Poner telegramas:
«Imposible viaje: Surgió adiós imprevisto».
Escribir cartas, diciendo:
«Ya no puedo operarme.
Tengo una despedida».
Colgar en la puerta de casa
un papel en blanco, donde no esté escrito:
«Cerrado por adiós».
Pedro Salinas
IEN quisiera Angelina dedicarse a cavilar sobre el misterio
de doña Virtudes, pero otros asuntos más apremiantes reclaman su atención. Han vivido
una semana completa en los cerros, y mucho más se habrían quedado allá arriba serenando
sus corazones si doña Chona no hubiera preguntado por la fecha en que su nieta debía
regresar a España. No, Angelina no pensaba en el viaje porque es incapaz de abandonar
de nuevo a su abuela. Si lo hiciera, tal vez no la volvería a ver jamás porque
el cabito sigue agotándose: lo nota en el murmullo de su respiración, en el
cansancio que la obliga a detenerse apenas caminan unos pasos y en las enormes
ojeras que ennegrecen sus ojos cada vez más chiquitos; sí, poco del cabito debe
de quedar ya, y aunque su abuela está más aliviada porque ha visto en sueños
que el humillo que despide se va aclarando, su alma todavía sufre y no se
siente capaz de sanar como antes lo hacía porque piensa que sus manos siguen
manchadas por la culpa y no se atreve a mirar de frente a esos vecinos que
ahora la rehúyen amedrentados y se han
apartado de su paso cuando caminaban de vuelta hacia la casa, temerosos
de que alce sus manos contra ellos para echarles daño. No, Angelina ha decidido
que no va a regresar a España por más que doña Chona insista. Su lugar está con
ella.
Pero doña Chona es terca y no atiende a razones:
—Me harás caso, mi hija. Tu lugar no está acá, sino allá en
España. No me salgas ahorita con eso de que no te vas. ¿Cómo vas a dejar a medias lo que
apenitas comenzaste? Además, allá estarás protegida, tienes tu techo, tu
trabajo, y no te humillarán ni te matarán como a la pobre de Melva. Aunque no más
sea por eso, has de regresar. Allá es otra cosa…
Angelina calla. ¿Otra cosa? Sí, allá dicen que hay derechos
humanos, pero no son tan derechos: a veces están torcidos y no alcanzan
igualito a todos. Si su abuela supiera… pero no, para qué disgustarla, qué gana
con enterarla de las cosas feas que le sucedieron, para qué contarle de Beto
si ya no lo verá jamás.
—Irás a visitar a la señora Clovis para despedirte —ordena doña
Chona, que no ceja en su propósito—. Yo acá te aguardo porque ya me cansé de
tanto caminar y me duelen mis huesos.
Angelina asiente y la ayuda a tenderse en la cama. Sí, irá a
visitar a la señora Clovis aunque no se despida porque quiere saber si se
averiguó qué fue del hijito de Melva y también si Braulio murió de los golpes
recibidos ese día trágico.
Ha caminado deprisa por las calles estrechas, la cabeza cubierta con su
manto de Zunil, sin entretenerse en mirar siquiera a los niños que corren
disfrazados en grupos detrás de los turistas para sacarles unas monedas a
cambio de alguna recitación. Por fin ha llegado a la casa de la prestamista y toca
a la puerta con insistencia.
—Manda la señora que la esperes un rato porque está ocupada y no puede atenderte —le
comunica la sirvienta que le ha abierto y hace un gesto de invitación con la
mano—: Vente a la cocina.
Poco a poco, las mujeres que están atareadas por la casa se van congregando
en la amplia habitación, olorosa a especias y guisos, atraídas por la
curiosidad que sienten hacia la recién llegada.
—¿Cómo es por allá? —pregunta una para iniciar la conversación, mientras
desgrana mazorcas de maíz escogiéndolas de un montón amarillento.
—Está lindo —responde escueta Angelina.
—Yo apenitas sé dónde queda España —interviene una joven risueña que frota
con arena una enorme olla con leche pegada—, menos me iba a atrever a viajar
para allá.
—Queda cerquita de los Estados Unidos, ¿no es cierto? —asevera una
tercera mujer que acaba de aparecer empuñando una escoba.
—Ni
tan cerquita —explica Angelina—. Está en Europa, otro continente, otro mundo
como quien dice. Pero no se apuren: allá los españoles tampoco saben bien dónde
queda Guatemala.
—¿Y los mentados españoles son bellos, así como los artistas que salen en
la televisión? ¿Ya conseguiste enamorado?
Angelina no tiene tiempo de responder porque la señora Clovis la llama a
su despacho. Es una habitación pequeña y mal ventilada, donde la encuentra
anotando cifras en un gran libro de cuentas, alumbrada por una antigua lámpara
de mesa que desprende un haz de luz amarillenta formando sombras alargadas en
las paredes.
—Siéntate, Angelina —le pide—. No acostumbro a recibir en este lugar,
pero me hallo apurada de tiempo. Ve cuánto trabajo, apenas alcanzo a apuntar
todo lo que me deben y no puedo descuidarme, pues me arruinaría. La gente es
muy desobligada para las deudas. Pedir no les cuesta; pagar ya es otra cosa, y
todo son disculpas: que si se enfermó mi mamá, que si se arruinó la cosecha por
la sequía o por las muchas lluvias, que si se murió el chanchito…
Angelina asiente y obedece antes de preguntar si ha habido noticias. No
hace falta que diga más. La señora Clovis se frota los ojos enrojecidos y
responde:
—No, mis hombres nada averiguaron. Nadie lo vio. Nadie conoce qué se hizo
de mi chiquito lindo. Yo todavía tengo esperanzas porque muerto no está. Es muy
lindo mi chiquito para que lo hayan matado así no más. Muchos gringos darían
harta plata por adoptarlo; yo creo que eso pasó: lo entregaron a alguna pareja
que quería un hijito a como diera lugar. Esos no se detienen a contar los
dólares que les va a costar: pagan no más y se escapan a su país.
Angelina supone entonces que ha abandonado la búsqueda.
—No, ni hablar. Mis hombres seguirán indagando hasta que se resuelva el
misterio. Antes o después alguien se irá de la lengua. Y quiera Dios que no lo
hayan troceado para vender sus órganos por pedazos, porque si eso ha llegado a
pasar, si yo me entero de eso y hallo a los culpables… Pero no, mi chiquito es
muy bello y vale más vivo, sí, mucho más.
—¿Y Braulio?
La señora Clovis hace un gesto de desprecio con la mano.
—Se desapareció. Alguien ha de haberse apiadado de su cadáver o lo
recogió la policía y allá habrá estado tirado en el depósito agusanándose hasta
que lo hayan enterrado en una fosa común. Si está muerto, no me apiado de su
alma y si aparece vivo, yo lo mandaré rematar. Terminaré lo que comenzó tu
abuela. Cómo no te acompañó ella en esta visita, Angelina, pues bien que la
necesito. Ve cómo tengo los ojos, cada día más irritados, y no es por las
lágrimas porque yo no lloro. ¿Quién me respetaría si llorara? Yo ya no soy
mujer, harto tiempo hace que dejé de serlo para darme a valer en este mundo de
hombres.
Angelina asiente y calla. La señora Clovis repite:
—Cómo no vino tu abuela contigo, Angelina, ve como estoy de mi vista, ¿tú
no sabes de ningún remedio?
Angelina repasa mentalmente lo que ha aprendido de su abuela en los cerros y contesta al
fin:
—El té de manzanilla sirve. Se empapa un paño limpiecito en él y se pone
bien caliente en los párpados hasta que se enfría.
La señora Clovis sonríe y comenta que ya podría prender su vela para pedir la gracia, que sería buena ilol si no tuviera que
regresar a España. Después llama a gritos a la cocinera y le manda que prepare la
infusión.
—No me regreso a España —declara Angelina cuando de nuevo se quedan solas.
La señora Clovis la mira fijamente con sus ojos enrojecidos que más parecen
de diablo que de humano y la quieren traspasar:
—Tu abuela ha de estar bien enojada. Con tanto que le costó mandarte para
allá. ¿Por qué desaprovechas la ocasión si ya empezaste a abrirte camino?
Angelina le explica su temor a que su abuela muera.
—Morirá, Angelina. Y yo también. ¿Acaso crees que si estás a su lado no
le llegará igualmente su hora?
—Sí, pero…
—En la muerte todos estamos solos. No sirve de nada la compañía. Es un
asunto privado que cada quien ha de resolver por su cuenta. No, si fueras mi
hija o mi nieta, yo no querría que te quedaras a mi lado ahora que en otro
lugar tienes tanto que ganar. Y fíjate que yo me alegro de no tener hijos, y
mucho más de no tener hijas: desde que nacen son una preocupación para toda la
vida, más acá donde las mujeres valemos bien poquito, pues por nada nos
maltratan y abusan de nosotras hasta que nos matan. No, Angelina, si yo fuera
tu abuela, te mandaría para España aunque tuviera que jalarte del pelo y
arrastrarte hasta el avión.
—Allá también maltratan a las mujeres, no crea que no es así. Lo llaman
violencia de género y casi cada día hay un caso del que hablan en la televisión…
—Acá también le están poniendo nombre, feminicidio le dicen algunos, pero
nadie le pone freno, se contentan no más con ese nombre feo que han buscado. Y las mujeres mueren mucho antes de
que les toque su turno sin que nadie las cuente, sin que se averigüe qué fue lo
que pasó. Se mueren de la enfermedad de
ser mujeres, eso es feminicidio.
Angelina calla. Doña Clovis continúa:
—Regresa a España, Angelina, pero no te quedes de criada para siempre.
Para eso no se esforzó tu abuela. Estudia, aprende a defenderte, date a
respetar, y después, cuando lo consigas, vente para acá. Viva o muerta, tu
abuelita se alegrará al ver que la niñita que le tocó criar sacando fuerzas de
flaqueza se ha convertido en una mujer hecha y derecha, bien poderosa, con conocimiento. Entonces acá servirás
de mucho; ahora no más te convertirías en otra infeliz como Melva. Y ya no te
puedo atender más. Ya te dije que estoy apurada con estas cuentas que he de
acabar antes de aplicarme el remedio que me aconsejaste.
La señora Clovis se levanta parsimoniosa y Angelina la imita. Meneando la
cabeza mientras la empuja para que abandone la habitación, añade:
—No sé para qué te digo estas cosas de que te regreses a España, ya ves
que voy en contra de mis propios intereses por ser sincera… muchacha, serías una
buena ilol si acá te quedaras velando a tu abuela hasta que muera y aprendiendo de su boca lo que te falte por conocer.
Cuando sale de la casa, con mirar al cielo Angelina sabe qué hora es. Por
mucho que porfíen, las fumarolas plateadas que se escapan del cráter del volcán
Santiaguito no consiguen alcanzar al sol de mediodía que brilla en lo más
alto. Va tan ensimismada meditando las palabras que acaba de escuchar mientras
enfila sus pasos hacia la casa que no se percata de que alguien la lleva
acechando en la distancia toda la mañana. «Del padre al hijo bajará la sabiduría», recuerda, ¿querría ella ser ilol como su abuela, será cierto que se le concedería la gracia si prendiera la vela? Su abuela ya no está en la cama cuando
llega al fin, y se figura que habrá ido al mercado a encontrarse con su amiga la
carnicera. Pero no saldrá a buscarla, decide Angelina, mejor aprovechará ese
rato de soledad para utilizar su caja parlante de san Miguelito porque hace días que desea hacerle una consulta. Con la puerta de
la casa entreabierta para que entre la luz, saca de debajo de la cama la
maleta y se pone a rebuscar entre su contenido.
Una voz masculina interrumpe su tarea:
—Así te quería hallar, chiquita, sin nadie que nos moleste.
Angelina se gira sorprendida para encontrarse frente a frente con
Jacinto, quien ocupa el vano de la puerta como si pretendiera impedirle la
huida.
—¡Ah, qué hombre tan atrevido, sal ahora mismo de mi casa! —grita
Angelina, incorporándose para plantarle cara.
—No te enojes, mi alma, no más quiero hablarte —replica Jacinto conciliador—.
Desde hace días te busco y hasta ahorita no se me hizo verte así, como yo
quería.
—Ya vete, nada tenemos que hablar.
—No, cómo me voy a ir, primero escúchame. Te mandé decir con Braulio que
te quería para que fueras mi esposa…
—¡Ese mal nacido! ¡No pronuncies su nombre en esta casa!
Jacinto titubea:
—¿A poco ya no vive acá con su esposa y su hijito? ¿Ya los mandaron a
mudar?
—Melva está enterrada, su hijito quién sabe si aún viva y Braulio… él vendió
a su esposa a los ricachos y acabó arrojada en un barranco para que se la
comieran las alimañas. Al demonio del Braulio la gente lo linchó por su maldad.
Jacinto trata de disculparse:
—Yo no sabía nada. No soy de acá; tengo mis tierritas en Retalhuleu. Al Braulio
lo conozco no más de vista… yo no soy como él, yo sé respetar.
—Qué bueno que así sea. Ya vete.
Braulio permanece inmóvil e insiste:
—No, mi alma, yo no abandono tan fácil. Te sigo queriendo para que seas
mi esposa. Solo que tengas enamorado en España… si lo escucho de tu boca, tal
vez me retire.
—Así es, ya lo oíste, ahora vete.
—No, chiquita, ya te dije que yo no abandono tan fácil...
—¡No te creas que me vas a jalar! —le corta tajante Angelina—. Conmigo no
puedes.
—Cómo crees, no soy un indio bruto. Sé respetar, así me enseñaron mis
papás. Me gustaste desde que te vi por lo valiente. No cualquiera se atreve a
hacer lo mismo que tú, y yo quiero que te cases conmigo por tu voluntad, para
que vivamos felices, si no para qué. A fuerza ni los zapatos entran.
—Yo ahorita no voy a casarme, ni acá ni en España —responde Angelina con
firmeza.
—¡Qué bueno! —exclama Jacinto—. Porque entonces puedo esperarte.
—No dije eso —protesta Angelina.
—No te enojes. Nada te pido. No más quiero que sepas que acá te estaré
esperando por si decides regresar. Esta es tu tierra y en ningún lugar estarás
mejor que conmigo.
—Eso quién lo sabe.
—No más no lo olvides.
Con esas palabras Jacinto se marcha, y Angelina se sienta en la cama, suspirando
aliviada. No, no se va a casar, se repite, ni acá ni en España. Y se da cuenta en
ese momento de que acaso la señora Clovis esté en lo cierto, acaso ha de
obedecer a su abuela… Pero ahora lo que desea es retomar lo que estaba
haciendo: como siempre que sostiene en sus manos la caja parlante de san
Miguelito, la invade el sobrecogimiento y duda si será capaz de emplearla, pero
como su afán de saber es más fuerte, se pone a acariciarla mientras cavila las
preguntas que formulará.
—Disculpa la molestia —le habla una voz a sus espaldas—. ¿No está doña Chona?
—No, todavía no llegó —responde Angelina, dirigiéndose hacia la entrada.
—Como vi la puerta entreabierta... Mi muchachito se muere de hambre, pero
desde ayer no quiere el pecho.
El bebé que lleva en brazos llora con gran desconsuelo y se chupa
ávidamente la mano.
—¿Se te secó la leche?
—No, harta tengo, no más que no la quiere. Vieras cómo chilla cuando la prueba.
—Se me hace que algo comiste que la echó a perder, pero mejor que te vea
mi abuelita al rato. Yo le daba entre tanto un agüita de arroz por si le duele
su pancita.
La mujer agradece el consejo pero sigue en el umbral de la puerta,
mirando con interés hacia el interior.
—Disculpa la indiscreción, ¿no es esa una caja parlante?
Aunque salta a la vista que Angelina no quiere contestar, la mujer no hace
caso y prosigue su charla:
—Dirás que soy atrevida, pero ¿no quieres preguntarle qué fue de unos aretes
de coral que me dio mi madrina?
—Ahorita no —responde Angelina—. ¿No ves que con el niño llore y llore no
puedo concentrarme? Mejor atiéndelo y ya te ocuparás de los aretes cuando se
haya mejorado.
Cuando por fin se marcha la mujer, Angelina envuelve con el manto de
Zunil la caja parlante y también abandona la casa. Tiene que encontrar un lugar
en el que nadie la interrumpa para llevar a cabo su labor. Detrás de la calle
de tierra donde está la casa hay un extenso maizal con las plantas
inusitadamente altas para la época del año. La suave brisa produce un murmullo
vegetal que atrae a Angelina a su interior, a pesar de que las hojas cortantes
le arañan la cara y los brazos. Huele a humedad y a savia, y Angelina se sienta sobre las piernas en la tierra, oculta por la vegetación de las miradas curiosas, coloca la caja
sobre su regazo y se dispone a comenzar el interrogatorio.
Está anocheciendo cuando vuelve a la casa. Doña Chona también ha regresado y se afana en la
limpieza de su bandeja blanca, pero no se le escapa el envoltorio que lleva su
nieta bien sujeto ni el brillo de sus ojos.
—¿Te sirvió? —le pregunta y, como la respuesta es afirmativa, añade—: Qué
bueno, mi hijita.
Después de recoger, ya en la cama, Angelina le cuenta su encuentro con Jacinto.
—Mejor así, mi hijita, que se haya conformado. Aunque no creas que te
esperará. Bien se sabe que amor de lejos es de pendejos.
Angelina se ríe con el comentario y añade:
—Jarrito nuevo, ¿dónde te pondré? —y no puede evitar el recuerdo de Beto al aludir
al entusiasmo repentino que suscita un nuevo amor. Luego susurra al oído de su abuela—:
La constancia es una de las cosas grandes en las que está puesta la sabiduría.
—¿Te lo dijo la caja parlante de san Miguelito?
—No, yo lo descubrí.
Doña Chona sonríe en silencio. Le regocija comprobar que la niñita que le
entregó Margarita a punto de morir se está convirtiendo en una mujer fuerte y
valiente, capaz de valerse por sí misma y de resolver las situaciones que le
presenta la vida. Cuántas andanzas han vivido juntas, de cuántos peligros han
escapado. Le apena pensar que está a punto de marcharse y le cruza la mente la
idea de que quizá debiera aceptar su oferta de quedarse, quizá podría casarse con ese Jacinto…
pero no, rápidamente la rechaza. No se ha esforzado tanto para regresar al punto
de partida. Debe seguir avanzando hasta donde quiera o pueda, aunque no la
vuelva a ver... Se pasa la mano por la frente como si tratara de borrar los
pensamientos tristes y musita a su nieta:
—Ya vámonos durmiendo, mi hijita. Mañana hay mucho que hacer.
—Espérame tantito, te quiero contar de doña Virtudes.
—Yo ya sé qué dijo la caja.
—¿Lo sabes? —se admira Angelina.
Pero doña Chona se ha dado la vuelta y ya no le contesta. Siempre ha sido
así, piensa Angelina, llena de misterios. Desde chiquita la animaba con sus
medias palabras y sus silencios a querer averiguar más, a descubrir por ella
misma las cosas. En ese instante, la invade una certeza y no puede evitar
acercarse a su oído para susurrarle:
—Abuelita, gracias a ti descubrí otra de las cosas grandes en las que
está puesta la sabiduría. Es la curiosidad.
Doña Chona no responde, pero Angelina sabe que lo ha escuchado. Después
piensa en doña Virtudes y en lo que le reveló la caja: «Al final, todos nos
llamamos Adán y Eva». Había tardado en comprenderlo, pero esa era la verdad
oculta: a todos nos une, más cerca o más lejos, un lazo de sangre, pero todavía
más otras circunstancias de la vida. Doña Virtudes sabía de la búsqueda del
Nuevo Mundo. Sus antepasados habían recorrido sus caminos americanos en pos de
El Dorado, cuyas calles estaban pavimentadas de oro, y de las fabulosas siete
ciudades de Cíbola, y echaron raíces allá aunque no las encontraron. Con su
herencia quiso pasarle su legado, do ut des, para ayudarla a recorrer la
orilla española de ese Nuevo Mundo, donde dicen que ahora la vida es más fácil.
Y después murió en paz.
La
estación de autobuses está repleta de viajeros y bultos. Huele a gasolina y
grasa quemada, y entre el estruendo de los motores se abre paso la alegre
música de una marimba que resuena en los altavoces. Angelina ocupa su asiento
en la camioneta que la llevará a la ciudad de Guatemala y siente una gran
opresión en el pecho que casi no le permite respirar. Al fin se marcha a
cumplir su destino, omnia mecum porto, pero
sabe que volverá: también se lo reveló la caja parlante de San Miguelito. Su
abuela aguarda en el andén acompañada por su amiga la carnicera hasta que el
vehículo se aleja, devorado por el ruidoso tráfico multicolor. Angelina las
sigue con la mirada hasta que sus figuras se convierten en puntos diminutos y
luego desaparecen. Entonces vuelve la cabeza y contempla la vela que sostiene
con fuerza sobre su regazo: «Ya puedes prenderla para pedir la gracia», le ha
dicho su abuela al entregársela, y en ese momento, mientras las lágrimas caen
mansamente por sus mejillas, percibe cuál es el tercer pilar de la sabiduría:
la generosidad.
Aquí pongo la palabra FIN a esta novela.
Añado como colofón lo que escribió Miguel de Cervantes
al final de su Quijote: «Y el
prudentísimo Cide Hamete dijo a su
pluma: “Aquí quedarás colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si
bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si
presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero
antes que a ti lleguen les puedes advertir y decirles en el mejor modo que
pudieres: ¡Tate, tate, folloncicos! De ninguno sea tocada; porque esta impresa,
buen rey, para mí estaba guardada. Para mí sola nació don Quijote, y yo para
él: él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho y
pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a
escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi
valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado
ingenio”». Sin embargo, a diferencia de don Quijote, Angelina no está muerta,
sino muy viva al terminar esta novela, y acaso en un futuro desee continuar su
historia con esta misma pluma o con otra. Termino, igual que Cervantes, con un
clásico vale, que es adiós en latín.
© Carmen Martínez Gimeno