martes, 31 de marzo de 2020

Hilvanando palabras: de invisible y marginado a monigote y nadie

MonigoteUna película agradable de ver con la que entretuve hace unos días este encierro obligado debido a la crisis del COVID-19 me inspiró para investigar sobre palabras y ahora para poner por escrito lo descubierto. En inglés la película se titula The perks of been a wallflower (2012) y está basada en una novela epistolar del mismo nombre, escrita por  Stephen Chbosky y publicada en 1999, que alcanzó gran fama entre la juventud estadounidense y parece haberse convertido en un clásico. El personaje principal a cuyo alrededor se desarrolla la trama es un adolescente de quince años que está en el primer curso de instituto y soporta una pesada carga que condiciona su comportamiento y lo hace aparecer como alguien introvertido, insignificante, un observador de una vida social estudiantil en la que apenas se integra. 

Según el Webster’s Dictionary, en ingles la palabra wallflower designa en primer lugar «a European plant which when growing wild on walls, cliffs, etc., has sweet-scented, usually yellow or orange flowers». Su nombre científico es Erysimum cheiri. La capacidad de esta planta solitaria de olorosas flores amarillas o anaranjadas para prosperar y florecer trepando entre las grietas de los muros, las piedras, los tejados, las  altas rocas y cualquier rendija o recoveco que den cobijo a sus semillas ha originado la segunda acepción que presenta la palabra wallflower: «someone, specially a young woman, who remains at the side at a party or dance because she is shy, unpopular, or has no partner». El español denomina a esta planta y a su flor alhelí o alelí, ambas voces procedentes del árabe hispánico. También se conoce como flor de los muros, pero en ninguno de los casos posee una acepción metafórica como la recogida en inglés.

¿Cómo traducir entonces el título de la película al español? Ha habido dos soluciones: Las ventajas de ser un marginado es el título elegido en España, mientras que en América Latina se prefirió Las ventajas de ser invisible. Por suerte, ambos títulos evitan el anticuado sesgo de género que aparece en los diccionarios de la lengua inglesa, puede que porque, en este caso, el protagonista es un chico. Sin embargo, ninguno de los dos parece plasmar el sentido completo que transmite la palabra del título en inglés: Charlie, el protagonista, es un wallflower resistente que se esfuerza por sobrevivir, que mira a su alrededor y saca conclusiones, que no baila en las fiestas porque no sabe hacerlo, pero no es invisible ni está marginado, como se va percibiendo a lo largo de la trama a medida que va ganando confianza en sí mismo. Gracias a su capacidad de observación y de escritura, consigue irse haciendo un sitio, tener amigos y actuar cuando los demás se acobardan… ¿Hay alguna palabra en español más cercana al significado metafórico de wallflower? Si se busca este sentido figurado en diccionarios inglés-español, en la  mayoría aparece escrito: «been a wallflower, comer pavo» (!). Al parecer, según la investigación efectuada en internet, eso de «comer pavo»  es un localismo de Colombia equivalente a «vestir santos» (!). Desde luego, nuestra desfasada expresión «vestir santos» en nada se aproxima a lo que significa wallflower en el título de la película. 

alhelíHe pasado días revisando diccionarios, dando vueltas y más vueltas a diversas posibilidades. Una  característica del español, la distinción que se establece entre los verbos ser y estar, abre el abanico de opciones disponibles: en líneas generales, ser indica estado permanente, mientras que estar se refiere a estado transitorio. Así, cabría afirmar que Charlie es apocado, cortado, ermitaño, inadaptado, introvertido, menospreciado, reservado, retraído, solitario, lo cual provoca que esté apartado, arrinconado, discriminado, excluido, relegado.

Buscando expresiones coloquiales, cabría afirmar que Charlie es un cero a la izquierda, esto es, alguien que no goza de influencia ni consideración. Es el último mono, la persona más insignificante del lugar. Cabría describirlo como un monigote, en resumidas cuentas: no solo alguien ignorado, sino también proclive a dejarse manejar por los demás. Y por extensión sería un monicaco, voz resultado del cruce entre monigote y macaco que se aplica a infantes y personas de poco valor. 
   
Monigote y nadie o don nadie significan lo mismo. Recoge el Diccionario de la lengua española académico que ‘monigote’ proviene de la voz despectiva ‘monago’, pero son muchos los estudiosos etimologistas que rechazan esta asociación por falta de pruebas y se inclinan por su parentesco con una raíz prerromana, ‘munno’, que significa protuberancia y está presente en vocablos como moño, moña y su diminutivo muñeca, moñigo y moñiga. La palabra ‘monigote’ ya aparece documentada a finales del siglo xvi en la obra poética de Luis de Góngora: «Escuchad los desvaríos / de un poeta monigote / en cuarenta consonantes / destiladas del cogote» (Romances burlescos).  Constituye asimismo el núcleo de un refrán contemporáneo que también utiliza la misma rima ―monigote-cogote― y con el cual a menudo nos conminaban a la modestia en la infancia: «Cualquier monigote tiene cuatro dedos de cogote». Por su parte, el pronombre indefinido o sustantivo ‘nadie’ proviene etimológicamente del participio plural, nati, del verbo latino nascor, que significa nacer. Desde el Cantar de Mío Cid aparece atestiguada la forma ‘nadi’, con el sentido de ‘ninguno’, que evolucionó hacia ‘nadie’ y ‘naide’, si bien la última acuñación acabó considerada un vulgarismo que desapareció de la lengua culta, pero todavía está presente en la vulgar tanto en el español europeo como en el americano. Como sustantivo, ‘nadie’ significa persona insignificante, de poca importancia o de poco carácter. Un ser que pasa inadvertido. Al añadirle un tratamiento de respeto, se magnifica su significado burlesco: don nadie es aun menos que nadie.

Este hilván de palabras sobre la nadería propia o ajena, inconsciente o buscada, no podía acabar más que cediendo la voz a mi admirada poeta Emily Dickinson, maestra de insignificancias y menudencias que resplandecen y nos iluminan al ser tratadas por su pluma:  
     
I'm Nobody! Who are you?
Are you - Nobody - too?
Then there's a pair of us!
Dont tell! they'd advertise - you know!

How dreary - to be - Somebody!
How public - like a Frog -
To tell one's name - the livelong June -
To an admiring Bog!
¡Yo soy Nadie! ¿Quién eres tú?
¿Eres -Nadie- también?
Ya somos dos entonces.
¡No lo digas! ¡Lo anunciarían -ya lo sabes!

¡Qué molesto -ser- Alguien!
Qué público -como una Rana-
Decir el propio nombre -todo el santo junio- A una admiradora charca.

Al igual que en mi traducción al español de esta pequeña obra de arte he optado por usar Nadie como si de un nombre propio se tratara ―esto es, como el nombre que nos individualiza―, mi elección de título para esta película sería Las ventajas de ser nadie. No obstante, debe tenerse presente que en el español actual, cuando ‘nadie’ no aparece al comienzo de la oración, necesita una doble negación: Nadie se acuerda de mí; de mí no se acuerda nadie. ¿Mejora este título que propongo las soluciones anteriores citadas? No es perfecto, desde luego, me doy buena cuenta de ello, pero es todo lo que he sido capaz de conseguir. Y me rindo por hoy.


La lengua destrabada

Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.  




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jueves, 19 de marzo de 2020

Mi padre

Mi padre
Mi padre olía a limpio, a campo. Lo recuerdo con su camisa blanca y su sombrero de paja volver de sus labores agrícolas o ganaderas. Subía las escaleras hasta el baño del segundo piso dejando rastros de barro seco, chocolates los llamaba mi madre, que enseguida mandaba a alguna de nosotras a barrerlos. Mi padre se lavaba minuciosamente las manos y se frotaba las uñas con un cepillo siempre que llegaba a casa, y luego nos besaba y abrazaba, y se sentaba a presidir la mesa. Nunca le servía el primero mi madre, y los dos se ocupaban de que todos nos alimentáramos bien. Siempre fuimos lo más importante para ellos, la misión  crucial de sus vidas.

Mi padre nos leía a veces trozos de una enciclopedia Labor que nos fascinaban. Eran historias sobre Ulises o Nerón o la huida de los judíos por el desierto… pero él las convertía en verdaderos relatos épicos no solo por la entonación que sabía dar a la lectura, sino porque añadía de su inventiva pasajes maravillosos que nos mantenían alerta y expectantes, queriendo saber más y más. También nos construyó de cartulina, con escuadra y cartabón, una aldea de casitas geométricas blancas, con calles estrechas y un arco de entrada, que fue pegando sobre una caja de cartón a la que hizo un agujero en la base. Fueron horas y horas de trabajo, la mesa del comedor ocupada, mamá cosiendo cerca y sus hijas zascandileando alrededor, a ratos curiosas, a ratos aburridas. Venid, llamó mi padre una vez terminado el trabajo, y nuestros arrobados ojos vieron brillar con luz propia las minúsculas ventanitas y puertas de la aldea gracias a la bombilla que había dentro de la caja. Otra vez, papá, otra vez, no nos cansábamos de repetir. La aldea, situada al otro extremo del portal sobre una montaña creada con musgo y corcho, se convirtió en la admiración de nuestro belén jamás igualada por ninguna otra cosa. Una de las maravillas de nuestra infancia.

Otra de esas maravillas fueron los felipitos. En el recibidor de casa había un arcón grande de madera donde se guardaban las mantas y sobre el cual dejábamos las carteras cuando volvíamos del colegio.  Debajo vivían los felipitos, unos seres pequeños que corrían a esconderse cuando nos percatábamos de su presencia. ¡Míralos, míralos!, gritaba mi padre, que siempre era el primero en detectarlos y nos explicaba que si había visto cuatro llevando una escalera, que si eran dos, vestidos de fiesta… Los felipitos nos acompañaban siempre y eran motivo de conversación y envidia de nuestros primos, que vivían en Madrid y en sus casas no había.

Los domingos, mi padre se sentaba en una silla baja en la cocina y limpiaba con betún y cepillo todos los zapatos que le íbamos pasando. También nos cortaba el pelo con unas tijeras especiales que tenía guardadas. Incluso se lo cortaba a mi madre. Decían que tenía gracia para hacerlo. Y se ocupaba de administrarnos choques de vitaminas cada cierto tiempo: cada cual tenía su caja de ampollas con su nombre que tomábamos a la vista de nuestro padre cuando nos correspondía. A veces también nos ponía lavativas que nos gustaban muy poco pero que nos sanaban cuando estábamos enfermas.

Mi padre y mi madre hablaban de cuentas de vez en cuando. Éramos muchos en casa y probablemente costaba ajustarlas. No te preocupes, le decía mi padre, si vienen mal dadas, pondremos un circo. Cada cual aprenderá a hacer una gracia. Yo puedo cantar «La donna è mobile». Crecimos, por eso, creyendo que era un gran tenor, hasta que con los años descubrimos que tenía una oreja enfrente de la otra, pero también que él habría sido capaz de hacer lo que fuera para sacar adelante a su familia.

Nunca hubo cobijo más seguro que la casa en el campo de mi padre y mi madre. En tiempos de zozobra, ya madre yo misma, soñaba que volvía con ellos, que nada terrible me podría pasar estando a su lado. Se me llenan los ojos de lágrimas al escribirlo. Se me llenan de lagrimas al recordar cómo mi padre llevaba a los hombros a mi hija Cecilia cuando ella, que había empezado a andar, tenía miedo de su sombra y se negaba a poner los pies en el suelo cuando la veía y saltaba asustada, gritando y llorando.

Gracias, padre querido. Gracias por traerme al mundo; gracias por alimentarme, cuidarme y dejarme volar. Gracias por enseñarme el valor de las cosas. Gracias por permitirme pensar por mí misma. Gracias por cuidar de mi hija como si fuera tuya. Gracias.   


La lengua destrabada

Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.  




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martes, 17 de marzo de 2020

Lenguas azules

Lenguas azules



Las eles larguiruchas de mi primer deseo,
desgarbadas y enjutas como yo,
las eses de mi párvula lujuria,
los adverbios de tiempo,
el verbo conjugado con temblor
y los dos nombres propios,
corazones de tiza a escala de la fiebre
que allí los dibujó.

Manuel Moreno Díaz, «Grafiti reencontrado», 2015



Nunca en la historia se había escrito tanto como ahora. Escriben los escolares desde su primera infancia y escribimos todos, adolescentes y ya maduros, como parte de nuestra rutina cotidiana. Leemos y escribimos. La escritura rápida es una forma de comunicación cada vez más en boga gracias a internet y las nuevas redes sociales, que siguen su expansión imparable e incluso impredecible. Saber leer y escribir se ha convertido en un bien de primera necesidad porque es preciso hasta para las actividades más básicas de la vida corriente, como compartir la receta del bizcocho de chocolate o poner en marcha la nueva lavadora, comprobar las contraindicaciones de un medicamento contra la gripe o aceptar las cláusulas de un contrato hipotecario que nos atará por muchos años.

Tal es la importancia de saber leer y escribir que en las últimas décadas del siglo pasado se acuñó el término ‘literacidad’ (o ‘literacia’) para definir esa habilidad o capacidad insoslayable, entendida como el conjunto de competencias que permiten a una persona recibir información por medio de la lectura, analizarla y transformarla en conocimiento que después se consignará por escrito. Así pues, en la literacidad prevalece ante todo el reconocimiento del lenguaje y su comprensión, pero además son cruciales las funciones que asumen lector y escritor como interlocutores dinámicos en un contexto determinado.

La palabra ‘literacidad’ es un anglicismo proveniente de literacy que define, en primer lugar, la «cualidad o estado de ser literate, en especial, la habilidad de leer y escribir»; y, en segundo lugar, «la posesión de educación» (Websters’s Encyclopedic Unabridged Dictionary of the English Language, 1996: 836. La traducción del inglés es mía). Quienes acuñaron este término en español defienden que su significado va mucho más allá del recogido por nuestra simple voz ‘alfabetización’: «acción y efecto de alfabetizar» (RAE, Diccionario de la lengua española, 2014: 102). Según se establece en el mismo diccionario académico, alfabetizar es «enseñar a leer y escribir», esto es, una actividad limitada a la decodificación y cuya única pretensión es preparar a los analfabetos para que conozcan y —tal vez— dominen un código lingüístico determinado. Sin embargo, pueden coexistir tasas altas de alfabetización con tasas ínfimas de lectura y escritura; es decir, pueden abundar las personas alfabetizadas que no comprenden lo que leen y a quienes les resulta difícil darse a entender mediante la escritura; personas a las que les cuesta interpretar significados implícitos o complementarios y que carecen de elementos de juicio para diferenciar, por ejemplo, entre un argumento y una manipulación cuando están escritos. Tampoco los adjetivos  literate inglés y ‘letrado’ español son equivalentes en significado por más que compartan idéntica procedencia del vocablo latino litterātus: los dos califican a una persona docta e instruida, pero se diferencian en que el adjetivo español puede también aplicarse en sentido irónico a quien presume de ser culto y habla mucho y sin fundamento, mientras que el adjetivo inglés se centra en resaltar sus conocimientos de lectura, escritura, literatura, análisis, juicio y demás semejantes.

Dejando a un lado estas diferencias de sentido que acaso no basten para justificar el fácil recurso a otro neologismo anglicista más en nuestra lengua española, detengámonos a observar a la persona lectora y escritora competente que contempla la literacidad: se dice de ella que debe ser capaz de manejar, junto con el conocimiento lingüístico, los valores, sentimientos y juicios pertinentes para producir sus propias creaciones de significado y desarrollar el saber. Pero surge una pregunta: ¿dónde aprende esa persona lectora y escritora competente, y quién le enseña?

Para la mayoría, la escuela era en el pasado el primer contacto con el alfabeto, la letra escrita y la lectura. En la actualidad, los niños conviven con una avalancha de «hechos de escritura», muchos de ellos relacionados con teléfonos móviles, tabletas y demás aparatos informatizados, y son capaces de comprender y utilizar buena parte de sus códigos a pesar de no estar todavía alfabetizados. Aun así, la enseñanza reglada de la escritura y la lectura sigue confiada a la escuela y a los profesores de lengua. En el pasado, aprender a escribir significaba ante todo conseguir una excelente caligrafía y, para lograrlo, practicábamos largas horas ensayando una y otra vez las letras con las que se componían oraciones cándidas del tipo «Mi mamá me mima» o «La vaquería se quema». Después venían los dictados, en los que había que reproducir lo que la maestra leía o inventaba para el caso, cuidando de no cometer faltas de ortografía. A leer se aprendía practicando primero en voz alta y después, cuando ya se dominaba la técnica, sin pronunciar palabra: llegar a la lectura mental era un grado y un orgullo.

Enseguida comenzaba también el estudio de la gramática: morfología y sintaxis, además de la memorización de las reglas de ortografía (a veces incomprensibles y recitadas sin ton ni son como la lista de los reyes godos). Se enseñaba lengua desde el primer grado de primaria, y literatura a continuación, hasta el fin de los años escolares. Era un estudio mecánico, una cantilena infantilizada que se repetía una y otra vez sin que se entendiera su objetivo ni se advirtieran avances. Se estudiaba porque sí y del mismo modo se olvidaba: no servía para nada práctico puesto que nunca se enseñaba a escribir, aparte de la caligrafía y la ortografía. Se hacían redacciones, sí, pero cada cual escribía como mejor podía porque jamás había nadie capaz de instruir en los mínimos rudimentos de la composición. Y, sin embargo, había que tomar apuntes, redactar trabajos, hacer exámenes escritos…

La llegada a la universidad suponía un aumento de la carga de escritura, pero ningún conocimiento específico sobre cómo afrontarla ni siquiera para aquellos alumnos que habían elegido estudios de letras. La disposición personal de quienes mostraban interés por esas materias y la lectura continuada contribuían a mejorar una expresión escrita para la que entonces no había enseñanza sistematizada. Y además pendía sobre todo el alumnado una espada de Damocles a la que ningún profesor que se preciara se olvidada de aludir desde el primer día de clase: cualquier falta de ortografía cometida en los trabajos o exámenes —que siempre eran escritos— garantizaría la reprobación, un suspenso sin remisión. Por suerte —o desgracia, según se mire—, esos mismos profesores tan estrictos eran incapaces de detectar la mayoría de los errores de bulto en los que ellos también caían.

¿Qué ha cambiado en la actualidad? Parece que no demasiado. La enseñanza de la lengua se repite machacona año tras año desde que se inicia la educación primaria y abarca nuevas ramas —como la pragmática—, pero sigue siendo una materia meramente descriptiva que aburre a la mayoría del alumnado. Recuerdo bien las quejas de mis propios hijos ante un aluvión de conceptos que, según ellos, inventaban los filólogos para tener trabajo asegurado y perpetuarse en el tiempo. También tengo presentes los comentarios de excelentes profesoras de lengua, capaces de conseguir que los adolescentes comprendan un temario complejo pero carentes de instrumentos para satisfacer el interés que han despertado en ellos: «¿Cuándo vamos a escribir nosotros?». Esta suele ser la queja más insistente al analizar los distintos tipos de textos y sus propiedades, por ejemplo. Pero sigue sin haber un lugar específico en el currículum para la enseñanza práctica de la escritura, tal vez porque exigiría esfuerzo y preparación a todo el profesorado, no solo al de lengua y literatura.

¿Cuál es la consecuencia? Como la ciencia infusa no existe, ocurre lo que era de esperar: cada vez son más los que cantinflean desde su lugar de trabajo, de reunión o de recogimiento. Hablamos de forma desatinada e incongruente para no decir nada y lo ponemos por escrito de cualquier modo, sin pararnos a reflexionar, colocando comas y puntos según caigan o nos suene bonito. Y otorgamos a la ortografía un valor ínfimo: ¿qué importa cómo se escriba si el mensaje llega de todos modos? Lo malo es que no llega, no nos engañemos. Así componía Cantinflas dictados o cartas en sus divertidas películas, repletas de malentendidos que daban lugar a situaciones disparatadas, empleando un lápiz antiguo de aquellos llamados de tinta que manchaban de azul la lengua porque había que mojarlos de saliva para que escribieran.

Lenguas azules… ese es el primer recuerdo que me viene a la mente al pensar en la escritura. «¡Mamá, ya sé escribir!», dije al llegar a casa, enseñando la lengua azulada y sacando del cabás el lápiz de tinta que acababa de estrenar esa mañana en el colegio. Pero no sabía: solo me habían adiestrado en la buena caligrafía. Nunca nadie me enseñó a inventar y escribir mis cuentos ni a componer cualquier otro tipo de texto, ni siquiera cuando llegué a la escritura con bolígrafo o pluma estilográfica. Reviví ese mismo recuerdo de mi inútil lengua azulada cuando, recién terminados mis estudios de licenciatura en la Universidad Complutense de Madrid, llegué a la ciudad de México con la esperanza de conocer al escritor Juan Rulfo y tuve la fortuna de comenzar a trabajar en Siglo xxi Editores, dirigida por Arnaldo Orfila y Martí Soler. Entonces más que nunca me di cuenta de lo poco que yo sabía de escritura y lo difícil que me iba a resultar corregir a otros… Para mi alivio, la primera labor que me encomendaron fue la de correctora de galeradas con atendedor y, por tanto, mi misión principal consistía en descubrir saltos de texto y subsanar erratas, asistida por Juan Jacobo Simón, mi atendedor, ahora profesor universitario de matemáticas.

En aquellos primeros años de actividad profesional tomé conciencia de que la lengua era la herramienta clave y, por tanto, había que ahondar en su conocimiento ―teórico y práctico― para sacar el mayor partido. Mi preparación fue autodidacta pero muchos me ayudaron. De Martí Soler aprendí ortotipografía y edición; de Elsa Cecilia Frost y Juan Almela, a escribir para ser traductora si no fiel, al menos traidora con causa; de Presentación Pinero de Simón y Carmen Valcarce, a corregir pruebas de imprenta, a cotejar y a compaginar; y de Javier Abásolo, a hacer larguísimos índices analíticos, a corregir bibliografías y a comprender la importancia de emplear con precisión el vocabulario, sobre todo cuando era técnico. Con la ayuda inicial de Juan Almela en México y de Javier Pradera y Manuel Bonsoms a mi regreso a España, poco a poco fui reuniendo una biblioteca especializada para resolver cuantas dudas se me presentaban, recurriendo a menudo a los libros de estilo de las diversas editoriales con las que fui colaborando y que por entonces solo eran de uso interno.

Antes de que en las décadas finales del siglo pasado se descubriera el filón que suponían esos manuales de autor y corrector o libros de estilo y comenzaran a publicarse con buen éxito uno tras otro, quienes se adentraban en el trabajo de edición y deseaban profundizar en sus diversos aspectos porque lo habían elegido como profesión debían recurrir a lo escrito por eruditos como Fernando Huarte Morton y, en especial, José Martínez de Sousa, cuya obra fue pionera en la recogida, sistematización y divulgación del conocimiento teórico y práctico imprescindible para la composición de textos impresos. En cuestiones de léxico y escritura, los diccionarios de María Moliner y Manuel Seco resultaban ―y resultan― fundamentales para resolver abundantes dudas y ampliar vocabulario. Pero no había manuales de composición dignos de mención, tal vez porque los escritores aprendían leyendo y compartiendo textos en tertulias literarias con otros escritores y, sobre todo, porque los que conseguían ser publicados por sellos de importancia contaban con la impagable labor, oculta casi siempre, de correctores editoriales que, como los zahoríes, conseguían hacer brotar agua en yermos y eran capaces de pulir rocas hasta convertirlas en diamantes.

Extracto de la «Introducción» a La lengua destrabada. Manual de escritura (Madrid: Marcial Pons, 2017).

La lengua destrabada

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