Tal fue el
origen del mundo, así fue como se iniciaron las cosas todas, mucho antes
de que nuestro rey, el poderoso cazador Nemrod, se determinara a erigir en la
tierra de Senaar la Torre de Babel, causa de nuestra dispersión por la faz de
la tierra.
En el principio, las aguas dulces y las aguas
saladas estaban confundidas en un único océano. La Inmortal organizó el caos
separándolas y dio origen a la totalidad en lo alto, la bóveda que alberga el
cielo, y a la totalidad en lo bajo, la bóveda invertida que da cobijo a los
infiernos. Después esa misma Inmortal colocó el mar y la tierra para señalar
sus límites en sentido horizontal, y se dedicó a poblar su obra con toda clase
de criaturas, marinas y terrestres. Las mujeres y los hombres, hechos de barro,
vinieron a culminar su creación y constituyeron su orgullo durante una época,
en la que les permitió prosperar y sojuzgar al resto de los seres vivos.
Sin embargo, andando el tiempo, como suele
acontecer a los niños con sus juguetes más preciados, parece que la Inmortal
acabó aburriéndose de su creación y decidió destruirla mediante un diluvio. O
tal vez solo pretendió ponerla a prueba: calibrar el aguante de las criaturas y
divertirse contemplando sus cuitas. Sea como fuere, todas las tempestades,
todos los vientos, se desencadenaron en un mismo instante, y las aguas se
soltaron bravías, anegando la tierra entera. Nada escapó a la fuerza del
diluvio universal, ni la montaña más alta ni el animal más fiero; mucho menos las
mujeres y los hombres, las criaturas que en su delirio seguían considerándose
las preferidas de la Inmortal y se afanaban en alcanzar su gracia implorando
ayuda mientras perecían sumidos en la impetuosa corriente.
Los padres de los padres de nuestros padres,
descendientes del puñado de humanos que no se ahogaron porque entraron en un
arca desde cuyo interior soportaron la tribulación que se les había enviado, no
olvidaron el castigo divino y buscaron para edificar sus nuevas casas las altas
laderas de la montaña donde había encallado el arca cuando volvió a brillar el
sol bienhechor, despreciando el llano. Pero no osaron reflexionar sobre la
razón por la que se les había sometido a tan cruel prueba. Vivían amedrentados
esperando en cualquier momento otro castigo similar de la Inmortal a la que se
esforzaban en aplacar.
Unos se dedicaron a obsequiarle con danzas y
cánticos, sacrificios de animales y libaciones en adornados altares, elaborando
ritos cada vez más complicados con la esperanza de mantenerla entretenida a fin
de que no se dejara llevar por malos pensamientos ni desatara su cólera hacia
ellos. Otros llegaron a la conclusión de que no había sido la Inmortal, su
amable creadora, quien había mandado el terrible flagelo que acabó con la vida
de tantos, sino algún otro ser divino, creado por ella a su imagen y semejanza
cuando le apremió la soledad en el inmenso cielo en el que habitaba. Así pues,
ya no había una sola Inmortal a la que adorar, sino probablemente una multitud,
pues se procrearían al igual que los humanos y las demás criaturas, y no todos
debían de ser misericordiosos.
Fuera la Inmortal o sus iguales, andando el tiempo
los más perspicaces entre los humanos empezaron a plantearse por qué habían
mandado el diluvio. «¡Debido a nuestra culpa, sin duda! ―exclamaron, dándose
golpes de pecho, los seres más pusilánimes—. Faltamos a nuestra obligación de
adorarlos. Cometimos toda clase de vilezas insoportables a sus ojos». Quienes
tenían un pensamiento más audaz expresaron su disconformidad: «No, no fue
nuestra culpa de ningún modo ―adujeron con la frente alta—. ¿Es que una madre
mata a todos sus hijos por el error de uno solo? Más bien lo reprende y lo
instruye para que no vuelva a confundirse. El diluvio se debió a su
malevolencia, no a la nuestra. Y sucederá de nuevo en cualquier momento».
Así pues, los humanos todos, sabios y necios,
valientes y temerosos, vivían en zozobra constante, mirando al cielo con
aprensión por si las aguas volvían a desatarse sobre sus casas y sus bienes. Cuál
más, cuál menos, todos tenían su arca aparejada con arreglo a sus medios, pero sabían
bien que no bastaba. Estaban a merced de los caprichos de la Inmortal y sus
iguales habitantes del cielo.
Nemrod el cazador, que fue el primero en hacerse
rey después del diluvio, bajó de la montaña y se asentó en la fértil llanura
cerca de los ríos, donde abundaban el trigo, la cebada, el sésamo y los
dátiles, para levantar una ciudad hermosa y bien poblada. Viendo el temor que
sentía su pueblo hacia la Inmortal, ordenó construir la Torre de Babel, la
puerta divina, como un lugar desde el que se alcanzaría comunicación directa
con el cielo. La gente acató su voluntad de buena gana, unos porque se dijeron
que si erigían la torre y llegaban al cielo, podrían romper su bóveda con
hachas para que fluyeran las aguas y se evitaran más diluvios; otros porque
secretamente concibieron la torre como una máquina de guerra desde la cual
lanzarían flechas contra el cielo para acabar con sus temidos e implacables
habitantes. No obstante, había muchos que se limitaron a participar en la
arquitectura porque pensaron que si la torre llegaba a erguirse, en caso de que
sobreviniera otra desgracia que acabara devastándolos, su fama perduraría y se
extendería sobre la faz de la tierra, con lo que su vida no habría sido en
balde por conseguir cierta prolongación en el recuerdo.
De este modo, comenzó la construcción. Sería una
estructura maciza, una torre escalonada más alta que la montaña más alta, con
cuatro caras que se corresponderían con las cuatro orientaciones del mundo. Se
comenzaría levantando un cuerpo, y sobre este se erguiría un segundo y después
un tercero, hasta completar los ocho que se habían planeado. Las rampas que
llevarían hasta ellos estarían edificadas por el exterior en círculo, alrededor
de todos los cuerpos, y dispondrían a la mitad de un rellano para descansar,
con el fin de que las personas que subieran recuperaran el aliento perdido
durante el ascenso. En el último cuerpo se construiría un templo, el más
hermoso y adornado de los habidos, que se constituiría realmente en la puerta
del cielo.
Los constructores, trabajadores capaces provistos
del patrón para medir, fijaron los límites y alzaron en primer lugar el
contorno del edificio en su altura completa, empleando en su fábrica adobe
mezclado con camas de caña embetunada que revistieron con ladrillos cocidos.
Reinaba la concordia entre los artífices, y la obra crecía a la par que el ánimo de los albañiles, quienes
redoblaban su arduo esfuerzo al verla prosperar sin impedimentos.
Ya se habían montado las cuatro escalinatas que
arrancaban de la mitad de cada lado de la estructura, desdoblándose cada una en
dos rampas que llegaban a la cúspide del primer cuerpo. Se continuó el ascenso
labrando una escalera en el centro de la cara suroeste para llegar al pie del
tercer cuerpo. Y en ese preciso momento, cuando la obra comenzaba realmente a
cobrar altura, la Inmortal giró la cabeza de los asuntos celestiales que
últimamente la tenían absorbida y prestó atención de nuevo a sus criaturas de
la tierra. «Van todos a una —se dijo, contemplando desde arriba cómo progresaba
la fábrica— y lograrán su hazaña. No habrá entonces quien los detenga. ¿Acaso
serán tan poderosos como yo? ¿De qué me habrá servido ser divina y creadora?».
Esta vez la Inmortal no recurrió a diluvios ni matanzas, pues concibió una idea
mejor, digna de su inmensa sabiduría. «Su lengua es única y no hay cabida para
la duda. Veamos qué ocurre si el padre ya no entiende al hijo ni la mujer se
concierta con el hombre; ¿cómo se llevará a término la empresa cuando el rey
deje de comprender al arquitecto y el maestro de obras no sea capaz de dirigir
a sus cuadrillas? Será digno de observar cómo se las ingenian para proseguir su
ascenso cuando todo entendimiento se convierta en malentendido».
Así pues, de la noche a la mañana sobrevino la
confusión de las lenguas a la tierra de Senaar. El niño pedía pan y la madre le
peinaba; la esposa se quejaba de frío y el esposo la abanicaba. Si esto sucedía
en la casa, mucho peor era en la construcción de la soberbia torre. Uno pedía
un pico y le daban una pala; los constructores ordenaban que les llevaran
piedras y obtenían agua; si requerían agua, les proporcionaban paja. Los unos
miraban a los otros con extrañeza porque se desconocían. Surgieron altercados.
La obra se detuvo. No había acuerdo, sino gritos por doquier que llevaban a
golpes y golpes que llevaban a peleas generalizadas. Nadie se entendía; el
rencor y el odio se extendían como la cizaña. Surgieron las primeras
deserciones. Babel, la puerta divina, iba entrando en el abandono. La cadena de
palabras con que se estaba edificando se rompió en múltiples eslabones que no
encajaban. Cuando se perdió el sentido, fue imposible completarla.
No fueron los cimientos los que fallaron, pues el
foso se había calculado con precisión y excavado como era conveniente. La
arrogante torre no se vino abajo por su peso ni fue quebrada por el rayo. Su
asalto al cielo fracasó por la discordia que sembró la Inmortal entre sus
constructores. Quedó inconclusa porque venció la Inmortal con sus artes
divinas; abatió y humilló a los seres humanos sin mancharse las manos de
sangre. La sociedad se desintegró, y los habitantes de la tierra de Senaar,
hallándose ajenos los unos de los otros, se vieron obligados a dispersarse por
el mundo con el fin de evitar guerras.
Mucha fue la gente que lloró sobre los muros de la
torre antes de emprender el camino de la diáspora; mucha la que arrancó un
trozo de adobe o ladrillo para guardar su memoria ante el futuro incierto. «Ya
no habrá más tiempo —se decían presas del abatimiento—; no hay porvenir para
esta torre celestial».
Yo, la escriba de Babel, fui de las últimas en
abandonar la obra. Ascendí hasta lo más alto de la construcción y contemplé los
extensos trigales que la rodeaban, meciéndose con el viento como un mar de pan
que ya a nadie saciaría el hambre; conté las esbeltas palmeras, apretadas como
el carrizo que crece a las orillas de los ríos y cuyos dulces dátiles ya nadie
recogería, y después miré hacia el cielo rojizo de nubes, mucho más cerca de
sus criaturas de lo que la Inmortal, en su divinidad gloriosa, podía soportar.
Cuando por fin descendí antes del ocaso, busqué arcilla blanda, grabé los
signos convenientes con mi caña y luego la cocí en un horno para que en esta tablilla
quede constancia escrita, por los siglos de los siglos, de nuestra hazaña, para
que nuestro esfuerzo no haya sido en vano. La palabra hablada, antes una, se
dividió en miles, pero para nuestra suerte conservamos la palabra escrita. Otra
gente vendrá que la descifrará. Guardo en mi mente el espléndido diseño de la
torre, la altura y sus proporciones, a la espera de poderlos transmitir llegado
el tiempo. Lo que escribo es la verdad en este momento. Porque quien sabe debe
mostrar a quien sabe; quien no sabe no debe verlo. Así sea.
© Carmen Martínez Gimeno, extraído de El ala robada y otros cuentos (ebook, Amazon, 2012).
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