viernes, 15 de noviembre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 15)

Angelina y el Nuevo Mundo
Poner telegramas:
«Imposible viaje: Surgió adiós imprevisto».
Escribir cartas, diciendo:
«Ya no puedo operarme.
Tengo una despedida».
Colgar en la puerta de casa
un papel en blanco, donde no esté escrito:
«Cerrado por adiós».
               Pedro Salinas

CAPÍTULO 15

B
IEN quisiera Angelina dedicarse a cavilar sobre el misterio de doña Virtudes, pero otros asuntos más apremiantes reclaman su atención. Han vivido una semana completa en los cerros, y mucho más se habrían quedado allá arriba serenando sus corazones si doña Chona no hubiera preguntado por la fecha en que su nieta debía regresar a España. No, Angelina no pensaba en el viaje porque es incapaz de abandonar de nuevo a su abuela. Si lo hiciera, tal vez no la volvería a ver jamás porque el cabito sigue agotándose: lo nota en el murmullo de su respiración, en el cansancio que la obliga a detenerse apenas caminan unos pasos y en las enormes ojeras que ennegrecen sus ojos cada vez más chiquitos; sí, poco del cabito debe de quedar ya, y aunque su abuela está más aliviada porque ha visto en sueños que el humillo que despide se va aclarando, su alma todavía sufre y no se siente capaz de sanar como antes lo hacía porque piensa que sus manos siguen manchadas por la culpa y no se atreve a mirar de frente a esos vecinos que ahora la rehúyen amedrentados y se han  apartado de su paso cuando caminaban de vuelta hacia la casa, temerosos de que alce sus manos contra ellos para echarles daño. No, Angelina ha decidido que no va a regresar a España por más que doña Chona insista. Su lugar está con ella.
Pero doña Chona es terca y no atiende a razones:
—Me harás caso, mi hija. Tu lugar no está acá, sino allá en España. No me salgas ahorita con eso de que no te vas. ¿Cómo vas a dejar a medias lo que apenitas comenzaste? Además, allá estarás protegida, tienes tu techo, tu trabajo, y no te humillarán ni te matarán como a la pobre de Melva. Aunque no más sea por eso, has de regresar. Allá es otra cosa…
Angelina calla. ¿Otra cosa? Sí, allá dicen que hay derechos humanos, pero no son tan derechos: a veces están torcidos y no alcanzan igualito a todos. Si su abuela supiera… pero no, para qué disgustarla, qué gana con enterarla de las cosas feas que le sucedieron, para qué contarle de Beto si  ya no lo verá jamás.
—Irás a visitar a la señora Clovis para despedirte —ordena doña Chona, que no ceja en su propósito—. Yo acá te aguardo porque ya me cansé de tanto caminar y me duelen mis huesos.
Angelina asiente y la ayuda a tenderse en la cama. Sí, irá a visitar a la señora Clovis aunque no se despida porque quiere saber si se averiguó qué fue del hijito de Melva y también si Braulio murió de los golpes recibidos ese día trágico.
Ha caminado deprisa por las calles estrechas, la cabeza cubierta con su manto de Zunil, sin entretenerse en mirar siquiera a los niños que corren disfrazados en grupos detrás de los turistas para sacarles unas monedas a cambio de alguna recitación. Por fin ha llegado a la casa de la prestamista y toca a la puerta con insistencia.
—Manda la señora que la esperes un rato porque está ocupada y no puede atenderte —le comunica la sirvienta que le ha abierto y hace un gesto de invitación con la mano—: Vente a la cocina.
Poco a poco, las mujeres que están atareadas por la casa se van congregando en la amplia habitación, olorosa a especias y guisos, atraídas por la curiosidad que sienten hacia la recién llegada.
—¿Cómo es por allá? —pregunta una para iniciar la conversación, mientras desgrana mazorcas de maíz escogiéndolas de un montón amarillento.
—Está lindo —responde escueta Angelina.
—Yo apenitas sé dónde queda España —interviene una joven risueña que frota con arena una enorme olla con leche pegada—, menos me iba a atrever a viajar para allá.
—Queda cerquita de los Estados Unidos, ¿no es cierto? —asevera una tercera mujer que acaba de aparecer empuñando una escoba.
—Ni tan cerquita —explica Angelina—. Está en Europa, otro continente, otro mundo como quien dice. Pero no se apuren: allá los españoles tampoco saben bien dónde queda Guatemala.
—¿Y los mentados españoles son bellos, así como los artistas que salen en la televisión? ¿Ya conseguiste enamorado?
Angelina no tiene tiempo de responder porque la señora Clovis la llama a su despacho. Es una habitación pequeña y mal ventilada, donde la encuentra anotando cifras en un gran libro de cuentas, alumbrada por una antigua lámpara de mesa que desprende un haz de luz amarillenta formando sombras alargadas en las paredes.
—Siéntate, Angelina —le pide—. No acostumbro a recibir en este lugar, pero me hallo apurada de tiempo. Ve cuánto trabajo, apenas alcanzo a apuntar todo lo que me deben y no puedo descuidarme, pues me arruinaría. La gente es muy desobligada para las deudas. Pedir no les cuesta; pagar ya es otra cosa, y todo son disculpas: que si se enfermó mi mamá, que si se arruinó la cosecha por la sequía o por las muchas lluvias, que si se murió el chanchito…
Angelina asiente y obedece antes de preguntar si ha habido noticias. No hace falta que diga más. La señora Clovis se frota los ojos enrojecidos y responde:
—No, mis hombres nada averiguaron. Nadie lo vio. Nadie conoce qué se hizo de mi chiquito lindo. Yo todavía tengo esperanzas porque muerto no está. Es muy lindo mi chiquito para que lo hayan matado así no más. Muchos gringos darían harta plata por adoptarlo; yo creo que eso pasó: lo entregaron a alguna pareja que quería un hijito a como diera lugar. Esos no se detienen a contar los dólares que les va a costar: pagan no más y se escapan a su país.
Angelina supone entonces que ha abandonado la búsqueda.
—No, ni hablar. Mis hombres seguirán indagando hasta que se resuelva el misterio. Antes o después alguien se irá de la lengua. Y quiera Dios que no lo hayan troceado para vender sus órganos por pedazos, porque si eso ha llegado a pasar, si yo me entero de eso y hallo a los culpables… Pero no, mi chiquito es muy bello y vale más vivo, sí, mucho más.
—¿Y Braulio?
La señora Clovis hace un gesto de desprecio con la mano.
—Se desapareció. Alguien ha de haberse apiadado de su cadáver o lo recogió la policía y allá habrá estado tirado en el depósito agusanándose hasta que lo hayan enterrado en una fosa común. Si está muerto, no me apiado de su alma y si aparece vivo, yo lo mandaré rematar. Terminaré lo que comenzó tu abuela. Cómo no te acompañó ella en esta visita, Angelina, pues bien que la necesito. Ve cómo tengo los ojos, cada día más irritados, y no es por las lágrimas porque yo no lloro. ¿Quién me respetaría si llorara? Yo ya no soy mujer, harto tiempo hace que dejé de serlo para darme a valer en este mundo de hombres.
Angelina asiente y calla. La señora Clovis repite:
—Cómo no vino tu abuela contigo, Angelina, ve como estoy de mi vista, ¿tú no sabes de ningún remedio?
Angelina repasa mentalmente lo que ha aprendido de su abuela en los cerros y contesta al fin:
—El té de manzanilla sirve. Se empapa un paño limpiecito en él y se pone bien caliente en los párpados hasta que se enfría.
La señora Clovis sonríe y comenta que ya podría prender su vela para pedir la gracia, que sería buena ilol si no tuviera que regresar a España. Después llama a gritos a la cocinera y le manda que prepare la infusión.
—No me regreso a España —declara Angelina cuando de nuevo se quedan solas.
La señora Clovis la mira fijamente con sus ojos enrojecidos que más parecen de diablo que de humano y la quieren traspasar:
—Tu abuela ha de estar bien enojada. Con tanto que le costó mandarte para allá. ¿Por qué desaprovechas la ocasión si ya empezaste a abrirte camino?
Angelina le explica su temor a que su abuela muera.
—Morirá, Angelina. Y yo también. ¿Acaso crees que si estás a su lado no le llegará igualmente su hora?
—Sí, pero…
—En la muerte todos estamos solos. No sirve de nada la compañía. Es un asunto privado que cada quien ha de resolver por su cuenta. No, si fueras mi hija o mi nieta, yo no querría que te quedaras a mi lado ahora que en otro lugar tienes tanto que ganar. Y fíjate que yo me alegro de no tener hijos, y mucho más de no tener hijas: desde que nacen son una preocupación para toda la vida, más acá donde las mujeres valemos bien poquito, pues por nada nos maltratan y abusan de nosotras hasta que nos matan. No, Angelina, si yo fuera tu abuela, te mandaría para España aunque tuviera que jalarte del pelo y arrastrarte hasta el avión.
—Allá también maltratan a las mujeres, no crea que no es así. Lo llaman violencia de género y casi cada día hay un caso del que hablan en la televisión…
—Acá también le están poniendo nombre, feminicidio le dicen algunos, pero nadie le pone freno, se contentan no más con ese nombre feo que han buscado. Y las mujeres mueren mucho antes de que les toque su turno sin que nadie las cuente, sin que se averigüe qué fue lo que pasó. Se mueren de la enfermedad de ser mujeres, eso es feminicidio.
Angelina calla. Doña Clovis continúa:
—Regresa a España, Angelina, pero no te quedes de criada para siempre. Para eso no se esforzó tu abuela. Estudia, aprende a defenderte, date a respetar, y después, cuando lo consigas, vente para acá. Viva o muerta, tu abuelita se alegrará al ver que la niñita que le tocó criar sacando fuerzas de flaqueza se ha convertido en una mujer hecha y derecha, bien poderosa, con conocimiento. Entonces acá servirás de mucho; ahora no más te convertirías en otra infeliz como Melva. Y ya no te puedo atender más. Ya te dije que estoy apurada con estas cuentas que he de acabar antes de aplicarme el remedio que me aconsejaste.
La señora Clovis se levanta parsimoniosa y Angelina la imita. Meneando la cabeza mientras la empuja para que abandone la habitación, añade:
—No sé para qué te digo estas cosas de que te regreses a España, ya ves que voy en contra de mis propios intereses por ser sincera… muchacha, serías una buena ilol si acá te quedaras velando a tu abuela hasta que muera y aprendiendo de su boca lo que te falte por conocer.
Cuando sale de la casa, con mirar al cielo Angelina sabe qué hora es. Por mucho que porfíen, las fumarolas plateadas que se escapan del cráter del volcán Santiaguito no consiguen alcanzar al sol de mediodía que brilla en lo más alto. Va tan ensimismada meditando las palabras que acaba de escuchar mientras enfila sus pasos hacia la casa que no se percata de que alguien la lleva acechando en la distancia toda la mañana. «Del padre al hijo bajará la sabiduría», recuerda, ¿querría ella ser ilol como su abuela, será cierto que se le concedería la gracia si prendiera la vela? Su abuela ya no está en la cama cuando llega al fin, y se figura que habrá ido al mercado a encontrarse con su amiga la carnicera. Pero no saldrá a buscarla, decide Angelina, mejor aprovechará ese rato de soledad para utilizar su caja parlante de san Miguelito porque hace días que desea hacerle una consulta. Con la puerta de la casa entreabierta para que entre la luz, saca de debajo de la cama la maleta y se pone a rebuscar entre su contenido.
Una voz masculina interrumpe su tarea:
—Así te quería hallar, chiquita, sin nadie que nos moleste.
Angelina se gira sorprendida para encontrarse frente a frente con Jacinto, quien ocupa el vano de la puerta como si pretendiera impedirle la huida.
—¡Ah, qué hombre tan atrevido, sal ahora mismo de mi casa! —grita Angelina, incorporándose para plantarle cara.
—No te enojes, mi alma, no más quiero hablarte —replica Jacinto conciliador—. Desde hace días te busco y hasta ahorita no se me hizo verte así, como yo quería.
—Ya vete, nada tenemos que hablar.
—No, cómo me voy a ir, primero escúchame. Te mandé decir con Braulio que te quería para que fueras mi esposa…
—¡Ese mal nacido! ¡No pronuncies su nombre en esta casa!
Jacinto titubea:
—¿A poco ya no vive acá con su esposa y su hijito? ¿Ya los mandaron a mudar?
—Melva está enterrada, su hijito quién sabe si aún viva y Braulio… él vendió a su esposa a los ricachos y acabó arrojada en un barranco para que se la comieran las alimañas. Al demonio del Braulio la gente lo linchó por su maldad.
Jacinto trata de disculparse:
—Yo no sabía nada. No soy de acá; tengo mis tierritas en Retalhuleu. Al Braulio lo conozco no más de vista… yo no soy como él, yo sé respetar.
—Qué bueno que así sea. Ya vete.
Braulio permanece inmóvil e insiste:
—No, mi alma, yo no abandono tan fácil. Te sigo queriendo para que seas mi esposa. Solo que tengas enamorado en España… si lo escucho de tu boca, tal vez me retire.
—Así es, ya lo oíste, ahora vete.
—No, chiquita, ya te dije que yo no abandono tan fácil...
—¡No te creas que me vas a jalar! —le corta tajante Angelina—. Conmigo no puedes.
—Cómo crees, no soy un indio bruto. Sé respetar, así me enseñaron mis papás. Me gustaste desde que te vi por lo valiente. No cualquiera se atreve a hacer lo mismo que tú, y yo quiero que te cases conmigo por tu voluntad, para que vivamos felices, si no para qué. A fuerza ni los zapatos entran.
—Yo ahorita no voy a casarme, ni acá ni en España —responde Angelina con firmeza.
—¡Qué bueno! —exclama Jacinto—. Porque entonces puedo esperarte.
—No dije eso —protesta Angelina.
—No te enojes. Nada te pido. No más quiero que sepas que acá te estaré esperando por si decides regresar. Esta es tu tierra y en ningún lugar estarás mejor que conmigo.
—Eso quién lo sabe.
—No más no lo olvides.
Con esas palabras Jacinto se marcha, y Angelina se sienta en la cama, suspirando aliviada. No, no se va a casar, se repite, ni acá ni en España. Y se da cuenta en ese momento de que acaso la señora Clovis esté en lo cierto, acaso ha de obedecer a su abuela… Pero ahora lo que desea es retomar lo que estaba haciendo: como siempre que sostiene en sus manos la caja parlante de san Miguelito, la invade el sobrecogimiento y duda si será capaz de emplearla, pero como su afán de saber es más fuerte, se pone a acariciarla mientras cavila las preguntas que formulará.
—Disculpa la molestia —le habla  una voz a sus espaldas—. ¿No está doña Chona?
—No, todavía no llegó —responde Angelina, dirigiéndose hacia la entrada.
—Como vi la puerta entreabierta... Mi muchachito se muere de hambre, pero desde ayer no quiere el pecho.
El bebé que lleva en brazos llora con gran desconsuelo y se chupa ávidamente la mano.
—¿Se te secó la leche?
—No, harta tengo, no más que no la quiere. Vieras cómo chilla cuando la prueba.
—Se me hace que algo comiste que la echó a perder, pero mejor que te vea mi abuelita al rato. Yo le daba entre tanto un agüita de arroz por si le duele su pancita.
La mujer agradece el consejo pero sigue en el umbral de la puerta, mirando con interés hacia el interior.
—Disculpa la indiscreción, ¿no es esa una caja parlante?
Aunque salta a la vista que Angelina no quiere contestar, la mujer no hace caso y prosigue su charla:
—Dirás que soy atrevida, pero ¿no quieres preguntarle qué fue de unos aretes de coral que me dio mi madrina?
—Ahorita no —responde Angelina—. ¿No ves que con el niño llore y llore no puedo concentrarme? Mejor atiéndelo y ya te ocuparás de los aretes cuando se haya mejorado.
Cuando por fin se marcha la mujer, Angelina envuelve con el manto de Zunil la caja parlante y también abandona la casa. Tiene que encontrar un lugar en el que nadie la interrumpa para llevar a cabo su labor. Detrás de la calle de tierra donde está la casa hay un extenso maizal con las plantas inusitadamente altas para la época del año. La suave brisa produce un murmullo vegetal que atrae a Angelina a su interior, a pesar de que las hojas cortantes le arañan la cara y los brazos. Huele a humedad y a savia, y Angelina se sienta sobre las piernas en la tierra, oculta por la vegetación de las miradas curiosas, coloca la caja sobre su regazo y se dispone a comenzar el interrogatorio.
Está anocheciendo cuando vuelve a la casa. Doña Chona también ha regresado y se afana en la limpieza de su bandeja blanca, pero no se le escapa el envoltorio que lleva su nieta bien sujeto ni el brillo de sus ojos.
—¿Te sirvió? —le pregunta y, como la respuesta es afirmativa, añade—: Qué bueno, mi hijita.
Después de recoger, ya en la cama, Angelina le cuenta su encuentro con Jacinto.
—Mejor así, mi hijita, que se haya conformado. Aunque no creas que te esperará. Bien se sabe que amor de lejos es de pendejos.
Angelina se ríe con el comentario y añade:
—Jarrito nuevo, ¿dónde te pondré? —y no puede evitar el recuerdo de Beto al aludir al entusiasmo repentino que suscita un nuevo amor. Luego susurra al oído de su abuela—: La constancia es una de las cosas grandes en las que está puesta la sabiduría.
—¿Te lo dijo la caja parlante de san Miguelito?
—No, yo lo descubrí.
Doña Chona sonríe en silencio. Le regocija comprobar que la niñita que le entregó Margarita a punto de morir se está convirtiendo en una mujer fuerte y valiente, capaz de valerse por sí misma y de resolver las situaciones que le presenta la vida. Cuántas andanzas han vivido juntas, de cuántos peligros han escapado. Le apena pensar que está a punto de marcharse y le cruza la mente la idea de que quizá debiera aceptar su oferta  de quedarse, quizá podría casarse con ese Jacinto… pero no, rápidamente la rechaza. No se ha esforzado tanto para regresar al punto de partida. Debe seguir avanzando hasta donde quiera o pueda, aunque no la vuelva a ver... Se pasa la mano por la frente como si tratara de borrar los pensamientos tristes y musita a su nieta:
—Ya vámonos durmiendo, mi hijita. Mañana hay mucho que hacer.
—Espérame tantito, te quiero contar de doña Virtudes.
—Yo ya sé qué dijo la caja.
—¿Lo sabes? —se admira Angelina.
Pero doña Chona se ha dado la vuelta y ya no le contesta. Siempre ha sido así, piensa Angelina, llena de misterios. Desde chiquita la animaba con sus medias palabras y sus silencios a querer averiguar más, a descubrir por ella misma las cosas. En ese instante, la invade una certeza y no puede evitar acercarse a su oído para susurrarle:
—Abuelita, gracias a ti descubrí otra de las cosas grandes en las que está puesta la sabiduría. Es la curiosidad.
Doña Chona no responde, pero Angelina sabe que lo ha escuchado. Después piensa en doña Virtudes y en lo que le reveló la caja: «Al final, todos nos llamamos Adán y Eva». Había tardado en comprenderlo, pero esa era la verdad oculta: a todos nos une, más cerca o más lejos, un lazo de sangre, pero todavía más otras circunstancias de la vida. Doña Virtudes sabía de la búsqueda del Nuevo Mundo. Sus antepasados habían recorrido sus caminos americanos en pos de El Dorado, cuyas calles estaban pavimentadas de oro, y de las fabulosas siete ciudades de Cíbola, y echaron raíces allá aunque no las encontraron. Con su herencia quiso pasarle su legado, do ut des, para ayudarla a recorrer la orilla española de ese Nuevo Mundo, donde dicen que ahora la vida es más fácil. Y después murió en paz.

La estación de autobuses está repleta de viajeros y bultos. Huele a gasolina y grasa quemada, y entre el estruendo de los motores se abre paso la alegre música de una marimba que resuena en los altavoces. Angelina ocupa su asiento en la camioneta que la llevará a la ciudad de Guatemala y siente una gran opresión en el pecho que casi no le permite respirar. Al fin se marcha a cumplir su destino, omnia mecum porto, pero sabe que volverá: también se lo reveló la caja parlante de San Miguelito. Su abuela aguarda en el andén acompañada por su amiga la carnicera hasta que el vehículo se aleja, devorado por el ruidoso tráfico multicolor. Angelina las sigue con la mirada hasta que sus figuras se convierten en puntos diminutos y luego desaparecen. Entonces vuelve la cabeza y contempla la vela que sostiene con fuerza sobre su regazo: «Ya puedes prenderla para pedir la gracia», le ha dicho su abuela al entregársela, y en ese momento, mientras las lágrimas caen mansamente por sus mejillas, percibe cuál es el tercer pilar de la sabiduría: la generosidad.


Aquí pongo la palabra  FIN a esta novela.

Añado como colofón lo que escribió Miguel de Cervantes al final de su Quijote: «Y el prudentísimo  Cide Hamete dijo a su pluma: “Aquí quedarás colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero antes que a ti lleguen les puedes advertir y decirles en el mejor modo que pudieres: ¡Tate, tate, folloncicos! De ninguno sea tocada; porque esta impresa, buen rey, para mí estaba guardada. Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio”». Sin embargo, a diferencia de don Quijote, Angelina no está muerta, sino muy viva al terminar esta novela, y acaso en un futuro desee continuar su historia con esta misma pluma o con otra. Termino, igual que Cervantes, con un clásico vale, que es adiós en latín.


© Carmen Martínez Gimeno


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8 comentarios:

  1. Carmen, me ha encantado leer esta novela. La he seguido semana a semana, menos las dos últimas porque he andado muy atareada con visitas en casa. Ahora la acabo de terminar. Si la publicas en Amazon, házmelo saber, por favor, porque la compraré y pondré mi comentario, además de recomendarla a todas mis amistades lectoras.

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    1. Muchas gracias por tu constancia, Carmen, una de las claves de la sabiduría según criterio de Angelina, la protagonista de la novela.
      No he pensado en publicar la novela en Amazon. Creo que aquí está al alcance de todo el que desee leerla. Este blog tiene muchísimas visitas diarias, aunque en su mayoría dirigidas a las entradas que tratan de asuntos gramaticales o sintácticos. Supongo que en algún momento también descubrirán esta novela...
      Muchas gracias de nuevo por tu interés, tocaya, y por todas las correcciones que me has ido indicando y que enseguida he incluido.

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  2. De acuerdo, Carmen, pero yo ya he hablado de tu novela a amigas mías que tienen Kindle y que, como a mí, no les gusta tanto leer en la pantalla del ordenador. Si cambias de opinión, me lo dices.

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  3. Gracias, Carmen. De veras me encantó leer esta novela. Es muy generoso de tu parte el haberla compartido.
    Obviamente, seguiré visitando asiduamente tu blog.
    Un abrazo desde Tucumán, Argentina.

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  4. Gracias a ti, Viviana, por leerla. Sin lectores, las novelas no valen nada. Te diré, por cierto, que dediqué los meses que pasé en Columbia University el verano pasado a escribir una novela parte de cuyo argumento transcurre en Salta y Uquía. Todavía no he logrado acabarla, pero estoy contenta con el resultado de momento.
    Un abrazo también para ti desde México, donde me encuentro por unos días.

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  5. Carmen:
    Que esta fiesta navideña, que es la fiesta de la familia, la pases con mucha alegría en compañía de tu familia, y que el próximo año sea próspero para ti. Y muchas gracias por los conocimientos que nos trasmites, que es una muestra de tu gran labor por conservar la pureza de nuestro maravilloso idioma.
    Carlos

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  6. Carmen:
    Que esta fiesta navideña, que es la fiesta de la familia, la pases con mucha alegría en compañía de tu familia, y que el próximo año sea próspero para ti. Y muchas gracias por los conocimientos que nos trasmites, que es una muestra de tu gran labor por conservar la pureza de nuestro maravilloso idioma.
    Carlos

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    1. Muchísimas gracias, Carlos, por tus buenos deseos. Espero que pases muy felices fiestas y que el próximo año venga cargado de prosperidad y paz.
      Yo seguiré escribiendo en este blog y me agradará seguir contando con tus visitas.
      Un saludo desde la sierra madrileña.

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