Una caja y un cielo estrellado. La caja es de la abuela de Paloma, contiene algo muy importante para ella y se ha perdido. ¿Y tantas estrellas en el cielo? Si lees este capítulo, tal vez te acuerdes de Angelina cuando las contemples por la noche.
CAPÍTULO 8
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OZABA
casi los hombros el cabello a Angelina, y los días ya eran calurosos y largos.
Paloma había vuelto de un campamento de verano en la sierra, y la familia aguardaba
las vacaciones del padre para marcharse a la playa. Pero la abuela no quería
ir. Le molestaba el bullicio y la arena, y prefería permanecer en Madrid.
—Tú qué dices, Angelina, ¿verdad que no te importa quedarte conmigo? —le preguntaba continuamente.
—Tú qué dices, Angelina, ¿verdad que no te importa quedarte conmigo? —le preguntaba continuamente.
—Como guste, señora —respondía esta—. Haré lo que me manden.
—Pues convence a mi hija —insistía la anciana—. A nosotras no se nos ha perdido nada allí donde van. Bien lo decía mi padre: el que abandona su casa es que se ha cansado de estar a gusto. Angelina, ¿tú conociste a mi padre?
—No, señora —respondía paciente.
—¿Estás segura? ¿No te acuerdas de lo elegante que era?
Y es que la anciana se despistaba
a veces. Una mañana se levantó con la novedad de que le había desaparecido el
camafeo. Costaba entender lo que decía en medio de tantas lágrimas.
—Cálmate, mamá —quiso tranquilizarla
su hija—. No lo habrás buscado bien. Cuando desayunes y te arregles, yo te
ayudo a revisar el joyero. Ya verás como aparece.
—No, no, ahora mismo. ¡Cómo voy a
desayunar con esta angustia! Era de mi madre, hija, bien lo sabes, me lo dio
cuando me casé y siempre lo he tenido en gran aprecio.
Se dirigieron ambas al dormitorio
y miraron en los armarios, los cajones, debajo de la cama y en todos los
rincones que se les ocurrió sin encontrarlo.
—Piensa, mamá, ¿cuándo fue la
última vez que lo viste?
La anciana se esforzaba en hacer
memoria:
—Todos los días ordeno el joyero
cuando me levanto y hasta hoy no lo había echado en falta. Yo creo que ayer
estaba, porque si no me habría dado cuenta.
—¿Te acuerdas cuándo te lo
pusiste por última vez y con qué ropa? —insistió la hija.
—Pues no, pero eso no tiene importancia
porque siempre que lo uso lo guardo después en su sitio. Nunca se me ha
olvidado hacerlo.
—¿Qué pasa, abuelita? —se
interesó Cecilia entrando en la habitación.
—Se le ha perdido el camafeo —respondió
la madre—. A ver si entre las tres somos capaces de dar con él.
Nada. Después de poner la
habitación patas arriba, seguía sin aparecer.
—Me lo han robado —gimió entonces
la abuela—. Y solo puede haber sido una persona.
—Anda, mamá, no digas
tonterías...
—Pues a mí no me parecen
tonterías —afirmó Cecilia, dando por supuesto a quién se refería—. No la
conocemos de nada.
—¡Con lo que yo la quería! ¡Qué
disgusto, después de lo bien que nos hemos portado con ella!
—No te pongas dramática, mamá,
que todavía no sabemos lo que ha pasado.
—Pues ahora mismo saldremos de
dudas —insistió la abuela—. Se lo pregunto a la cara y a ver por dónde sale.
Cecilia la apoyó sin dudarlo:
—¡Muy bien pensado, abuelita!
Pero fue la madre quien tomó la
iniciativa y llamó a Angelina:
—¿Has visto el camafeo de la
señora?
Angelina las miró con enormes ojos de sorpresa y al fin
replicó vacilante:
—No, señora. Creo que no lo vi.
—Cómo que crees que no lo viste,
¿qué clase de respuesta es esa? —se mofó Cecilia.
—No, es que yo no sé qué es
camafeo. No sé si lo vi mas creo que no.
—Nos está tomando el pelo —opinó
Cecilia cortante.
La madre decidió poner fin a la conversación.
No le gustaba el derrotero que estaba tomando y quiso intentar algo distinto:
—Nosotras vamos a seguir buscando
el camafeo. Tú, Angelina, vuelve a tus tareas, pero mientras limpias procura
poner cuidado por si lo encuentras. Seguro que antes de mañana aparece.
—Eso espero, hija, eso espero —expresó
entre sollozos la abuela—. Vamos a buscar en el baño por si acaso.
Fue un día caluroso y triste.
Angelina sentía todas las miradas clavadas en ella, acusándola de haberse
quedado con algo que ni siquiera sabía lo que era, y Paloma se había ido a casa
de una amiga, por lo que no podía recurrir a su ayuda como otras veces. Cuando al
fin llegó la noche y se retiró a su cuarto, ya sabía lo que había de hacer aunque
la asustara.
Sacó del armario su maleta verde
y la abrió. En su interior guardaba el dinero que iba ganando y sus pertenencias
más preciadas, como un huipil bordado que le tejió su mamá de niña. Envuelta en
él había una cajita cuadrada y oscura de madera olorosa que colocó con cuidado
encima de la cama. Después permaneció inmóvil sentada a su lado, contemplándola
sobrecogida. «Esta caja parlante de san Miguelito que te doy siempre dirá la
verdad. No es mentirosa ni enredadora, no más hay que saber hablarle», había
manifestado su abuela cuando se la regaló antes de viajar a España. «Para ti la
hice y solo a ti responderá. Háblale con delicadeza, pregúntale buenas razones,
no la uses como juego, pues». Angelina nunca había recurrido a ella y le daba
miedo porque recordaba bien los peligros que entrañaba: una vecina de un
pueblo en el que habían vivido llegó un día gritando ante las autoridades para
pedir justicia por su hijo al que había dado muerte un amigo y luego arrojado a
un barranco. Cuando le preguntaron cómo lo sabía, respondió que había acudido a
su caja parlante para conocer su suerte, pues estaba intranquila porque hacía
dos noches que faltaba de la casa. Esta le había comunicado la triste nueva, el
motivo, que había sido el robo, y el nombre del asesino. Ulpiano Chic, que así
se llamaba el acusado, no supo defenderse, y la gente encolerizada empezó a
apedrearlo. Lo hubieran matado si no llega a aparecer el difunto y se une a los
demás en el castigo. «¿No es este el asesinado, no es el muertito, pues?»,
preguntó alguien al verlo arrojar piedras con tanto entusiasmo, y la madre lo
reconoció de inmediato y quiso saber si era alma en pena por no haberlo
enterrado. «No, mamá, vivo estoy, no más que muy tomado», respondió con voz
pastosa mientras se palpaba tambaleándose. Una tremenda borrachera había sido
el motivo de su desaparición.
Angelina suspiró y cerró los ojos
antes de extender las palmas de las manos sobre la suave madera tibia. Aspiró su aroma
y después, sin apresurarse, comenzó el interrogatorio con preguntas sencillas
de las que conocía la respuesta con objeto de poner a prueba la caja, y así fue
avanzando paso a paso, asentando certezas, hasta que tuvo conocimiento de lo
que había ocurrido con el camafeo perdido. Cuando volvió a guardar en la maleta
la caja parlante protegida dentro del huipil, se topó con el envoltorio que le
había entregado meses atrás doña Virtudes antes de morir, pero estaba tan
inquieta por lo que acababa de descubrir que no sintió deseos de curiosear su
contenido.
Pasó la noche en vela cavilando cómo
resolver la situación sin tener que dar cuenta de sus averiguaciones. Cuando
parecía que iba a quedarse dormida, la desvelaba el despertador que le hacía
burla repitiendo «tic tac triste estás, tic tac triste estás», primero despacio
y luego más deprisa, hasta que Angelina se tapaba la cabeza con la almohada
para no escucharlo. Llegó la temida hora de levantarse y sentía un calor
abrasador, a pesar de la brisa del amanecer que entraba por la ventana. No
hablaría, decidió. Se afanaría en sus tareas como todos los días y a lo mejor
nada sucedía.
Acababa de preparar el desayuno
cuando apareció Paloma en la cocina.
—Hola, Angelina —la saludó alegre—.
Ayer lo pasé muy bien con mi amiga y hoy vamos a ir a la piscina.
—Qué bueno, niña —le respondió
mecánicamente.
A continuación se presentó el
padre, ajustándose la corbata. Bebió una taza de café, se despidió con un beso
de la niña e indicó:
—Angelina, recuérdale a mi mujer
que no me espere, que no vengo a cenar.
Paloma estaba hambrienta y mojaba
con deleite galletas en la leche con cacao, mientras Angelina separaba la ropa
para poner una lavadora. Las cosas parecían marchar bien, hasta que entró la
abuela en camisón con el rostro crispado. Blandiendo amenazadora el bastón con empuñadura
de plata desde el quicio de la puerta, gritó:
—Angelina, ¿qué ha sido de mi
camafeo?
La joven permaneció callada e
inmóvil, con la mirada baja, y la anciana exclamó de nuevo:
—¡Exijo que me contestes!
Llegaron Cecilia y su madre, alertadas
por las voces, y trataron de calmarla sin conseguirlo:
—¡Tú lo robaste, confiesa!
Entonces Angelina levantó la
cabeza y, señalando con los labios, respondió humilde:
—No, señora, yo no fui. Ellita
fue.
La sorpresa cedió paso a la
indignación. No cabía duda de que era a Paloma a quien señalaba. El rostro de
la anciana mostraba una cólera tan desmedida que su hija se asustó, la cogió
del brazo y la obligó a sentarse.
—Tranquilízate, mamá, te vas a
poner mala —le advirtió.
Angelina permanecía quieta, sujetando
con una mano la camisa que iba a meter en la lavadora. Paloma miraba a su
abuela entre sorprendida y asustada, y Cecilia le tendió un vaso de agua para
que se le pasara el sofoco. Pero la anciana lo apartó con su mano huesuda y
exclamó:
—¡Qué desfachatez, acusar a mi
nieta del robo!
Paloma se defendió:
—Abuelita, yo no te he robado el
camafeo...
—Ya lo sé, bonita, ya lo sé —la
interrumpió la anciana.
—...Tú me lo regalaste. ¿No te
acuerdas?
Se hizo un silencio repentino y
hubo un cruce de miradas. La madre preguntó:
—Paloma, ¿tienes tú el camafeo?
—Que sí, que ya os lo he dicho.
La abuela me lo regaló hace mucho, no me acuerdo cuándo, y lo tengo guardado en
el cajón de la mesilla. Me lo dio porque ella ya no se lo ponía por el peso. Es
mi herencia, la abuela me lo dijo.
—Ve a buscarlo, hija —le pidió la
madre.
Paloma salió corriendo y volvió
al poco con una cajita de terciopelo verde:
—Aquí está.
La madre la abrió y apareció el
blanco perfil tallado en el ónice de la dama tocada con sombrero de plumas.
—Trae acá, hija, déjame revisarlo
—solicitó la abuela. Lo sacó de la caja con manos vacilantes y estiró mucho los
brazos para verlo con los ojos entrecerrados, pues no tenía las gafas de cerca—.
Es precioso. ¿Os habéis fijado lo fina que es la talla? Es como si la dama
fuera a darse la vuelta para saludar, eso decía mi madre, que en gloria esté.
—Solucionada la pérdida, ahora
desayunad todas en paz —resolvió la madre, besando a la abuela—. Me voy, que ya
llego tarde. Portaos bien. Si pasa algo, me llamáis a la oficina.
—Vete tranquila, hija, que Angelina
me servirá un café con tostadas. Hay que ver con qué hambre me he levantado...
Doña Mercedes comió con gusto
acompañada de sus nietas, con la cajita del camafeo al alcance de la mano, y
cuando terminó, mientras se limpiaba la boca con la servilleta, comentó:
—Cecilia, llevo tiempo queriendo
hablar contigo, pero como nunca estás en casa... Mira, a ver qué te parece —le
acercó la cajita, empujándola sobre la mesa con mano insegura—. Ábrela.
Su nieta puso cara de asombro
pero enseguida le siguió la corriente. Apretó el botón dorado, subió la tapa y
apareció la joya.
—Es un camafeo precioso, abuela.
—Me alegro de que te guste. Me lo
regaló mi madre cuando me casé y hace varios días que lo llevo encima para
dártelo. Es tu herencia por ser la nieta mayor.
Paloma y Cecilia cruzaron una
mirada.
—Gracias, abuela —dijo Cecilia y
le dio un beso—. Lo voy a guardar en el joyero de mamá para que no se me
pierda.
Nadie volvió a hablar del asunto en
la casa, pero a Paloma no se le iba de la cabeza. Le intrigaba cómo había
sabido Angelina que ella guardaba el camafeo y en su mente fue creciendo una
sospecha. Como no dejaba de vigilarla, la joven acabó percatándose.
—¿Qué fue, niña, qué te traes
conmigo?
Paloma le contestó con otra
pregunta:
—¿Cómo supiste que yo tenía el
camafeo?
Y Angelina trató de evadirse:
—No más supe.
—Pero cómo, anda, cuéntamelo, que
no se lo digo a nadie.
—Con mi caja de san Miguelito —cedió
al fin Angelina y le explicó en qué consistía.
—¡Estaba segura! —exclamó Paloma
excitada cuando concluyó—: Tus papás muertos, la cicatriz de tu frente, el
viaje a España... Ahora que lo pienso, o te has equivocado o es que en España
hay otra escuela como la de Londres... ¿Tienes que ir a una estación de tren?
—Ay, niña, no entiendo qué hablas.
—¡Harry Potter, eres igualita!
Pero como Angelina parecía ajena
a cuanto le decía, Paloma le explicó la historia del niño aprendiz de mago y
las similitudes que guardaba con la suya.
—No, mi niña, me apena
desilusionarte mas en nada nos parecemos. A mi papá lo mataron los militares
por no aguantarse y querer defender sus derechos pisoteados y mi mamá murió del
sufrimiento porque era pobre y nadie la ayudó. Yo tengo esta cicatriz junto al
ojo porque me caí de chiquita contra una piedrota y mi abuelita me cosió con
tres puntos de hilo rojo. Ve, aún se notan. Y también fue mi abuelita quien me
envió a España, pero no a estudiar en una escuela de magia, sino a enderezar mi
suerte torcida, a mejorarla pues.
—¿Tu abuela es maga? —insistió la
niña.
—Es ilol, curandera, pues. Pero
no fue a ningunita escuela. De brujas tampoco. No conoce las letras pero sabe
mucho del cielo, de la tierra, del agua, de las plantas, y aprendió ella solita
y de otras mujeres que la quisieron enseñar. Allá de donde vengo es así.
—Entonces, ¿tú no vas a ir a una
escuela de magia? —reiteró algo desilusionada Paloma.
—No, mi niña. Acá me quedaré
contigo.
—Ya sé. Te enseñará tu abuela.
—Así mero —aceptó Angelina—. Ven
acá a la ventana. ¿Qué ves?
—Las estrellas.
—¿Sabes qué son?
—Cuerpos celestes que brillan con
luz propia —recitó Paloma de corrido.
—No, mi niña, eso está bien para
tu escuela. Mi abuelita me enseñó otra verdad, ¿quieres saberla?
—Sí.
—Dicen que el cielo es muy lindo,
por algo es la gloria, pero cuando alguien muere y sube allá, piensa en sus
hijitos, sus papás, sus amigos, lo que dejó en la tierra, y le hace tanta falta
que abre un hoyito para mirar abajo. Por el hoyito se escapa la luz celestial,
y nosotros desde acá lo llamamos estrella. La de mi mamá estaba por aquel lado,
cerca del lucero; duró harto tiempo, hasta que san Pedro le dio sus alas y dejó
de mirar para aprender a volar entre las nubes.
—¿En serio?
—En serio. No más que es secreto.
No lo vayas a contar.
© Carmen Martínez Gimeno
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