Durante aquellos años de recuerdo apacible,
mi madre solía aguardar nuestra llegada del colegio por las tardes sentada en
el poyete de la puerta en el buen tiempo o tocando dentro de casa su brillante
piano negro cuando hacía frío.
¡Ya vuelven mis pajarillos volanderos al nido! Contadme lo nuevo que habéis aprendido del mundo, nos pedía abriendo los
brazos para que nos acercáramos a ella.
Yo apenas necesitaba cuatro frases cortas para
resumir de un tirón mis impresiones insulsas, pero mis hermanas pequeñas se
quitaban la palabra la una a la otra para explicar a trompicones el
descubrimiento de la letra m, por
ejemplo, con la que se escribía mermelada
o macarrón, la música con letra
de Pimpón es un muñeco muy guapo de
cartón, el miedo hasta de su sombra que sentía aquel ratoncito chiquito, chiquito que asomaba el morro por un
agujerito, o la certeza de que si tienes siete nueces y tu amiga del alma te
regala tres más, se convierten en diez y no te caben en el bolsillo del abrigo.
Mi padre escuchaba con la puerta abierta
desde su carpintería mientras peinaba incansable la madera tosca con su
cepillo, aserrín, aserrán, para obligarla a desprenderse de sus rizos dorados,
que caían al suelo en montones mullidos. Yo me daba cuenta de que, en esos
ratos, evitaba poner en marcha los dientes de acero de la sierra para no
interrumpirnos con su rugido, y esperaba paciente a que, como todos los días, Berta
dejara de cacharrear en la cocina y asomara la cabeza para mandar a cada cual
que cumpliera con la tarea que le correspondía antes de cenar.
Mi madre sabía pelar mejor que nadie las
patatas con el mondador hasta dejarlas pálidas y suaves, listas para ser cortardas
en láminas finísimas con la mandolina. También era experta en deshebrar judías
verdes o pelar guisantes, mirando al infinito con sus ojos color agua mansa mientras
sus dedos no paraban de moverse. Mis hermanas y yo poníamos la mesa y distribuíamos
el pan.
Qué bien huele tu sopa, alababa mi madre el
trabajo de Berta cuando al fin nos sentábamos todos en torno a la mesa redonda.
A la luz de la bombilla que nos alumbraba, yo miraba brillar las motitas doradas
de las pestañas de mi padre cuando se acercaba a besar a mi madre antes de
sentarse a su lado, y ella aspiraba sonriendo ese olor a bosque que emanaba su cuerpo fornido y tanto le gustaba. Mis padres se querían bien, nosotras lo sabíamos y no
hacíamos caso de las habladurías de la gente. Cuando mis padres paseaban juntos por las
calles del pueblo cogidos del brazo, las vecinas chismosas se contentaban con
cuchichearse al oído, pero cuando íbamos las hermanas solas, se atrevían a
criticar en voz alta para que las escucháramos, míralas, ahí van las hijas de
la ciega… qué le habrá visto el marido a esa pavisosa para haberse casado con
ella, a saber dónde la encontró, porque por aquí no se la conocía… hay que ver,
con la de buenas mozas que lo habrían querido… ¿será que es rica y el
carpintero pensaba en la herencia?, ¿será que…?
Nosotras no atendíamos. Nos tapábamos las
orejas con las manos y apretábamos a correr como el viento, neque, neque, la lengua se te seque, repitiendo
el ensalmo que habíamos escuchado a Berta una vez y deseando que pasara de
verdad, que esas mujerucas malhabladas perdieran la lengua igual que habían
perdido los dientes y se encerraran en sus casas para siempre, incapaces de entretenerse
soltando más veneno.
Mi madre reunía muchas virtudes, muchas
gracias, como las denominaba Berta, que ellas desconocían. Sabía contar cuentos
que se sacaba de la cabeza y recitar innumerables poemas larguísimos y siempre nuevos.
Eran de cuando era pequeña y decía que le venían de repente a la cabeza. Un día
empezó: «Margarita, está linda la mar, y el viento lleva esencia de azahar; yo
siento en el alma una alondra cantar: tu acento; Margarita, te voy a contar un
cuento». Nos dijo que esos versos eran de un poeta nicaragüense: Sí eso es, de
Nicaragua, un país que está en América… fijaos qué nombre… esas tierras han de
ser preciosas… «Esto era un rey que tenía un palacio de diamantes, una tienda
hecha de día y un rebaño de elefantes, un quiosco de malaquita, un gran manto
de tisú, y una gentil princesita, tan bonita, Margarita, tan bonita como tú…».
Los presentes observábamos a mi hermana
pequeña porque pensábamos que mamá le estaba dedicando ese poema, que lo había
recordado por ella, pero en lugar de reírse, mi
hermana se fue enfurruñando a medida que mi madre recitaba, hasta que
corrió a su lado y, poniéndose de puntillas, proclamó que ya no iba a ser más
Margarita: ¡Yo soy Margara, porque soy grande, mamá, como mis hermanas, soy una
niña grande, no una princesita!
Sí que lo era, una niña grande y valiente, y
lo demostraría pronto, cuando vinieron aquellas brujas a llevarnos, pero
entonces todavía no sabíamos que eso pasaría, ni tampoco que mi madre iba a
enfermar y que durante un tiempo insoportable la encontraríamos metida en la
cama todas las tardes al volver del colegio. Nosotras no advertimos entonces
que a veces mi madre se detenía en mitad de un cuento como si hubiera perdido
la inspiración y, en lugar de acabarlo, me pedía a mí que leyera, y yo corría a
buscar un libro. Me halagaba que mi madre me cediera su lugar y no podía pensar
en otra cosa más que en lo importante que yo era en ese momento.
No hacía tanto que había aprendido a leer de
corrido, sin equivocarme y entonando como se debe las interrogaciones o las
exclamaciones. Mi madre me abrazó y me cubrió de besos el día que se lo
demostré. ¡Mi hija mayor sabe leer! Luego preguntó si teníamos libros, aparte
de los del colegio: ¿Hay libros en esta casa? ¡Mi hija sabe leer…! Así fue como
empecé a sustituirla a veces con los cuentos de Andersen que mi padre compró
pero, aunque nos gustaban, ninguno nos pareció nunca tan bonito como el de Bolita, el niño al que la bruja quería
meter en su saco atrayéndolo con la cucharita de plata y la trompeta que había
en su interior. Ese cuento mi madre lo bordaba y lo hacía más interesante cada
vez que lo contaba. ¿Cómo no nos dimos cuenta de que algo le ocurría cuando fue
incapaz de seguir inventándolo? ¿Cuando empecé a sustituirla casi a diario con
mis lecturas?
Las tardes eran apenas un suspiro, vencidas
por la noche invernal que caía a plomo, cuando mi madre quedó postrada en la
cama. Que no era nada, nos decía cuando le preguntábamos al volver del colegio,
nada, hijas mías, enseguida me levantaré y adornaremos la casa para las
navidades… ya están cerca, y ya sabéis que lo mejor de las navidades… Su voz
era débil y tosía tanto que no entendí lo que dijo.
A partir
de ese momento dejó de hablar. Dormía y dormía, y mi padre la velaba, noche y
día, apartándose solo cuando Berta insistía y ocupaba su lugar al lado de la
cama. Por las tardes también yo velaba a mi madre cuando me lo permitían y
aprovechaba para peinarla y ponerle detrás de las orejas unas gotitas de la
colonia que le había regalado mi padre por su cumpleaños y tan bien olía. A
veces, me quedaba dormida con la cabeza apoyada en su misma almohada.
El llanto de mi padre me despertó una tarde
de esas. Yo nunca lo había escuchado llorar. Berta quiso sacarme de la
habitación, y me resistí. Que mi madre había muerto, me dijo, que tenía que ser fuerte
y consolar a mis hermanas… ¿y quién me consolaría a mí? Corrí al lado de mi
madre y le toque la cara que estaba helada y le puse los dedos en la nariz y no
respiraba y me abracé a mi padre y sus lagrimones de hombre grande me mojaron
la cara mientras aullamos juntos como lobos heridos y Berta cerró la puerta para
que mis hermanas no se desesperaran.
Había que amortajarla, nos dijo al día
siguiente antes de marcharse para ocuparse de todo lo necesario. Costó mucho
convencer a mi padre para que permitiera que la enterraran cuando ya habían
pasado dos días con sus noches. De aquí no te muevas, hija mía, me dijo cuando
por fin se levantó para encerrarse en su carpintería, que Berta la lave si
quiere, que la vista y le eche colonia, pero de esta casa no sale hasta que yo
lo ordene.
Asentí con la cabeza y nadie, ni Berta ni el
alcalde ni el boticario ni el sepulturero ni ninguno de los habitantes del pueblo que se fueron
acercando intentaron llevarse a mi madre muerta, que parecía dormida, decían,
tan aseada y elegante con su vestido de los domingos; hasta las mujerucas
chismosas parecían querer soltar una lágrima verde de sus ojos de rana y se quedaron
en la puerta aunque quise echarlas para contemplar asombradas cómo mi padre la
depositaba en una caja blanca y le enroscaba en la mano un cordel fuerte con el que se
movía el badajo de una campana dorada, instalada sobre un largo mástil que había
fijado con tornillos a la tapa de la caja.
Si te despiertas, no te asustes, vida mía. Tira
de la cuerda y sonará la campana, le dijo antes de cerrar la tapa. No te
asustes. Estaré cerca, te escucharé.
Yo suspiré aliviada.
Mi padre no volvió del cementerio con
nosotras. Se quedó vigilando la campana que salía de la tierra recién aplanada como una flor metálica. Las tres hermanas lo besamos y
abrazamos esperando lo mismo que él esperaba. Los demás movieron la cabeza
incrédulos.
Berta pasó dos días ennegreciendo nuestra
ropa en un barreño de tinte cuyas aguas movía con el palo de una escoba. Papá
seguía haciendo guardia en el cementerio cuando todas nos vestimos al fin de
luto con una ropa tiesa que olía a muerte. Apenas comíamos, apenas dormíamos.
Berta no sabía qué hacer.
Una mañana no estaba cuando nos levantamos y
vinieron las mujerucas a tocar a nuestra puerta. Querían sacarnos de nuestra casa,
que estábamos abandonadas dijeron, que tendríamos que ir al hospicio dijeron,
que sin madre y sin padre no podíamos seguir…
Margara cogió el palo de la escoba manchado
de tinte negro y, aupándose sobre sus pies diminutos, les gritó que se fueran:
¡Tenemos padre! ¡Tenemos madre! ¡Y somos tres, no estamos solas!
Fuera, les dije yo, fuera, repitió Lucía,
agarrando de la mano a Margara. ¡Fuera!, gritamos las tres como tres furias.
¡Fuera!
Me dolía la garganta de tanto gritar y creí perder la voz. Pero no lloré. No lloré.
¿Qué ocurre?, ¿qué ocurre?, susurró una voz a
lo lejos, la voz de mi madre, que se iba acercando.
Abrí los ojos, giré la cabeza y la vi:
¡Tocaste la campana! ¡Papá tenía razón!
Shhh… me reconvino mi padre, poniéndose un
dedo en los labios, la has despertado.
No importa, me siento mucho mejor, dijo mi
madre, buscando mi mano. ¿Por qué gritabas, hija mía?
Yo no contesté. Apenas tardé un instante en
comprender lo ocurrido y llenarme de alegría. Le di un beso y salí del dormitorio
para buscar a mis hermanas: ¡Mamá está despierta, se está curando!, les
anuncié.
Las tres corrimos de nuevo al dormitorio. Mi
madre estaba sentada en la cama, apoyada en la almohada. Nos abrazó y besó a
cada una como si fuera la primera y la última vez que lo hacía.
Pronto me levantaré, hay mucho que hacer… pobres
hijas mías, este año no he preparado nada y el tiempo se nos echa encima.
No te preocupes, mamá, no te preocupes por tonterías,
intervino Margara, tenemos lo mejor.
¿Lo mejor?, preguntó Lucía porque quería escucharlo
de boca de nuestra pequeña sabia.
Lo mejor de las navidades es estar juntos,
dijo Margara sin hacerse de rogar.
Eso es, pensé yo entonces como pienso ahora.
Estar juntos. Y estos buenos recuerdos.
Felices
fiestas
La lengua destrabada
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