«De colores, de colores se visten los campos en la primavera / de
colores, de colores son los pajaritos que vienen de afuera / de colores, de
colores es el arco iris que vemos lucir…». Esta cancioncilla popular la
aprendimos muchos durante la infancia en el colegio y la hemos seguido cantando
a nuestros hijos mientras crecían. Los colores iluminan la naturaleza y connotan
nuestras emociones: nos ponemos verdes de envidia, amarillos de celos, rojos de
vergüenza, blancos de susto o negros de enfado… Dicen que el blanco y el negro
fueron los primeros colores que se nombraron por la contraposición entre el día
y la noche, la luz y la oscuridad; después llegó el rojo, el color de la
sangre, del fuego y de la vida, y a continuación el verde dominante en el reino
vegetal y el amarillo del sol. El azul, sin embargo, tardó más en tener nombre propio
y parece que fueron los egipcios quienes le dieron identidad porque, valiéndose
de minerales, hallaron el modo de fabricarlo para su utilización en la
decoración y la arquitectura.
Puesto que el lenguaje se crea partiendo de la observación de cuanto
nos rodea, es habitual emplear para designar colores los nombres de materias u
objetos físicos dueños de ese tono característico que deseamos comunicar:
hablamos del color berenjena, canela, cereza, violeta, lila, malva, mostaza, perla,
plata, rubí, salmón o teja, por ejemplo. Y también recurrimos a los objetos que
percibimos para establecer matices entre los colores: distinguimos, así, entre verde
oliva o verde esmeralda; entre blanco hueso o blanco níveo; entre negro carbón
o negro ala de mosca; entre rosa pastel o rosa palo, y entre azul cobalto o
azul marino.
¿De qué color son las nubes?, preguntaba hace pocos años un anuncio en
la televisión. ¿Y de qué color es el mar, de qué color es el cielo? Para Homero,
el mar es color vino y el cielo es cobrizo o de hierro; además, el sol es de
color blanco; la sangre, negra; las ovejas, color violeta, y la miel, verdosa.
Esta extraña adscripción de colores, utilizados muchas veces como epítetos, ha
provocado ríos de tinta en sesudos estudios de eruditos que llegaron a las más
variopintas conclusiones, tales como que la ceguera del poeta heleno le hizo
caer en una libertad cromática basada en su recuerdo incierto; o que se debe a
la deuda que tiene su obra con los aedos, los recitadores de poemas sobre dioses,
héroes y batallas de quienes tomó inspiración e incluso sus fórmulas fijas para
referirse a diversos personajes divinos y humanos, utilizando unos epítetos que
a veces ni siquiera él entendía pero que rellenaban el verso necesario; e
incluso que Homero, como el resto de sus contemporáneos griegos, no había
desarrollado la percepción completa de los colores y solo era capaz de
distinguir ―y, por tanto, de nombrar― algunos. Cualquiera que haya leído o
traducido la Ilíada recordará a la
Aurora de dedos rosados o de peplo de azafrán, así como al dios de los mares,
Poseidón, de azulados cabellos, que bastan para desmentir la última teoría.
Los sucesivos traductores de la Ilíada
y la Odisea también han aportado
sus interpretaciones al asunto, sobre todo con referencia al mar de vino: unos
dicen que cuando Homero cita el ponto
vinoso, se refiere al mar espumoso como cuando se escancia el vino; otros
defienden que se trata de mar adentro, agua profunda, oscura como el vino tinto,
y también hay quienes aducen que los epítetos homéricos hacen más referencia al
brillo, a lo extraordinario e impresionante del objeto citado en un momento particular,
prescindiendo del color anodino esperable.
Lo cierto es que Homero no tenía el mismo concepto del color que la mayoría
de nosotros. ¿Pero no cambia esa percepción no solo de cultura a cultura sino
con el paso del tiempo dentro de una misma cultura? Si pedimos a un niño
español que pinte un huevo ―también llamados «blanquillos», por ejemplo, en
México―, ¿qué color elegirá, el blanco níveo de antes o el tostado o amarronado
que predomina ahora? Si pedimos un zumo de naranja, la fruta que dio su nombre
al color, ¿no será más bien amarillo el líquido que nos sirvan? Si nos dicen unos
amigos que pintaron su salón de color melón, ¿será el elegido ese tono que tira a
salmón, será blanquecino o será amarillo verdoso? Y si encargamos que nos compren un ramo de
rosas, ¿tendremos que especificar el color? Sí, una rosa es una rosa es una
rosa es una rosa, ¿pero no las preferimos casi siempre rojas? ¿O tal vez
blancas? ¿O amarillas? Si decimos de alguien que tiene la piel aceitunada,
¿será verdosa, negruzca, acaso parda o puede que tostada? ¿Alguien ha visto a
algún oriental amarillo, algún occidental blanco o algún africano negro? ¿Colorado,
rojo y encarnado son el mismo color?
Como en la primera imagen que ilustra este texto, el arco iris sale de
nuestra boca; somos nosotros quienes delimitamos tonos, gamas y matices con sus
nombres respectivos, quienes decidimos ―basándonos en criterios no siempre
objetivos ni universales― si algo es verde, verdoso, tirando a verde, verde
chillón, verdiazulado o verdinegro. Y en los colores además hay modas: «azul y
verde, muerden», se decía hace años, cuando el negro era el color del luto (junto
con el blanco, aunque apenas se usara), no sin antes haber brillado durante el
siglo xvi en la corte imperial de Carlos I de España y V de Alemania. Y luego
vendría aquello de que siempre hay que tener como último recurso la petit robe noir francesa o el
traducido little dark dress anglosajón.
No obstante, para gustos, los colores.
No es difícil, por lo demás, emplear una extensa gama cromática para
iluminar nuestra escritura, ya sea como sustantivos o como adjetivos. Si como
adjetivos colocamos los colores delante del nombre, los convertimos en epítetos,
y la norma marca que no se debe abusar de ellos (negro carbón; plomizo cielo; blonda cabellera). Como sustantivos
son siempre masculinos y forman el plural de acuerdo con las reglas generales (los blancos, los azules, los lilas, los carmesíes). Si al color se añade en
aposición otro sustantivo, este permanece invariable (los rosas palo, los verdes musgo, los azules cobalto, los grises perla).
Sin embargo, cuando los colores son adjetivos, se establece una distinción
entre aquellos que designan solo colores, que concuerdan siempre en género y
número con el nombre (camiones amarillos,
medias negras, ojos azules), y los
nombres que adoptan la función de un adjetivo porque representan por
antonomasia el color que se quiere expresar. En este caso, aunque la norma
culta era emplear dichos nombres en aposición con plural invariable, se tiende
en la actualidad a hacer que concuerden con el nombre como si fueran adjetivos
plenos (gafas malva, pero también gafas malvas; trajes granate, pero también trajes
granates). No obstante, si para
expresar determinado matiz se añade otro adjetivo (o sustantivo en función de
adjetivo), la norma mayoritaria es mantener ambos invariables en singular (faldas verde botella; ojos negro azabache; aguas azul turquesa; cuentas
blanco marfil).
Al recurrir a nombres de colores poco habituales, siempre es necesario
comprobar su significado para no cometer errores: glauco (femenino, glauca)
se aplica a algo verde claro o grisáceo (ojos
glaucos); garzo (femenino, garza) se aplica a los ojos azulados y,
por extensión, a las personas que así los tienen (niña garza); gualdo (femenino,
gualda), proveniente de la planta gualda, de la que se obtiene una
sustancia amarilla, se aplica a lo que es de ese color y, aunque es un adjetivo
de dos terminaciones, es frecuente la forma gualda
para ambos géneros (los colores rojo
y gualda de la bandera).
Conviene hacer un punto y aparte para hablar de tres adjetivos de
color: cerúleo (femenino, cerúlea), que se aplica al color azul y etimológicamente
no tiene nada que ver con la palabra cera,
por lo cual todavía se considera impropio
su uso habitual en expresiones como palidez
cerúlea: el adjetivo que corresponde en este caso es céreo; cárdeno (femenino cárdena),
que significa de color amoratado, pero aplicado a un toro cambia a animal
de pelo negro y blanco, mientras que
cuando hace referencia al agua, significa de color opalino (entre blanco y
azulado); y lívido (femenino lívida), cuyo sentido etimológico es
amoratado, pero en su uso más frecuente, que ya se considera válido, significa intensamente
pálido (blanquecino o de color desvaído).
Por supuesto, nada tiene tampoco que ver con el sustantivo libido, que significa deseo sexual y es
palabra llana que no se escribe jamás con tilde.
La entrañable cancioncilla popular sobre colores citada al comienzo,
como muchos recordarán, tiene un estribillo tan extraño como varios de los epítetos
homéricos: «Y por eso los grandes amores / de muchos colores me gustan a mí». ¿Será
para rellenar el verso o tendrá algún significado oculto e inmanente que
merezca la pena investigar?
La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.
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