domingo, 5 de abril de 2015

Así comienza...

La historia escrita en el cielo
Marie de Gourney
Esta joven tocada con un manto dorado es Marie de Gourney. Acaba de llegar a Madrid y se ha vestido sus mejores galas para visitar a un banquero del que pretende obtener fondos para proseguir viaje en busca de su padre, Maxim de Gourney, quien tiempo atrás se unió a los Tercios Viejos españoles con la idea de llegar hasta Sevilla y pasar al Nuevo Mundo. Marie lleva meses de camino y aventuras desde que abandonó su tierra natal, el Franco Condado, y huyó del convento en el que se había refugiado tras la muerte de su madre. Ante la insistencia de la madre abadesa para que decidiera entre ser monja o casarse con un primo al que aborrece porque intentó violarla, no encontró más salida que escapar a uña de caballo en mitad de la noche, incitada por el recuerdo de las últimas palabras que escuchó a su madre en el lecho de muerte: «Pobre hija mía, acabas de abandonar la niñez y ya está  escrita tu historia en el cielo. La irás descubriendo un día tras otro sin siquiera haberla planeado, pues te empujarán a ella. Sentirás curiosidad, pero sobre todo miedo, al avanzar sin remedio hacia cada etapa de las que han previsto sin tu consentimiento... Tenemos que evitarlo, Marie, no dejes que decidan por ti; no repitas mi suerte. No, tú no serás la loca, ni la hija de la loca, ni la muerta en vida, no repetirás mi triste destino».

La mayoría de las novelas parten de un punto de crisis que da pie para iniciar la trama y presentar a los personajes principales. Dicha crisis se corresponde con varias de las acepciones que se recogen en el DRAE: «(Del lat. crisis, y este del gr. κρίσις). […] 2. f. Mutación importante en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales. 3. f. Situación de un asunto o proceso cuando está en duda la continuación, modificación o cese. 4. f. Momento decisivo de un negocio grave y de consecuencias importantes. 5. f. Juicio que se hace de algo después de haberlo examinado cuidadosamente. […] 7. f. Situación dificultosa o complicada».

La crisis fundacional de esta novela de la que ahora escribo no es la muerte prematura de la madre de Marie, sino la llegada de los Tercios Viejos españoles a las tierras familiares, acontecimiento que interrumpe la monotonía cotidiana y llena de anhelos de viajes la cabeza del padre, amo y señor.  Su decisión de marchar a Sevilla es la que origina una mutación trascendental en el desarrollo de otros procesos, crea una situación dificultosa y complicada, y lanza a Marie a los caminos, convertida en dama andante, tal vez sin haber examinado con detenimiento los peligros del trance en que se pone.  


La Beata de los Huevos
A principios del siglo XVII, Madrid, la ciudad a la que llega Marie después de un largo viaje por tierras francesas y españolas, ya es la capital del Imperio español donde se dice que nunca se pone el sol, pero no pasa de poblachón destartalado y bullicioso, repleto de cortesanos, buscavidas y mendigos. Poco imagina la joven Marie que se verá obligada a abandonar también a toda prisa esta ciudad de hermosos cielos cuando en la pradera de San Isidro se cruce con la Beata de los Huevos, que aguarda en una jaula el auto de fe en el que se cumplirá su condena de morir abrasada en la hoguera: «En el convento de las Dueñas Marcelinas, donde ingresé a la edad de cuatro años porque mi tía era la priora, puse muchas docenas de huevos blanquísimos siendo todavía novicia, hecho que se consideró gran maravilla. La mañana que descubrí el portento salí haciendo aspavientos de mi celda como si me hubiera topado con un alma en pena. Dentro de mi catre, colocado entre mis piernas, había encontrado el primero que puse».

Así comienza el primer capítulo de La historia escrita en el cielo:

  

1. El Camino Español

Dos mujeres bordaban al tibio sol de mediodía, resguardadas tras la fachada de la casa de dos pisos, construida en piedra; la mayor estaba sentada en un alto sillón de madera oscura, mientras que la más joven se había acomodado a sus pies en una silla baja. Ambas levantaron los ojos de la tarea al escuchar el galope de un caballo que se acercaba por el camino de tierra e intercambiaron unas breves palabras de sorpresa. Desde el lugar donde se encontraban no podían ver de quién se trataba, pero al poco apareció una criada para anunciarles:
—¡Alegraos, señora, pues al fin hubo noticias! ¡Llegó carta y paquete de Castilla!
—¿Dónde están? Traédmelos de inmediato ―pidió la mujer mayor, levantándose agitada de su asiento y dejando caer al suelo el bastidor del bordado.
—Enseguida os los entregará Armand. Yo me he adelantado para comunicaros la buena nueva, pues no se me escapa con cuánta ansia la esperabais.
La joven también se alzó de su silla cuando vio que llegaba, casi corriendo, un hombre más bien grueso, de mediana edad y rostro afable, cargado con un bulto envuelto en una burda tela oscura y cerrado con varias vueltas de cordel lacrado.
—¿No decíais que hubo carta? ―preguntó con cierta desilusión la dama mayor cuando lo tuvo cerca.
—Así es, señora ―respondió Armand con una amplia sonrisa, a la vez que se sacaba del jubón un papel doblado y sellado―. Los nuevos voluntarios de los Tercios Españoles se dirigen a Flandes y han acampado cerca de Besanzón. El sargento Villamediana tenía el encargo de venir a entregaros el envío de vuestro esposo, pero avanzan a marchas forzadas y yo lo excusé de que hiciera el camino hasta aquí.
—¿Cómo está mi esposo? ―preguntó la dama angustiada, mientras cogía el papel que Armand le alargaba―. ¿Sabe algún suceso el sargento?
Armand la tranquilizó:
—No os inquietéis, mi señora. Quedó sano y salvo en la corte castellana, sin ningún contratiempo digno de mención... pero os aconsejo que leáis la carta. En ella creo que hallaréis cuantas razones precisáis para serenar vuestro corazón.
La dama se dejó caer en el sillón, hizo saltar el lacre con manos temblorosas y se enfrascó en la lectura. Cuando estaba a punto de terminar, una gruesa lágrima rodó por su mejilla.
La hija, preocupada, se acurrucó a su lado:
—¿Qué sucede, mamá? ¿Son malas noticias?
La madre abandonó la carta sobre el regazo y lanzó un hondo suspiro.
—No. Las noticias son buenas, pero tu padre está muy lejos. Nacerá su hijo y no habrá vuelto ―expresó con tristeza, tocándose el vientre apenas abultado.
—¿Puedo leerla? —pidió la hija, extendiendo la mano para alcanzar la carta.
—Sí. Te dedica varios párrafos. Mi buen Maxim también se interesa por vosotros ―anunció a los dos criados―. No se olvida de nadie más que del hijo que va a nacer dentro de pocos meses.
—Señora —replicó la criada―. No conoce su existencia. Cuando partió para Castilla, no sabía que estabais encinta. ¿Cómo esperáis que se ocupe de él?
—Debéis advertirle ―intervino Armand―. El amo ha de estar al corriente de vuestro venturoso estado. Tengo para mí que se enojará si lo mantenéis en la ignorancia de un asunto de tanta trascendencia para su casa.
La dama no contestó. Hacía casi seis meses que su esposo, el señor de Gourney, había salido de viaje aprovechando la vuelta a la Península Ibérica del capitán Jacinto de Zadava, con quien había recorrido el Camino Español hasta Génova para embarcar allí rumbo a Barcelona. Ambos hombres se habían conocido años atrás, cuando los Tercios Españoles que se dirigían a Flandes buscaron un camino por tierra que atravesara dominios imperiales al verse obligados a abandonar la ruta marítima seguida hasta entonces por el Canal de la Mancha debido al acoso que sufrían a manos de sus enemigos franceses, ingleses y holandeses. La casa solariega rodeada de viñedos de Maxim de Gourney se hallaba a varias leguas de Besanzón, capital del Franco Condado, y esta circunstancia, unida a la gran afición que profesaba su dueño por la cosmografía y la cartografía, había propiciado que muy pronto los oficiales españoles de los Tercios buscaran su colaboración para confeccionar mapas del terreno del denominado Camino Español, que comenzaba en Lombardía y atravesaba Saboya, el Franco Condado y Lorena hasta adentrarse en los Países Bajos, territorio del imperio siempre necesitado de soldados por los frecuentes levantamientos que se iban sucediendo.
El capitán Jacinto de Zadava era un militar curtido en el combate y amante de la aventura que había descrito al señor de Gourney sin escatimar detalles su proyecto de embarcarse en breve rumbo al Nuevo Mundo, del que tantas maravillas se escuchaban. Le habló de las asombrosas civilizaciones que se habían descubierto, de las riquezas sin cuento que encerraban sus tierras, y de su fauna y flora exuberantes que librarían del hambre al Viejo Mundo, tan castigado por las guerras, las sequías y la peste. Y todavía quedaba mucho por descubrir y explorar, pues según mostraba el mapa que había comprado a un cosmógrafo andaluz, había grandes extensiones denominadas Terra Incognita por encima de la América Septentrionalis y debajo de la América Meridionalis. Le mostró además unas semillas llamadas cacao que provenían de un árbol que en el Nuevo Mundo crecía silvestre y con las cuales se preparaba una bebida de sabor amargo, conocida como chocolate, cuyas propiedades vigorizantes y curativas comenzaban a reconocerse en la Península Ibérica, y otras pepitas diminutas de una hortaliza, llamada tomate, cuya sabrosa pulpa roja poseía un gusto tan agradable que resultaba difícil prescindir de ella una vez que se había probado. Le explicó asimismo que la Casa de la Contratación de Sevilla había creado una escuela de cosmógrafos, cartógrafos y pilotos por la necesidad que había de ellos para confeccionar las cartas de marear, imprescindibles para la navegación atlántica a las Indias Occidentales.
A Maxim de Gourney se le hicieron muy cortos los días que compartió con el capitán Jacinto de Zadava, y durante los meses siguientes a su partida se dedicó a estudiar con ahínco cuanto pudo obtener en Besanzón y Lyon sobre las últimas novedades de la cartografía, dedicando una atención especial a los notables hallazgos del cartógrafo flamenco Gerardus Mercator, quien había resuelto el problema de representar la superficie terrestre sobre un pliego de papel valiéndose de las proyecciones polares equidistantes, que conseguían evitar las distorsiones en la zona del ecuador. También se puso al corriente de los adelantos habidos en el instrumental marino, pues la navegación a estima o por fantasía, basada en el uso combinado de los portulanos y la brújula que se empleaba en las rutas marítimas mediterráneas, había cedido el paso a una náutica más técnica con planteamientos matemáticos, que se caracterizaba por el empleo de instrumentos de precisión como el astrolabio, las tablas astronómicas y unas cartas más minuciosas que los portulanos medievales, puesto que la navegación de altura por el imponente Atlántico, conocido como el Mar Tenebroso antes de la epopeya americana, los había vuelto imprescindibles.
Cuando consideró que estaba preparado, comunicó a su esposa Amélie la intención que tenía de ofrecer sus servicios a la Casa de la Contratación sevillana.
—Habré de pasar un examen, querida mía, para que me permitan hacer la carrera de Indias, pero espero superarlo con fortuna en poco tiempo —le explicó exultante—. Partiré solo y, una vez que me haya establecido, si las cosas me van tan bien como espero, mandaré a buscaros.
Amélie lo miró atónita, levantando la cabeza del complicado bordado que la entretenía y dejando en suspenso la puntada, sin acabar de comprender el alcance de sus palabras.
El señor de Gourney prosiguió su exposición:
—El capitán Jacinto de Zadava regresará a nuestras tierras dentro de unos meses, y he determinado aprovechar su viaje y compañía para presentarme en la corte castellana. Él también está interesado en zarpar a las nuevas Indias, y tal vez pueda acompañarlo.
Su esposa no puso objeciones. Lo escuchó como quien oye llover, pensando que era un capricho más que acabaría olvidando en cuanto surgiera ante sus ojos alguna otra novedad que lo distrajera de la monotonía cotidiana que tanto lo hastiaba.
Así pues, prosiguieron con su vida acostumbrada, sin ningún sobresalto destacable hasta la mañana en que llegó, montado en su negro corcel, el furriel mayor de los Tercios Españoles con la encomienda de solicitar provisiones y albergue para el capitán don Jacinto de Zadava y los soldados que regresaban de Flandes a Génova, una vez concluida la campaña bélica que se les había encomendado. El señor de Gourney aceptó de buen grado que acamparan cerca de sus viñedos y se ofreció a viajar con él a Besanzón y los pueblos vecinos para facilitarle la obtención de los víveres y pertrechos necesarios para su estancia, que en esta ocasión sería fugaz porque debían llegar al puerto genovés en una fecha prefijada para embarcar en la flota que zarparía hacia Barcelona. El peligro del turco desaconsejaba que se navegara en navíos sueltos, pues la probabilidad de acabar en las mazmorras de Argel era cada vez más elevada.
—Amélie, querida mía —anunció Maxim a su esposa—, ordena que preparen mi equipaje, pues partiré con el capitán en breve, tal como te indiqué tiempo atrás que tenía previsto.
Y Amélie se encargó de disponerlo todo con la abnegación que la caracterizaba, pues no hubo modo de convencerlo para que abandonara su caprichosa pretensión y se quedara en sus tierras. Varias fueron las lágrimas que vertió ahora la dama al recordar unos hechos ocurridos hacía meses que le causaban tan honda melancolía.
—No llore, mi señora —le aconsejó la criada—. El llanto y las penas son perjudiciales en su delicado estado.
—No llores, mamá —reiteró la hija, acariciándole la mano―. Nana tiene razón. Te hará daño. Además, no hay motivo. Papá está contento y cuenta cosas muy curiosas y entretenidas. ¿No te gustaría conocer esas ciudades y gentes de las que habla? Si Dios lo quiere, nosotras también las contemplaremos dentro de poco, cuando nos mande llamar y nos reunamos con él. ―Luego se dirigió al criado―: Armand, abramos el paquete que nos ha enviado, pues seguro que guarda asombrosas sorpresas que nos distraerán.
El criado cortó con su navaja el cordel que cerraba el fardo, y dentro aparecieron dos saquitos, cada cual con un pliego de papel pegado. En el primero decía:

Os mando un pequeño acopio de cacao con la receta que emplean para hacer chocolate los monjes de San Ginés. Veréis que no se trata de la bebida amarga que nos dio a probar el capitán Jacinto de Zadava, sino de otra dulce por la miel y la leche que se le añade a la semilla molida. Su uso se ha extendido mucho por su buen sabor, unido a sus propiedades reconfortantes y al hecho de que, a decir de los clérigos, dicha bebida no rompe el ayuno. Superé grandes impedimentos para obtener la receta, pues la corte castellana la guarda a buen recaudo para impedir que se propague a otros reinos, cosa que no creo que consiga, y me atrevo a augurar que en pocos años el chocolate será la bebida distinguida de todo nuestro Viejo Mundo.

En el segundo saquito se especificaba:

Esta otra hortaliza que os será desconocida recibe el nombre de batata, papa o patata. Las hay dulces que se toman asadas o cocidas, despojándolas de su piel, y otras más  insípidas a las que se les añade sal y se comen guisadas de muchas formas, así como fritas en el aceite de oliva que en estas tierras tanto abunda. Son un manjar delicioso que creo que librarían del hambre a nuestros pueblos si se extendiera su cultivo, pues alimentan tanto como el pan y su elaboración es más sencilla. He probado el tomate del que nos habló el capitán Jacinto de Zadava y coincido en afirmar que su pulpa es sabrosísima y excelente para la salud, por más que algunos no le tengan confianza y solo utilicen la planta para adorno de jardines. Os mando unas instrucciones para que plantéis las semillas que nos dejó...

—Nunca volverá —expresó entre lastimeros suspiros la dama, interrumpiendo la lectura de su hija―. Está maravillado con tantos descubrimientos y, cuando zarpe hacia esas tierras del Nuevo Mundo, se olvidará de nosotros.
—No lo hará, mamá —respondió la hija―. Además, aún faltan muchos meses para que se embarque, si es que consigue el permiso de la Casa de la Contratación. Las flotas no salen hasta finales de verano, época en que los vientos les son favorables para la navegación. Antes le llegará nuestra carta con la noticia de que va a tener un hijo...
—No —la interrumpió la dama―. No vamos a comunicárselo hasta que nazca. Deseo que prosiga sus planes hasta entonces.
—Pero eso no es recomendable, mamá ―repuso su hija―. Mejor sería…
—No hay más que hablar  ―cortó tajante la señora―. No me contrariéis, pues conozco bien a mi esposo y sé lo que deseo y me conviene.
—Se hará como os plazca ―intervino conciliadora la criada para evitar más disputas―. Ahora entrad en la casa, mi señora, pues es la hora de almorzar, y en cuanto baje el sol hará frío.
La dama se levantó del asiento y se dejó arrastrar al interior de la casa por su hija y la criada, mientras Armand recogía el contenido del fardo y lo llevaba a la cocina.
Quisieron ayudarla a subir la escalera que conducía a sus aposentos, pero Amélie se negó.
—No me tratéis como a una inválida ―expresó, soltándose de sus manos―. Puedo caminar sola, pues no estoy enferma. Id a vuestras ocupaciones y servidme el almuerzo en mi antecámara. No bajaré al comedor.
La hija y la criada obedecieron y se dirigieron a la cocina antes de que la señora Amélie hubiera llegado al segundo piso. No estaba enferma, tenía razón, pero su embarazo tardío la había debilitado y con frecuencia le fallaba la respiración. Por eso tuvo que detenerse para recobrar el aliento, agarrada a la barandilla, una vez que estuvo arriba. Del corredor que se abría enfrente surgió una anciana enjuta vestida de negro. Era una prima lejana de su esposo que había aparecido sin previo aviso en una silla de manos alquilada al poco de la partida de aquel,  pretextando una visita que ya se prolongaba en exceso. La anciana fijó sus ojos penetrantes de ave rapaz en Amélie mientras expresaba:
—¡Vaya, querida prima, iba a buscaros! ¿Qué fue lo que pasó? ¿A qué vino tanto alboroto? Sabéis que no os conviene excitaros. Lo que fuera debieron comunicármelo a mí.
—De ningún modo, señora. Era carta de mi amado esposo y venía a mí dirigida ―repuso sin tardar Amélie.
—¿Carta de mi primo? —se admiró la anciana, tapándose la boca con las manos en un aspaviento exagerado―. Dádmela para que la lea, me interesa mucho.
—No es para vos —replicó la dama tajante.
—Pero ahora que él no está, como pariente más cercana, me veo obligada a ocupar su lugar como ama de esta casa y he de estar al corriente de sus noticias.
—El ama de esta casa soy yo, no lo olvidéis, y no os preciso en absoluto. Tengo una hija y criados que nos cuiden. Nos bastamos y sobramos solas.
—No os excitéis, querida prima ―cambió el giro de la conversación la anciana al ver que no le favorecía el que estaba tomando―. Yo solo pretendo vuestro bien y el de vuestra hija. Por cierto, yo también debo comunicaros una agradable noticia: mi hijo llegará en breve para unirse a nosotras. Necesitamos un hombre en esta casa, ahora que el querido Maxim está lejos, para que se haga cargo de sus negocios.
—No necesitamos nada, señora. Armand conoce bien nuestros intereses y cuenta con la confianza de mi esposo. Creo que deberíais aprovechar el viaje de vuestro hijo para regresar con él a vuestra casa. Os agradezco la visita, pero dura demasiado y tendréis cosas que resolver lejos de aquí.
A la anciana se le afiló el semblante ante esas palabras y un breve temblor desdibujó sus finos labios, pero fue cuestión de segundos. Se repuso de inmediato y, como si no las hubiera escuchado, replicó:
—Querida, os agradará conocerlo. Es algo mayor que vuestra hija y lo he sabido criar para hacer de él un hombre de provecho. Formarán una buena pareja. Pero dadme el brazo, bajemos al comedor. Voy a ordenar que tiendan la mesa y nos sirvan allí el almuerzo.
Y antes de que Amélie pudiera impedirlo, la agarró con fuerza para obligarla a iniciar el descenso.
—No, soltadme ―se negó la dama resuelta, tratando de liberarse a codazos―. Almorzaré en mi antecámara. Soltadme os digo.
Pero la anciana no cejaba en su intento. Hubo un forcejeo entre ambas, y Amélie perdió el equilibrio y cayó de espaldas. La anciana contempló sin inmutarse desde lo alto de la escalera cómo la esposa de su primo rodaba escalones abajo como si de un ovillo de lana se tratara. Luego prorrumpió en gritos y lamentos al comprobar que permanecía tirada en el suelo sin moverse:
—¡Pobre de mí, auxilio, a mí la gente de esta casa! ¡Socorro, socorro! ―y fue descendiendo peldaño por peldaño con toda calma.

¿Qué más sucede? Este es el índice de capítulos de La historia escrita en el cielo

1. El Camino Español
2. El convento de Santa Bárbara
3. Marie la ladrona
4. La baronesa Chantal Delacroix
5. El Monte de las Ánimas
6. El abrazo del oso
7. La sal en el fuego
8. El enano y el banquero
9. La beata, el caballero andante y los galeotes
10. Entre izas y rabizas
11. El Hospital de la Caridad
12. La sagrada familia
13. Lluvia sobre mojado
14. Amarillo indio, azul ultramar
15. Amor quita amor
16. A tientas los celos matan
17. El llanto de las sibilas
18. ¿Dónde estáis, amor?
19. Los espejos del pasado
20. El escriba del cielo
Epílogo


Si quieres seguir leyendo, este enlace te dirigirá a la novela: La historia escrita en el cielo 


2 comentarios:

  1. ESinteresante, tiene un buen comienzo, dan ganas de saber que pasará.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues es fácil saberlo, Ignacio. Solo tienes que ponerte a leer...

      Eliminar