He soñado a veces que cuando amanezca el Día del Juicio, y los grandes conquistadores y abogados y juristas y gobernantes se acerquen para recibir su recompensa, el Todopoderoso, al vernos llegar con nuestros libros bajo el brazo, se volverá hacia Pedro y dirá, no sin cierta envidia: «Míralos; esos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles. Les gustaba leer».
Virginia Woolf
Cuentan, aunque yo no lo recuerdo, que un día, mientras mi padre nos leía una historia, yo me acerqué al libro, lo miré detenidamente y pregunté de dónde sacaba todo lo que nos decía. «Está aquí, mira», respondió mi padre, señalando las letras. Yo debí de quedar muy impresionada, y cuentan que unos días más tarde, cuando mi padre se disponía a leernos de nuevo, le entregué una hoja de papel que yo había llenado de garabatos y le pedí contenta: «Léenos hoy esto. Lo he escrito yo».
Fue imposible, claro, porque yo aún no sabía leer ni escribir. En mi mente infantil, había entendido la unión de lo escrito con lo leído, pero no que había que emplear unos signos preestablecidos que formaban las palabras para transmitir a los otros mi pensamiento.
Sí recuerdo, en cambio, cómo me gustó aprender a leer, al principio en voz alta, pronunciando sílaba a sílaba las palabras que se iban convirtiendo en oraciones. Enseguida comprendí la importancia de la entonación y supe utilizar los signos de puntuación para entender lo que mis labios decían. Y luego pasé a leer en silencio, sin mover los labios, absorta en el texto, aislada del mundo.
Sin embargo, esta lectura silenciosa que todos acabamos dominando en nuestros primeros años de escolarización no era la habitual en el mundo antiguo. Entonces se leía siempre en voz alta, ya fuera para uso individual o colectivo, y existen muchos testimonios recogidos en la historia que lo corroboran. Uno de los más importantes se encuentra en las Confesiones de san Agustín (siglo IV d. C.), quien relata asombrado la curiosa manera que tenía de leer san Ambrosio como una peculiaridad: «sus ojos recorrían las páginas […] mas su voz y su lengua descansaban».
¿Y por qué los antiguos leían en voz alta? Quizá por el puro placer de escuchar cómo sonaba lo escrito, pues Aristóteles había enseñado que las letras se habían inventado para poder conversar incluso con los ausentes y eran signos de sonido. O puede que la lectura fuera una tarea compartida porque había pocos capaces de leer, más bien descifrar, los textos, pues —como probablemente en la página de garabatos que di a leer a mi padre— no se separaban las palabras ni había signos de puntuación para ayudar a comprender el sentido.
Había que dedicar mucho esfuerzo a la lectura, y los copistas fueron desarrollando métodos para transcribir los textos y darles sentido, marcando los finales de oraciones con toda clase de signos y símbolos según su criterio. A comienzos del siglo V, san Jerónimo ideó para su traducción de la Biblia un nuevo sistema, denominado per cola et commata, que supuso un gran avance para lograr una lectura fiel, pues se marcaba cada unidad de sentido con una letra que sobresalía del margen, como si se iniciara un nuevo párrafo. Más adelante, los afamados escribas irlandeses fueron quienes introdujeron la mayoría de los signos de puntuación que conocemos en la actualidad, pero las normas continuaban siendo tan confusas que no cabía esperar que todos los lectores dieran el mismo sentido a un texto, ni entendieran de igual modo lo que había querido expresar el autor.
Pero la historia siguió su curso, llegó la invención de la imprenta, y la evolución de la puntuación en los textos corrió parejas con el desarrollo de la lectura silenciosa. A medida que pasaron los siglos y se fueron divulgando los libros impresos, hubo cada vez más personas capaces de leer y cada vez fue más fácil interpretar los textos, que ya contaban con una puntuación parecida a la actual desde que en el siglo XVI Aldo Manuzio popularizó y normalizó en sus ediciones en romance el uso de la coma, el punto y coma, los dos puntos y el punto, así como los signos de interrogación y admiración.
Leyendo y leyendo, solos o acompañados, llegamos a nuestros días, en los que únicamente se lee en voz alta cuando se quiere compartir o enseñar: en colegios y universidades, en tertulias literarias, con amigos que tienen nuestros mismos gustos… Los padres y abuelos también leen en voz alta a sus hijos y nietos antes de que crezcan y se conviertan en lectores silenciosos.
Y muchos de esos lectores silenciosos se hacen con los nuevos lectores digitales para transportar fácilmente en una tableta —no de arcilla como las mesopotámicas, sino fabricadas con materiales de vanguardia y provistas de pantalla— multitud de libros que podrán leer en cualquier lugar y momento. Algunos de estos lectores electrónicos —que son continente y no contenido— también pueden leer en voz alta al dueño que prefiera escuchar. Así pues, en los albores del siglo XXI, en un original bucle de la historia, cuando parecía superada la lectura individual en voz alta, el lector silencioso se vale si lo desea de su lector digital-continente para que una voz ajena le lea con cuidada entonación lo que él elije, no porque no sepa descifrarlo, sino tal vez con el propósito de escuchar el texto en la lengua en que su autor lo escribió.
La lengua destrabada
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