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©Niña con sombrero fresa. Carmen Martínez Gimeno |
¿Qué es en realidad la literatura infantil? Se entiende como tal la que se
ha escrito pensando en los niños, además de otros textos literarios clásicos dirigidos
a los adultos que se han adaptado para el público infantil. Entre estos textos
se incluyen, por ejemplo, Los viajes de
Gulliver del misógino Swift, que en realidad es una sátira despiadada de la
sociedad y la condición humana; Platero y
yo de Juan Ramón Jiménez (¿quién no recuerda su comienzo: «Platero es
pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que
no lleva huesos»); la mayoría de las novelas de aventuras de Julio Verne, como La isla del tesoro o La vuelta al mundo en ochenta días; Robinson
Crusoe de Daniel Defoe; Las aventuras
de Huckleberry Finn de Mark Twain o La
cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe.
Los más pequeños suelen iniciarse en la lectura con los cuentos populares recogidos
por Charles Perrault o los hermanos Grimm, como La Caperucita Roja, Blancanieves, La Cenicienta, Los tres cerditos,
Pulgarcito y todos los demás cuentos de hadas escritos por Christian
Andersen o las fábulas de F. M. Samaniego y Tomás de Iriarte.
Confieso que a mí no me gustaron de niña la mayoría de estos cuentos,
repletos de ogros que se comían a sus propias hijas, madrastras malvadas que
ansiaban ser las más bellas, atontadas princesas dormidas salvadas por príncipes
valerosos y, en general, animales o niños desvalidos demasiado tontos para
salir adelante sin la ayuda de alguien más listo que ellos. Tampoco me gustaba la moraleja con la que se justificaban
al final los desastres que habían ocurrido.
Sé que no soy la única descontenta y que incluso muchas personas justifican
su escaso interés por la lectura con sus malas experiencias durante la infancia,
porque ¿a quién le puede gustar Don
Quijote para niños o Platero y yo sin
ir más lejos? Ahora soy capaz de
racionalizar el disgusto y la sensación de desasosiego que la mayoría de los cuentos
infantiles me provocaban: yo no era una adulta en pequeñito ni una adulta tonta;
no era más que una niña y necesitaba libros escritos pensando en mí, sin
moralinas ni censuras; sin estereotipos ni maniqueísmos. Quería, en definitiva,
imaginación para ser feliz. Quería divertirme.
Qué bien conjugó ambas cosas Michael Ende con su Historia interminable, que leí más de una vez ya de adulta pero
disfruté como una niña, y cuántas buenas novelas infantiles y juveniles han
surgido en el mundo siguiendo una estela que cortó su muerte prematura. Me
ahorro nombres porque de todos son conocidos.
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Viruta, Edelvives, Zaragoza, 2ª ed., 2011 |
Cuando tuve mis propios hijos, empecé a inventar cuentos para contarles.
Pronto empecé a escribirlos porque mis sobrinos también querían tenerlos. Recuerdo
perfectamente cómo mi hijo pequeño se colocaba detrás de mí cuando me veía
sentada ante el ordenador para ir leyendo a medida que yo escribía. Su aliento
me hacía cosquillas en el cuello y acababa abrazado a mi espalda, pero no me
hablaba para no interrumpirme. Viruta lo
escribí para él y le gustó mucho.
Empieza así:
Era martes. Ese día llevamos los de mi clase tan repleta de cuadernos y libros la mochila que el peso nos obliga a andar cabizbajos, mirando solo los pies de las personas con las que nos cruzamos. Por eso me fijé en el alcorque, lleno de una asquerosa agua amarillenta con espumas blancuzcas. Estaba pensando que el árbol se iba a morir, cuando vi asomar entre tanta porquería una cabecita que intentó tomar aire antes de hundirse de nuevo. No sé cómo me atreví a meter el brazo, pero el caso es que lo hice y saqué un bicho pequeño que olía espantoso. Lo dejé en la acera y no se movió. Intentar el boca a boca era demasiado, así que solo le apreté la barriga a ver qué pasaba. Me vomitó. Repugnante.
—Ahí te quedas, rata, perro o el bicho que seas —dije levantándome.
Pero me miró con unos ojos tan tristes que no pude irme. Total, ya me había puesto perdido, así que lo cogí y lo abrigué con mi sudadera.
—Te vienes a casa. Te lavo y te doy de comer. Luego ya veremos.
El encuentro con el perro diminuto que bautizará como Viruta y la noticia que ese
mismo día le dan sus padres de que va a tener un hermano cambian la vida del protagonista,
Javi, que hará nuevos amigos y hasta correrá alguna aventura inesperada para
salvar a uno de ellos, el peshmerga Jalal,
al que al principio acusan de querer robar a Viruta:
Creo que escribir para niños entraña una gran responsabilidad. Hay que conseguir atraer su atención y mantenerla; conseguir también divertir e incentivar su creatividad.El perro corrió a mi lado y empezamos a alejarnos del chico. Cuando habíamos avanzado un buen trecho, lancé un suspiro de alivio. Pero ahí fallé, había cantado victoria demasiado pronto, porque justo en ese preciso momento se oyó un agudo silbido y Viruta corrió como un rayo para desandar el camino. Yo fui detrás con todos mis amigos, gritando desesperado:—¡Ladrón, ladrón, Viruta es mío...!
—Yo no ladrón, yo pesh merga —repitió el chico con firmeza, cogiendo en brazos a mi perro. El muy desagradecido le lamió la cara.
—Pesh merga —repitió Alí intrigado—. ¿Qué significa?
—¡Ladrón de perros! —exclamó de inmediato Carlota.
—No. Pesh merga es guerrero que camina con la muerte. Yo pesh merga. Yo guerrero kurdo...
—Y ladrón de perros —le interrumpió valiente Carlota.
—Yo silbo y perro viene. No robo. Perros no tienen dueño. Perros libres. Como pájaros, como peces.
—Qué cara tiene —opinó Mediopollo, meneando la cabeza con desagrado.
—Os está diciendo la verdad, eso es lo que piensa el pesh merga —indicó Fátima, que hasta entonces había permanecido callada—. En su país debe de ser así. Los perros viven sueltos, van donde quieren, con quien mejor los trata. No son animales domésticos que viven en las casas con un único dueño como aquí.
Los niños no somos tontos, mamá, me recordaba mi hijo cada vez que me ponía a escribir un nuevo libro. Era su manera de decirme que, como los adultos, exigen buenos argumentos, personajes interesantes y un vocabulario amplio que enriquezca el que poseen.
Como padres somos responsables de lo que leen nuestros hijos. ¿Por qué es tan importante fomentar el hábito de lectura? No es para que de mayores sigan leyendo novelas, sino para que entiendan lo que leen, para que sean capaces de razonar y sacar conclusiones. En definitiva, para que no sean analfabetos funcionales en una sociedad alfabetizada. Para que no los engañe el lobo ni acaben en su barrriga. Para que no necesiten un cazador que los salve. Ni mucho menos un príncipe, sea azul o negro.
He hecho una pequeña encuesta sobre todos los libros leídos por mis hijos y sobrinos, ya crecidos, para comprobar cuáles les habían dejado mayor huella. Han ganado El lugar más bonito del mundo de Ann Cameron y El jardín secreto de Frances Hodgson Burnett. Pero otros se han quedado muy cerca.
Por mi parte, el cuento de mi infancia que más recuerdo no lo leí, sino que nos lo contaba la señora que ayudaba a mi madre. Trataba de una familia muy pobre con tantísima hambre que se comió las asaduras del padre cuando se murió. Una noche llamaron a la puerta: Toc, toc. «Ay, mamaíta ¿quién será?», preguntaba la hija, a lo que la madre respondía: «Cállate, hijita, que ya se irá». Pero quien fuera insistía: «No me vooooy, que entrando por la puerta estooooy». Y el cuento seguía con el muerto acercándose cada vez más, hasta tirar de los pelos a sus familiares caníbales, y mis hermanas y yo gritábamos pero también nos reíamos.
Y es que los cuentos de miedo controlado atraen a los niños y no los aterrorizan. Por eso termino esta entrada mencionando la novedosa versión que acaba de publicar Luis Murillo sobre el personaje de la Caperucita, su Cadavercita Roja, que añade interacciones solo posibles en un libro digital. Todo un mundo por descubrir.
La lengua destrabada
