martes, 2 de agosto de 2022

Retórica y escritura (II): los tropos


El término tropo proviene del griego y significa ‘vuelta’ o ‘conversión’. Se emplea para englobar una serie de figuras retóricas complejas que han sido cruciales en la evolución de la literatura a lo largo de los siglos. En la actualidad, los tropos clave son la metáfora, la sinécdoque y la metonimia, aunque se reconocen algunas figuras más que constituyen variaciones, ampliaciones o casos concretos de estas tres principales.

 Los tropos permiten conferir a una palabra cierta significación que no es la suya específica y, de este modo, se hace evolucionar semánticamente a la lengua a la par que se la enriquece, bien sea ampliando el uso de una misma palabra, bien otorgándole un nuevo significado al conectarla con otras alejadas de su sentido original o al usarla por extensión o semejanza. Siempre han de ser claros y presentarse de forma natural a la imaginación, pues de lo contrario resultan afectados e incongruentes. 

Metáfora y alegoría

La metáfora consiste en trasportar la significación de una palabra a otra significación que solo le corresponde en virtud de una comparación que está en la imaginación. Se establece, por tanto, una equiparación de dos realidades distintas: el término real y el término imaginario. En virtud de la relación que se entabla entre ambos, surgen diversos tipos de metáfora. En la más habitual, ambos aparecen juntos: Vivir es morir de trago en trago. Pero también se puede prescindir del término real y solo escribir el imaginario: Las perlas de rocío. El valor de la metáfora radica en el significado que crea: básicamente, dice que  vivir es morir y que las gotas de rocío son perlas, a diferencia del símil, que dice que vivir es como morir y que las gotas de roció son como perlas, o que las analogías, que ofrecen un vínculo aún más vago entre los términos: Vivir se asemeja a morir de trago en trago. Las gotas de rocío parecen perlas.

 La metáfora es mucho más potente que el símil y la analogía porque el término imaginado posee mayor peso que el real al que reemplaza. Su fuerza reside en su capacidad para sustituir al término real, aportando nuevos sentidos e ideas y ampliando, a la vez que se cambia, el modo en que se piensa sobre algo. Sin embargo, en su misma fuerza radica también la limitación de la metáfora, puesto que el término imaginado no aporta solo parte de su significado, sino todo completo. Si digo soy un perro, asumo todo el significado que perro conlleva, no solo algunas de sus características. La asunción subyacente es que el término imaginado es acertado y, en caso de que exista conflicto de significados, el erróneo siempre es el término real, lo cual constituye una limitación y además es una trampa, pues tal vez la pretensión sería asumir algunos atributos, pero nunca los menos deseables. Así pues, las metáforas han de usarse con cuidado. Si escribo Irene es una zorra; Jaime, una foca, y Alicia, un puercoespín, los tres pasarán a convertirse en tales con todas las consecuencias: Ahí llegan la zorra, la foca y el puercoespín, dirán al verlos acercarse.

Las metáforas lexicalizadas son aquellas que por su uso continuado han dejado de percibirse como tales: el cuello de la botella, la falda del monte, la cresta de la ola; las alas de un ejército (que en latín se denominaban, también metafóricamente, cuernos, puesto que las metáforas no son iguales en todas las lenguas); incluso el adjetivo fabuloso tiene un origen metafórico por su derivación de fábula, aunque en la actualidad se considere una especie de superlativo de bueno. En cierto sentido, así es como evoluciona el lenguaje: alguien trata de explicar algo recurriendo a una palabra inusitada para crear una imagen, y con el paso del tiempo dicha palabra acaba en el acervo compartido del lenguaje una vez que la imagen original se pierde o evoluciona.

 Todas las metáforas libres creadas espontáneamente por un hablante, o incluso por un escritor, con afán consciente de originalidad, comparten una simbología previa común a las metáforas lexicalizadas, pues de lo contrario no se comprenderían. Para descubrir el origen metafórico de muchas palabras, es necesario estudiar la evolución de su significado.

 La alegoría se suele definir como una metáfora continuada; es decir, como una sucesión de metáforas relacionadas entre sí por analogía que, juntas, sugieren o simbolizan una idea compleja. El término proviene del griego y significa ‘hablar de manera figurada’. Ha sido un recurso literario muy empleada desde la Antigüedad en poesía y en prosa, e incluso existen obras que, en su conjunto, constituyen una alegoría, como la Divina comedia de Dante Alighieri.

 Un conocido ejemplo de alegoría son los versos elegíacos de Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre (ca. 1476), que comienza así: «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir: / allí van los señoríos, / derechos a se acabar / y consumir; / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos; / y llegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos».

 Narraciones cortas con fines didácticos o moralizantes, como fábulas o parábolas, tienen con frecuencia carácter alegórico, pues de esta forma, suavizando el tono, es más fácil darse a entender y persuadir a quien lee o escucha. Asimismo, el lenguaje alegórico es habitual en el ámbito de la política, la publicidad y el periodismo. 

Metonimia y metalepsis

La primera palabra, de origen griego, significa ‘transposición’ o ‘mutación’, puesto que la figura consiste en designar una realidad con una palabra en lugar de otra, cuyo significado evoca por mantener una relación lógica de contigüidad, que puede ser de causa-efecto, de sucesión o de tiempo, de todo-parte, de materia-objeto, etc.: es de pluma fácil, por decir escribe bien; tiene buenas manos, por decir trabaja bien; carece de entrañas, por decir no tiene compasión; mujer de mucho seso, por decir mujer de mucho juicio; comió un buen plato, por decir comió una buena cantidad o un buen manjar; se fumó una pipa, por decir se fumó su contenido; juró lealtad a la bandera, por decir juró lealtad al país; ayer me bebí un burdeos, por decir me bebí un vino de Burdeos; vamos de vacaciones al mar, por decir vamos de vacaciones a una localidad junto al mar. La metonimia se acerca mucho a la metáfora, pero tiene un uso más específico, puesto que  está restringida a los sustantivos.

 La metalepsis es una especie de metonimia mediante la cual se expresa lo que se sigue para hacer entender lo que precede o al contrario. Es como si este tropo abriera la puerta para pasar de una idea a otra o, dicho de otro  modo, es un continuo juego de ideas accesorias que se llaman las unas a las otras. Son ejemplos de metalepsis expresiones como no te acuerdes de mis faltas, esto es, no las castigues; yo he vivido ya bastante, para decir ya me llega la muerte. La metalepsis es expresión gradual de la continuidad hacia lo que se deja ver y desde allí a lo que precede y lo que sigue como insinuación, pasando, sin ideas intermedias, de una significación directa a otra indirecta: Jacinto no verá muchos agostos, esto es, no vivirá muchos años; Elena tiene muchas navidades, es decir, tiene mucha edad.

 Una variedad productiva de la metalepsis la constituyen los casos en los cuales un autor es representado o se representa como agente de aquello que solo relata o describe, como en la oración Cervantes hace morir a don Quijote, que se comprende sin dificultad con el sentido de que Cervantes narra la muerte de don Quijote. Lo más interesante de esta variedad de metalepsis es su evolución para convertirse en metalepsis narrativa o ficcional, uno de los recursos narrativos más utilizados en la literatura moderna. Retomemos la frase Cervantes hace morir a don Quijote, cuya lectura literal es imposible: Cervantes el escritor/autor y don Quijote su personaje no están en el mismo plano ontológico y, por tanto, el asesinato/muerte ha de ser figurado. Sin embargo, tomado al pie de la letra, el enunciado también podría expresar que Cervantes se ha introducido en el plano ontológico de su obra para asesinar a don Quijote y, de este modo, estaríamos ante un relato de ficción de carácter fantástico. Así pues, al asumir el enunciado como un acontecimiento que ha sucedido en realidad (la muerte de don Quijote a manos de Cervantes), la figura retórica se desvanece para dar paso a la ficción: del tropo en el sentido establecido por la retórica clásica se ha pasado a la fructífera metalepsis de la narrativa moderna.

 Existe metalepsis narrativa cuando se juega al escribir con la doble temporalidad de historia y narración, cuando un personaje cambia de plano al salir de un cuadro, de un recuerdo, de un libro, etc., o cuando un mismo actor es héroe y comediante en un texto dramático. Estos juegos manifiestan siempre la importancia otorgada al límite que se pretende franquear a toda costa, recurriendo al ingenio y dejando atrás cualquier verosimilitud: esa frontera movediza pero consagrada entre dos mundos, aquel en el que se cuenta y aquel que se cuenta. 

Sinécdoque y antonomasia

La sinécdoque se suele considerar un caso particular de la metonimia. Consiste en designar una cosa mediante el nombre de otra con la que existe una relación de inclusión y, por tanto, puede utilizarse el nombre del todo por la parte o la parte por el todo, la materia por el objeto, la especie por el género y viceversa, el singular por el plural o lo abstracto por lo concreto: así, decimos acero por espada, brazo por trabajador, velas por barcos, las olas por el mar.

 Sin embargo, no siempre es posible tomar un nombre por otro: el sentido que se quiere dar a entender ha de presentarse con claridad y estar en cierto modo autorizado por el uso o una imagen lo bastante evocadora. Si de una armada compuesta por treinta navíos, se dijese que llegan a puerto treinta popas, resultaría una sinécdoque extraña. Cada parte no se toma por el todo, ni cada género por la especie, ni cada especie por el género. El uso y la aceptación son los que otorgan este privilegio a una palabra y no a otra.

 La antonomasia es una sinécdoque en la que se emplea el nombre apelativo por el propio o el propio por el apelativo: así, decimos la Ciudad Eterna por Roma, la Ciudad Condal por Barcelona, la Ciudad Luz por París, el País del Sol Naciente por Japón, una Juana de Arco por una heroína, un judas por un traidor, un donjuán por un conquistador, una venus por una mujer bella, un nerón por un hombre cruel, una Mata Hari por una conquistadora, un demóstenes por un buen orador o un Hitler por un dictador sanguinario. Según el Diccionario de la lengua española académico, la locución adverbial por antonomasia significa que a determinada persona o cosa le conviene el nombre apelativo con que se la designa porque es, entre todas las de su clase, la más importante, conocida o característica: Torquemada es el inquisidor por antonomasia. Aristóteles es el filósofo por antonomasia. La anticonceptiva es la píldora por antonomasia.

 A modo de conclusión, cabría afirmar que en todos sus usos, los tropos suponen un procedimiento de sustitución de una palabra por otra, pero no por sinónimos, sino por palabras con un significado diferente. 

© Texto compendiado de mi manual de escritura La lengua destrabada (Madrid: Marcial Pons, 2017), donde se puede obtener una explicación más extensa al respecto. 


Mis dos manuales de escritura: Breviario de escritura académica 
La lengua destrabada






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