jueves, 2 de abril de 2020

Corazón de manzana

Muñeco de nieve

corazón de manzana
 Clara llevaba bastante rato despierta, dando vueltas en la cama. Era el último día de vacaciones en casa de los abuelos y quería aprovecharlo, pero parecía que a todos se les habían pegado las sábanas. Por fin escuchó a la abuela cacharrear en la cocina y se levantó de un brinco para correr a su encuentro.
―¡Buenos días, abuelita! ¿Ha nevado? El abuelo dijo anoche que nevaría.
―Un poco de paciencia, madrugadora. Aún no he levantado la persiana.
Entre las dos tiraron de la cinta y a la luz de las farolas vieron el resplandeciente manto blanco que cubría la calle.
―¡Bien! ―exclamó Clara―. Voy a despertar a mis hermanos.
Pero no hizo falta. En ese momento el abuelo entraba en la casa pregonando:
―¡Churritos calientes, para los viejos que no tienen dientes! ¡Churritos calientes, para mis nietos más inteligentes!
Y aparecieron Felipe y Jorge para tomarse el rico desayuno que les habían preparado.
Luego se abrigaron bien y en cuanto brilló el sol se fueron al parque. Daba gusto pisar la nieve blanda y sentir cómo crujía mientras se hundían las botas.
―¿Hacemos un muñeco? ―preguntó Felipe.
―Sí ―contestaron a la vez Clara y Jorge.
Y se pusieron a amontonar nieve y a apretarla bien hasta que tuvieron dos bolas grandes para formar el cuerpo y otra más pequeña que era la cabeza. Dos ramas sin hojas hicieron de brazos. Lo querían guapo, así que le pusieron por ojos botones azules, un peine con púas por boca con dientes y como nariz, una zanahoria, ni grande ni chica, justo lo debido para que no fuera narigudo, ni tampoco chato.
Jorge le regaló su gorra verde, y Felipe, su bufanda roja. La abuela le colgó del brazo un paraguas aún en buen uso y el abuelo quiso darle una pipa, pero lo pensó mejor y no lo hizo para no acostumbrarlo a un hábito malo.
Cuando terminaron, se hicieron una foto a su lado.
―Es alto y elegante ―afirmó la abuela, después de mirarlo con atención―. Quizá un poco gordo...
―¡Qué va! ―opinó el abuelo―. Su cara redonda demuestra que es agradable, incluso simpático.
Los niños jugaron a su alrededor a tirarse bolas y al corre que te pillo, mientras el muñeco observaba callado. Cuando se cansaron, comieron jugosas manzanas que la abuela sacó de su bolsa. Pero de repente Clara exclamó:
―¡Menudo despiste! Le faltan orejas.
―Los muñecos de nieve no tienen ―aseguró Felipe.
―Ninguno las lleva ―confirmó Jorge.
―Pues este oirá ―se empeñó Clara.
Buscó en su mochila a ver qué encontraba y, entre muchas más cosas, salió una nuez.
―Si hay con qué abrirla nos puede servir.
Con su navaja afilada y mucho cuidado, el abuelo la partió. Clara le colocó los dos cascarones, uno a cada lado, para que el sonido fuera estereofónico, y sonrió contenta:
―Ahora sí que está terminado.
―No creas. Le falta lo más importante ―advirtió Felipe, haciéndose el misterioso.
―¿El qué? ―preguntó Jorge.
―Adivínalo.
―¡Ya lo he descubierto! ―intervino Clara―. Es el corazón. ¡Qué burros, nos habíamos olvidado!
Jorge se metió la mano en el bolsillo y ofreció lo que había cogido:
―¿Valdría esta piedra tan lisa?
―¡Ni hablar! ―se negó Clara―. ¿Cómo va a ir por la vida con un corazón tan duro?
―Pues entonces le ponemos este chicle blando ―decidió Felipe, sacándoselo de la boca.
―¡Qué asco! ―dijo Clara, haciendo una mueca.
―Pero si es de fresa...
―¿A ti te gustaría tener un corazón pringoso?
―Pues entonces, esta canica ―resolvió Jorge, enseñando una de muchos colores.
―Muy pequeña ―opinó Felipe.
No era tarea fácil dar con el corazón apropiado y los tres hermanos se quedaron callados mientras cavilaban.
―Creo que ya lo tengo ―declaró Clara pasado un ratito, mostrando la parte de las pepitas de la manzana que acababa de comerse―: ¿Qué os parece esto?
Sus hermanos lo miraron curiosos.
―¡Una porquería! ―exclamó enseguida Felipe.
―¡Tíralo a la papelera! ―añadió Jorge.
Pero Clara no se dio por vencida.
―Es un corazón de manzana. Está lleno de buenas semillas.
―Eso sí es verdad ―reconoció Jorge.
Pero a Felipe  no acababa de convencerle.
―No es un desperdicio. Si lo plantáramos, saldría un árbol ―insistió Clara.
―Y el tamaño nos viene bien ―opinó Jorge―: ni chico ni grande.
―Ni muy duro, ni muy blando ―continuó Clara.
―Bueno ―acabó cediendo Felipe porque no se le ocurría nada mejor.
Los niños calcularon dónde e hicieron el agujero. Clara colocó el corazón bien dentro en el pecho del muñeco y luego lo taparon con nieve muy dura.
―Ahora sí que estás completo ―le dijo Clara, mirándole a sus ojos celestes―. Puedes disfrutar de tus cinco sentidos.
―Tener sentimientos ―añadió Felipe.
―Y hasta enamorarte ―intervino Jorge, siempre enamorado.
―Es tarde ―avisó la abuela―. Nos vamos a casa.
Los niños recordaron que era su último día de vacaciones y les dio tristeza abandonar al muñeco tan pronto.
―Casi no hemos jugado ―se quejó Jorge.
―¿Podremos despedirnos mañana de él antes de marcharnos? ―preguntó Clara.
―De acuerdo ―aceptó el abuelo para darles gusto.
―Espéranos aquí. Vendremos temprano ―le susurró Felipe al oído de nuez cuando ya se iban.
El sol fue cayendo, el parque quedó solitario. Muñeco de nieve no veía a nadie, no ladraban perros, no volaban pájaros, no oía a los niños jugar. Cuando llegó la noche, empezó a sentir tristeza y un poco de miedo por la oscuridad. Vio brillar una luz a lo lejos y escuchó un murmullo de voces. Al principio no pudo, pero luego logró deslizarse, primero despacio, después más deprisa, como cualquiera cuando aprende a andar.
―¡Acércate al fuego, muchacho! ―lo invitaron unos hombres alegres que bebían alrededor de una hoguera―. Hace mucho frío.
Y muñeco se acercó. Le gustó el olor de la madera que ardía y el calor le produjo cosquillas, pero empezó a sudar y a sudar. Cuando se dio cuenta de lo que pasaba, era demasiado tarde y ya no tuvo tiempo de retroceder.
Al día siguiente, los niños corrieron al parque.
―¿Dónde está el muñeco? ―se admiró Clara al no verlo donde lo habían dejado.
―Era aquí, seguro ―afirmó Felipe―. Me fijé en el árbol y en el banco aquel.
―Busquemos un poco por si dio un paseo ―sugirió Jorge por dar esperanzas.
Recorrieron el parque y no lo encontraron. Fueron al estanque repleto de patos, al quiosco de música que estaba vacío, a los toboganes, al tren de juguete y hasta al serpentario.
―Aquí tendría miedo ―susurró Clara miedosa viendo a una boa reptar.
Estaban a punto de darse por vencidos, cuando Jorge descubrió el paraguas a medio quemar cerca de los restos calientes del fuego, junto a un par de bancos.
―¿Se lo habrán robado? ―preguntó Felipe.
―Yo creo que no ―respondió el abuelo, cogiendo el corazón de manzana que estaba a su lado―. Sentiría frío y se derritió al buscar calor.
―Lo haremos otra vez ―propuso Jorge.
―Y mucho mejor ―se animó Clara para no llorar.
Pero  no había tiempo. El abuelo advirtió:
―El tren no espera. Tenemos que irnos a la estación.
Clara guardó el corazón de manzana en la mochila y subió al coche con sus hermanos.
―¿Lo habéis pasado bien estas vacaciones? ―preguntó la abuela en la despedida, mientras repartía abrazos y besos.
―Muy bien, abuelita ―contestaron sus nietos a coro.
―¡Viajeros al tren! ―anunció el abuelo después de consultar la hora en su reloj. 
Los niños cogieron las maletas y subieron al vagón para colocarse en sus asientos. Luego, cuando la locomotora silbó y empezó la marcha, agitaron las manos desde la ventanilla.
―¡Adiós, adiós! ¡Volveremos pronto! ―gritaron para hacerse escuchar, mientras contemplaban cómo los abuelos se iban haciendo pequeños, cada vez más lejos, hasta convertirse en unos puntos que desaparecieron cuando el tren tomó la primera curva.

Muñeco de arena

Clara, Felipe y Jorge vivían en un pueblo donde no nevaba, pero tenía un mar que de tan azul se confundía con el cielo y un sol tan reluciente que nada más verlo a los pájaros les entraban ganas de cantar. A veces también llovía, pero solo a veces, y era una gran novedad que llenaba las calles de paraguas de muchos colores, de botas de agua y de un olor suave a tierra mojada. Pero ese domingo, como la mayoría, no llovió.
―Hace un día precioso ―dijo el padre a la hora del desayuno―. Podemos ir a la playa.
A todos les pareció un buen plan y en seguida hicieron los preparativos. Ya estaban en la puerta dispuestos a marcharse, pero faltaba Clara.
―¡Vamos, hija, te estamos esperando! ―le gritó la madre con las llaves de la casa en la mano y ganas de cerrar.
―Es que estaba buscando los cubos y las palas ―se disculpó.
La marea estaba baja. Se sabía hasta dónde había subido el mar porque había dejado un rastro de algas verdes mezcladas con conchas y espuma blanca. Los padres abrieron la sombrilla, colocaron las toallas y se sentaron a leer el periódico.
―Vamos a dar un paseo ―propuso Felipe.
―Yo prefiero montar en barca ―dijo Jorge.
―¿Por qué no hacéis un castillo de torres muy altas? ―los animó la madre.
Pero a Clara se le ocurrió otra cosa:
―Mejor un muñeco cerca de la orilla, donde hay mucha arena mojada.
Los niños se pusieron manos a la obra. Juntaron arena y la fueron apretando a palmadas, regándola con agua marina mientras cantaban:

Pan blando ponte duro, pan blando ponte duro.
No quiero una barra, que quiero un mendrugo...

Y poco a poco se fue endureciendo. Después de mucho trabajo, les quedó un cuerpo grande y derecho, de anchas espaldas y poca cintura. Hacer la cabeza fue más complicado. Redonda imposible, pues no eran capaces de formar la bola de arena sin que el cuerpo se les desmoronara. Empezaban a desesperarse cuando a Felipe se le encendió la luz de una idea:
―Tendrá la cabeza cuadrada ―decidió, cogiendo el cubo mayor con forma de castillo.
Lo llenaron hasta el borde apretando bien y lo vaciaron sobre los hombros.
―Queda un poco raro con las cuatro torres ―opinó Clara―. Parecen chichones.
―Las taparemos con una melena de algas ―discurrió Jorge, colocándole con gracia un puñado.
Luego Felipe le trajo los ojos, dos piedras grises, brillantes y lisas, que el mar había pulido.
―Nariz respingona, aunque un poco grande ―dijo Clara cuando le puso una caracola sin dueño que había encontrado―. Podrá oler muy bien.
Dos conchas de mejillón hicieron de orejas y un par de cañas rectas sirvieron de brazos. Casi estaba completo. Los padres quisieron poner su granito de arena.
―¿Qué os parece si con esta piel de naranja le hago una boca de labios carnosos? ―preguntó la madre, mientras le colocaba una amplia sonrisa de fruta.
El padre le fabricó un bonito gorro de papel de periódico:
―Será capitán de barco y recorrerá los siete mares.
Los niños saltaron contentos a su alrededor. Con esa sonrisa se veía que sería un muñeco feliz. Para que nada faltara, Clara corrió a buscar su mochila y volvió con el corazón de manzana que guardaba como recuerdo. Los dos cirujanos, ya con experiencia, lo hundieron en el pecho y luego alisaron la arena. Jorge le deseó:
―Disfruta la vida.
―Con tus ojos puedes ver muy lejos ―añadió Felipe.
―Y escuchar el mar con tus oídos de concha ―continuó Clara.
―Vamos a comer ―interrumpió la charla su madre.
―¿Volveremos esta tarde? ―preguntaron los niños, deseosos de pasar más tiempo con el muñeco.
―Bueno, después de la siesta ―concedió el padre.
―Adiós, muñequito ―se despidió Clara―. Espéranos aquí sin moverte. En seguida vendremos y te enseñaremos a andar por el mundo.
Muñeco de arena se quedó solo en la playa. Miró al cielo y vio brillar el sol. Miró al mar y vio brillar el agua. Una gaviota llegó volando y se posó a su lado. Curiosa, dio un par de vueltas a su alrededor y se le subió a la cabeza. Picoteó su melena de algas. «¡Eh, no hagas eso, que me haces daño», quiso decirle muñeco, pero no le salieron palabras. La gaviota se aburrió y voló a otro lugar.
Un cangrejo vino andando al revés. «¿Quién eres, qué quieres?», quiso preguntarle muñeco, pero solo hizo sonidos graciosos, como cualquiera cuando aprende a hablar.
Qué calor sentía. La boca de fruta estaba reseca, los ojos de piedras lustrosas perdieron el brillo. Su corazón le advirtió peligro, peligro, porque se acordaba de que el fuego era malo. Del mar le llegaba una brisa más fresca: «Tengo que acercarme», pensó. Pero no estaba seguro. Clara le había avisado que no se moviera. Los niños vendrían y lo ayudarían.
Pasaban las horas. El sol abrasaba. Muñeco de arena no aguantaba más. Una ola plateada se le acercó mucho.
―¡Espera! ―le gritó cuando se marchó.
Luego vino otra algo descarada y lo salpicó. ¡Qué fresca era el agua, qué salado su sabor...!
Cuando el sol bajaba, regresaron los niños. Registraron la orilla buscando a su amigo, pero allí no estaba.
―¿Se habrá deshecho? ―preguntó triste Clara.
―No creo ―contestó Felipe―. Estarían sus cosas y no queda nada.
―Era marinero ―recordó Jorge―. Querría viajar. Se habrá embarcado en un banco de peces y estará surcando los mares.
―Buscando tesoros en islas desiertas ―añadió Clara.
―¡Mirad, allá lejos en el horizonte! ―exclamó Felipe, poniéndose la mano de visera―. ¿No veis su gorro de capitán?
―Yo no veo nada con el sol de frente ―protestó Clara.
―Entornad los ojos ―aconsejó Felipe.
―Sigo sin ver nada ―se quejó Jorge.
―He dicho que entornéis los ojos, no que los cerréis. Así, como chinos ―explicó, tirándose de los bordes.
Sus hermanos lo imitaron.
―¡Lo veo, lo veo! ―gritó de alegría Clara―. Está navegando subido en un pez.
―¡Es un delfín! ―aseguró Jorge―. Y nos saluda con el gorro.
―¡Adiós, buen viaje, amigo! ―lo despidieron los tres.
―¡Cuidado con los tiburones! ―le recomendó Clara―. ¡Vuelve a visitarnos!
Y el muñeco de arena se perdió en el horizonte, navegando allende los mares, la melena al viento, feliz de la vida, con su sonrisa de piel de naranja y sus sentimientos de corazón de manzana.
El texto  que acabas de leer se ha extraído del libro Cuentos con corazón. 
© Carmen Martínez Gimeno. Publicado en Cuentos con Corazón, Madrid: Ediciones B, 2005.




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