No habían parado de advertírnoslo y, pese a ello, cuando llegué por
primera vez a la explanada de entrada, provista del gafete que me acreditaba
como invitada especial y me abría paso entre la multitud, me sobrecogió el
enorme tamaño de la Feria del Libro de Guadalajara (México). Este año 2017, Madrid
era la invitada de honor durante el encuentro literario más trascendente del
mundo de habla hispana y había elegido como presentación el sugerente lema «Ganarás la luz», que es el
título de un poemario donde León Felipe, poeta de la Generación del 27 exiliado
en México, sintetiza su obra: «He escrito en las sombras. Con una simple
musiquilla de retreta alguna vez, pero abriendo bien las puertas y las ventanas
para que entre el milagro a caballo del
sol» (Ganarás la luz, Madrid, Visor,
1981, p. 165). En la ceremonia de inauguración de la Feria, la alcaldesa de
Madrid, Manuela Carmena, además de señalar la vocación de acogida de la ciudad,
habló de la importancia de los libros para ganar esa luz y del papel de México
en nuestros años oscuros para seguir publicando y hacernos llegar aquellos
textos que en la malhadada piel de toro estaban prohibidos bajo la dictadura.
El pabellón redondo, todo blanco por dentro, exponía lo que Madrid puede
ofrecer a quien quiera visitarla e invitaba a conversar… Pero aunque situado en
lugar privilegiado para ser encontrado a primera vista, como un faro, el
pabellón madrileño se me antojó una ligera gota de lluvia en un mar de letras,
poblado por editoriales grandes y chiquitas, venidas de cualquier lugar del
globo.
Se comentaba que recorrían las avenidas y calles de la Feria los
buscadores de talentos, entablando negociaciones que harían visibles a futuros
escritores bestsellers y long sellers, o volverían ricos a editores sacrificados. No obstante, eso
no es lo más significativo de un acontecimiento editorial portentoso que viene
repitiéndose año tras año: lo que de verdad cuenta y asombra es que un bien tan
antiguo, el libro de hojas pasajeras al que tantas veces se ha dado por muerto,
sea capaz de congregar a su alrededor multitudes semejantes. ¿Serían ávidas
lectoras todas las personas de diferentes edades y condiciones que paseaban, se
encontraban, conversaban, asistían a presentaciones y formaban colas para
firmas de autores, conocidos y por conocer, un día tras otro mientras duró la
Feria?
Mi editorial ocupaba el puesto M-24, y allí asistí el primer día de mi
llegada, cuando la Feria todavía no estaba abierta al público en general, a la
apertura de las cajas, enviadas desde Madrid, que contenían los ejemplares de La lengua destrabada. Manual de escritura. Colocados
en sus estantes y montones, como la inmensa cantidad de libros ―millones y
millones― expuestos en la Feria, percibí claramente el milagro que supondría
conseguir que cualquiera de ellos se vendiera y acabara en unas manos interesadas,
lectoras. Porque un libro no está
completo hasta que no es leído. Eso lo sabemos bien los que nos dedicamos a
este oficio.
Es tan inmensa la Feria y tanto lo que se puede hacer, que desde el
comienzo recomiendan estudiar el extenso programa y fijar una agenda de
imprescindibles. Yo lo intenté, pero me perdí demasiadas oportunidades porque
coincidían en horario o yo tenía actividades propias que desarrollar. Como
bienvenida, asistí a la función de un balé folclórico espléndido en un
auditorio oloroso a la madera que lo adorna perteneciente a la Universidad de
Guadalajara. En los días sucesivos participé en mesas, reuniones, comidas y
cócteles, todo perfectamente programado y desarrollado, en los que fui conociendo
a escritores, académicos y estudiantes con los que compartí ideas y de los que
aprendí cuanto fui capaz. Me hicieron el honor de presentar La lengua destrabada dos profesores del
Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de
Guadalajara, Luz Eugenia Aguilar y Daniel Barragán: de su minuciosa lectura y
sus comentarios, destaco ante todo su consideración de que se trata de un texto
de carácter panhispánico que recoge las diversas variantes de la lengua común
en la que tantos millones de personas a lo ancho del mundo nos entendemos, sea
hablando o escribiendo.
He vuelto a casa con la maleta abultada de libros a los que no me pude
resistir: cito de ellos el nuevo poemario de Carmen Villoro, titulado Liquidámbar (Mantis Editores), y una
preciosa edición del Fondo de Cultura Económica de Mujer que sabe latín…, donde se reúnen artículos y ensayos de
Rosario Castellanos dedicados a la mujer escritora. Los puntos suspensivos del
título esconden el final de este refrán que tal vez se vaya olvidando: «ni
encuentra marido ni llega a buen fin». También traigo de allende los mares una
lista de pendientes por leer que espero conseguir aquende: libros de Margo
Glantz, que se declara absolutamente autorreferencial; novelas mucho más que
negras de Elmer Mendoza; y esas obras de Emmanuel Carrère, ganador este año del
Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, que al parecer son difíciles de
encuadrar en un género literario porque mezclan novela y no ficción…
Durante la presentación de La
lengua destrabada, me dijeron la siguiente adivinanza: «El campo es blanco;
la semilla, negra: dos ojos la miran y una mano la siembra». El campo blanco es
la página; la semilla negra, la letra: la mano que la siembra es el escritor y
los ojos que la miran son los del lector que terminan la tarea. Porque, como
también señaló Daniel Barragán en su memorable comentario de La lengua destrabada, «leer es recoger
con los ojos lo que la mano siembra». Una labor compartida.
Ojalá los buenos libros sigan siendo la semilla que nos alimente.
Ojalá la FIL siga siendo su exitoso escaparate por muchos años.
Gracias por compartir tu experiencia en la Feria del Libro de Guadalajara, y mucho éxito para 'La lengua destrabada'. Me lo he pedido para estas fiestas.
ResponderEliminarGracias a ti, Manuel. Felices fiestas. Espero que La lengua destrabada te resulte ameno y útil.
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