Quién es capaz de resistirse a una buena croqueta, crujiente por
fuera, cremosa por dentro, con su recado de besamel y jamón, pollo, jambas,
setas… Su variedad es tan amplia como la popularidad que ha alcanzado en nuestra
cocina española. Sin embargo, tanto la croqueta como su salsa interior ―besamel
o besamela― tienen origen francés. Explica
María Moliner (Diccionario de uso del
español, 1981) que la voz ‘croqueta’ deriva del francés croquette, que a su vez proviene de croquer,
verbo con raíz onomatopéyica, documentado desde el siglo xiii, con el cual se designa el ruido
seco que se hace al morder o mascar algo susceptible de provocar dicho sonido. Nuestras voces ‘crocante’ y ‘croquis’
tienen la misma procedencia: la primera equivale a ‘crujiente’, y la segunda, a
‘esbozo’, puesto que el verbo francés croquer
también tiene el significado de ‘bosquejar’. El Diccionario de la lengua española (RAE) recoge todas estas
palabras, pero no el vulgarismo tan extendido ‘cocreta’, que surge por una
alteración de los sonidos silábicos dentro de la palabra, conocida en
lingüística como metátesis y bastante habitual en nuestra lengua. Son errores
por metátesis igual de vulgares que ‘cocreta’ las voces ‘cluquillas’ por ‘cuclillas’, ‘dentrífico’ por
‘dentífrico’, ‘pedreste’ por ‘pedestre’, ‘pograma’ por ‘programa’, ‘Grabiel’
por ‘Gabriel’, ‘metereológico’ por ‘meteorológico’ o ‘visicitudes’ por
‘vicisitudes’. Sin embargo, también hay
palabras provenientes de metátesis durante su evolución del latín a la lengua
romance que sí han logrado imponerse y ser aceptadas en la lengua culta castellana:
sirvan como ejemplos crocodilus, que se convirtió en ‘cocodrilo’; crusta, que pasó a crosta y por fin a ‘costra’;
o ‘murciégalo’, diminutivo de mus caeculus (‘ratón ciego’ en latín), que
se convirtió en ‘murciélago’. Es de señalar, en este último caso, que ambas palabras
están aceptadas, aunque en el diccionario académico se especifica que ‘murciégalo’
es voz desusada y de uso vulgar. El mismo diccionario recoge además ‘murceguillo’
y ‘morceguillo’ como sinónimos para ‘murciélago’.
Nadie habituado a la cocina española confundiría una croqueta con una
albóndiga y, sin embargo, si se busca en el Diccionario
general francés-español de Larousse la definición de la croquette francesa, aparece lo
siguiente: «f. culin albóndiga, albondiguilla, croqueta (de
viande), bola de patatas (de pommes de terre) // chocolatina, croqueta (de
chocolat)». Y si es un diccionario de la lengua inglesa el
que se consulta como, por ejemplo, el Cambridge
dictionary, se lee: «a small, rounded mass of food, such as meat, fish, or
potato, that has been cut into small pieces, pressed together, covered in
breadcrumbs and fried». ¿Croqueta o albóndiga? Parece que en otras cocinas las diferencias no
son tan evidentes.
A comienzos del siglo xvii, en su Tesoro de la
lengua castellana, o española (1611), Sebastián de
Covarrubias ya definía con precisión lo que se entendía en nuestra lengua y
nuestra cocina por el término ‘albóndiga’:
El nombre y el guisado es muy
conocido. Es carne picada y sazonada con especies, hecha en forma de nueces o
bodoques, del nombre bunduqun, que en
arábigo vale tanto como avellana, por la semejanza que tiene en ser redonda. Y bunduqun propiamente significa la ciudad
de Venecia, de donde llevaron las posturas de los avellanos, o su fruta. Y por
eso le pusieron el nombre de la tierra de do se llevó, como es ordinario, pues
decimos damascenas y zaragocies a las ciruelas de Damasco y Zaragoza,
bergamotas y pintas a las peras de Bérgamo y Pinto, &c. Esta interpretación
es de Diego de Urrea. El padre Guadix dice que albóndiga, que vale carne picada
y mezclada con otra. El diminutivo de albóndiga es albondiguilla. Juan López de
Velasco dice viene del nombre bonduq,
que en arábigo vale cosa redonda.
Aunque la variedad de ingredientes añadidos tal vez haya aumentado con
el paso de los siglos, el significado de la palabra ‘albóndiga’ permanece
invariable. Lo demuestra la exposición que hace de ella María Moliner en su
diccionario, estableciendo su procedencia «del árabe ‘(al)búnduca’, la bola», y añadiendo que es nombre «aplicado a unas
bolas de tres o cuatro centímetros de diámetro que se forman con carne o pescado
picado muy menudamente, mezclados con huevo, ralladuras de pan y especias, que
se rebozan con harina, se fríen primero y se guisan con una salsa después». Parece
que las albóndigas han ido aumentando de tamaño en nuestra cocina actual y que
en recetarios de siglos pasados se asemejaban más a las avellanas e incluso se
cocían en una salsa de estas y también de almendras. Desde luego, las que se
guisan en salsa de tomate, muy habituales en la actualidad, solo pudieron elaborarse
de este modo después de la llegada de los castellanos a América a finales del
siglo xv, puesto que los tomates de
aquende proceden de los que se cultivaban allende los mares.
Observando su raíz etimológica, se comprende que la forma inicial de
esta palabra en castellano habrá sido ‘albóndiga’, si bien Joan Corominas, en
su Diccionario crítico etimológico castellano
e hispánico (1980-1991), menciona la variante castellana ‘almóndiga’ en el siglo xv y
los diminutivos ‘albondeguilla’ y
‘albondiguilla’ en el siglo xvi. Por tanto, no es de
extrañar que el Diccionario
de autoridades (1726-1739), el primero que publicó la Real Academia
Española, recoja la voz ‘almóndiga’,
remitiendo a ‘albóndiga’, así como ‘almondiguilla o almondeguilla’, de las que
afirma que son «voces corrompidas de Albondiguilla, que es como debe decirse».
Añade el siguiente ejemplo: «Que no hai cazuela, / Relleno, ni gigóte, / Inglesas
tortas, ni pastél en bote, / Mondogo, manjar blanco, almondeguillas, / Chorizos,
salchichones, ni morcillas». De finales de ese mismo siglo son unos versos de
Francisco de Quevedo, titulados «Los sopones de Salamanca» e incluidos en sus Obras jocosas (1798): «Catalina de Perales […] / muy poco
culta de caldos / por su claridá infinita: / abreviadora de trastos / dentro de
una almondiguilla».
Tal parece que ‘albóndigas’ y ‘almóndigas’ convivieron en la lengua
castellana desde hace largo tiempo, incluso mezclándose en las mismas ollas.
Ese mismo cambio de consonante b por m se dio en otro par de palabras,
‘vagabundo’ y ‘vagamundo’: la primera proviene del adjetivo latino vagabundus, formado por el verbo vagare más el sufijo productivo -bundus, que en castellano se convirtió
en el sufijo culto -bundo/a, con el
cual se forman adjetivos, partiendo de verbos, que añaden al significado intensidad
o duración: morir, moribundo/a; meditar,
meditabundo/a; errar, errabundo/a.
La segunda palabra del par se aleja del adjetivo latino, vagabundus, y crea una nueva etimología popular, como si se tratara
de una palabra compuesta: vaga-mundo, persona que vaga por el mundo. El
DRAE actual incluye todas estas
palabras, pero no en plano de igualdad. Esto es lo crucial: la palabra culta es
‘albóndiga’ y su diminutivo ‘albondiguilla’; la vulgar, ‘almóndiga’ y su
diminutivo ‘almondiguilla’; ‘vagabundo/a’ es la palabra culta, mientras que
‘vagamundo/a’ es la palabra vulgar y desusada. Añado aquí la acepción informal
y vulgar que aparece en el diccionario de María Moliner para ‘albondiguilla’:
«Se aplica a las pelotillas de moco seco que hacen a veces los chicos con el
que se sacan de las narices».
El uso de la lengua que hacen sus hablantes coloca cada palabra en un
lugar, le confiere un estatus determinado, y el diccionario no hace más que
reflejarlo cuando queda asentado por el paso del tiempo. Por eso es tan
importante su consulta, ahora tarea facilísima gracias a internet. Por
supuesto, cada cual es libre de elegir cómo habla y cómo escribe; qué palabras
emplea y cuáles rechaza. Pero no da igual. Nunca es lo mismo.
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