—Maite, las niñas de mi
clase se empeñan en decir que los Reyes Magos son mis padres —cuenta de un
tirón.
Permaneces callada
porque no se te ocurre una salida, y Elena prosigue:
—Yo les he contestado
que no es posible porque mi padre no está y mi madre sola no podría poner
juguetes a todos los niños; no tiene tanta fuerza ni le daría tiempo...
Ay, señor, la
ingenuidad de tu hermana pequeña está a punto de lograr que se te salten las lágrimas
y te cuesta salir del apuro. Por fin consigues hablar:
—Qué niñas tan pesadas
—opinas—. No les hagas caso, porque tú tienes razón. Para los regalos de
Navidad, el mundo está repartido entre los Reyes Magos, Santa Claus, Papá Noel,
la Befana, San Nicolás y algún otro que ahora no recuerdo, y aun así les cuesta
mucho trabajo cumplir con su tarea de llegar a todas las casas. ¿Cómo iba a
hacerlo mamá sola?
—Claro —acepta Elena,
levantando los hombros.
Carmen Martínez Gimeno, Nada del otro jueves
La Navidad es cosa de niños. No se
me ocurren otras fechas del año en las que se dedique colectivamente más tiempo
y esfuerzo a conseguir su sonrisa feliz. Y nos contamos por millones quienes
colaboramos en la mentira más bonita del mundo, la mentira que también nos
convierte a nosotros por breve tiempo en niños y nos devuelve la magia inocente de
los pocos años.
Hace días, contaba el escritor Iván
Hernández (Buscoaliados) en una de las redes sociales que compartimos:
Mi hijo mayor ya sabe lo de los Reyes
Magos, Santa Claus, etc. Lo primero que ha hecho ha sido tener una charla con
su hermano pequeño y decirle:
—Alberto, Santa Claus es papá.
A lo que el otro ha respondido:
—Claro, Papá Noel.
Va listo si cree que le va a ser
tan fácil quitarle la ilusión a un niño de tres años.
Yo tenía algunos más cuando quisieron abrirme los ojos y fui corriendo
a confesárselo a mi padre. Deseaba su confirmación de que era mentira, que los
Reyes Magos sí existían, cómo no iban a existir, pero recuerdo que me miró
serio, se quedó pensativo y al final me reveló con una sola palabra de su boca
infalible la escueta verdad. Fue uno de los momentos más tristes de mi
infancia; el día en que empecé a abandonarla porque me habían echado a la
fuerza, sin yo quererlo todavía… Por eso, cuando mis hijos me hicieron la misma
pregunta por turnos, siempre les respondí lo que hubiera deseado escuchar yo en
su lugar: «¿Tú qué piensas?». Las primeras veces seguían a mis palabras unos
instantes de reflexión y por fin una amplia sonrisa con algún comentario
ilusionado del tipo, «claro, ya lo sabía yo». Mis hijos fueron los que
decidieron cuándo hacerse mayores y dejar de creer. Nunca les confesé la
mentira más piadosa de todas: no salió de mis labios; fueron ellos quienes
descubrieron la verdad y creo que no se sintieron engañados ni defraudados
porque había llegado el momento oportuno.
Los años han pasado. Ya no hay niños en casa y, sin embargo, mantenemos
la costumbre de buscar la estrella que guía a los Magos en el cielo, la más
brillante de todas, la que logrará que no se pierdan en la oscura noche
invernal. Porque a nuestra casa siempre han llegado los tres Magos de Oriente.
Nadie más. Ellos eran quienes se comían los mazapanes que les dejábamos en la
mesa junto a los zapatos relucientes para la ocasión y quienes daban de beber a
los camellos con el agua de nuestro barreño de plástico azul. Y todavía
seguimos mirando al cielo porque disfrutamos evocando la ilusión tan grande que
sentíamos de niños y aún sentimos: estamos seguros de que los Reyes son como
las meigas, que haberlos haylos.
Pero vayamos por orden. Antes de la llegada de los Reyes hay que poner
el nacimiento. Es —o al menos era— la primera tarea divertida de la Navidad a
la que los niños se entregan —o entregaban— con desbordada pasión. En la casa
de mis padres el nacimiento acabó siendo enorme: lo montábamos en el recibidor,
debajo de la escalera, sobre un tablón que iba de pared a pared y ante una tela
que representaba un paisaje de cielo estrellado y montañas a cuyas laderas crecían
palmeras. Mi padre nos construyó un pueblo, dibujando con escuadra y cartabón
sobre cartulina blanca las figuras geométricas que, una vez recortadas y
pegadas sobre una caja de cartón, se convirtieron en las casas de sus calles, a
las que se entraba por un arco de medio punto. La caja iba cubierta de corchos
haciendo un cerro, a mitad de cuyas faldas brotaba un manantial de papel de
plata que se convertía en río, cruzado por un puente, al alcanzar el llano. Mi madre
nos teñía de verde en el horno el serrín que previamente habíamos ido a buscar
a la carpintería, y marcábamos con él prados y caminos. Después adornábamos el
paisaje con musgo y piedras que cogíamos del campo. Nos llevaba un día completo y varias discusiones ordenar las diversas escenas de pastores, hallar lugar para la multitud de
animales que fuimos reuniendo y colocar el portal con su estrella y los ángeles
en el lugar más visible. Mi hermano añadía siempre entre los personajes algún
caballo montado por un indio emplumado de su fuerte apache. El momento más
esperado era la iluminación: a oscuras, aguardábamos expectantes a que mi padre
diera al botón y surgieran de las ventanas del pueblo y del fondo del portal
los rayos de luz que emitían las bombillas convenientemente escondidas. Y entonces
cantábamos el estribillo del primer villancico: «Ande, ande, ande la marimorena, ande, ande, ande, que es la
Nochebuena…».
«Papá, ¿quién es la Marimorena?», preguntó una vez una de mis
hermanas. Mi padre no lo sabía. Yo he tratado de investigarlo ahora, pero no he
hallado una respuesta concluyente hasta el momento: podría ser un nombre propio
antiguo como Marigarcía o Maricastaña con el que se alude a la Virgen María; podría
ser también el nombre de la burra que carga a María y por eso se le pide que
ande; o incluso podría tratarse del nombre común familiar recogido por los
diccionarios que se emplea para expresar alboroto o escándalo, utilizado
frecuentemente con el verbo «armar», y que en el contexto del villancico se
habría escogido porque rima bien con Nochebuena.
Además del nacimiento,
hace ya mucho tiempo que decoran nuestras Navidades los árboles repletos de
bolas. Un año, mi hermana mayor decidió relegar
el consabido pino y engalanar unas ramas retorcidas de encina con tiras de
algodón simulando nieve y naranjas con velas dentro en lugar de bolas. Nos
gustó mucho el resultado, pero nos prohibieron prender las velas. Una noche,
cuando mis padres ya se habían acostado, una de mis hermanas pequeñas
desobedeció, buscó cerillas y por unos instantes disfrutó ella sola del
maravilloso espectáculo del árbol encendido… hasta que las llamas se
extendieron al algodón y fueron creciendo y creciendo. Saltaba y gritaba de
miedo sin saber qué hacer cuando aparecimos las hermanas mayores, y la tercera,
siempre lista para sacarnos de apuros, apagó enseguida el incendio en ciernes arrojando
un cubo de agua. A pesar de ser quien había salvado la situación, fue ella la
que recibió la bronca de mi padre y el primer coscorrón, porque al grito de «¡Nos
podríamos haber abrasado todos!» no hizo distingos ni pidió explicaciones. Nunca
más hubo árbol adornado con velas tentadoras en nuestra casa.
Viruta, Edelvives, col. Ala Delta |
La cita de mi novela Nada del
otro jueves que abre esta entrada es una recreación literaria de la
conversación que mantuve con mi hija mayor la primera vez que acudió a mí
preocupada por lo que le habían contado en el colegio. «¡Cómo van a ser mis
padres!», me dijo, «tendríais que volar como Supermán». Los niños y sus cosas,
su manera intuitiva de contemplar el mundo, han sido siempre una fuente
inagotable de inspiración, y muchas de sus ocurrencias inocentes y repletas de
lógica aparecen en mis escritos. Por ejemplo, en mi novela infantil Viruta recojo la expresión de mi hija «ya
hemos llegado, sanos y calvos», muy popular entre nuestra familia y amigos.
Otros episodios los guardo en la memoria, como la escena de mi hijo de dos años
jugando en la bañera con su lancha motora mientras yo lo observaba después de
haberlo enjabonado. De repente, se me ocurrió preguntarle: «Jorge, ¿tú te vas a
casar?». Me miró con sus enormes ojos sorprendidos y me contestó con su lengua
de trapo: «¿Ahoda?». Entre risas, le
dije: «No, cuando seas mayor». Se encogió de hombros y aceptó: «Bueno». «¿Y con
quién?», insistí pesada. Pensando un instante, relató de corrido para que lo
dejara en paz: «Con Peposa, que se come las basuras y papeles que coge del suelo, y nuestros hijos van a ser selditos». Seguimos gastándole bromas con su novia Peposa, a la que todavía
no hemos conocido. Fue también mi hijo quien me advirtió cuando lo recogí
después de un día pasado en una granja escuela: «Te había cogido un ramo de
flores, pero se lo he dado de comer a una vaca».
Son incontables las anécdotas de los niños que me rodean, algunas tan
entrañables como la sucedida cuando murió mi padre. Había pasado sus últimos
meses en casa de mi hermana mayor, acostado en una cama especial antiescaras que
estaba en una salita con fácil acceso desde la calle. Después del entierro las
hermanas lo recogimos todo y devolvimos la salita a su uso habitual. Cuando
llegaron las niñas y preguntaron por el abuelo, les dijimos que se había ido al
cielo. Mirando a su alrededor, una de ellas repuso asombrada: «¿Con cama y
todo?». La anécdota más reciente es de una de las sobrinas pequeñas que está
empezando el colegio y no le gusta demasiado. Hace unos días, cuando la fue a
recoger su padre a la salida, le dijo: «Papá, hoy me he portado genial. No he
hablado en clase, he obedecido a la señorita y no he enseñado las bragas en el
patio».
Estas Navidades volveremos a reunirnos. Surgirán los recuerdos y habrá
nuevas anécdotas que contar en el futuro, pero hoy termino con una adivinanza que nos
planteó mi sobrino Alejandro, hoy médico y padre de dos niñas, cuando tenía
unos seis años: «Camina con gafas, vuela con gafas y va derecha a la cazuela.
¿Qué es?» ¿No lo habéis adivinado? Repito ahora lo que entonces nos dijo
Alejandro, levantando expresivo ambas manos: «¡Qué va a ser, pues la gallina!
Feliz
Navidad
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