A la memoria de Pedro Antonio Jiménez-Landi
La Derbi subía petardeando por el estrecho
camino de tierra en cuesta que llevaba a la casa dibujando suaves curvas. Su
llegada se escuchó claramente desde el comedor, y Pedro alzó inquieto los ojos
del plato para mirar a su padre.
—Vaya horas de visita —le escuchó rezongar entre
cucharada y cucharada de guiso de lentejas.
Bene entró en la habitación con la fuente de
filetes recién fritos y anunció:
—Son los Pedros, señora, el Bareño y el
Landi, que dicen que vienen a buscar al nuestro.
Antes de que doña Cecilia pudiera responder,
un muchacho delgado de abundante melena morena que le rozaba los hombros asomó
la cabeza por la puerta:
—Buen provecho —pronunció con tono
circunspecto.
Le seguía otro más alto y fornido que también
saludó casi entre dientes. El padre los fulminó con la mirada mientras
la madre empezaba a servir los filetes y les ofrecía:
—Pasad y sentaos. ¿Queréis comer?
Los chicos adujeron que los esperaban abajo
en el pueblo y explicaron que tenían algo de prisa porque aún debían recoger la
cal para enjalbegar la cueva de los Bareño, tarea para la que habían venido a
buscar al tercer Pedro.
—Déjalo que se vaya, papá. Mejor para
nosotros, a más comida tocaremos —comentó, blandiendo el tenedor y el cuchillo,
el hermano que estaba sentado al lado del Pedro aludido.
Los demás hermanos que llenaban la mesa le
rieron la gracia, pero Pedro no prestó atención y alargó el plato a su madre
para que le sirviera el filete que le correspondía.
—Un vaso de agua sí que nos vendría bien porque
venimos secos —pidió entonces Pedro el de los Bareño.
Y en el tiempo en que Bene trajo los vasos y
sirvió el agua fresca de la enorme jarra de plástico verde, Pedro se acabó el
filete en tres o cuatro bocados, dobló perfectamente la servilleta y se levantó
de la mesa para coger una pera del frutero.
—Esta me la como por el camino —anunció antes
de lanzar una mirada de petición de permiso a su padre—: ¿Me puedo marchar ya?
Don Federico prosiguió masticando
meticulosamente e hizo un gesto con la mano sin pronunciar palabra. Había dado
su consentimiento, así que los tres chicos se despidieron apresurados y
salieron al sol.
Pedro el de los Landi, dueño de la Derbi, la
puso en marcha y se sentó en el depósito de la gasolina para ceder el asiento a Pedro
el de los Bareño y Pedro el de la Dehesa. Bajaron abrazados la cuesta, sintiendo
la velocidad en la cara y gritándose barbaridades cada vez que la moto hacía un
extraño y estaba a punto de arrojarlos al suelo, pero consiguieron llegar al
pueblo sin percances, recibir el dinero en la casa de los Bareño y recoger la
cal encargada en el almacén.
Después fueron a comer a casa de los Landi,
donde la madre y las hermanas, que ya habían recogido la mesa, volvieron a
tenderla y les sirvieron canelones de foie gras, ensalada y tarta de limón.
—No sé cómo puedes repetir con lo que ya has tragado
en tu casa —se rió Pedro el de los Bareño al contemplar al de la Dehesa
acabarse un segundo plato de canelones.
—Tendré la solitaria, como dice mi madre —respondió
el aludido sin inmutarse mientras masticaba a dos carrillos—. Yo es que paso
muchísima hambre, ya lo sabéis.
Después, mientras en el pueblo amarillo de
sol se dormía la siesta, los tres Pedros bajaron una manguera a la cueva de los
Bareño, horadada en la tierra, para llenar de agua el bidón donde harían la
mezcla de cal con la que la enjalbegarían. La única bombilla que colgaba de un
cordón en el centro del techo los iluminaba mientras cargaban las viejas sartenes
empavonadas para arrojar con fuerza el contenido contra las paredes en diestros
reveses de tenista a dos manos. Pero algunas no llegaban a su pretendido objetivo.
—¿Quieres guerra, cabrón? —farfulló Pedro el
de los Landi, escupiendo la cal que le había entrado en la boca, a la vez que
devolvía el golpe al de la Dehesa.
La sartenada de respuesta dio de lleno en el
blanco y cubrió los rizos rubios del agresor. Todavía seguían enzarzados en la
guerra desatada cuando Pedro el de los Bareño los asperjó a los dos con una escoba
de paja empapada de cal, profiriendo bendiciones de obispo de Roma:
—Haya paz, haya paz…
La bombilla, alcanzada por los múltiples tiros,
comenzó a titilar, y Pedro el de los Bareño alzó la mano para apretarla al
casco. Una sacudida inmediata lo derribó al suelo. Los otros dos Pedros
detuvieron la batalla al verlo yacer inmóvil sobre el palmo largo de blanco
líquido que lo cubría todo.
—¿Tú sabes hacer el boca a boca? —preguntó el
de la Dehesa al Landi, arrodillados ambos junto al tendido que estaba inconsciente.
Antes de que pudiera responderle, Pedro el de
los Bareño abrió los ojos y dijo:
—He caído mortal.
Lo ayudaron a levantarse y abandonaron la
cueva. Ese día acabó para los Pedros en el bar, curando el aturdimiento del
Bareño a base de cañas y patatas bravas. Quedaron a la mañana siguiente para
terminar lo empezado. Pero Pedro el de los Landi no apareció.
—Se ha ido a Madrid —informaron las hermanas
por toda explicación.
Tardó una semana en volver, y lo había hecho tan
melancólico que no le bastó con cerrar el bar la primera noche.
—Hagamos la lobá. Vamos a la curva de los Mellizos a ver amanecer —propuso.
—Yo me voy a la cama —se negó el de la
Dehesa.
—Te quedas —rebatió el de los Bareño—. No vamos
a dejar tirado a este. Veremos amanecer tomándonos una botella de güisqui de
malta que tiene mi padre. Ahora la traigo.
Y mientras los otros dos Pedros lo esperaban,
entablaron conversación con el viejo Trifón que, sentado a la fresca ante la
puerta de su casa, observaba ensimismado el cielo.
—A mí no me engañan estos americanos con eso
de que han pisado la luna. Sí, hombre, ahora está llena pero cuando mengua,
qué, ¿adónde van a parar con su cohete?
—Pues tiene usted razón —asintió Pedro el de
la Dehesa.
Trifón meneó la cabeza y añadió:
—Llegar no han llegado, pero de tanto jinchar la luna están cambiando el
tiempo y la noche parece día por la mucha luz.
Esa hermosa luz de luna iluminó a los tres
Pedros el camino hasta que llegaron a la curva de la carretera a la Torre de
Esteban Hambrán que buscaban. Sentados en unas breñas, comenzaron a beber en
silencio.
—Yo me voy a la cama, ya no aguanto más —insistió,
pasado un rato, Pedro el de la Dehesa.
—Es inglesa —repuso Pedro el de los Landi—.
Se llama Michelle.
—¿Qué dices? —preguntó sorprendido ante tal revelación
Pedro el de la Dehesa, que ya se había levantado para marcharse.
Pedro el de los Bareño le pasó la botella y
le ordenó:
—Siéntate y calla.
Pero el de la Dehesa desobedeció:
—¿Por una tía estás así? ¡Cágate en sus
muertos! Ninguna merece que sufras —y se puso a lanzar improperios a voz en grito,
consiguiendo que Pedro el de los Landi se riera al fin y se le uniera en los
insultos al viento.
Enmudecieron de golpe al verse encañonados por
una pareja de la guardia civil que surgió entre las sombras:
—A ver, la documentación —les exigió sin contemplaciones.
Ninguno llevaba encima el carnet de identidad,
pero explicaron a trompicones, con la lengua pastosa por lo mucho que habían bebido,
quiénes eran.
—Pasaréis la noche en el cuartelillo y mañana
que vayan a buscaros vuestros padres —decidió el más déspota de la pareja.
—Échense un lingotazo —ofreció Pedro el de
los Bareño, envalentonado por la borrachera—. Es güisqui del bueno. Es que
queríamos animar a este, que anda triste.
—Estamos de servicio y no podemos beber —terció
el otro guardia civil, a quien le había hecho gracia el atrevimiento del Bareño—.
Apurad la botella sin armar alboroto y marchaos a dormir la mona a casa.
Los tres Pedros agradecieron su comprensión y
los vieron desaparecer en las sombras como habían llegado. Luego, cuando ya
empezaba a rayar el día, el de los Bareño dijo:
—Desengáñate, Pedro, las inglesas no existen.
Aquí en Méntrida nunca las hemos visto.
—Ya ves —corroboró el de la Dehesa—. Es una
utopía.
Pero el de los Landi no se dejó convencer y,
moviendo la cabeza, gritó con voz de trueno Michelle, Michelle, Michelle, Micheeeeeeeeeeelle,
hasta que se quedó sin aliento.
La lengua destrabada
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Cuento fantástico. Leído por uno de los Pedros que aparece en el cuento. Doy fe de que todo lo que se cuenta es real. Todo sigue igual. Realidades y utopías se cruzan continuamente, siempre conviven, nunca mueren.
ResponderEliminarTodo sigue, igual, efectivamente. Los tres Pedros y Michelle siempre en nuestras vidas y en nuestros corazones. Y también todos los demás que no aparecemos en el cuento pero formamos parte de su trama.
ResponderEliminarMuy bonito Carmen!! ahora tengo ganas de una segunda, tercera, e infinitas partes!! Así puedo ir conociendo mejor la hitoria de estos personajes, porque tienen tela...;)
ResponderEliminarMaría (hija de uno de los Pedros)
Me alegro de que te haya gustado, María. Os lo debía. Hace mucho que intentaba escribirlo y ayer lo logré entre lágrimas. Besos para todas.
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Carmen! Me ha encantado y me ha emocionado...
ResponderEliminarBesos y abrazos(también entre lágrimas)desde Berlín,
Cristina
Besos y abrazos desde Nueva York también para ti, Cristina. Qué alegría que te haya gustado.
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