Puede que los niños que empiezan a crecer ahora, en estas imprevisibles
décadas iniciales del tercer milenio, jamás reciban una carta por correo. Pero
no será porque, como le sucedía al coronel de la novela de García Márquez, no
tengan quien les escriba, sino debido a los cambios que se están produciendo en
esta sociedad de la información. La carta misiva, el medio de comunicación
escrita por excelencia durante el siglo xx,
ha cedido el paso al correo electrónico y su desaparición parece
próxima.
El DRAE recoge diversas acepciones para el
vocablo ‘carta’. La primera la define así: «Papel escrito, y ordinariamente
cerrado, que una persona envía a otra para comunicarse con ella». Por su parte,
el vocablo ‘misiva’, utilizado como adjetivo, proviene del participio pasado
del verbo latino mittĕre, que
significa ‘enviar’. Por tanto, una carta misiva es la enviada a alguien. La
aparente redundancia de los términos acaba si se piensa en la cantidad de
cartas que se escribieron y no se enviaron. A este respecto, la definición de
‘carta’ que ofrece María Moliner en su Diccionario
de uso del español se antoja más acertada: «Escrito de carácter privado
dirigido por una persona a otra». Cuando el escrito se destina a la publicidad,
aunque vaya dirigido a una persona determinada, se denomina ‘carta abierta’.
En su
artículo incluido en El defensor (1967),
«Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar», el poeta Pedro
salinas apunta que la carta más antigua registrada es de amor y se escribió en
Babilonia hace miles de años. Sin embargo, fueron los reyes y los gobernantes
egipcios, asirios, babilónicos o judaicos de la Antigüedad quienes convirtieron
las cartas en un elemento clave para la administración de sus imperios al
servirse de ellas para sustentar relaciones militares, diplomáticas o
comerciales. Los fines de las cartas han variado poco desde entonces y poco
también los dos tipos generales en que acostumbran a dividirse: oficiales y
privadas. De las privadas, las cartas familiares del romano Cicerón, escritas
en el denominado sermo cotidianus de la época (el latín vulgar hablado por las
clases cultas, en contraposición al sermo
plebeius, el hablado por la plebe), constituyen el primer corpus conocido
de este género epistolar en la Antigüedad y determinaron su formato.
Más adelante en el tiempo, entre las artes
medievales surgió el ars dictaminis (arte
del dictamen), cuyo objetivo era enseñar a redactar cartas y documentos, un
conocimiento que proporcionaba abundantes salidas profesionales. Se aplicaban a
las cartas las mismas partes en que dividía la retórica el discurso clásico. Las
fundamentales del esquema medieval eran: salutatio,
exordium, narratio, petitio y conclusio.
Pero es en la primera, la salutatio, donde
se aprecian más cambios si se compara con la usual en la carta clásica: del
sencillo «Cicerón saluda a…», por ejemplo, con que se iniciaban las cartas
familiares tulianas, se pasa a un encabezamiento ceñido a una estricta
reglamentación: si la carta se dirige a una persona de jerarquía superior, su
nombre se escribe en primer lugar, acompañado de los adjetivos que se
consideren más apropiados y elogiosos; si se trata de una persona de dignidad
inferior, su nombre aparecerá el segundo, detrás del nombre del remitente, pero
acompañado también con adjetivos que lo dignifiquen. Hay tratados medievales en
los que se explican prolijamente las diferentes posibilidades de relación entre
el remitente y el destinatario, así como los diversos modos de componer salutaciones adecuadas. La obra anónima
del siglo xii Rationes dictandi fijó el patrón de la carta medieval, dictaminando
sobre los conocimientos que debía poseer el dictador
o perito en el arte dictaminis y los
recursos estilísticos que había de desplegar.
La historia siguió avanzando, y es a partir
de la segunda mitad del siglo xvi cuando la correspondencia entre particulares
se intensificó debido al avance de la alfabetización. Además, se descubrió la
carta como literatura publicable y aparecieron diversos manuales prácticos,
alejados de la retórica, que enseñaban a componerlas: hubo más de veinte Segretari publicados en Italia antes de
1600 después del Segretario de
Francesco Sansovino de 1564 y del Secrétaire
francés de Gabriel Chappuys de 1568. En España, Gaspar Texeda escribió el Libro de cartas mensajeras en estilo
cortesano (Valladolid, 1569) y también imperaron los llamados
«secretarios», esos manuales prácticos con modelos de cartas para cualquier
ocasión que pervivieron hasta bien entrado el siglo xx: El secretario
universal español de M. Armand Dunois, por ejemplo, se publicó en Barcelona
en 1912; un manual epistolar semejante, el Nuevo
estilo y formulario de escribir cartas misivas…, escrito por J. Antonio D.
y Begas, superó las veinticuatro ediciones entre 1701 y 1804.
Escribir cartas fue en el pasado y ha sido
hasta hace poco el primer ejercicio de alfabetización y la única forma de
escritura practicada por muchas personas a lo largo de su vida. Los manuales
que en el pasado enseñaban el estilo epistolar coincidían en señalar que lo
indispensable de una carta, lo que la distinguía de cualquier otro tipo de
texto, era el saludo o apertura y la despedida o cierre. Y, sin embargo, es lo
que queda entre esos dos elementos, el cuerpo o contenido, ese espacio donde
todo puede tener cabida, lo más difícil de componer. Frente a la conversación
cara a cara, lo escrito pierde en espontaneidad, pero ha de ganar en precisión
y desarrollo lógico. Quien redacta una carta tiene que mimar la ortografía y la
sintaxis si no quiere enviar una pobre imagen de su persona. No debe olvidarse
que, mientras escribe, esa persona se está construyendo para quien leerá
después: tantos podrán ser sus yoes como corresponsales tenga de sus cartas. De
los renglones escritos a lo que salga o con esmero, surgirá su propio reflejo,
lo que la otra persona apreciará de su imagen al leer. Y esa imagen pervivirá
mientras dure la carta, sea cual fuere el motivo que la inspiró y aunque el
paso del tiempo lo haya borrado. Esa es la razón principal por la que se rompen
tantísimas cartas antes de acabarlas.
Si en los tiempos que corren la carta está en
franca retirada, mucho más lo está la escrita a mano. Las formales, que han de
ser breves y directas, siempre se componen en letra de molde (a máquina o en
ordenador o computadora), si bien en la despedida se pueden sumar algunas
palabras de puño y letra para añadir un toque personal. Por lo que respecta a
su composición tipográfica, existen dos estilos: el tradicional, que utiliza
párrafo ordinario, sangrando el inicio de todos y aplicando justificación
completa (margen izquierdo y derecho); y el moderno, cada vez más habitual por
influencia anglosajona, que no sangra el inicio de ningún párrafo, los separa
con una línea de blanco y aplica justificación completa (más habitual) o
parcial (solo en el margen izquierdo). Una vez elegido el estilo, ha de mantenerse
en toda la carta sin mezclar rasgos de uno y otro.
Cuando en un correo electrónico se envía una
carta oficial como archivo adjunto (por lo general, en formato PDF para asegurar
su integridad), debe ajustarse a la composición clásica: encabezamiento, cuerpo o
contenido y pie. En el encabezamiento, a la izquierda se escribe el nombre y la
dirección del destinatario; a la derecha, el lugar y la fecha completa de
escritura. A continuación, en línea aparte, el tratamiento de cortesía con el
que se inicia el escrito: Querido…,
Estimada…, Muy señor mío…, A quien corresponda…, seguido siempre de dos
puntos (el empleo de coma es un anglicismo innecesario y ajeno a nuestra
tradición epistolar y nuestras normas ortográficas de uso de la coma). En el
pie, una vez concluido el argumento, se finaliza con una frase de cortesía como
despedida, cuya intensidad dependerá del grado de confianza que se tenga con la
persona a la que se dirige: Muchos
besos…, Un abrazo…, Un cordial saludo…, Atentamente…, Suyo afectísimo… Sigue
a continuación, en línea aparte, la firma de quien escribe, que ha de
acompañarse, justo debajo del nombre completo, con la dirección y demás datos
que se consideren pertinentes. Si se desea añadir algún comentario que no se ha
introducido en el cuerpo de la carta, se escribe una posdata (cuya abreviatura
es P.D., acompañada de dos puntos) en renglón aparte.
Como se ha señalado, hoy se escriben y
reciben correos electrónicos en los que se despachan toda clase de asuntos para
los que antes se recurría a las cartas. Ocupan su lugar y, por lo tanto, los
correos han de ceñirse a un formato establecido, más riguroso cuanto más formal
sea su contenido y el destinatario a quien se envía. Como en las cartas a las
que sustituyen, no debe faltar el saludo o apertura, más o menos determinado
según lo requiera la ocasión, seguido de dos puntos y no de coma. En correos
formales, el cuerpo o contenido debe escribirse en párrafo aparte (en los
informales, se puede continuar en la misma línea), bien empezando cada párrafo
con sangrado o bien separándolos con una línea de blanco y sin sangrar; al
igual que en el caso de las cartas, la justificación será completa si se sangra
al inicio de cada párrafo y parcial o también completa si se opta por su
separación con una línea de blanco.
Es imprescindible prestar un cuidado especial
a la redacción, vigilando sintaxis, ortografía y tipografía: el correo
electrónico nos representa del mismo modo que lo hacía la carta y ofrece la
imagen que creamos de nosotros al receptor. Por ello, se deben evitar las
prisas y no enviar nada que no se haya releído. Tras la despedía de cortesía
(más o menos formal según el destinatario), no debe olvidarse añadir la firma
completa con nombre y apellidos, más todos los datos identificativos que se
consideren pertinentes (se escriben en línea aparte, separados por conceptos,
debajo, a la izquierda). Por nuestra simple dirección de correo electrónico, la
persona, empresa, entidad u organismo a los que dirigimos nuestro escrito no
tienen por qué individualizarnos. Al igual que en el sobre del correo postal,
en las casillas iniciales del correo electrónico se indica el remitente y el
destinatario con sus direcciones electrónicas, y además es conveniente añadir
con pocas palabras el asunto que ha motivado la comunicación; en correos
formales, este resumen del contenido puede resultar muy útil.
No cabe duda de que los correos electrónicos
han agilizado la comunicación escrita. Pero si las cartas eran efímeras por el
soporte que las contenía, los correos están destinados a perecer: se borran por
descuido o adrede y suelen desaparecer con los cambios de programas
informáticos o de ordenador. ¿Quién guarda los correos antiguos, año tras año? ¿Quién los relee? Y, lo que es más importante, ¿seguirán existiendo epistolarios en los
siglos venideros?
La lengua destrabada
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