Vivía yo felizmente en la añorada ciudad californiana de San Diego, cuando mi hermana Mercedes, que venía de visita desde España, me regaló Juegos de la edad tardía, la novela que acababa de publicar un autor por entonces desconocido y que ella se había leído de un tirón durante el largo vuelo transoceánico. Yo también la leí enseguida. Me encantó. Fue como descubrir un hilo invisible que se tendía desde la espléndida sobriedad de la prosa cervantina para anudarse en la plenitud poética de la realidad maravillosa, pongamos que rulfiana. Luis Landero se me antojó un narrador concienzudo que sopesaba cada palabra utilizada y dueño de tal perfección creadora que no precisaba de diálogos para hacer avanzar la compleja trama sin que la lectura se desequilibrara ni molestara. Utilicé párrafos de esa novela en mis clases de español para alumnos avanzados de mi universidad californiana. Me recuerdo disfrutando al explicar su clara sintaxis y su amplio vocabulario; la aparente sencillez bien sopesada de su complejo armazón argumental. Ese hilo invisible era ―es― de oro, una joya difícil de manejar y mantener en el tiempo.
Sin duda, el prestigio intelectual que se ganó Landero con aquella
primera novela y corroboró su amplia obra posterior ha posibilitado el milagro
de que, en estos tiempos editoriales sometidos a la tiranía de la literatura de
usar y tirar, le hayan publicado El
huerto de Emerson. No se trata de una novela, sino de un puñado de
vivencias, de recuerdos, recogidos por el placer de escribir:
Tengo un cuaderno nuevo y no sé
en qué gastarlo. Es invierno, ya ha oscurecido, hace mucho frío y afuera
resuena el temporal. Yo me he arrimado a este cuaderno como el mendigo al
calorcillo de la lumbre. Por el momento, no sé qué escribir, es cierto, pero
eso importa poco.
Los recuerdos van llegando a medida que Landero pasea «por el bosque
del tiempo ya vivido» y, dejando que las
palabras fluyan, se van sucediendo las páginas:
Qué bien se desliza la pluma por
mi cuaderno nuevo. Qué gusto da escribir, qué alegría, notar el llenor de las
palabras, los viejos sones de su música, el gozo casi físico que uno siente
cuando consigue convocar en unas líneas a los cinco sentidos, o cuando alcanza
el sencillo y extremado arte de la precisión, de un solo tiro abatir
limpiamente la pieza.
La imaginación obra la magia de hilvanar vivencias para completar capítulos
sobre temas diversos cuyo fondo responde a una sola materia vital: la infancia
del escritor en Alburquerque, su desarrollo personal, su familia, sus lecturas
y aficiones, sus conocidos y las historias de un mundo rural del que da cuenta
con su precioso, cervantino, vocabulario. El título del libro se explica en el
capítulo «El niño y el sabio», donde se recogen sus experiencias como profesor
de literatura y su modo de incitar la creatividad de sus alumnos:
Era en este momento cuando les
hablaba del huerto de Emerson. El libro se titula Ensayos escogidos, de la colección Austral, y no recuerdo cómo
llegó a mis manos. […] Leí aquel libro varias veces seguidas en un estado
febril de asombro y de infinita gratitud. […] En un momento dado, Emerson
utiliza una imagen que a mí me gusta mucho, y que he repetido mil veces en
clases y en charlas para ilustrar todo cuanto he escrito en este capítulo,
donde aún suena y resuena el eco de aquel libro providencial.
Landero cuenta cómo Emerson
decía en el libro que cada persona ha de aceptarse a sí misma tal cual es y,
además, hacerlo con orgullo y contento: «Que a todos nos ha tocado en suerte un
terrenito en el que laborar. Que es seguro que habrá alrededor terrenos más
grandes y fértiles, donde crecen lechugas mejores que las nuestras, pero que
nosotros tenemos que cultivar lo nuestro, el
huerto que nos tocó en suerte, sin envidiar lo ajeno». Y para apostillar
sus palabras, cita las ideas de una serie de creadores: escritores, filósofos,
cineastas, pintores…
Es inevitable sentirse atraída por la serena melancolía que se desprende de los cuadros del pasado evocados por Landero, por esos hombres más de campo que de ciudad cuyas escuetas conversaciones se componen de sentencias que, sin pretenderlo, suenan más graciosas que sabias. En cambio, las mujeres evocadas producen desconsuelo: están las que van a la rebusca de espigas, de uvas o aceitunas después de la cosecha para rebañar las sobras del banquete; las que orinan en presencia del niño porque todavía no lo consideran hombre; las que limpian las tumbas de los seres queridos y no se pierden en los cementerios enormes de la ciudad; las que se sientan al fresco o en la penumbra y trajinan dentro de los cuartos interiores de las casas sin que se conozca el objetivo. Ni una sola mujer autora merece cita entre los ilustres Montaigne, Kafka, Keaton, Heródoto, Machado, Nietzsche, Mann, Lukács, Adorno, Rousseau, Platón, Spinoza, Ortega, Schopenhauer (del que Landero admite saber más), Stuart Mill, Rorty, Weber, Schumpeter o Tocqueville. ¡Qué papel tan secundario hemos tenido la mitad de la humanidad en su vida y sus lecturas! Ninguna de las antiguas integrantes del sexo llamado por entonces débil ha merecido consideración por su labor intelectual…
Tal vez prosiguiendo con esta misoginia, son solo hombres los elegidos para alabar con hermosas palabras El huerto de Emerson en la faja del libro: «Un relato memorable sobre lo vivido y lo leído». Así será para ellos los patriarcas, pero no para las que quedamos fuera de la esfera creativa y aparecemos solo a retazos como mujeres activas en el hogar y en la gestión de las pequeñas cosas cotidianas.
«En todas las lumbres de todos los inviernos, y esto ha sido así siempre, hay una vieja que también se ha sentado en el corro a cavilar y a ver brincar las chispas. ¿Quién será?, nos preguntamos, se han preguntado todos desde el principio de los tiempos». Esa vieja, admirado Landero, no es la muerte como al parecer piensas, sino la vida, vivida y por vivir, que siempre hemos dado y nos hemos contado ―explicado― las mujeres, a pesar de todos los pesares.
Ficha bibliográfica: