pueblo levantino al que habían viajado todos a pesar
del disgusto de la anciana.
Paloma le obsequiaba conchas de
nácar y le traía diminutos cangrejos que apenas lograban llamar su atención
cuando corrían hacia atrás en su regazo intentando escapar. Solo la
conversación de Angelina parecía interesarle a ratos.
—¿Acá no hay tortugas, mi señora?
—le preguntó el primer día que bajaron a la playa.
—Tortugas —repitió doña Mercedes
mientras sentada bajo la sombrilla se alisaba una y otra vez la falda de fresco
lino con manos temblorosas.
—Allá en Retalhuleu buscábamos
sus huevos entre la arena.
—¿Y cómo son? —quiso saber
Paloma, que construía un castillo con foso a sus pies.
Angelina unió el pulgar y el
índice formando un círculo y abrió enormes los ojos:
—Como pelotas de ping pong, niña,
igualitas a esas con las que juegas, no más que más blandos, como suavitos. Y son
mucho más sabrosos que los de gallina, por eso los pagaban bien en los
restaurantes; los turistas los querían. Pobre de las tortugas que eran sus
mamás, no pensaba en ellas cuando tenía la suerte de encontrarlos y me los robaba
para ganar mi buen dinero que tanta falta nos hacía. Pero no me olvidaba de guardar
uno, el más lindo, para compartirlo en la casa con mi abuelita.
—Con tu abuelita —repitió doña
Mercedes, asintiendo con la cabeza.
—Las tortugas son grandotas y
caminan paso a pasito por la arena para poner sus huevos, después los tapan con
sus patas para que cueste encontrarlos y no se los roben, y se regresan tranquilas
al mar. Nosotros los buscadores que andábamos por la playa nos las subíamos
encima, dizque cabalgando, hasta que llegaban al agua. Ahí había que saltar rapidito,
porque vieran cómo nadan, bucean hasta lo más hondo y allá se quedan cuanto se
les antoja acompañando a los pulpos y las langostas. Decían que un muchachito
no estuvo listo para saltar y la tortuga lo arrastró a las profundidades. Aún
cuentan que de cuando en cuando se le oye gritar pidiendo socorro, agarrado a
la concha, cada vez que la tortuga sale a nadar arriba, pero rapidito se vuelve
a hundir.
—Pobre —musitó doña Mercedes—.
Por no estar listo…
—No me lo creo, Angelina, se
habría ahogado —opinó Paloma.
—Yo no sé… No más eso cuentan.
—Eso cuentan, eso cuentan —repitió
doña Mercedes—. Pues será verdad.
Por las tardes la anciana se
negaba inexorablemente a salir de la casa blanca donde vivían, rechazando las
excursiones que le proponían, las merendolas en concurridos lugares de moda o
los paseos en barco por bahías de blandas olas blanquiturquesa y acantilados de
pinos que meneaban sus copas al compás del viento. Cuando al fin se quedaban
solas, le pedía a Angelina que la acompañara a su habitación:
—Esta casa no la conozco y me
pierdo. No sé dónde están mis cosas, todo se me confunde en esta cabeza mía…
Pasaban las horas vaciando los
cajones y ordenaban su contenido. Repasaban los vestidos guardados en el
armario, los zapatos alineados en parejas, los pañuelos de batista bordada doblados en pico en su caja de cuero verde.
—Me la regaló mi padre —explicaba
doña Mercedes acariciándola—. Yo era joven entonces, aún no me había casado.
¿Ves estas letras doradas? Son las iniciales de mi nombre. Mi padre encargó que
las grabaran. ¿Tú conociste a mi padre, Angelina?
Las conversaciones se repetían tarde
tras tarde con pequeños cambios, siempre las mismas obsesiones, siempre las
mismas añoranzas y algún temor nuevo. A veces la anciana se quedaba callada y
Angelina callaba a su lado. Otras le hablaba y hablaba para intentar entretenerla
y la convidaba a un paseo cortito.
—No me apetece, Angelina. Me marea
la gente.
—Vea, caminemos hasta el malecón y allá nos sentamos a contemplar cómo
pescan las barcas. El sol se hundirá en el mar y saldrá la luna grandota vestida
de oro hasta que suba arriba y las estrellas la cubran con su velo plateado.
Pero antes de eso usted se habrá tomado un helado de los que tanto le gustan.
Qué gana quedándose acá solita, entristeciéndose sin motivo con la tarde tan
linda que hace.
Pero rara vez conseguía convencerla para abandonar su encierro. Doña
Mercedes solo mostró verdadera alegría cuando supo que las vacaciones tornaban a
su fin y comenzaron los preparativos para el regreso. Llegaron a Madrid cuando
el sol septembrino iba enrojeciendo las hojas de las hiedras y las bandadas de
pájaros se reunían en el cielo en dibujos cambiantes ensayando formaciones para
su cercano viaje hacia latitudes más cálidas.
Pronto la casa recuperó la rutina de los trabajos y los estudios. Hubo
varias tormentas seguidas, y doña Mercedes vaticinó, mirando al cielo:
—Cuatro gotas y se acabó el verano. Mi padre lo decía siempre.
Así fue. El otoño entró de repente, como es su costumbre, y hubo que guardar
sandalias y sacar prendas de entretiempo. Angelina se arrebujó en un chal
granate con listas moradas que se ataba con un nudo en el hombro para que no le
estorbara al hacer las faenas de la casa.
Una mañana, mientras le servía el desayuno, doña Mercedes la reconvino:
—Así no vas bien. Tienes que comprarte ropa. Aquí no nos envolvemos en
manteles.
Angelina sonrió y respondió que no era mantel sino manto. Se lo había tejido
su abuela mientras vivieron en Zunil, pues era como allí se abrigaban las
mujeres.
Doña Mercedes negó con la cabeza y reiteró:
—Tienes que comprarte ropa. Aquí no nos vestimos así. Se van a reír de ti
cuando te vean con esas fachas.
Tenía razón, aceptó Angelina. Ya había notado miradas curiosas cuando acompañaba
a Paloma a la parada del autobús escolar. Tal vez había llegado el momento de
gastar algo del dinero que estaba ganando. Esa misma tarde abrió la maleta
verde donde lo guardaba y lo contó: 3.025 euros, repitió varias veces asombrada,
3.025 euros. ¡Era rica! Nunca jamás había logrado juntar semejante cantidad con
su abuela, y sintió el deseo imperioso de hacérselo saber, tenía que darle esa
alegría, debía contarle que el Nuevo Mundo le estaba abriendo sus puertas, que su
suerte era buena y había esperanzas. Cuando a la vuelta del colegio Paloma la
acompañó a comprar unos zapatos y algún jersey, pasaron también por un
locutorio y llamó por teléfono a la señora Clovis para concertar que su abuela
estuviera en su casa el sábado siguiente a la misma hora.
Paloma la había ayudado a elegir la ropa y a sumar los precios para no
equivocarse al pagar. Angelina no era caprichosa y había tenido cuidado al
comprar, así que le sobró parte del dinero que había llevado. Cuando ya de
vuelta en casa lo iba a guardar en la maleta, al rebuscar en su contenido rodó
hasta sus manos el envoltorio de doña Virtudes: era como si hubiera querido salir
de la oscuridad en la que había permanecido hasta entonces. Angelina lo tomó y
recordó las palabras de la anciana en el parque del Retiro al entregárselo: «Ya
sé que mañana te vas y tal vez no nos volvamos a encontrar, pero quiero que lo
tengas tú. Eres más de fiar que las raíces de los árboles y algún día puede que
te venga bien». Qué habría querido decir. Le picó la curiosidad y estaba a
punto de desenvolverlo, cuando escuchó que la llamaban. Era doña Mercedes que
pedía su cena a gritos:
—Si no son más que las siete —objetó Angelina.
—Como si son las dos. El hambre no entiende de horas.
—Está bien, mi señora, no se enoje. Ahorita le preparo su tortilla de
jamón...
—Tú estás loca, ¿cómo me voy a tomar eso? —la cortó irritada—. Menuda
porquería.
—Pues qué desea. Dígame no más y se lo preparo.
—Angelina, ¿hacemos los deberes? —preguntó en ese momento Paloma,
entrando en la cocina.
—No puedo, niña.
—¡Cómo que no puedes, qué contestación es esa! —se enfadó la anciana—.
Deja lo que estés haciendo y la atiendes.
—Sí, señora —respondió Angelina, cargada de paciencia—. ¿Quiere que le
prenda la tele?
Era un buen modo de entretenerla, pues todos los programas le parecían bien
y se ponía a hablar con las personas que salían en pantalla como si fueran
visitas que estuvieran con ella.
—¿Qué toca hoy? —preguntó Angelina, mientras buscaba su cuaderno de tapas
naranjas.
Desde que Paloma había vuelto al colegio, compartía los deberes con ella,
y su letra iba mejorando. Además, había aprendido enseguida a sumar, restar,
multiplicar y dividir, y en eso era Angelina quien ayudaba a la niña. Había
sido idea de Cecilia.
—¿Por qué le escribes las cartas? —había preguntado a su hermana la vez
que las vio atareadas redactando.
—Porque su letra es mala. Como casi nunca escribe...
—Pues entonces lo que debería hacer es practicar. ¿No habéis escuchado eso
de que no hay que dar peces sino enseñar a pescar?
Paloma no lo había entendido, pero Angelina sí. Y desde ese momento se
esforzaba por comprender las lecciones de los libros y por aprender lo que
enseñaban.
—Hoy tenemos que hacer una redacción sobre lo que queremos ser de mayores —explicó
Paloma—. Yo no sé si astronauta o submarinista. ¿Tú qué vas a poner?
Angelina vaciló antes de responder:
—Yo ya soy mayor.
—Bueno, no tanto. Mi hermana también es mayor y todavía no es nada.
Además, no hace falta que sea verdad. Puedes poner lo que te gustaría. Elige.
Elegir. Nunca se le había ocurrido. Con tener un techo y comida le había
bastado. ¿Qué quería ser? Ni siquiera conocía las posibilidades a su alcance.
—Ayúdame, niña, no se me ocurre nada —le pidió a Paloma.
—Pues yo creo que podrías ser chef de un restaurante, porque cocinas muy
bien, o escritora, porque cuentas unas cosas tan bonitas...
—¡Socorro, socorro! —venía gritando con un hilo de voz doña Mercedes, arrastrándose
despavorida hacia la cocina—. ¡Que me comen!
Angelina y Paloma se levantaron para recogerla y sentarla en una silla.
—¡Cerrad la puerta! ¡El salón está lleno de fieras!
—¿Qué dices, abuela?
—Sí, sí, hay leones y otros bichos de esos que corren tanto. No sé cómo
he logrado llegar hasta aquí sana y salva. Será que la carne de vieja no les
gusta —se dirigió a su nieta—: Tú no salgas, bonita, que te devorarán.
Angelina, llama a la policía. O a los bomberos, no sé.
—Sí, señora.
Mientras Paloma la entretenía, Angelina fue a ver qué la había asustado
tanto. En la televisión pasaban un documental sobre la selva africana y en ese
momento un rinoceronte avanzaba feroz hacia las cámaras. La apagó y regresó a
la cocina. Le iba a explicar que había logrado que los animales se marcharan
por la puerta del jardín, pero ya doña Mercedes se había olvidado y hablaba entretenida
con su nieta sobre cómo eran su colegio y sus compañeras de clase.
Esa noche, cuando se fue a acostar, Angelina encontró el envoltorio de doña
Virtudes sobre la cama. Desató los múltiples nudos del cordón ennegrecido que
lo rodeaba con varias vueltas y desenvolvió la enorme y gastada bolsa de
plástico que lo recubría. Debajo había otra más limpia también muy enrollada, y
debajo capas y capas de papel higiénico bien apretadas, envolviendo, como si de
una momia se tratara, un cartón blanco doblado en cuatro. En su interior había
una antigua llave negra algo roñosa y unas palabras escritas en mayúsculas:
MADRES OBLATAS.
Madres Oblatas, repitió varias veces Angelina, ¿de qué le sonaba ese
nombre? De repente se le iluminó la memoria: eso es lo que ponía en la puerta
del comedor al que había acudido con doña Virtudes. Pobre ancianita, ¿para qué
le habría dado a guardar esa llave como si fuera algo importante?
El sábado madrugó como hacía a diario para dejar recogida la casa antes
de marcharse. Luego se arregló y esperó a que se levantara la dueña para
despedirse.
Y esta expresó nada más verla con su ropa de salir:
—No me digas que te vas. Tenemos una comida y pensaba que te quedarías
con Paloma y la abuela, como otras veces.
—No, bien lo siento, pero hoy no puedo, mi señora. Yo también tengo una
invitación y me aguardan. Pídaselo a Cecilia.
—Huy, ya sabes cómo es. Seguro que no quiere. Quédate tú. Volvemos pronto
y te vas enseguida.
—No, señora. Hoy no. Ya les dejé preparada la verdura y la carne. No más hay que calentarlas.
Angelina tenía sus planes para ese día. Se iba a reunir con las
ecuatorianas y. pasearían por el Parque del Oeste. Después comerían juntas y se
contarían sus novedades, porque no se habían vuelto a ver desde que Angelina salió
con mal pie de la casa de doña Charito. Luego, por la tarde, llamaría por
teléfono a la señora Clovis desde el locutorio y se comunicaría con su abuela, que
estaría ansiosa aguardando. Se llenaba de gozo anticipando la sorpresa de su
abuela cuando por fin le hablara y supiera por su boca lo bien que estaba, la
buena suerte que se iba labrando con su esfuerzo, el mucho dinero que estaba
juntando para lo que más adelante se ofreciera.
Era una mañana de finales de octubre y soplaba una brisa serrana cortante
que el tenue sol no lograba templar. Angelina se arrebujó en su chaqueta de
lana y pensó que tendría que comprarse alguna prenda de mayor abrigo para el
invierno que ya se avecinaba. No estaba acostumbrada al frío y no le gustaba; menos
mal que en el autobús hacía buena temperatura. Estaba tan a gusto que le costó
bajarse cuando llegó al lugar de la cita. Ya había muchas personas reunidas en
el parque y sonaba fuerte la música latina. Sintió un hormigueo en el estómago,
como siempre que la escuchaba, y la invadió un sentimiento de nostalgia del que
procuró sacudirse enseguida. Mucha gente ocupaba las praderas y los bancos.
Vendedoras de comida y bebida desplegaban su mercancía sobre grandes cajas de
cartón que hacían de mostrador. Algunos niños correteaban en torno al macizo de
flores que rodeaba una estatua y otros mayores jugaban al voleibol con una red
que habían tendido.
Angelina todavía no había dado con sus amigas cuando apareció de
improviso una pareja de policías y mandó que apagaran la música, pues molestaba
a los demás usuarios del parque. Un joven ecuatoriano protestó, y los policías
le pidieron la documentación. Llegaron más policías, y los grupos se fueron
dispersando sin armar alboroto.
Angelina recordó que aún no tenía papeles y se alejó prudente hacia la
boca del metro. Estaba a punto de bajar las escaleras, cuando le pusieron una
mano en el hombro:
—¿Ya se volvió tan engreída que no saluda a los amigos de antes?
Angelina giró la cabeza. Era Beto, el mexicano al que doña Charito
obligaba a dormir en el suelo. Le sonrió pero no supo qué decir.
—¿Cómo te va, muchachita linda? Me costó reconocerte tan bella que estás.
No porque antes no lo fueras, sino que ahora estás retepreciosa. Y tus ojos no
los olvido, no, por ellos supe que eras la misma Angelina que yo conocí meses
atrás, en la mísera casa de la pérfida que me maltrataba.
Beto parecía haber prosperado. Iba bien vestido y olía a una persistente
colonia. Sus dientes alineados brillaban al sonreír y se le formaba un hoyito
en la mejilla morena.
—Tú también te ves bien —musitó Angelina.
—No me quejo. Ando metido en grandes negocios. Gano harta plata. ¿Me permites
que te convide?
Antes de que Angelina pudiera responder, Beto le pasó un
brazo por el hombro y la dirigió calle arriba. Era agradable sentir su interés,
saberse apreciada.
—Seguidito
he pensado en ti —musitó Beto—. Qué bueno que nos volvimos a encontrar. Ahora
ya no dejaré que te me escapes.
Angelina
lo miró con ojos rendidos y asintió.
Comieron juntos en un restaurante italiano que a Angelina se
le antojó demasiado lujoso y al que entró casi a la fuerza. Sin embargo, una
vez a la mesa donde los sentaron, se le pasó la vergüenza. Beto le hizo reír
con sus ocurrencias y le dio a probar platos deliciosos que desconocía. Después
de que hubieron acabado el postre de dulce panna
cotta, se empeñó en regalarle una pulsera de plata con colgantes de
estrellas que sacó de un bolsillo. Y dijo al abrochársela en su estrecha muñeca:
—Para que no me olvides, Angelina la de lindos ojos, porque
yo a ti te llevo en el alma. No más tienes que tocar mi corazón para notarlo.
Angelina le puso una mano tímida sobre el pecho y sintió los latidos.
Beto prosiguió:
—Bien quisiera quedarme a tu lado toda la vida, pero ahorita
me tengo que ir porque me esperan. Es lo malo de ser gente importante, que no
se pueden descuidar los negocios. Aunque como ya eres mi enamorada, lo primero de
todo es velar por ti, así que enseguida te dejo en tu casa en un taxi que
tomemos. Sirve que así conozco dónde vives para que no te me pierdas otra vez.
Angelina se negó.
—¿No quieres ser mi enamorada? —se entristeció Beto.
Y Angelina se disculpó, no era eso, musitó ruborizada, es que
tenía que ir al locutorio a hablar con su abuela. Así habían quedado y la
estaría aguardando. Hacía mucho que no sabía de ella.
Beto se dio por satisfecho y preguntó:
—¿Cuándo nos vemos otra vez?
El sábado siguiente, en el mismo sitio donde se habían
encontrado, decidió Angelina.
Salieron del restaurante abrazados y, como despedida, Beto le
dio un largo beso en los labios antes de
echar a correr para alcanzar un autobús que ya partía de su parada.
Angelina lleva de la mano a doña Mercedes con el mismo cariño
que si se tratara de su abuela. Es una costumbre que comenzó durante las
vacaciones, cuando paseaban a la orilla del mar. Ahora la anciana ya no quiere
caminar, y Angelina la anima a salir al jardín a ver la hiedra enrojecida y las
olorosas violetas en flor. Mientras andan pasito a pasito silenciosas, Angelina
piensa en Beto. Cuenta los pocos días que faltan para el sábado y un escalofrío
le recorre la espalda al recordar sus cálidos labios. Sus palabras.
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© Carmen Martínez Gimeno
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