sábado, 8 de marzo de 2014

Andándonos por las márgenes (y las ramas)

Andándonos por las márgenes (y las ramas)
¡Yo no soy nadie! ¿Quién eres tú?
¿Tampoco —Nadie—?
¡Ya somos dos, entonces!
¡No lo digas, lo pregonarían —ya sabes!
¡Qué fastidio  —ser— Alguien!
¡Qué público —como una rana—!
Decir tu nombre —todo el santo junio—
A una admiradora charca.
Emily Dickinson (la traducción es mía)

Pensando cómo iniciar este artículo sobre mujeres en este nuevo día luminoso a nosotras dedicado, me ha venido a la memoria un libro de Natalie Zemon Davis que traduje hace años del inglés para la colección Feminismos de la editorial Cátedra. Se titulaba  Mujeres de los márgenes. Tres vidas del siglo XVII y recogía la historia de tres mujeres pertenecientes a confesiones y mundos muy diferentes. La judía Glikl Bas Judah Leib, la católica Marie de l´Incarnation y la protestante Maria Sibylla Merian se casaron, las dos primeras enviudaron y la tercera se divorció; todas tuvieron hijos y se las arreglaron para sacarlos adelante: fueron capaces de transformar su existencia y ser autónomas en circunstancias desfavorables. Pertenecían las tres a un entorno urbano, sabían leer y escribir, compartían una gran fortaleza de ánimo que les permitió embarcarse en aventuras más propias de hombres y antes de morir dejaron escritos sus pensamientos y vivencias para salvarlos del olvido: la buena madre judía, componiendo sus memorias para que sus hijos y los hijos de sus hijos recordaran cómo había sido su existencia; la madre católica, que abandonó a su hijo pequeño para seguir su vocación religiosa hasta Canadá, relatando los avatares de su fe y mostrando los obstáculos que tuvo que superar al frente de su comunidad de ursulinas, erigida en un inhóspito lugar de Quebec; y la naturalista protestante, dibujando y explicando por escrito sus descubrimientos sobre plantas, mariposas y otros insectos para contribuir al desarrollo de la ciencia y convertirse en modelo de vida para sus hijas. Las tres habitaban en los márgenes de sus sociedades, pero Zemon Davis no quiso retratarlas como seres resignados a su suerte, sino demostrar que fueron capaces de sacar el máximo provecho a su posición y cumplir objetivos alejados por entonces (e incluso ahora) del universo considerado femenino.

¿Cuántas manos se necesitan para contar con sus dedos las mujeres que aparecen en los anales de la humanidad? Y sin embargo, ahí estábamos. Siempre. Si hemos llegado al siglo XXI, es porque las mujeres hemos amado (o no), hemos parido, hemos cuidado de  nuestros seres queridos y hemos luchado por sacarlos adelante. Casi siempre en silencio. Invisibles en las grandes gestas. Contadas con las vacas y los caballos en las crónicas de Indias. Sin nombre entre las bajas en los asedios, los ahogados en los ríos, los muertos en las pestes. Vilipendiadas como tentadoras, pecadoras, putas y hechiceras por los hombres de dios y del demonio. Pero ahí seguíamos. Transitando por los bordes de la sociedad, habitando en nuestros hogares o arrojándonos a los caminos. Incluso saboreando a veces el poder a la sombra o por medio de hombres encumbrados. «Las mujeres, ricas o pobres, somos seres dependientes», explica en mi novela La historia escrita en el cielo, ambientada a comienzos del siglo XVII en el vasto Imperio español, la abadesa del convento donde se ha refugiado Marie de Gourney, una de las protagonistas. «Ni siquiera se nos permite desplazarnos solas y debemos realizar hasta los trayectos más cortos acompañadas de padres, hermanos o criados que nos proporcionen medio de transporte y protección. Vos tenéis más suerte que otras, puesto que vuestra dote os hace preciosa tanto para el matrimonio como para el convento».

El matrimonio o el convento, los dos únicos destinos honrosos para la mujer occidental durante muchos siglos. Prohibido quedarse soltera, vivir en casa ajena y comer del pan prestado. Mujeres feas, frías, amargadas, arrugadas como pasas, el útero lleno de telarañas: arquetipo de arquetipos, enfermas, maniáticas, locas. No, las solteronas no son mujeres completas: son arpías, mitad mujer mitad ave, chismosas, intrigantes, merecedoras de escarnio y mofa.  Por eso muchas, como Marie de Gourney,  reniegan de su género: «pensó que debería haber nacido hombre, que deberían haberle dado un nombre de hombre y una posición de hombre […]. Se imaginó como su padre, dibujando mapas y viajando a tierras ignotas, o como un pintor de talento, visitando cortes de reyes para realzar sus salones con las obras maestras que saldrían de su pincel, o incluso  como un  Homero o un Esopo, escribiendo relatos sublimes que la humanidad leería siglo tras siglo». Y algunas incluso se atreven a dar el paso y cambiar de género: «Como vos, he vivido en un convento desde la tierna infancia, pero escapé de sus muros. He decidido mudar mi suerte y probar fortuna como hombre; por eso os regalo mi vestido, puesto que nunca más lo usaré […], dejaré de ser Catalina de Erauso para tomar un nombre de varón y lograr las hazañas que solo a ellos se les reconocen» (La historia escrita en el cielo).

Emily Dickinson vivió dos siglos más tarde en Amherst (Massachusetts), contemplando el mundo desde la ventana de su habitación en la casa paterna que nunca abandonó. Era una mujer culta, sensible, pero la tildaron de solterona solitaria porque eligió escribir ese mundo interior suyo, mucho más amplio que el exterior en el que apenas llegó a aventurarse más que durante los años de infancia y adolescencia en los que acudió a la escuela. Su vida transcurrió casi en el anonimato, entregada al cuidado de su madre siempre enferma, a las conversaciones con su hermana Lavinia y a la extensa correspondencia que mantuvo con amigos, conocidos y parientes. «Mi primer amigo me escribió la semana anterior a su muerte: "Si vivo, iré a Amherts a verte; si muero, lo haré ciertamente"». Dicen que este fue su primer amor secreto e imposible, muerto de tuberculosis, antes de que llegara su cuñada Susan, a quien dedica muchos de sus poemas y cartas, aunque vivían en casas vecinas. «Lamento comunicarte que a las tres en punto de ayer mi mente se detuvo y que desde entonces ha permanecido quieta. Antes de que esta nueva te llegue, probablemente seré un caracol», le escribe un día con humor. Un caracol más en el universo de las flores, las abejas, los pájaros, las ranas, los ratones, los seres diminutos e inadvertidos de la naturaleza que pueblan sus poemas, junto con su fascinación por la locura y el tiempo, por el amor y la eternidad, por la enfermedad y la muerte. En un momento de su vida decide vestirse de blanco y nunca más cambia de color. Su aislamiento aumenta con el paso del tiempo y en sus últimos años no sale siquiera de su habitación: «Tuve también que cerrar la puerta de la calle para que no se abriera sola en la madrugada y tuve que dejar prendida la luz de gas para ver el peligro y poderlo distinguir. Tenía el cerebro confundido —aún no he podido ordenarlo— y la vieja espina aún me lastima el corazón».  La entierran a su gusto, con  su «blanca elección», y es entonces cuando su hermana Lavinia, ordenando armarios, descubre la transcendencia de su obra poética, los muchos cuadernillos que Emily había ido cosiendo en secreto, donde se recogían pasados a limpio con caligrafía clara sus poemas, unidas las palabras con guiones a modo de puntadas para guardar distancias sin perder el hilo.

Sin embargo, los poemas intuitivos y rompedores de la solterona vestida de blanco no encajaban en la sociedad victoriana y sufren una profunda corrección antes de publicarse. ¿Lo habría permitido Emily, en cuya vida solo salieron a la prensa cinco poemas y que escribió: «Me encierran en la Prosa —Igual que de Pequeña / Me metían  en el Armario— Pues me querían "Quieta"».  Además, su hermana Lavinia quema la correspondencia de Emily con Susan, al parecer, cumpliendo el deseo de la poeta,  pero aun así se murmura que la solterona estaba enamorada de su cuñada.  ¿Puede haber amor entre mujeres que no sea condenado? ¿No es más fácil amar tiernamente a otra mujer que al padre  patriarcal al que con quince años aún no te atreves a confesar que no sabes leer la hora del reloj porque no comprendiste de niña sus explicaciones? «¡Papa que estás arriba!/ ¡Cuida del Ratón vencido por el Gato!/ ¡Reserva dentro de tu reino una "Mansión" para la Rata!», escribe como plegaria Emily.

Por su parte, a Irène Némirovsky le toca en suerte vivir durante la convulsa primera mitad del siglo XX y, aunque sus acaudalados padres judíos se las arreglan para mantener su nivel de vida y trasladarse varias veces de país cuando el peligro acecha, acaba muriendo joven en el campo de concentración de Auschwitz, el 17 de agosto de 1942. Había nacido en Kiev (Ucrania), pero triunfa como novelista en Francia escribiendo en francés, lengua que había aprendido de pequeña con el aya que la cuidaba ante el desapego de sus padres.

Vestida y peinada de eterna adolescente porque su bella madre se niega a verla crecer para no sentirse vieja, Irène se refugia desde niña en la lectura, empieza a escribir y desarrolla un odio feroz contra su madre. Esta furia, las relaciones contra natura entre madre e hija, ocupa un lugar primordial en su obra: «Jamás decía "mamá" articulando con claridad las dos sílabas, que apenas lograban traspasar sus labios fruncidos; pronunciaba "ma", una especie de gruñido apresurado que arrancaba de su corazón con esfuerzo y con un sordo y melancólico dolorcillo» (El vino de la soledad).

En París Irène triunfa pronto en la literatura y consigue que le publiquen sus novelas. No vive en los márgenes, sino en la buena sociedad, disfrutando de todo cuanto está a su alcance: «He pasado una semana completamente loca, baile tras baile; todavía estoy un poco embriagada y me cuesta regresar a la senda del deber», escribe a una amiga por entonces. Se casa pronto con un ingeniero judío de ascendencia rusa que la corteja y tiene dos hijas: su vida parece de película, hasta que llega el antisemitismo violento. Los judíos pasan a ser considerados invasores belicosos, mercachifles y a un tiempo burgueses y revolucionarios. No, Irène no está dispuesta a que la cataloguen entre ellos, entre esos personajes de cabello crespo, nariz ganchuda, mano fofa, dedos afilados y ojos juntos que aparecen en sus novelas.  «¡Ah, cómo odio vuestros melindres de europeos! Lo que denomináis éxito, victoria, amor, odio, ¡yo lo llamo dinero! […] ¡Nos miras por encima del hombro, nos desprecias, no quieres tener nada que ver con la chusma judía! Pero espera un poco. ¡Espera, y volverán a confundirte con ella, te mezclarás con ella!», pone Irène premonitoriamente en boca de uno de sus personajes en Los perros y los lobos. No, eso no le sucederá a ella: Irène se rebela contra su destino y consigue que la bauticen en una iglesia católica junto con su marido y sus dos hijas. Pero no basta. El odio crece y los va marginando, se desvanecen los amigos, comienza la huida, e Irène acaba detenida y enviada al campo de concentración donde la asesinan. Pero mucho antes la escritora ya ha intuido el final que le espera y se esfuerza en poner a salvo a sus hijas. Ya nadie quiere publicar sus novelas en las que se empeña en estigmatizar el miedo, la cobardía, la aceptación de la humillación, en las que reniega de quienes vuelven la cara hacia otro lado ante las persecuciones y las matanzas. Nadie es inocente.

 «Para levantar un peso tan enorme, Sísifo, se necesitaría tu coraje. No me faltan ánimos para la tarea, mas el objetivo es largo, y el tiempo,  corto», apunta al inicio de las notas que redacta para su nueva novela.  Pero no trata de huir a su destino y desde el estrecho margen que le dejan, escribe a su antiguo director literario en una carta  su certeza de que no va a sobrevivir a la guerra que los nazis han declarado a los judíos: «Querido amigo, piense en mí. He escrito mucho. Supongo que serán obras póstumas, pero ayuda a pasar el tiempo».

«Contar mi vida… No sé por dónde empezar. Una vida la recuerdas a saltos, a golpes. De repente te viene a la memoria un pasaje y se te ilumina la escena del recuerdo». Así comienza Historia de una maestra, la novela que escribió Josefina Aldecoa en homenaje a su madre y a los maestros de la II República en unos momentos de la historia de España en que su sacrificio se justifica por la necesidad de salvar al país educándolo. Salvarlo de años de caciquismo y miseria, de pobreza física pero sobre todo intelectual. Cuando la protagonista se ve en las listas de aprobados de la Escuela de Magisterio de Oviedo, lee: «Gabriela López Pardo, Maestra… El fin de una etapa y el comienzo de un sueño».

No sabe entonces cuánto le costará ese sueño ni lo estrechos que se volverán sus márgenes. Son los años previos a la II República. Es joven y no piensa en novios. Es culta y adora a su padre, pero no a su madre, a la que describe como «una mujer desdibujada»: «"Dios no existe", me decía [mi padre] y le brillaban los ojos con el fervor del descubrimiento. Dios no existe como lo ven los que creen en él. Si hay una forma de divinidad, está en todo lo que nos rodea: el mar, el monte y el hombre son Dios"».  Gabriela todavía no sabe que se casará con un compañero maestro, todavía no sabe que será fusilado, que su hija Juana crecerá sin padre en la España oscura de la represión.

Las maestras son mujeres independientes, cultas en un país rural repleto de analfabetos y dispuestas a viajar donde las destinen porque hasta que no aprueban oposiciones no tienen plaza en propiedad. Llenas de ilusiones y demasiado jóvenes para tener experiencia, comienzan su deambular por lugares aislados sin caer en la cuenta del rechazo que van a generar en los poderes tradicionales, patriarcales, entre los curas y los caciques de los pueblos, pero también entre las mismas mujeres, que las ven como intrusas. Gabriela revela enseguida: «Nadie se me acercaba. Nadie se interesaba por lo que hacía. Solo los niños acudían a su cita diaria. Yo trataba de atenderlos a todos. Hacía y deshacía grupos. Por edades, por tamaños, por inteligencias. Explicaba y repetía una y otra vez: "¿Entendéis?"».

Gabriela es fuerte, está llena de objetivos, que escribe en su Diario de clases, y siente pasión por la enseñanza. Pero su lucha contra la ignorancia es brutal, las condiciones en las que vive son pésimas y su salud se resiente. Sin embargo, no se rinde y trabajará como maestra en diversos pueblecitos del norte de España y hasta en Guinea, empeñada siempre en combatir el aislamiento, aunque no tenga más remedio que reconocer:  «En permanente duermevela, solo una obsesión aparecía y desaparecía en las ondulaciones de mi cerebro. "Mi sueño no progresa. Mi sueño es un sueño maldito. Siempre estoy empezando el sueño"».

Cuando la maestra se casa, parece que se ha rendido al convencionalismo:  «Era el momento, padre», explica, «no podía esperar más». Tiene veinticinco años y todas las chicas de su edad, las amigas de la infancia, las compañeras de estudios se habían casado ya o habían aceptado quedarse solteras: «Nunca había pensando en casarme por casarme. Pero al conocer a Ezequiel me encontré considerando que, después de todo, eso era lo normal, casarse y tener algún hijo». No dura mucho esta ilusión. Son tiempos convulsos, tiempos de subversión que lo trastocan todo: «Revolución era una palabra que yo veneraba», declara Gabriela. «Revolución significaba cambio profundo, agitación definitiva, volverlo todo del revés. Pero revolución también significaba sangre, y era una palabra que pertenecía a la historia de otros países, la Revolución francesa, la Revolución rusa. ¿Era esa palabra aplicable a nuestro país en ese momento?». 

Las maestras republicanas sufrieron terribles represalias cuando se perdió la guerra porque representaban el modelo opuesto al de la mujer del nacional-catolicismo.


Deseo terminar este artículo sin lágrimas, con un grito de esperanza y un ramo de mimosas para ti que estás leyendo. Y escojo, entre todas, dos acepciones de «margen» que aparecen en el Diccionario de la Real Academia: «espacio en blanco a cada uno de los cuatro costados de una página manuscrita, impresa, grabada, etc., y más particularmente el de la derecha que el de la izquierda» y «ocasión, oportunidad, holgura, espacio para un acto o suceso», invitándote a aprovechar esa ocasión, puesto que existe. Abre los brazos, estírate para ampliar lo más que puedas ese espacio en el que tal vez sigamos confinadas las mujeres. Hazlo visible  adornándolo con los más bellos dibujos, actos y palabras como si de un libro miniado se tratara, y ándate por esos márgenes tuyos  contoneándote, orgullosa de lo que eres y de lo que puedes conseguir: en las márgenes femeninas de los ríos, y no en su corriente, crecen las flores más hermosas y cantan las ranas. Emily Dickinson lo sabía bien. 


La lengua destrabada
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