¡Yo no soy nadie!
¿Quién eres tú?
¿Tampoco —Nadie—?
¡Ya somos dos,
entonces!
¡No lo digas, lo
pregonarían —ya sabes!
¡Qué fastidio —ser— Alguien!
¡Qué público —como una
rana—!
Decir tu nombre —todo
el santo junio—
A una admiradora
charca.
Emily Dickinson (la traducción es mía)
Pensando cómo iniciar este
artículo sobre mujeres en este nuevo día luminoso a nosotras dedicado, me ha
venido a la memoria un libro de Natalie Zemon Davis que traduje hace años del inglés
para la colección Feminismos de la editorial Cátedra. Se titulaba Mujeres de los márgenes. Tres vidas del siglo XVII y recogía la historia de tres
mujeres pertenecientes a confesiones y mundos muy diferentes. La judía Glikl
Bas Judah Leib, la católica Marie de l´Incarnation y la protestante Maria
Sibylla Merian se casaron, las dos primeras enviudaron y la tercera se divorció;
todas tuvieron hijos y se las arreglaron para sacarlos adelante: fueron capaces
de transformar su existencia y ser autónomas en circunstancias desfavorables.
Pertenecían las tres a un entorno urbano, sabían leer y escribir, compartían
una gran fortaleza de ánimo que les permitió embarcarse en aventuras más
propias de hombres y antes de morir dejaron escritos sus pensamientos y vivencias
para salvarlos del olvido: la buena madre judía, componiendo sus memorias para
que sus hijos y los hijos de sus hijos recordaran cómo había sido su existencia;
la madre católica, que abandonó a su hijo pequeño para seguir su vocación
religiosa hasta Canadá, relatando los avatares de su fe y mostrando los
obstáculos que tuvo que superar al frente de su comunidad de ursulinas, erigida
en un inhóspito lugar de Quebec; y la naturalista protestante, dibujando y
explicando por escrito sus descubrimientos sobre plantas, mariposas y otros
insectos para contribuir al desarrollo de la ciencia y convertirse en modelo de
vida para sus hijas. Las tres habitaban en los márgenes de sus sociedades, pero
Zemon Davis no quiso retratarlas como seres resignados a su suerte, sino
demostrar que fueron capaces de sacar el máximo provecho a su posición y
cumplir objetivos alejados por entonces (e incluso ahora) del universo
considerado femenino.
¿Cuántas manos se necesitan para
contar con sus dedos las mujeres que aparecen en los anales de la humanidad? Y
sin embargo, ahí estábamos. Siempre. Si hemos llegado al siglo XXI, es porque
las mujeres hemos amado (o no), hemos parido, hemos cuidado de nuestros seres queridos y hemos luchado por
sacarlos adelante. Casi siempre en silencio. Invisibles en las grandes gestas.
Contadas con las vacas y los caballos en las crónicas de Indias. Sin nombre
entre las bajas en los asedios, los ahogados en los ríos, los muertos en las
pestes. Vilipendiadas como tentadoras, pecadoras, putas y hechiceras por los
hombres de dios y del demonio. Pero ahí seguíamos. Transitando por los bordes
de la sociedad, habitando en nuestros hogares o arrojándonos a los caminos.
Incluso saboreando a veces el poder a la sombra o por medio de hombres
encumbrados. «Las mujeres, ricas o pobres, somos seres dependientes», explica en
mi novela La historia escrita en el cielo, ambientada a comienzos del siglo XVII en el vasto Imperio español, la
abadesa del convento donde se ha refugiado Marie de Gourney, una de las
protagonistas. «Ni siquiera se nos permite desplazarnos solas y debemos
realizar hasta los trayectos más cortos acompañadas de padres, hermanos o
criados que nos proporcionen medio de transporte y protección. Vos tenéis más
suerte que otras, puesto que vuestra dote os hace preciosa tanto para el
matrimonio como para el convento».
El matrimonio o el convento, los dos únicos destinos
honrosos para la mujer occidental durante muchos siglos. Prohibido quedarse
soltera, vivir en casa ajena y comer del pan prestado. Mujeres feas, frías,
amargadas, arrugadas como pasas, el útero lleno de telarañas: arquetipo de
arquetipos, enfermas, maniáticas, locas. No, las solteronas no son mujeres
completas: son arpías, mitad mujer mitad ave, chismosas, intrigantes, merecedoras
de escarnio y mofa. Por eso muchas, como
Marie de Gourney, reniegan de su género:
«pensó que debería haber nacido hombre, que deberían haberle dado un nombre de
hombre y una posición de hombre […]. Se imaginó como su padre, dibujando mapas
y viajando a tierras ignotas, o como un pintor de talento, visitando cortes de
reyes para realzar sus salones con las obras maestras que saldrían de su
pincel, o incluso como un Homero o un Esopo, escribiendo relatos
sublimes que la humanidad leería siglo tras siglo». Y algunas incluso se
atreven a dar el paso y cambiar de género: «Como vos, he vivido en un convento
desde la tierna infancia, pero escapé de sus muros. He decidido mudar mi suerte
y probar fortuna como hombre; por eso os regalo mi vestido, puesto que nunca
más lo usaré […], dejaré de ser Catalina de Erauso para tomar un nombre de
varón y lograr las hazañas que solo a ellos se les reconocen» (La historia escrita en el cielo).
Emily Dickinson vivió dos siglos más tarde en Amherst
(Massachusetts), contemplando el mundo desde la ventana de su habitación en la
casa paterna que nunca abandonó. Era una mujer culta, sensible, pero la
tildaron de solterona solitaria porque eligió escribir ese mundo interior suyo, mucho más amplio que el exterior en el que apenas llegó a aventurarse más que
durante los años de infancia y adolescencia en los que acudió a la escuela. Su
vida transcurrió casi en el anonimato, entregada al cuidado de su madre siempre
enferma, a las conversaciones con su hermana Lavinia y a la extensa
correspondencia que mantuvo con amigos, conocidos y parientes. «Mi primer amigo
me escribió la semana anterior a su muerte: "Si vivo, iré a Amherts a
verte; si muero, lo haré ciertamente"». Dicen que este fue su primer amor
secreto e imposible, muerto de tuberculosis, antes de que llegara su cuñada
Susan, a quien dedica muchos de sus poemas y cartas, aunque vivían en casas
vecinas. «Lamento comunicarte que a las tres en punto de ayer mi mente se
detuvo y que desde entonces ha permanecido quieta. Antes de que esta nueva te
llegue, probablemente seré un caracol», le escribe un día con humor. Un caracol
más en el universo de las flores, las abejas, los pájaros, las ranas, los
ratones, los seres diminutos e inadvertidos de la naturaleza que pueblan sus
poemas, junto con su fascinación por la locura y el tiempo, por el amor y la
eternidad, por la enfermedad y la muerte. En un momento de su vida decide vestirse
de blanco y nunca más cambia de color. Su aislamiento aumenta con el paso del
tiempo y en sus últimos años no sale siquiera de su habitación: «Tuve también
que cerrar la puerta de la calle para que no se abriera sola en la madrugada y
tuve que dejar prendida la luz de gas para ver el peligro y poderlo distinguir.
Tenía el cerebro confundido —aún no he podido ordenarlo— y la vieja espina aún
me lastima el corazón». La entierran a
su gusto, con su «blanca elección», y es
entonces cuando su hermana Lavinia, ordenando armarios, descubre la
transcendencia de su obra poética, los muchos cuadernillos que Emily había ido
cosiendo en secreto, donde se recogían pasados a limpio con caligrafía clara
sus poemas, unidas las palabras con guiones a modo de puntadas para guardar
distancias sin perder el hilo.
Sin embargo, los poemas intuitivos y rompedores de la
solterona vestida de blanco no encajaban en la sociedad victoriana y sufren una
profunda corrección antes de publicarse. ¿Lo habría permitido Emily, en cuya
vida solo salieron a la prensa cinco poemas y que escribió: «Me encierran en la
Prosa —Igual que de Pequeña / Me metían en
el Armario— Pues me querían "Quieta"». Además, su hermana Lavinia quema la correspondencia
de Emily con Susan, al parecer, cumpliendo el deseo de la poeta, pero aun así se murmura que la solterona
estaba enamorada de su cuñada. ¿Puede
haber amor entre mujeres que no sea condenado? ¿No es más fácil amar
tiernamente a otra mujer que al padre
patriarcal al que con quince años aún no te atreves a confesar que no
sabes leer la hora del reloj porque no comprendiste de niña sus explicaciones? «¡Papa
que estás arriba!/ ¡Cuida del Ratón vencido por el Gato!/ ¡Reserva dentro de tu
reino una "Mansión" para la Rata!», escribe como plegaria Emily.
Por su parte, a Irène Némirovsky le toca en suerte vivir durante
la convulsa primera mitad del siglo XX y, aunque sus acaudalados padres judíos
se las arreglan para mantener su nivel de vida y trasladarse varias veces de
país cuando el peligro acecha, acaba muriendo joven en el campo de
concentración de Auschwitz, el 17 de agosto de 1942. Había nacido en Kiev
(Ucrania), pero triunfa como novelista en Francia escribiendo en francés,
lengua que había aprendido de pequeña con el aya que la cuidaba ante el desapego
de sus padres.
Vestida y peinada de eterna adolescente porque su bella madre
se niega a verla crecer para no sentirse vieja, Irène se refugia desde niña en
la lectura, empieza a escribir y desarrolla un odio feroz contra su madre. Esta
furia, las relaciones contra natura entre madre e hija, ocupa un lugar
primordial en su obra: «Jamás decía "mamá" articulando con claridad
las dos sílabas, que apenas lograban traspasar sus labios fruncidos; pronunciaba
"ma", una especie de gruñido apresurado que arrancaba de su corazón
con esfuerzo y con un sordo y melancólico dolorcillo» (El vino de la soledad).
En París Irène triunfa pronto en la literatura y consigue
que le publiquen sus novelas. No vive en los márgenes, sino en la buena
sociedad, disfrutando de todo cuanto está a su alcance: «He pasado una semana
completamente loca, baile tras baile; todavía estoy un poco embriagada y me
cuesta regresar a la senda del deber», escribe a una amiga por entonces. Se
casa pronto con un ingeniero judío de ascendencia rusa que la corteja y tiene
dos hijas: su vida parece de película, hasta que llega el antisemitismo
violento. Los judíos pasan a ser considerados invasores belicosos, mercachifles
y a un tiempo burgueses y revolucionarios. No, Irène no está dispuesta a que la
cataloguen entre ellos, entre esos personajes de cabello crespo, nariz
ganchuda, mano fofa, dedos afilados y ojos juntos que aparecen en sus novelas. «¡Ah, cómo odio vuestros melindres de europeos!
Lo que denomináis éxito, victoria, amor, odio, ¡yo lo llamo dinero! […] ¡Nos
miras por encima del hombro, nos desprecias, no quieres tener nada que ver con
la chusma judía! Pero espera un poco. ¡Espera, y volverán a confundirte con
ella, te mezclarás con ella!», pone Irène premonitoriamente en boca de uno de
sus personajes en Los perros y los lobos.
No, eso no le sucederá a ella: Irène se rebela contra su destino y consigue
que la bauticen en una iglesia católica junto con su marido y sus dos hijas. Pero
no basta. El odio crece y los va marginando, se desvanecen los amigos, comienza
la huida, e Irène acaba detenida y enviada al campo de concentración donde la
asesinan. Pero mucho antes la escritora ya ha intuido el final que le espera y
se esfuerza en poner a salvo a sus hijas. Ya nadie quiere publicar sus novelas
en las que se empeña en estigmatizar el miedo, la cobardía, la aceptación de la
humillación, en las que reniega de quienes vuelven la cara hacia otro lado ante
las persecuciones y las matanzas. Nadie es inocente.
«Para levantar un
peso tan enorme, Sísifo, se necesitaría tu coraje. No me faltan ánimos para la
tarea, mas el objetivo es largo, y el tiempo, corto», apunta al inicio de las notas que
redacta para su nueva novela. Pero no
trata de huir a su destino y desde el estrecho margen que le dejan, escribe a
su antiguo director literario en una carta su certeza de que no va a sobrevivir a la
guerra que los nazis han declarado a los judíos: «Querido amigo, piense en mí.
He escrito mucho. Supongo que serán obras póstumas, pero ayuda a pasar el
tiempo».
«Contar mi vida… No sé por dónde empezar. Una vida la
recuerdas a saltos, a golpes. De repente te viene a la memoria un pasaje y se
te ilumina la escena del recuerdo». Así comienza Historia de una maestra, la novela que escribió Josefina Aldecoa en
homenaje a su madre y a los maestros de la II República en unos momentos de la
historia de España en que su sacrificio se justifica por la necesidad de salvar
al país educándolo. Salvarlo de años de caciquismo y miseria, de pobreza física
pero sobre todo intelectual. Cuando la protagonista se ve en las listas de
aprobados de la Escuela de Magisterio de Oviedo, lee: «Gabriela López Pardo,
Maestra… El fin de una etapa y el comienzo de un sueño».
No sabe entonces cuánto le costará ese sueño ni lo estrechos
que se volverán sus márgenes. Son los años previos a la II República. Es joven
y no piensa en novios. Es culta y adora a su padre, pero no a su madre, a la
que describe como «una mujer desdibujada»: «"Dios no existe", me
decía [mi padre] y le brillaban los ojos con el fervor del descubrimiento. Dios
no existe como lo ven los que creen en él. Si hay una forma de divinidad, está
en todo lo que nos rodea: el mar, el monte y el hombre son Dios"». Gabriela todavía no sabe que se casará con un
compañero maestro, todavía no sabe que será fusilado, que su hija Juana crecerá
sin padre en la España oscura de la represión.
Las maestras son mujeres independientes, cultas en un país rural
repleto de analfabetos y dispuestas a viajar donde las destinen porque hasta
que no aprueban oposiciones no tienen plaza en propiedad. Llenas de ilusiones y
demasiado jóvenes para tener experiencia, comienzan su deambular por lugares aislados
sin caer en la cuenta del rechazo que van a generar en los poderes tradicionales,
patriarcales, entre los curas y los caciques de los pueblos, pero también entre
las mismas mujeres, que las ven como intrusas. Gabriela revela enseguida:
«Nadie se me acercaba. Nadie se interesaba por lo que hacía. Solo los niños
acudían a su cita diaria. Yo trataba de atenderlos a todos. Hacía y deshacía
grupos. Por edades, por tamaños, por inteligencias. Explicaba y repetía una y
otra vez: "¿Entendéis?"».
Gabriela es fuerte, está llena de objetivos, que escribe en
su Diario de clases, y siente pasión por la enseñanza. Pero su lucha contra la
ignorancia es brutal, las condiciones en las que vive son pésimas y su salud se
resiente. Sin embargo, no se rinde y trabajará como maestra en diversos
pueblecitos del norte de España y hasta en Guinea, empeñada siempre en combatir
el aislamiento, aunque no tenga más remedio que reconocer: «En permanente duermevela, solo una obsesión
aparecía y desaparecía en las ondulaciones de mi cerebro. "Mi sueño no
progresa. Mi sueño es un sueño maldito. Siempre estoy empezando el sueño"».
Cuando la maestra se casa, parece que se ha rendido al
convencionalismo: «Era el momento,
padre», explica, «no podía esperar más». Tiene veinticinco años y todas las
chicas de su edad, las amigas de la infancia, las compañeras de estudios se
habían casado ya o habían aceptado quedarse solteras: «Nunca había pensando en
casarme por casarme. Pero al conocer a Ezequiel me encontré considerando que,
después de todo, eso era lo normal, casarse y tener algún hijo». No dura mucho
esta ilusión. Son tiempos convulsos, tiempos de subversión que lo trastocan
todo: «Revolución era una palabra que yo veneraba», declara Gabriela. «Revolución
significaba cambio profundo, agitación definitiva, volverlo todo del revés. Pero
revolución también significaba sangre, y era una palabra que pertenecía a la
historia de otros países, la Revolución francesa, la Revolución rusa. ¿Era esa
palabra aplicable a nuestro país en ese momento?».
Las maestras republicanas sufrieron terribles represalias cuando se perdió la guerra porque representaban el modelo opuesto al de la mujer del nacional-catolicismo.
Deseo terminar este artículo sin lágrimas, con un grito de
esperanza y un ramo de mimosas para ti que estás leyendo. Y escojo, entre
todas, dos acepciones de «margen» que aparecen en el Diccionario de la Real Academia: «espacio en blanco a cada uno de
los cuatro costados de una página manuscrita, impresa, grabada, etc., y más particularmente
el de la derecha que el de la izquierda» y «ocasión, oportunidad, holgura,
espacio para un acto o suceso», invitándote a aprovechar esa ocasión, puesto
que existe. Abre los brazos, estírate para ampliar lo más que puedas ese
espacio en el que tal vez sigamos confinadas las mujeres. Hazlo visible adornándolo con los más bellos dibujos, actos y
palabras como si de un libro miniado se tratara, y ándate por esos márgenes tuyos
contoneándote, orgullosa de lo que eres
y de lo que puedes conseguir: en las márgenes femeninas de los ríos, y no en su
corriente, crecen las flores más hermosas y cantan las ranas. Emily Dickinson
lo sabía bien.
La lengua destrabada
La lengua destrabada
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