miércoles, 18 de diciembre de 2013

Cosas de niños

Cosas de niños
—Maite, las niñas de mi clase se empeñan en decir que los Reyes Magos son mis padres —cuenta de un tirón.
Permaneces callada porque no se te ocurre una salida, y Elena prosigue:
—Yo les he contestado que no es posible porque mi padre no está y mi madre sola no podría poner juguetes a todos los niños; no tiene tanta fuerza ni le daría tiempo...
Ay, señor, la ingenuidad de tu hermana pequeña está a punto de lograr que se te salten las lágrimas y te cuesta salir del apuro. Por fin consigues hablar:
—Qué niñas tan pesadas —opinas—. No les hagas caso, porque tú tienes razón. Para los regalos de Navidad, el mundo está repartido entre los Reyes Magos, Santa Claus, Papá Noel, la Befana, San Nicolás y algún otro que ahora no recuerdo, y aun así les cuesta mucho trabajo cumplir con su tarea de llegar a todas las casas. ¿Cómo iba a hacerlo mamá sola?
—Claro —acepta Elena, levantando los hombros.

Carmen Martínez Gimeno, Nada del otro jueves


La Navidad es cosa de niños. No se me ocurren otras fechas del año en las que se dedique colectivamente más tiempo y esfuerzo a conseguir su sonrisa feliz. Y nos contamos por millones quienes colaboramos en la mentira más bonita del mundo, la mentira que también nos convierte a nosotros por breve tiempo en niños y nos devuelve la magia inocente de los pocos años.

Hace días, contaba el escritor Iván Hernández (Buscoaliados) en una de las redes sociales que compartimos:

Mi hijo mayor ya sabe lo de los Reyes Magos, Santa Claus, etc. Lo primero que ha hecho ha sido tener una charla con su hermano pequeño y decirle:
—Alberto, Santa Claus es papá.
A lo que el otro ha respondido:
—Claro, Papá Noel.
Va listo si cree que le va a ser tan fácil quitarle la ilusión a un niño de tres años.

Yo tenía algunos más cuando quisieron abrirme los ojos y fui corriendo a confesárselo a mi padre. Deseaba su confirmación de que era mentira, que los Reyes Magos sí existían, cómo no iban a existir, pero recuerdo que me miró serio, se quedó pensativo y al final me reveló con una sola palabra de su boca infalible la escueta verdad. Fue uno de los momentos más tristes de mi infancia; el día en que empecé a abandonarla porque me habían echado a la fuerza, sin yo quererlo todavía… Por eso, cuando mis hijos me hicieron la misma pregunta por turnos, siempre les respondí lo que hubiera deseado escuchar yo en su lugar: «¿Tú qué piensas?». Las primeras veces seguían a mis palabras unos instantes de reflexión y por fin una amplia sonrisa con algún comentario ilusionado del tipo, «claro, ya lo sabía yo». Mis hijos fueron los que decidieron cuándo hacerse mayores y dejar de creer. Nunca les confesé la mentira más piadosa de todas: no salió de mis labios; fueron ellos quienes descubrieron la verdad y creo que no se sintieron engañados ni defraudados porque había llegado el momento oportuno.
Los años han pasado. Ya no hay niños en casa y, sin embargo, mantenemos la costumbre de buscar la estrella que guía a los Magos en el cielo, la más brillante de todas, la que logrará que no se pierdan en la oscura noche invernal. Porque a nuestra casa siempre han llegado los tres Magos de Oriente. Nadie más. Ellos eran quienes se comían los mazapanes que les dejábamos en la mesa junto a los zapatos relucientes para la ocasión y quienes daban de beber a los camellos con el agua de nuestro barreño de plástico azul. Y todavía seguimos mirando al cielo porque disfrutamos evocando la ilusión tan grande que sentíamos de niños y aún sentimos: estamos seguros de que los Reyes son como las meigas, que haberlos haylos.
Pero vayamos por orden. Antes de la llegada de los Reyes hay que poner el nacimiento. Es —o al menos era— la primera tarea divertida de la Navidad a la que los niños se entregan —o entregaban— con desbordada pasión. En la casa de mis padres el nacimiento acabó siendo enorme: lo montábamos en el recibidor, debajo de la escalera, sobre un tablón que iba de pared a pared y ante una tela que representaba un paisaje de cielo estrellado y montañas a cuyas laderas crecían palmeras. Mi padre nos construyó un pueblo, dibujando con escuadra y cartabón sobre cartulina blanca las figuras geométricas que, una vez recortadas y pegadas sobre una caja de cartón, se convirtieron en las casas de sus calles, a las que se entraba por un arco de medio punto. La caja iba cubierta de corchos haciendo un cerro, a mitad de cuyas faldas brotaba un manantial de papel de plata que se convertía en río, cruzado por un puente, al alcanzar el llano. Mi madre nos teñía de verde en el horno el serrín que previamente habíamos ido a buscar a la carpintería, y marcábamos con él prados y caminos. Después adornábamos el paisaje con musgo y piedras que cogíamos del campo. Nos llevaba un día completo y varias discusiones ordenar las diversas escenas de pastores, hallar lugar para la multitud de animales que fuimos reuniendo y colocar el portal con su estrella y los ángeles en el lugar más visible. Mi hermano añadía siempre entre los personajes algún caballo montado por un indio emplumado de su fuerte apache. El momento más esperado era la iluminación: a oscuras, aguardábamos expectantes a que mi padre diera al botón y surgieran de las ventanas del pueblo y del fondo del portal los rayos de luz que emitían las bombillas convenientemente escondidas. Y entonces cantábamos el estribillo del primer villancico: «Ande, ande, ande la marimorena, ande, ande, ande, que es la Nochebuena…».

«Papá, ¿quién es la Marimorena?», preguntó una vez una de mis hermanas. Mi padre no lo sabía. Yo he tratado de investigarlo ahora, pero no he hallado una respuesta concluyente hasta el momento: podría ser un nombre propio antiguo como Marigarcía o Maricastaña con el que se alude a la Virgen María; podría ser también el nombre de la burra que carga a María y por eso se le pide que ande; o incluso podría tratarse del nombre común familiar recogido por los diccionarios que se emplea para expresar alboroto o escándalo, utilizado frecuentemente con el verbo «armar», y que en el contexto del villancico se habría escogido porque rima bien con Nochebuena.
Además del nacimiento, hace ya mucho tiempo que decoran nuestras Navidades los árboles repletos de bolas. Un año, mi hermana mayor decidió relegar el consabido pino y engalanar unas ramas retorcidas de encina con tiras de algodón simulando nieve y naranjas con velas dentro en lugar de bolas. Nos gustó mucho el resultado, pero nos prohibieron prender las velas. Una noche, cuando mis padres ya se habían acostado, una de mis hermanas pequeñas desobedeció, buscó cerillas y por unos instantes disfrutó ella sola del maravilloso espectáculo del árbol encendido… hasta que las llamas se extendieron al algodón y fueron creciendo y creciendo. Saltaba y gritaba de miedo sin saber qué hacer cuando aparecimos las hermanas mayores, y la tercera, siempre lista para sacarnos de apuros, apagó enseguida el incendio en ciernes arrojando un cubo de agua. A pesar de ser quien había salvado la situación, fue ella la que recibió la bronca de mi padre y el primer coscorrón, porque al grito de «¡Nos podríamos haber abrasado todos!» no hizo distingos ni pidió explicaciones. Nunca más hubo árbol adornado con velas tentadoras en nuestra casa.
Viruta, Edelvives, col. Ala Delta
La cita de mi novela Nada del otro jueves que abre esta entrada es una recreación literaria de la conversación que mantuve con mi hija mayor la primera vez que acudió a mí preocupada por lo que le habían contado en el colegio. «¡Cómo van a ser mis padres!», me dijo, «tendríais que volar como Supermán». Los niños y sus cosas, su manera intuitiva de contemplar el mundo, han sido siempre una fuente inagotable de inspiración, y muchas de sus ocurrencias inocentes y repletas de lógica aparecen en mis escritos. Por ejemplo, en mi novela infantil Viruta recojo la expresión de mi hija «ya hemos llegado, sanos y calvos», muy popular entre nuestra familia y amigos. Otros episodios los guardo en la memoria, como la escena de mi hijo de dos años jugando en la bañera con su lancha motora mientras yo lo observaba después de haberlo enjabonado. De repente, se me ocurrió preguntarle: «Jorge, ¿tú te vas a casar?». Me miró con sus enormes ojos sorprendidos y me contestó con su lengua de trapo: «¿Ahoda?». Entre risas, le dije: «No, cuando seas mayor». Se encogió de hombros y aceptó: «Bueno». «¿Y con quién?», insistí pesada. Pensando un instante, relató de corrido para que lo dejara en paz: «Con Peposa, que se come las basuras y papeles que coge del  suelo, y nuestros hijos van a ser selditos». Seguimos gastándole bromas con su novia Peposa, a la que todavía no hemos conocido. Fue también mi hijo quien me advirtió cuando lo recogí después de un día pasado en una granja escuela: «Te había cogido un ramo de flores, pero se lo he dado de comer a una vaca».
Son incontables las anécdotas de los niños que me rodean, algunas tan entrañables como la sucedida cuando murió mi padre. Había pasado sus últimos meses en casa de mi hermana mayor, acostado en una cama especial antiescaras que estaba en una salita con fácil acceso desde la calle. Después del entierro las hermanas lo recogimos todo y devolvimos la salita a su uso habitual. Cuando llegaron las niñas y preguntaron por el abuelo, les dijimos que se había ido al cielo. Mirando a su alrededor, una de ellas repuso asombrada: «¿Con cama y todo?». La anécdota más reciente es de una de las sobrinas pequeñas que está empezando el colegio y no le gusta demasiado. Hace unos días, cuando la fue a recoger su padre a la salida, le dijo: «Papá, hoy me he portado genial. No he hablado en clase, he obedecido a la señorita y no he enseñado las bragas en el patio».
Estas Navidades volveremos a reunirnos. Surgirán los recuerdos y habrá nuevas anécdotas que contar en el futuro,  pero hoy termino con una adivinanza que nos planteó mi sobrino Alejandro, hoy médico y padre de dos niñas, cuando tenía unos seis años: «Camina con gafas, vuela con gafas y va derecha a la cazuela. ¿Qué es?» ¿No lo habéis adivinado? Repito ahora lo que entonces nos dijo Alejandro, levantando expresivo ambas manos: «¡Qué va a ser, pues la gallina!

Feliz Navidad

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2 comentarios:

  1. Yo le dije lo mismo a mi hijo cuando me preguntó... Nunca les he mentido, soy incapaz. Ellos solos llegaron a la conclusión de que no puede existir aquí Father Christmas, allí los Reyes Magos pero aquí no (¿no dicen en España que dan regalos a los niños de todo el mundo?, pues cada año se olvidan de pasar por Australia), y en Cataluña los regalos los caga un tronco... Aun así, Dave me ha vuelto a preguntar este año si yo creo que existe Santa Claus y Alex propone que le llame directamente por Skype, a ver si contesta. También colecciono anécdotas de mis niños, como tú, y las he ido apuntando a lo largo de los años, por si acaso, aunque no se me olvidan.

    Feliz Navidad para ti y los tuyos y un fuerte abrazo, guapa.

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    1. Alguna mentirijilla yo sí he soltado a lo largo de los años, lo reconozco, aunque también procuro ir con la verdad por delante siempre que no ofenda ni haga daño a nadie. A veces callo por no mentir, recordando una enseñanza de mi madre: «si no tienes nada bueno que decir, mejor no digas nada». Disfruta de tus hijos ahora que todavía puedes, pues el tiempo vuela y cuando te quieras dar cuenta, estarán abandonando el nido...
      Felices fiestas también para ti y los tuyos, amiga. Un beso

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