lunes, 1 de julio de 2013

Fobias

Atardecer en el JKO Reservoir de Central Park
Nunca imaginé que en Nueva York pudiera haber tanta vida animal silvestre, animales pequeños y más grandes que viven en la multitud de parques  salpicados por la ciudad y en los árboles de las calles. Todos los días me despiertan los trinos de diversos pájaros que no soy capaz de distinguir, aunque sé que ente ellos hay un precioso cardenal que se posa en las ramas cercanas a mi ventana porque lo he logrado fotografiar.
No me asustan los animales, ni siquiera las ratas que abundan por las noches debido a los ingentes desperdicios amontonados en las calles a la espera de la recogida de basuras, ni tampoco las cucarachas ni las arañas, cuyas laboriosas telas me suelen admirar. Sí me incomodan, en cambio, los mosquitos trompeteros porque les gusta mi sangre y me dejan molestos ronchones al chuparla, así que lucho contra ellos a manotazos y con los demás medios a mi alcance.

Sin embargo, he de confesar que no soy valiente: tengo una fobia. Sí, siento un miedo irracional ante un animal que al parecer ofrece escaso peligro real. Eso dicen, pero a mí me causa angustia, ansiedad y asco. Y cuanto más grande es el bicho, mayor es mi reacción adversa. Por eso me alegro de que haya muchos pájaros a mi alrededor, porque sé que se los meriendan, con lo cual los considero mis principales aliados. No tengo otros, pues a la mayoría de la gente le gustan esos bichos o al menos les tienen sin cuidado.

En ningún país europeo de los que conozco he visto especies tan grandes como las que hay en América, y se me pone la carne de gallina solo de pensarlo. Para mi desasosiego, en Nueva York abundan de todos los tamaños y colores, e igual que en el resto de los países en los que he vivido, no se contentan con quedarse en la calle: persiguen la luz de nuestras casas. ¿De qué bicho hablo?

De los mariposos, esos seres oscuros que por la noche se acercan a la luz.  Detesto todo tipo de mariposas, grandes o pequeñas, coloridas o parduzcas, pero sobre todo me angustian las nocturnas, esos bichos gordos y peludos que aletean cerca hasta que logran enganchar sus patas en mi pelo para poner sus huevos…¡socorrooooo!

Por mis hijos he sido capaz de enfrentarme a ellos y por mis hijos escribí este relato, que pertenece a una novela todavía sin publicar que guardo en uno de mis cajones. En él una indígena guatemalteca le explica a una niña española la historia de las mariposas oscuras para que les pierda el miedo.

Dice así:  

El dueño del bosque es quien compone los pleitos entre los animales y escucha sus quejas. Un día de reunión llegaron arrastrándose las orugas. Se quejaban de que nadie las respetaba por miserables y de que no se podían defender de los pájaros que llegaban volando y las atrapaban con sus picos para tragárselas de una vez. «No se aflijan», dijo el dueño del bosque, «espérense tantito y verán que su vida cambia». Así cabalito fue. A los pocos días se convirtieron en lindas mariposas que volaban de flor en flor y de árbol en árbol a su antojo. Al principio se mostraron dichosas y no dejaban de moverse de acá para allá, bien orgullosas, pero luego volvieron a sus lamentaciones. Con esas alas de tantos colores los pájaros las veían rapidito y seguían tragándoselas, pues eran más grandes y veloces que ellas. Regresaron a la asamblea llore y llore por su triste suerte y el dueño del bosque se enojó: «Ah, criaturas desagradecidas, no se contentan con nada. ¿No saben que todos deben morir? Pero les cumpliré un último deseo». Las mariposas pidieron tener alas negras para que los pájaros no las vieran. «Concedido», dijo el dueño del bosque, «pero jamás volarán de día.» Y desde entonces salen de noche y viven más, pero no ven el sol, y por eso se acercan a las luces, buscando el brillo y el calor que perdieron y nunca más volverán a disfrutar.

La fobia a las mariposas nocturnas se conoce como motefobia; a las mariposas en general, como papiliofobia o lepidopterofobia. En el entorno en el que me crié no se sabía nada de eso, pero sí se hacía cierta distinción de categorías, llamando mariposos a las polillas y las mariposas grandes, probablemente con cierto matiz peyorativo (¿provocado por un recelo atávico que solo algunas nos atrevemos a reconocer?). Sin embargo, los diccionarios que he consultado no recogen esa acepción. ¿Será por no asustarnos más? No parece, pues sí recogen, en cambio, la palabra mariposón con dos acepciones contrapuestas: hombre afeminado y hombre inconstante en amores o que galantea con varias mujeres. Curioso, ¿verdad?  Cosas del lenguaje y de las fobias, que también tienen más de una acepción, porque llamar mariposón a un homosexual entraría dentro de la homofobia, acepción de las fobias descrita como sentimiento de odio o rechazo hacia algo o alguien que genera al que la sufre problemas emocionales, y a los demás, sociales y políticos, igual que la xenofobia y el resto de las fobias excluyentes hacia las personas.

La lengua destrabada
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2 comentarios:

  1. Yo creo que todo el mundo tiene fobias. A mí, por ejemplo, no me da vergüenza confesar que soy zoofóbica. Me encantan los animales, pero les tengo miedo, no me fío de ellos, porque nunca sé cómo van a reaccionar. Me gusta estudiarlos, mirarlos, pero no me atrevo a tocarlos (a no ser que estén muertos). Dicho así parece sencillo, ¿no? Pues la gente no lo entiende. Se empeñan en decirme que no me gustan los animales. Sí que me gustan, ¡vivo rodeada de ellos!, pero como mejor nos llevamos es guardando las distancias.

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  2. Yo no toco a los animales, Carmen, como tampoco toco a las personas. ¿Por qué iba a hacerlo? No creo que eso sea una fobia, sino una conducta normal. Lo que a mí me causa asombro es ese afán por tocar, por no guardar, como tú dices, las distancias. Los animales, igual que las personas, se merecen nuestro respeto, y solo hemos de tocarlos cuando ha surgido entre nosotros la confianza necesaria para hacerlo. A lo mejor es que yo también soy zoofóbica.

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