Recuerdo con nostalgia la avidez con que leí cada novela y cada cuento de Gabriel García Márquez después de descubrirlo cuando en la asignatura de Literatura Hispanoamericana Contemporánea la profesora dedicó varias lecciones a analizar y contextualizar Cien años de soledad: «El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Con este prometedor anuncio comenzaba la inmersión en el realismo mágico, y no importaba que la estructura de la novela fuera complicada por su falta de linealidad y por la confusión aparente que producía el hecho de que los acontecimientos del pueblo de Macondo y de los personajes de igual nombre de la familia Buendía se repitieran sin fin. Una vez que se cruzaba el umbral de ese cosmos de palabras, se aceptaba sin querella la cotidianidad de lo extraño, lo irrreal, en su interpretación más poética y sublime. Era la magia irresistible de lo real maravilloso en la que García Márquez supo ahondar a lo largo de su extensa obra literaria.
Fue la añoranza de aquellas ávidas lecturas la que me incitó a comprar
En agosto nos vemos, a pesar de estar
al tanto de que García Márquez había escrito al menos cinco borradores de la
obra y había quedado tan insatisfecho que prohibió su publicación. «Volvió a la isla el viernes 16 de enero en el
transbordador de las tres de la tarde. Llevaba pantalones vaqueros, camisa de
cuadros escoceses, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla
de raso, su bolso de mano y como único equipaje un maletín de playa»: así
comienza este cuento largo, más que novela, sobre una mujer cercana a la
cincuentena que viaja cada 16 de agosto a una isla caribeña, con algarabía de
pájaros y vuelo fantasmal de garzas en una laguna interior, para poner un ramo
de gladiolos en la tumba de su madre. Esta descripción tan minuciosa como anodina
del narrador omnisciente prosigue sin pausa una página tras otra, y causa sorpresa
primero y malestar después: ¿qué se hizo de ese inventor constante, qué de la noble
pluma de un premio Nobel?
Ana Magdalena Bach es el personaje femenino principal, plano y lleno
de lugares comunes, salpicados con etiquetas de cultura como los títulos de los
libros que lee o de la música que escucha. Luego están los amantes ocasionales,
con descripciones tan patéticas que causan vergüenza ajena: «Al cabo de una
hora larga de susurros banales empezó a explorarlo con los dedos, muy despacio,
desde el pecho hasta el bajo vientre […]. Luego volvió a buscar con los dedos
al animal en reposo, y lo encontró desalentado pero vivo. Él se lo hizo más
fácil con un cambio de posición. Ella lo reconoció con las yemas de los dedos:
el tamaño, la forma, el frenillo acezante, el glande de seda, rematado por un
dobladillo que parecía cosido con agujas de enfardelar». ¿Pretendía el autor crear
una novela erótica? Desde luego, no desde una perspectiva femenina.
A pesar de que solo son 136 páginas, me costó gran esfuerzo terminar la lectura porque el libro se me caía de las manos. Sin embargo, en nombre de tantas horas de antigua delectación, por respeto a García Márquez, me obligué a comprobar cómo terminaba ese sin sentido de la mujer burguesa que una vez al año se acuesta en la isla con quien le viene a mano para quedar más insatisfecha que antes. Parece que la justificación es que el esposo galán probablemente también tiene sus escarceos. Nada más. Todo ello se sabe porque lo cuenta con pelos y señales el narrador omnisciente. Nada se deduce, no hay posibilidad de interpretaciones en esta obra cerrada. Y al final Ana Magdalena desentierra los restos de su madre y se los lleva a casa en un saco cuando descubre que alguien aparte de ella le pone flores sobre la tumba. Eso es todo.
Concluyo afirmando que la edición está muy bien cuidada. Como
conocedora del modo de escribir de García Márquez, no me cabe duda de que el
manuscrito ha sido sometido a una edición sustancial. Para comprobarlo, no hay
más que releer sus novelas previas. En esta última no hay ninguna imperfección de
gramática ni de puntuación, lo cual es de agradecer. Con todo, declaro que debería
haberse respetado la voluntad del autor: a pesar de sus años y achaques, todavía
conservaba el gusto literario y la suficiente cabeza como para darse cuenta de
que lo que había conseguido desmerecía con mucho toda su obra anterior. Por eso
no quería que saliera a la luz. Era su derecho y tendría que haberse respetado.
Ninguna editorial de prestigio habría publicado ese manuscrito de no ir firmado
por Gabriel García Márquez, lo que aseguraba su venta.
«Poderoso caballero es don dinero», dice un refrán castellano. Ojalá en adelante dejen reposar en paz lo que reste escrito de García Márquez y no sigan desenterrando huesos sueltos para meterlos en un saco que les confiera unidad. ¿Es eso lo que hace Ana Magdalena Bach con los restos de su madre? Tal vez esta sea la alegoría final que sirva de epitafio a la obra.
Ficha bibliográfica:
Gabriel García Márquez (2024): En agosto nos vemos, ed. al cuidado de Cristóbal Pera, Barcelona: Ramdom House, 136 pp.
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