jueves, 23 de febrero de 2017

Quema de libros

hoguera de librosLa ciencia ficción está en boga. En este extenso y abigarrado género literario, el nudo narrativo se caracteriza por ser una especulación concebida para presentar una nueva idea, descubrimiento científico o fenómeno a los que los personajes quedan supeditados, girando a su alrededor para desarrollarlos o explicar los conflictos producidos por su causa en la sociedad o en las personas. Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary W. Shelley ―hija de la feminista Mary Wollstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de la mujer― se suele reconocer como la primera novela perteneciente al género. La mujer que en su tiempo fue considerada musa del poeta romántico  Percy B. Shelley la escribió con veinte años, mientras se recuperaba de la muerte de su hija primogénita, criaba a su segundo hijo y daba a luz a un tercero. Fue el poeta Shelley quien se encargó de publicarla, pero ocultando a su compañera autora bajo las iniciales M. W., como era habitual en la época.  Pronto Frankenstein se convirtió en el mito que todos conocemos, aunque pocos hayan leído la novela y recuerden quién la escribió. La mentira que cuenta una verdad capaz de trascender el tiempo, transmitiendo un contenido eternamente humano, es lo que ha prevalecido de ella.

Leer Frankenstein a comienzos de este tercer milenio en que vivimos sigue resultando inquietante e inspirador por su sorprendente novedad y por su capacidad para trasmitir las angustias de la época en que se compuso, pero también para avivar preocupaciones actuales. En su introducción a la novela en la edición de 1861, Mary W. Shelley afirmó que se había propuesto crear una historia que al hablar de los misteriosos temores de nuestra naturaleza, despertase el más intenso de los terrores, «una historia que hiciese temer al lector mirar a su alrededor, que helase la sangre y acelerase los latidos del corazón». Sin embargo, no es una historia de terror al uso, sino una reflexión sobre la verdad y la realidad, sobre sus relaciones y su gradación, expresada en varias voces, las más destacadas, la del científico creador, pronto arrepentido de su obra que imaginaba sublime: «¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado?»; y la de la criatura creada, abandonada a su suerte en un mundo hostil a la fealdad monstruosa: «Todos los hombres odian a los desgraciados […]. Sin embargo, vos, creador mío, me detestáis y despreciáis a mí, vuestra criatura, a quien estáis unido por lazos que solo la aniquilación de uno de nosotros romperá [...]. Debía ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien negáis toda dicha».

El notable éxito de la ciencia ficción desde mediados del siglo xx se debe en cierta medida a la percepción popular de que buena parte de los avances logrados por la ciencia moderna ―genética, viajes espaciales, instrumentos y aparatos electrónicos…― ya habían sido previstos por inteligentes escritores en sus obras de fantasía. Cuando la televisión comenzaba a despegar allá por la década de 1950, el estadounidense Ray Bradbury, amante de las bibliotecas y acostumbrado a respirar el mejor polen del mundo según su parecer, el que desprenden los libros para desencadenar alergias literarias, concibió su novela Farenheit 451 (1953), que describe una sociedad futurista en la que la palabra intelectual se ha convertido en un insulto, enormes pantallas de televisión ocupan las paredes de las casas ignífugas, los peatones en las calles son una rareza considerada peligrosa y los bomberos se dedican a causar incendios para quemar libros: «Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma, domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho?».  Medido en grados Farenheit, los libros arden a los 451…

¿Cómo una sociedad puede llegar a esa situación de bomberos pirómanos en la que el Frankenstein de Mary W. Shelley habría ardido en la hoguera sin remisión? El jefe de bomberos Beatty se lo explica a uno de los protagonistas, el bombero Guy Montag, quien empieza a dudar de su cometido tras ver cómo arde con sus libros la anciana denunciada por sus vecinos, como en la antigüedad sucedía con las brujas: «En cierta época, los libros atraían a alguna gente, aquí, allí, por doquier. Podían permitirse ser diferentes. El mundo era ancho Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos. Y bocas. Población doble, triple, cuádruple. Películas […], revistas, libros, fueron adquiriendo un bajo nivel, una especie de vulgar uniformidad». Y esa aceleración siguió su carrera ascendente a medida que avanzaba el siglo xx:

¿Clic? ¿Película? Mira, Ojo, Ahora, Adelante, Aquí, Allí, Aprisa, Ritmo, Arriba, Abajo, Dentro, Fuera, Por qué, Cómo, Quién, Qué, Dónde, ¿Eh? , ¡Oh ¡Bang!, ¡Zas!, Golpe, Bing, Bong, ¡Bum! Selecciones de selecciones. ¿Política? ¡Una columna, dos frases, un titular! Luego, en pleno aire, todo desaparece. La mente del hombre gira tan aprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrífuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de valioso tiempo.

Citando a Ortega y Gasset por su Rebelión de las masas, Bradbury prosigue su explicación por boca del jefe de bomberos:

Cuanto mayor es la población, más minorías hay. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de segunda generación, suecos, italianos, alemanes, tejanos, irlandeses, gente de Oregón o de México. En este libro, en esta obra, en esta serie de televisión, la gente no quiere representar a ningún pintor, cartógrafo o mecánico que exista en la realidad […].Todas las minorías menores con sus ombligos que hay que mantener limpios. Los autores, llenos de malignos pensamientos, aporrean máquinas de escribir […]. Los libros, según dijeron los críticos esnobs, eran como agua sucia. No es extraño que los libros dejaran de venderse, decían los críticos. Pero el público, que sabía lo que quería, permitió la supervivencia de los libros de historietas. Y de las revistas eróticas tridimensionales, claro está […]. No era una imposición del Gobierno. No hubo ninguna sentencia, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías resolvieron el asunto.

Resulta notable que en la década de 1950 Bradbury ya se hubiera dado cuenta de que iban a llegar nuevas formas de trasmitir información más atractivas pero menos efectivas que tentarían hasta a los más fieles adeptos de la palabra impresa. Sin embargo, no hace falta fuego para quemar los libros cuando el mundo se llena de gente que no lee, que no desea aprender, que no sabe más que vulgaridades. Y sobre todo, los libros son inútiles cuando en su interior no existe lo que en otro tiempo atesoraban. Como expresa en la novela el viejo Faber, «los libros solo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos. La magia solo está en lo que dicen, en cómo unían los diversos aspectos del Universo para formar un conjunto para nosotros». Cualquier medio de comunicación ―radio, televisión, teatro, cine…― podría tener su mismo cometido si así se deseara.

Al final de su vida, Bradbury seguía admirándose de que, a pesar del éxito obtenido por la novela, tuviera que seguir repitiendo que no trataba del advenimiento de un Gran Hermano vigilante y censor, sino de esos pequeños desánimos e impedimentos ―apatía, miedo al qué dirán, tecnología que lo facilita todo…―  que nos apartan de nuestras aspiraciones intelectuales. El estado actual del mundo, cada vez más deshumanizado y simplificado en su pensamiento pobre, ha vuelto a poner en la lista de libros más vendidos Farenheit 451. Por suerte, igual que en la novela quedan supervivientes que guardan en su mente fragmentos o libros memorables completos para transmitirlos a la posteridad, cada uno de nosotros tiene más que nunca la posibilidad de elegir entre pensar e ilustrarse o acomodarse, dejarse llevar y permitir que se apague el fuego de su intelecto.

Ardamos con los buenos libros. Aún es tiempo.   

Bibliografía: 
Shelley, Mary W. (1996), Frankenstein o el moderno Prometeo. Edición de Isabel Burdiel, traducción de María Engracia Pujals, Madrid, Cátedra.
Bradbury, Ray (2002), Farenheit 451, traducción al español de Francisco Abelenda, Madrid, Minotauro. (Existe edición digital). La traducción no es muy acertada. Es preferible leer la novela en inglés.


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