lunes, 30 de noviembre de 2015

Mal de piedras

Mal de piedras
A veces ocurre. La suerte te sonríe y surge ante tu mirada ese libro especial cuya lectura recordarás para siempre y también las circunstancias por las que llegó a tus manos.

El día en que nos encontramos este del que voy a escribir y yo había empezado mal. Fue la desventurada mañana del 14 de noviembre último, cuando por fin nos echamos a la calle después de haber pasado horas pegados a la televisión viendo imágenes de los atentados de París. Caminábamos expectantes por la avenida Jean Jaurès que conduce al centro de Toulouse, tratando de adivinar sentimientos en los semblantes de los transeúntes con los que nos cruzábamos. Nada fuera de lo cotidiano percibimos en esa jornada soleada de sábado hasta llegar a la Place du Capitole, centro de reunión por excelencia de la ciudad rosa. Allí, frente a la fachada principal del edificio del ayuntamiento, comenzaban a prenderse las primeras velas, se iban depositando las primeras flores y se colocaban en el suelo o sobre el muro los textos de repulsa que habían  escrito a bote pronto los ciudadanos. Provocó mi interés uno que decía: «Après les larmes, aux armes, citoyens». Y me pareció que quien lo había escrito estaba en lo cierto: una vez enjugadas las lágrimas, los ciudadanos debíamos armarnos para vencer el miedo. Para defender nuestra libertad. Para no renunciar a lo que tenemos. Para no desandar el camino como los cangrejos.

Que cada cual se arme como mejor pueda, nos dijimos. Como sepa. Al volver la mirada, reparamos en que en el centro de la plaza estaba el mercadillo ambulante de todos los sábados. Los vendedores habían levantado sus tenderetes habituales, con sus mercancías coloristas y curiosas de muchos lugares del mundo. Estaban también los puestos de libros usados, ordenados sobre largos tableros y en cajones de plástico azules y rojos en abigarradas filas que no distinguían por contenido ni género, sino por precio, señalado con rotulador sobre pedazos de cartón viejo.  

Ahí están las armas de los nuestros, nos dijimos, y nos dirigimos enseguida hacia los montones de libros para curiosear en busca de tesoros. Mal de pierres saltó enseguida a mi vista: era una edición cuidada, con una portada minimalista pero hermosa, de una editorial desconocida. Fue un flechazo inmediato, y no me equivoqué al elegirlo sobre todos los demás: sigo prendida de esta novela excepcional que todavía resuena en mi mente.

Por dos míseros euros, el 14 de noviembre de 2015 compré la traducción francesa, realizada por Dominique Vittoz, de la novela escrita en italiano por Milena Agus Mal di pietre. En la contracubierta, se explicaba: «Au centre, l’héroïne: jeune Sarde étrange “aux long cheveux noirs et aux yeux immenses”. Toujours en décalage, toujour à contretemps, toujours à côté de sa propre vie». («En el centro, la heroína: una joven sarda extraña, “de largos cabellos negros y ojos inmensos”. Siempre en desfase, siempre a destiempo, siempre al margen de su propia vida»). El resto del comentario sobre la novela y los demás personajes, así como los trozos del interior que leí en un rápido escrutinio, picaron aún más mi curiosidad, y esa misma tarde comencé la lectura. 
  
«Si no voy a encontrarte jamás, haz que al menos sienta tu falta»: esta cita del pensamiento de un soldado durante la película La delgada línea roja da comienzo a Mal di pietre. Pero no es una historia de amor al uso, aunque la protagonista, a la que solo se la nombra como abuela, lo busca incansablemente. Su nieta, a punto de casarse, es la que narra un relato como quien va tirando de un hilo encontrado por casualidad y tan largo que da para formar un ovillo, un hilo que va cambiando de color y de grosor, que a veces parece romperse y otras deja cabos sueltos que hay que tratar de unir con mucho celo. Y aunque sea la nieta quien escribe y llame abuela a la protagonista, a nuestros ojos aparece siempre joven, algo salvaje, pletórica de deseos acaso imposibles.  

Abuela conoció al Veterano en el otoño de 1950. Llegaba desde Cagliari por primera vez al Continente. Iba a cumplir cuarenta años sin hijos porque su mali de is perdas, su mal de piedras, la hacía abortar siempre durante los primeros meses. Entonces, con su sobretodo de corte recto, los zapatos altos de cordones y la maleta de cuando el marido se había refugiado en el pueblo, la mandaron al Balneario a curarse. [La traducción del original italiano es mía en todos los casos].

Así de corto es el primer capítulo de los veinte que componen la novela, donde se nos pone en situación y aparece un personaje crucial: el Veterano. La breve estancia en ese balneario al que la mandan a curarse su mal de piedras —sus cálculos renales— cambiará la vida a una mujer siempre atada en corto por su propensión a «desmelenarse», a quitarse las horquillas del moño y sacudir la cabeza para soltarse la melena: la primera vez que lo hizo de pequeña, mientras estaban en la iglesia, y su abundante cabello brilló liberado «como arma de seducción diabólica, una especie de brujería», frente al niño que la había sonreído, su madre se la llevó a rastras y le propinó una paliza tan brutal que fue incapaz de mantenerse en pie.

El mal de piedras es una alegoría del malestar de una joven corsa que no encuentra su lugar, que no se casa a pesar de ser hermosa, que se hiere los brazos, se arroja a un pozo y se corta la melena como si fuera una sarnosa, y cuya calle es conocida por los habitantes del pueblo como «el sitio donde vive la loca». Pero su  mal de piedras es su mal menor, es lo de menos, a decir de sus hermanas que la quieren bien aunque no la comprenden porque tiene un «mal peor en la cabeza»…

Milena Agus escribió esta novela para no volverse loca, según sus propias palabras recogidas en una entrevista que leí después de la novela. Con un lenguaje sencillo pero con fuerza, lleno de expresiones en sardo y sin alardes narrativos más allá de la complejidad que supone un argumento con innumerables sorpresas a medida que avanza la lectura, desvela la vida de una abuela siempre anhelante, de su matrimonio tardío, de sus temores, de su único hijo ansiado y de sus amores, todo en un orden impreciso, inesperado, casi a destiempo. Y el hijo deseado llega tras el matrimonio imprevisto pero ya largo, al poco de volver de la cura para su mal de piedras en el balneario del continente. ¿Qué pasó en él? En esa casa llena de enfermos como ella a la que la mandan en largo viaje por primera vez sola, lejos de su isla y de los suyos, la mujer desquiciada es capaz de tomar las riendas de su vida y curar su mal de amores de un modo sorprendente e imaginativo.

Cuando terminé la novela leída en francés, la busqué en Amazon y compré la original en italiano, que también leí de un tirón. He hojeado además la traducción al español que realizó Celia Filipetto y publicó Siruela en 2008, pero no la he leído completa ni utilizado para este texto por un único motivo: todas las traductoras somos, antes de nada, escritoras y, como tales, dejamos nuestro sello en lo que traducimos. No podemos evitar ser un poco traidoras, como reza el dicho (traduttore, traditore). Por eso algunas editoriales llaman «versiones» a las traducciones de obras literarias que encargan. Pero volvamos a la novela. Decía también Milena Agus en la entrevista que leí, donde se recogían sus palabras durante una cena con colegas en España en marzo de 2008, que «los escritores son personas con grandes problemas y que solo con la escritura pueden vivir». Las más de las veces la locura que sufren no necesita camisa de fuerza ni medicación; no es más que una forma de creación si se le da salida, pero una desgracia si eso no es posible: «¡Dimonia!¡Dimonia!», grita su madre a la abuela protagonista cuando descubre que escribe poemas de amor, maldiciendo el día en que la mandaron a la escuela para que aprendiera a escribir.

Sin embargo, la nieta narradora recoge el testigo sin temor, y en el cuaderno que siempre lleva consigo, cierra el círculo iniciado por la abuela y su desbocada imaginación, escribiendo tras su muerte su historia y la del Veterano, la del abuelo que fumaba en pipa y enseñó erotismo y sexo de casa de citas a su mujer, la de la otra abuela Lía, viuda fingida y poeta real, y la de tanta gente que hubo a su alrededor, conformando el mundo campesino y marinero de la isla de Córcega en el que habitaron después de la Segunda Guerra Mundial.  La nieta es consciente de lo mucho que deben a la abuela porque pagó por todos ellos, por su felicidad: «En cada familia, siempre hay alguien que paga su tributo para que el equilibrio entre orden y desorden se respete y el mundo no se detenga».

Estas son mis armas más recientes, que se han unido a las que ya poseía y que comparto hoy por si a alguien le vienen bien. Ahora sé que la novela tuvo un enorme éxito cuando se publicó, que ha ganado premios y parece que incluso se pensó en llevarla al cine. Ignoro si se hizo. Me bastan las palabras que he leído y que se añaden a otras sabias y hermosas que ya conocía.


«Tristes armas / si no son las palabras. / Tristes, tristes» (Miguel Hernández). 


La lengua destrabada
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