Leer Frankenstein a
comienzos de este tercer milenio en que vivimos sigue resultando inquietante e
inspirador por su sorprendente novedad y por su capacidad para trasmitir las
angustias de la época en que se compuso, pero también para avivar preocupaciones
actuales. En su introducción a la novela en la edición de 1861, Mary W. Shelley
afirmó que se había propuesto crear una historia que al hablar de los
misteriosos temores de nuestra naturaleza, despertase el más intenso de los
terrores, «una historia que hiciese temer al lector mirar a su alrededor, que
helase la sangre y acelerase los latidos del corazón». Sin embargo, no es una
historia de terror al uso, sino una reflexión sobre la verdad y la realidad, sobre
sus relaciones y su gradación, expresada en varias voces, las más destacadas,
la del científico creador, pronto arrepentido de su obra que imaginaba sublime:
«¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que
con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado?»; y la de la criatura
creada, abandonada a su suerte en un mundo hostil a la fealdad monstruosa:
«Todos los hombres odian a los desgraciados […]. Sin embargo, vos, creador mío,
me detestáis y despreciáis a mí, vuestra criatura, a quien estáis unido por
lazos que solo la aniquilación de uno de nosotros romperá [...]. Debía ser
vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien negáis toda dicha».
El notable éxito de la ciencia ficción desde mediados del siglo xx se debe en cierta medida a la percepción popular de que buena parte de los avances logrados por la ciencia moderna ―genética, viajes espaciales, instrumentos y aparatos electrónicos…― ya habían sido previstos por inteligentes escritores en sus obras de fantasía. Cuando la televisión comenzaba a despegar allá por la década de 1950, el estadounidense Ray Bradbury, amante de las bibliotecas y acostumbrado a respirar el mejor polen del mundo según su parecer, el que desprenden los libros para desencadenar alergias literarias, concibió su novela Farenheit 451 (1953), que describe una sociedad futurista en la que la palabra intelectual se ha convertido en un insulto, enormes pantallas de televisión ocupan las paredes de las casas ignífugas, los peatones en las calles son una rareza considerada peligrosa y los bomberos se dedican a causar incendios para quemar libros: «Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma, domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho?». Medido en grados Farenheit, los libros arden a los 451…
El notable éxito de la ciencia ficción desde mediados del siglo xx se debe en cierta medida a la percepción popular de que buena parte de los avances logrados por la ciencia moderna ―genética, viajes espaciales, instrumentos y aparatos electrónicos…― ya habían sido previstos por inteligentes escritores en sus obras de fantasía. Cuando la televisión comenzaba a despegar allá por la década de 1950, el estadounidense Ray Bradbury, amante de las bibliotecas y acostumbrado a respirar el mejor polen del mundo según su parecer, el que desprenden los libros para desencadenar alergias literarias, concibió su novela Farenheit 451 (1953), que describe una sociedad futurista en la que la palabra intelectual se ha convertido en un insulto, enormes pantallas de televisión ocupan las paredes de las casas ignífugas, los peatones en las calles son una rareza considerada peligrosa y los bomberos se dedican a causar incendios para quemar libros: «Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma, domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho?». Medido en grados Farenheit, los libros arden a los 451…
¿Cómo una sociedad puede llegar a esa situación de bomberos pirómanos
en la que el Frankenstein de Mary W.
Shelley habría ardido en la hoguera sin remisión? El jefe de bomberos Beatty se
lo explica a uno de los protagonistas, el bombero Guy Montag, quien empieza a dudar
de su cometido tras ver cómo arde con sus libros la anciana denunciada por sus
vecinos, como en la antigüedad sucedía con las brujas: «En cierta época, los
libros atraían a alguna gente, aquí, allí, por doquier. Podían permitirse ser
diferentes. El mundo era ancho Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos.
Y bocas. Población doble, triple, cuádruple. Películas […], revistas, libros,
fueron adquiriendo un bajo nivel, una especie de vulgar uniformidad». Y esa aceleración
siguió su carrera ascendente a medida que avanzaba el siglo xx:
¿Clic? ¿Película? Mira, Ojo,
Ahora, Adelante, Aquí, Allí, Aprisa, Ritmo, Arriba, Abajo, Dentro, Fuera, Por
qué, Cómo, Quién, Qué, Dónde, ¿Eh? , ¡Oh ¡Bang!, ¡Zas!, Golpe, Bing, Bong,
¡Bum! Selecciones de selecciones. ¿Política? ¡Una columna, dos frases, un
titular! Luego, en pleno aire, todo desaparece. La mente del hombre gira tan
aprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza
centrífuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de
valioso tiempo.
Citando a Ortega y Gasset por su Rebelión
de las masas, Bradbury prosigue su explicación por boca del jefe de
bomberos:
Cuanto mayor es la población,
más minorías hay. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los
gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas,
unitarios, chinos de segunda generación, suecos, italianos, alemanes, tejanos,
irlandeses, gente de Oregón o de México. En este libro, en esta obra, en esta serie
de televisión, la gente no quiere representar a ningún pintor, cartógrafo o
mecánico que exista en la realidad […].Todas las minorías menores con sus
ombligos que hay que mantener limpios. Los autores, llenos de malignos
pensamientos, aporrean máquinas de escribir […]. Los libros, según dijeron los
críticos esnobs, eran como agua sucia. No es extraño que los libros dejaran de
venderse, decían los críticos. Pero el público, que sabía lo que quería,
permitió la supervivencia de los libros de historietas. Y de las revistas
eróticas tridimensionales, claro está […]. No era una imposición del Gobierno.
No hubo ninguna sentencia, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la
explotación de las masas y la presión de las minorías resolvieron el asunto.
Resulta notable que en la década de 1950 Bradbury ya se hubiera dado
cuenta de que iban a llegar nuevas formas de trasmitir información más
atractivas pero menos efectivas que tentarían hasta a los más fieles adeptos de
la palabra impresa. Sin embargo, no hace falta fuego para quemar los libros
cuando el mundo se llena de gente que no lee, que no desea aprender, que no
sabe más que vulgaridades. Y sobre todo, los libros son inútiles cuando en su
interior no existe lo que en otro tiempo atesoraban. Como expresa en la novela
el viejo Faber, «los libros solo eran un tipo de receptáculo donde
almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en
ellos. La magia solo está en lo que dicen, en cómo unían los diversos aspectos
del Universo para formar un conjunto para nosotros». Cualquier medio de
comunicación ―radio, televisión, teatro, cine…― podría tener su mismo cometido
si así se deseara.
Al final de su vida, Bradbury seguía admirándose de que, a pesar del
éxito obtenido por la novela, tuviera que seguir repitiendo que no trataba del
advenimiento de un Gran Hermano vigilante y censor, sino de esos pequeños
desánimos e impedimentos ―apatía, miedo al qué dirán, tecnología que lo
facilita todo…― que nos apartan de
nuestras aspiraciones intelectuales. El estado actual del mundo, cada vez más
deshumanizado y simplificado en su pensamiento pobre, ha vuelto a poner en la
lista de libros más vendidos Farenheit
451. Por suerte, igual que en la novela quedan supervivientes que guardan
en su mente fragmentos o libros memorables completos para transmitirlos a la
posteridad, cada uno de nosotros tiene más que nunca la posibilidad de elegir
entre pensar e ilustrarse o acomodarse, dejarse llevar y permitir que se apague
el fuego de su intelecto.
Ardamos con los buenos libros. Aún es tiempo.
Bibliografía:
Shelley, Mary W. (1996), Frankenstein
o el moderno Prometeo. Edición de Isabel Burdiel, traducción de María Engracia Pujals, Madrid, Cátedra.
Bradbury, Ray (2002), Farenheit 451, traducción al español de Francisco Abelenda, Madrid,
Minotauro. (Existe edición digital). La traducción no es muy acertada. Es
preferible leer la novela en inglés.
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