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Janis Joplin y Audrey Hepburn |
Qué gran invento las gafas. Rara es la persona que, antes o después
durante su vida, no tiene que recurrir a ellas para corregir algún defecto de
la vista (hipermetropía, astigmatismo, miopía, presbicia…) o para resguardar
los ojos de los dañinos rayos solares. Se sabe que en Europa y China, más o
menos por la misma época, se utilizaron lentes de aumento fijadas en monturas de
diversos materiales (madera, cuero, metal…) para leer, pero es asunto discutido
dónde surgieron primero.
En Europa, los anteojos hicieron su aparición en Italia, al parecer,
de la mano del copista y miniaturista monacal Alessandro della Spina, natural de
Pisa, en la segunda mitad del siglo xiii.
El cardenal Hugo de Provenza parece que fue el primero en posar con ellos para
el retrato que le hizo Tommaso da Modena en 1352. Las lentes montadas sobre una
estructura sin patillas que se sujetaban sobre el puente de la nariz se
convirtieron pronto en un rasgo característico de erudición, recogido, por
ejemplo, en las pinturas que representaban a san Jerónimo, casi siempre en
actitud de estudio o escritura: uno de los primeros en pintar dichas antiparras
fue el gran retratista florentino Domenico Ghirlandaio (1480), quien las situó
colgadas sobre el lateral del scriptorium
del santo.
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El vendedor de gafas de Rembrandt |
Al principio, los espejuelos de lentes convexas que ayudaban a ver de
cerca eran caros y escasos, pero la difusión de la imprenta en el siglo xv propició su perfeccionamiento y
expansión para mejorar la lectura de los libros. Quienes los fabricaban en sus
talleres recurrían a mercaderes ambulantes para venderlos en pueblos y ciudades
lejanas en una actividad que queda reflejada en multitud de cuadros, entre
ellos, El vendedor de gafas de Rembrandt
(considerado el más antiguo del pintor: entre 1623 y 1624). Los ojuelos de lentes
cóncavas para corregir la miopía fueron posteriores, pero la lente cóncava ya
se utilizaba en el siglo xvi, como
demuestra la que sostiene en su mano el papa León X en el retrato que le pintó
Rafael (1517).
¿De dónde surgieron los nombres con los que se ha ido designando este
útil invento tan común en nuestros días? El término ‘lente’, que es su
componente esencial, proviene del latín lens,
lentis, que significa ‘lenteja’, debido probablemente a su forma circular
original. La situación del artefacto justo delante de los ojos y sus
características físicas originaron el resto de las voces castellanas, utilizadas por lo general en plural aunque
hicieran referencia a uno solo objeto: anteojos, antiparras, espejuelos, ojuelos…
Los quevedos reciben su nombre del escritor español del Siglo de Oro Francisco
de Quevedo, que fue retratado con ellos sobre la nariz. Los impertinentes eran
de uso femenino y no se sujetaban sobre el puente nasal, sino que se sostenían
con la mano por una varilla y solo se acercaban a los ojos cuando era necesario
ver algo: la pose altiva que se adoptaba al utilizarlos les valió su curioso
nombre. El término ‘lentes gafas’ apareció cuando se ideó mejorar los anteojos
añadiendo a la armadura o montura unas prolongaciones que, torcidas según fuera
necesario, permitían su sujeción detrás de las orejas: las actuales patillas. El origen de la palabra ‘gafa’ es curioso: María Moliner señala su
procedencia catalana con el sentido de gancho, alambre o varilla doblada que
sirve para sujetar algo, y Joan Coromines va más lejos al indicar su posible
conexión con el término árabe qafca, que
significa contraído o encogido; el mismo origen atribuye a la voz del castellano
antiguo ‘gafo’ con la que se designaba a los leprosos por la forma encorvada
que adquirían sus manos y pies debido a la enfermedad.
Con el trascurso del tiempo, en España las lentes gafas pasaron a conocerse
simplemente como gafas, mientras que el término que se convirtió en habitual en
otros países latinoamericanos fue el de
lentes. Asimismo, en muchos países latinoamericanos se sigue utilizando como
predominante el término anteojos.
Vinculadas con la sabiduría y el estudio desde su origen, las gafas
fueron atributo más propio de hombres que de mujeres en el pasado. Por suerte,
hoy en día las usa la persona que lo necesita o desea sin sentirse apreciada o
menoscabada por ello. Quiero creer que ha desaparecido el sesgo de género y
sería imposible que se repitiera la situación que viví en carne propia cuando,
a los trece años, en clase de música empecé a no distinguir dónde estaban
escritas las notas en el pentagrama de la pizarra. Mi madre me llevó al oculista
cuando lo comenté en casa, y este, tras el oportuno examen de mi vista, dictaminó
que tenía miopía y comentó: «Es una pena ocultar los ojos de esta jovencita porque
es lo más apreciable de sus facciones. Las mujeres están para ser vistas y no
para ver, así que debe usar las gafas para el colegio pero nunca para salir a
la calle». Menos gafas y más zapatos de tacón, me aconsejó finalmente en su
afán por hermosearme según su criterio de la feminidad.
Desconocía sin duda aquel ocurrente oculista que los tacones no se
habían creado en su origen para las mujeres, sino para los hombres, primero por
cuestiones prácticas y después como marca de categoría social. Los primeros
zapatos con alza de corcho que se conocen son los coturnos que calzaban los
actores en el teatro hacia el siglo ii
a. de C. en Grecia. Al parecer, la altura diferente de las plataformas ayudaba
a distinguir los estratos sociales de los personajes en el escenario: a más
altura, mayor nobleza. En la Edad Media
europea, las plataformas volvieron a aparecer en calzados tanto para hombres
como para mujeres debido a la suciedad imperante en las calles. El chapín fue
un lujoso zapato con plataforma y tacón que utilizaron las mujeres de la alta
sociedad europea sobre todo entre los siglos xv
y xvii: su altura llegó a ser
tanta que las mujeres necesitaban sirvientes para caminar manteniendo el
equilibrio. Tales excesos avivaron el ingenio de escritores como Lope de Vega,
quien escribió sobre una dama en El perro
del hortelano (1598): «No la imagines vestida / con tan linda proporción / de
cintura, en el balcón / de unos chapines subida. / Todo es vana arquitectura; /
porque dijo un sabio un día / que a los sastres se debía / la mitad de la
hermosura». Con el nombre de «chapín de la reina» se conoció un impuesto aprobado
por las Cortes de Castilla que había de pagar el pueblo llano para sufragar los
gastos de las bodas reales. Su origen se debió a la costumbre castellana de que
las mujeres no empezaran a calzar chapines hasta el día de su boda.
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Luis XIV según Hyacinthe Rigaud |
Sin embargo, los zapatos con tacones semejantes a los actuales parece
que llegaron de Persia, donde los usaban los jinetes para mantener los pies
dentro de los estribos. Se popularizaron en Europa entre la aristocracia como
símbolo masculino y de categoría social a finales del siglo xvii. Cuando el pueblo llano comenzó a
imitar la moda, los monarcas aumentaron la altura de sus tacones y prohibieron
a las clases más bajas su uso. Las mujeres también adoptaron la moda, afilando
el tacón hacia la aguja de los más altos actuales.
La llegada de la Ilustración en el siglo xviii, con el triunfo
de la racionalidad y el utilitarismo que supuso, marcó un cambio de tendencia considerable:
los hombres abandonaron la ostentación en la vestimenta y los poco prácticos
tacones; las mujeres también fueron dejando de usarlos, aunque no
desaparecieron por completo. Fue la industria pornográfica del siglo xx la que convirtió los tacones de
agujas imposibles en objetos eróticos de culto. Y las mujeres se convencieron
de que, a pesar del dolor que causan en los pies y las deformaciones que
provocan, merecía la pena sufrir porque estilizan las piernas… Cuando los
calza, es un reto más que debe superar la mujer en su actividad cotidiana,
huyendo del césped, los empedrados, el hielo o el mármol pulido. Las películas
de Hollywood han puesto el listón muy alto: las heroínas de las películas de
acción llevan a cabo las hazañas más inverosímiles subidas en sus altísimos
tacones de aguja que, además, no se rompen. Rara vez aparece una protagonista
joven que no calce cierta altura de tacón. Las viejas es otra cosa: ya no
cuentan porque no son objeto de deseo.
Una abogada joven con una jornada laboral extenuante que suele calzar
cómodas bailarinas me contó hace días que se había visto obligada a ponerse
unos tacones prestados para un juicio después de que la lluvia empapara su
calzado casi plano. La jefa del bufete la observó sonriente y le dijo que así
estaba mucho mejor, que imponía por su altura. Ella respondió: «No te
acostumbres. Prefiero sobresalir por mi inteligencia y competir en igualdad de
condiciones con mis compañeros hombres sin tener que hacer equilibrios ni
fijarme dónde piso… Y quiero poder correr por las escaleras cuando me apetezca».
El término ‘tacón’ es el superlativo de ‘taco’, según el DRAE, «pieza,
de mayor o menor altura, unida a la suela del calzado en la parte que
corresponde al calcañar», y se puede emplear en singular o en plural. En
singular suele ir acompañado del adjetivo ‘alto’ o de la expresión ‘de aguja’;
cuando se emplea en plural se da por supuesto que son altos y no suele llevar
especificación: Ella dice que no sabe
caminar sin sus tacones, igual que las chinas no se atrevían a hacerlo sin sus
pies vendados.
En el transcurso de los siglos, las gafas han ido evolucionando para
volverse más prácticas, cómodas y favorecedoras, ayudando a cerrar la brecha de
género. En cambio, los tacones han evolucionado abriendo esa brecha: el calzado
de hombre, sean botas, botines o zapatos, llevan cómodos tacones cuadrados y
bajos, justo lo necesario para montar a caballo o caminar bien, mientras que los
de mujer, sobre todo los que se consideran de salón o de vestir, presentan altísimos
tacones de aguja con los cuales es imposible que no duelan los pies. ¿Por qué, en pleno siglo xxi, las mujeres siguen sometiéndose a
gustos y modas tan poco saludables y prácticos?
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