viernes, 16 de noviembre de 2012

«Cámara estéril»: posos de una vivencia antigua (I)


Yo no sé muchas cosas, es verdad. Pero me han dormido con todos los cuentos... Y sé todos los cuentos.
León Felipe


«La felicidad es una mota de polvo que revolotea en un rayo de luz», afirma uno de los personajes femeninos en mi novela La historia escrita en el cielo; por eso hay que aprovechar el momento, correr a atrapar esa mota efímera antes de que no sea más que un recuerdo de lo que pudo ser. El dolor es distinto: cuando llega y se adueña de nosotros, es difícil deshacerse de él. No queda más remedio que apretar los dientes y aguantar. Porque todos, cuando nos toca, somos capaces de aguantar mucho más dolor del que nos habíamos creído capaces, y su experiencia nos marca para siempre. He tardado muchos años en escribir este cuento. Necesitaba distancia y perspectiva. Quienes me conocen saben por qué. Empieza así:
La primera mañana llegué muy temprano al hospital y, como no tuve paciencia para esperar el ascensor que estaba ocupado, subí de dos en dos los escalones que olían a lejía hasta alcanzar la planta de Hematología. Con la respiración agitada por el esfuerzo, me disponía a entrar en el estrecho pasillo para buscar el número de la cámara estéril donde tenía que estar Pedro, cuando una mujer uniformada de azul que fregaba el suelo alzó la voz para decirme algo en catalán que no comprendí. Me detuve en la puerta, imaginando que no quería que le pisara lo fregado y dispuesta a contener mis prisas y aguardar hasta que se secara para no enfadarla.
—Lo siento, no la entiendo —me disculpé cuando la mujer, que había proseguido con su tarea, avanzando hacia mí con la fregona, volvió a dirigirme la palabra.
—Es demasiado pronto —dijo, esta vez en castellano―. Todavía no han descorrido las cortinas de las peceras.
No estaba segura del significado de sus palabras y le expliqué que mi marido había ingresado la noche anterior, que habíamos viajado en avión desde Madrid y que estaba angustiada por saber cómo se encontraba.
—¿Tu marido? —se extrañó la mujer―. Pareces demasiado joven para estar casada, aunque, bueno, aquí hay una que tiene dieciséis años y tres hijas pequeñas.
Yo quise esbozar una sonrisa, guardándome que también  tenía una hija de nueve meses que ahora iban a criar mis padres.
—Tranquila, tu marido estará bien ―prosiguió su charla la mujer, que había acabado el pasillo y escurría con fuerza la fregona en el cubo―. Aquí lo importante es ser fuerte y aguantar. Por muy grave que esté, puede salir adelante. Ahora mismo lo estarán atendiendo ahí dentro las enfermeras y lo verán los médicos. Cuando terminen, abrirán las cortinas y podrás hablar con él usando el telefonillo.
Y me aconsejó que me fuera a la cafetería a tomarme un café para hacer tiempo. Me callé que aborrecía el café y la dejé pasar con el cubo, permaneciendo en el descansillo de la escalera cada vez más nerviosa. Durante la última semana, los acontecimientos se habían sucedido en una precipitada catarata que había exigido actuaciones rápidas, casi sin pensar: el repentino malestar de Pedro tras las oposiciones, su ingreso por urgencias en el hospital ante el deterioro de su estado, la revelación de la grave y extraña enfermedad que padecía y que lo estaba dejando sin sangre, la recomendación de viajar cuanto antes a Barcelona para someterlo a un trasplante de médula ósea de alguno de sus hermanos, la entrega de nuestra hija a mis padres, el viaje en el puente aéreo tras haber recibido Pedro una transfusión de sangre para que aguantara y su ingreso en una cámara estéril del hospital barcelonés para evitar infecciones. Y ahora  que estaba tan acelerada, que no sabía qué había sido de mi marido desde que lo había entregado a los médicos la noche anterior, me pedían que hiciera tiempo, que me calmara.
—Sigues aquí, pues ven conmigo ―me dijo la misma mujer, que volvía después de haber cambiado el agua del cubo para continuar su labor de limpieza―. Te voy a enseñar dónde puedes encontrar una silla para que la coloques delante de la cámara de tu marido. Son muchas horas las que vas a pasar aquí para estar de pie.
La seguí obediente, cogí la silla negra imitación de cuero que me tendía y volvimos juntas al pasillo de las cámaras estériles.
—¿En qué cámara lo han puesto? ―preguntó la mujer.
Contesté que en la 7, y la mujer me indicó cuál era:
—¿Ves? Aquí está el número ―y añadió para darme ánimos―: Siete, el número de la buena suerte.
Mirando a mi alrededor, entendí lo de la pecera. A un lado del pasillo se sucedían las cámaras estériles, que tenían media pared acristalada y cerrada con cortinas oscuras, y un telefonillo a la derecha para comunicarse, mientras que en la pared opuesta había ventanas con cristales opacos imposibles de abrir por donde solo entraba claridad del exterior.
—Ya me tengo que ir —indicó la mujer, agregando con ojos compasivos―: Si quieres un consejo, procura no hacer amistad con nadie de este pasillo. La gente va y viene, llega de todas partes de España, y cuenta sus problemas. Tú no hagas caso de nadie más que de los médicos. Haz oídos sordos y concéntrate en tus asuntos.
Asentí con la cabeza y me senté en la silla, dispuesta a aguardar paciente para ver a Pedro. Estaba observándome las uñas, pensando que con las prisas del traslado había olvidado cortármelas, cuando me saludaron desde el principio del pasillo. Era una chica delgada y morena que repitió el saludo con la mano al cruzarse nuestras miradas.
—¿A quién tienes dentro? ―me preguntó, señalando hacia el cristal de la cámara.
Respondí que a mi marido.
—Yo, a mi novio —indicó la chica―. Lleva más de tres semanas. Ya le han dado la quimioterapia para que eche la médula mala y lo están radiando. Enseguida le harán el trasplante.
Yo sonreí como contestación porque no supe qué decir. La chica prosiguió informándome:
—Mi novio es panadero y luchador de taekuondo. Es muy fuerte y siempre ha estado bien. La culpa de lo que le ha pasado la tiene el dentista. Fue porque le dolía una muela y al sacársela se puso tan mal que por poco se muere. Y aquí ha acabado, esperando que le hagan un trasplante de médula.
Yo no quise explicar la enfermedad de Pedro y, en su lugar, le pregunté si vivían en Barcelona.
—No, en Gavà —repuso la chica―. Vengo todos los días en tren o en autobús.
Le conté entonces que nosotros habíamos llegado de Madrid y yo estaba en un hotel, pero que tendría que buscar un piso si la cosa se alargaba.
—Siempre se alarga —repuso la chica, meneando la cabeza con gesto de entendida—. Eso es lo que dicen todos los que andan por aquí, que se sabe cuándo se entra, pero no cuándo se sale.
Poco a poco fueron desfilando el resto de los acompañantes de los pacientes que habitaban las cámaras estériles, y la chica perdió interés en mí, entablando conversación con cada uno de los visitantes que pasaban por su lado. Enseguida comenzaron las conversaciones por los telefonillos y se descorrieron las cortinas, pero las de Pedro continuaron echadas. Mi estado de ansiedad no me permitía pensar con claridad, los oídos me zumbaban y ya había imaginado la tragedia irremediable, cuando un hombre con bata blanca asomó la cabeza por el pasillo desde la puerta y dijo algo que no comprendí.
—Creo que te llaman —indicó la mujer que estaba ante la cámara de al lado, tocándome en el hombro—. Es el médico.
Yo me levanté apresurada y corrí hacia la puerta.
—Tranquila, no ocurre nada —quiso calmarme el de la bata con una sonrisa―. Pedro está bien, ha pasado buena noche y ha desayunado con apetito.
Y me condujo a su despacho, donde estaban reunidos otros médicos, que me explicaron la gravedad de la situación y el protocolo que se iba a seguir.
—Será un proceso largo y hay que tener paciencia ―me dijeron―. Tienes que hacerte a la idea de que Pedro no saldrá de la cámara estéril hasta dentro de unos cincuenta días aunque las cosas vayan razonablemente bien.
Firmé algunos papeles y me entregaron otros, donde se especificaba la mayoría de las cosas que debía conocer sobre el tratamiento que iba a seguir Pedro y los resultados posibles. Quería ser valiente, pero no pude evitar que el miedo asomara a mis ojos.
—Tranquila —volvieron a repetirme, antes de dar por concluida la reunión―. Tú serás su apoyo y su contacto con el mundo exterior. Pedro te necesita, y tienes que estar preparada. Cada día te iremos informando de su estado, pero has de tener paciencia.
Paciencia, repetí para mis adentros antes de darles las gracias. Después corrí hacia el pasillo de las cámaras estériles porque me urgía ver a Pedro y comprobar por mí misma dónde y cómo estaba instalado. Por suerte, las cortinas ya estaban descorridas, y él, vestido de verde, charlaba sentado en el borde de la cama con una enfermera cubierta con gorro y mascarilla.
—Por fin has llegado —respondió con cierto tono de reproche cuando le hablé por el telefonillo―. Tengo muchas cosas que contarte.
Me guardé que llevaba horas esperando porque preferí escuchar de sus labios casi lo mismo que me acababan de referir los médicos, pero en un tono mucho más animado, subrayando los aspectos positivos e ignorando la gravedad de su situación.
—Dentro de un rato me llevarán al quirófano para ponerme un catéter aquí ―me comunicó, señalando la parte alta del pecho―. Por ahí irá la medicación y las células del trasplante, que me harán en cuanto lleguen los resultados de mis hermanos.
—No adelantemos acontecimientos ―quise prevenirlo de futuras desilusiones.
—Te oigo mal, habla más alto ―repuso, algo irritado.
Y supe que no había querido escucharme, porque añadió a continuación:
—El trasplante es la mejor opción, y teniendo tantos hermanos, seguro que alguno es histocompatible conmigo. Por eso he pedido a los médicos que vayan comenzando los preparativos, porque cuanto menos esté en esta cámara aislado, mejor.
—Te lo robo un ratito. Tenemos que prepararlo para el quirófano ―anunció una enfermera que había entrado en la cámara y corrió las cortinas, salvándome de sostener por más tiempo la mirada de Pedro.
Volví a concentrarme en mis uñas crecidas hasta que me hablaron.
—También tiene la enfermedad, ¿verdad? ―me dijo la mujer cuarentona de pelo oscuro muy corto que estaba sentada ante la cámara de mi izquierda y sin duda había alcanzado a escuchar la conversación.
—No sé a qué se refiere —contesté incómoda, pretendiendo que me dejara en paz.
—La enfermedad —repitió y, señalando con la cabeza la cámara ante la que estaba, agregó—: A mi marido ya le han dado la quimioterapia, todo el tratamiento. En cuanto le suban las defensas, saldrá de la cámara.
Sonreí como respuesta, porque no quería dar pie a más explicaciones, pero prosiguió:
—Se ha de hacer un trasplante de médula ahora que la enfermedad está controlada, porque si le repite… Pero no quiere, pues ahora se encuentra bien y como no sabe lo grave que es… Lo tenemos engañado; es que si se entera, no lo va a resistir…
—Lo siento —dije, tratando de finalizar la confesión.
Pero mi vecina insistió:
—¿Tu marido tiene la enfermedad?
—¿Qué enfermedad? —pregunté a mi vez.
—Ya sabes, la de la sangre.
—Aquí todos tienen enfermedades de la sangre.
—Leucemia —musitó entonces, como si estuviera soltando una blasfemia que le quemaba en los labios.
Y yo respondí:
—No, mi marido tiene otra cosa ―callándome que probablemente igual de grave o incluso más.
Me alegré cuando apareció una enfermera sin mascarilla que nos pidió que saliéramos del pasillo, aconsejándonos que bajáramos a la cafetería a tomar algo, porque durante un rato iba a estar cerrado por motivos de mantenimiento.
—Eso es que se ha muerto un paciente ―comentó un acompañante a su pareja mientras se dirigían a los ascensores—. No quieren que nos enteremos.
Y un escalofrío de miedo me recorrió la espalda.
Tomé la firme resolución de no mezclarme con lo que sucedía en el hospital, de mantenerme al margen del resto de familiares de enfermos, como me había aconsejado la limpiadora. Pero ese mismo día fracasé en mi objetivo, porque acabé comiendo con un matrimonio de Zaragoza. Se empeñaron en invitarnos a la novia del panadero y a mí a un restaurante caro donde nadie pareció aprovechar los magníficos platos, y el matrimonio ahogó sus penas con sucesivos gintonics como aperitivo y whiskis dobles de postre. Su hija adolescente estaba enferma desde hacía años, había pasado por diversos hospitales y tratamientos, y ahora estaban considerando un trasplante de médula ósea. Hablaron de cifras de hemoglobina, de hematocrito, de plaquetas y linfocitos T, poniéndome al corriente de una terminología en la que pronto yo también estaría versada.
—¿Habéis alquilado piso? ―pregunté, tratando de aprovechar el momento para resolver mi situación.
Pero estaban en un hotel de los mejores y me recomendaron que siguiera su ejemplo. Era mucho más cómodo y no tendría que preocuparme por nada.
Por la tarde, de vuelta cada cual ante su cámara estéril, escuché comentar a la novia del panadero por el telefonillo:
—Hoy nos han invitado a la nueva de Madrid y a mí. El hombre tenía la cartera llena de billetes, y los dos beben como cubas. Por lo menos, no han intentado darnos las estampitas de monseñor…
Atando cabos, llegué al convencimiento de que yo había pasado a formar parte de las obras de caridad que todos los días realizaba el matrimonio zaragozano para ganarse la curación de su hija. Y lo comprendí. Yo habría hecho eso y mucho más de pensar que así Pedro se iba a salvar.
El mismo día en que dieron de alta al paciente de la cámara de la izquierda, me informó el equipo médico de que ninguno de los hermanos de Pedro era totalmente histocompatible con él y, por tanto, había que descartar el trasplante de médula.
—Hay otros tratamientos —me explicó una doctora ante mi cara de desolación―. Probaremos con un suero ATG.
—¿Ya lo sabe Pedro? —pregunté en mi angustia, imaginándome la repercusión que tendría la noticia en su estado de ánimo.
—Ahora mismo está hablando con él su médico —repuso sonriéndome―. No te preocupes. Él es fuerte, creo que más que tú, y podrá afrontarlo, porque le estamos ofreciendo otra solución.
Callé, guardándome que yo conocía bien a mi marido y sus argucias para no revelar sus debilidades. Tal vez fuera mejor que todos pensaran que era tan animoso y fuerte como aparentaba; tal vez él mismo llegaría a sugestionarse y conseguiría resistir.
Cuando me dirigía hacia el pasillo de las cámaras estériles, me detuvo, agarrándome del brazo, mi antigua vecina de cámara.
—Nosotros ya nos vamos —se despidió y, señalando a su marido, calvo como una bola de billar y con gruesas gafas de miope, añadió—: Le han dado de alta, pero le recomiendan el trasplante de médula. Dile que tu marido también se lo va a hacer…
—Ya veremos, ya veremos —la cortó el marido antes de que yo pudiera responder—. Los que vienen son meses de mucha faena, y ya estoy bien para coger la aguja. Un poco débil, eso sí, porque los médicos de aquí digamos que han puesto los hilvanes y han pasado los hilos, pero el sobrehilado de las costuras, los acabados finos de mi salud, le corresponden, como es natural, a mi Carmeta.
La mujer sonrió complacida y le dio unos cariñosos golpes en el hombro.
—Es que es sastre y como se acerca la época de las comuniones y las bodas…―quiso aclararme.
—Sí, Carmeta —prosiguió el marido, que llevaba en la mano una tiesa gorra de cuadros oscuros—. Yo me sentaré a coser, me alimentaré con tus guisos y por las tardes tomaremos el aire mientras cantan los pájaros. Así terminaré de curarme, sin necesidad de trasplantes, por mucho que digan estos médicos, que tampoco lo saben todo.
Los contemplé alejarse, pensando que su demacrado aspecto desdecía sus esperanzadas palabras. Se me antojó que llevaba escrita en la frente la cruel sentencia de los desahuciados.
Pedro no parecía deprimido por los resultados de los estudios de histocompatibilidad. Me refirió lo que había hablado con el médico y el cambio de tratamiento, concluyendo:
—Al final, creo que me conviene más que no me hagan el trasplante. Me ahorraré quimioterapia y radioterapia, y empezaremos enseguida. Tienes que bajar al banco de sangre, porque voy a necesitar donantes. Allí te explicarán lo que hay que hacer.
Fui de inmediato porque necesitaba sentirme útil, y la enfermera que me recibió se mostró franca, pero agradable. Me volvió a explicar la situación con palabras claras:
—Pedro padece aplasia medular severa, lo que quiere decir que sus células madre no están fabricando los distintos componentes de la sangre, y va a necesitar trasfusiones. Los hematíes no son problema, porque el hospital cuenta con suficientes, pero las plaquetas son otra cosa. El proceso de extracción es largo y pesado, y no todo el mundo está dispuesto a donar. Por eso recomendamos que sea la propia familia o amigos quienes se comprometan a hacerlo.
Pregunté si yo servía a pesar de no compartir grupo sanguíneo.
—Sí, de momento servirás, pero habla con tus familiares, porque no será suficiente si se alarga el tratamiento.
Le expliqué que estábamos solos en Barcelona y aproveché para preguntarle cómo podía alquilar un piso.
—Tenemos una pequeña base de datos con las ofertas disponibles cercanas al hospital, pero creo que en este momento no hay nada libre —se disculpó la enfermera―. Habrás de recurrir a alguna agencia inmobiliaria…. Espera un momento.
Se levantó de la silla y abandonó el despacho en el que estábamos reunidas. Al poco reapareció con una chica muy guapa, cuyo agradable perfume cítrico inundó la habitación, eliminando el deprimente olor a hospital.
—Es la madre de Ruth, una niña con trasplante de médula  que está a punto de salir de la cámara estéril —dijo la enfermera como presentación, tomándola por los hombros—. Ella te puede informar mejor que yo.
Conocía a la espectacular vasca por referencias y de verla pasar cada día por el pasillo de las cámaras, pero nunca habíamos cruzado palabra. Fue estrictamente amable y me recomendó buscar en periódicos o recurrir a un par de inmobiliarias conocidas.
—¿Estás sola? —me preguntó después.
—Sí. Necesito algo pequeño, porque hasta que Pedro salga de la cámara, lo utilizaré únicamente yo. No le pueden hacer el trasplante, así que no es necesario que vengan sus hermanos a Barcelona.
La vasca me miró en silencio y por fin se decidió a opinar:
—Esto es duro, incluso si va bien. Mi marido está en Donostia con el hijo de cuatro años que donó la médula para el trasplante de su hermana, porque no podemos cerrar el bar que nos da de comer, pero mis hermanas y mis primas se turnan para acompañarme.
Concluimos la conversación porque tuve que acompañar al enfermero que vino a buscarme para hacerme los análisis necesarios a fin de convertirme en donante de plaquetas de Pedro.
Descubrí la mañana siguiente que mi nueva vecina de cámara estéril era la chica de dieciséis años que tenía tres hijas. Era una gitana portuguesa de largos cabellos recogidos en una trenza, rostro afable y voz acariciadora. Me relató enseguida las circunstancias de su vida y, ganada por su inocencia, yo le conté parte de las mías.
Una mujer con melena rubia de mechas y muchas pulseras de oro recorrió el pasillo de las cámaras estériles, taconeando con sus altos zapatos y observándolo todo con mirada escrutadora.
La portuguesa también la miró de arriba abajo sin disimulo hasta que desapareció de la vista. Luego continuó relatándome:
—Mi marido se dedica a la trata de ganado, por eso bebe demasiado. Y está gordo ―se rio como disculpándose antes de añadir—: Yo también, gustamos de la comida, mas él no se cuida. Por eso cae enfermo. Los doctores dicen que necesita un trasplante y que los padres no sirven, por eso mandan llamar a su única hermana, Branca, que vive en Brasil…
La mujer rubia de mechas regresó taconeando en ese momento con una chica más o menos de mi edad y se detuvieron ante la cámara anterior a la de Pedro. La de mechas descolgó el telefonillo y se puso a hablar con la persona que la ocupaba.
—Estos no se quieren quedar en el hospital —susurró, acerándose a mí, la portuguesa—. Quieren llevar al enfermo a los Estados Unidos, porque no se fían de estos médicos, pero les han dicho que está mal y no aguantará el viaje.
Yo levanté las cejas en señal de sorpresa, y la portuguesa prosiguió:
—El mío marido estaba fuera en la planta hasta que le han tenido que poner en la cámara, y yo escuché hablar a los médicos esta mañana.
Un hombre mayor de aspecto próspero pero rostro desolado llegó avanzando a grandes zancadas y se puso a dar golpecitos en el cristal de la cámara.
—No te preocupes, hijo, en cuanto te recuperes, te sacamos de ahí y nos vamos a Houston. Lo estoy arreglando, no tienes de qué  preocuparte  ―repitió, y su voz sonó tan afligida que fue una suerte que su hijo, dentro de la cámara, no pudiera escucharlo sin el telefonillo.

Cuento incluido en El ala robada y otros cuentos, 2012.

La lengua destrabada
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