De haber vivido, mi madre habría cumplido cien años el 30 de junio
pasado. El 4 de julio, decimonoveno aniversario de su muerte, quise celebrar su
memoria visitando en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid la
exposición «Balenciaga y la pintura española», cuyo objetivo era demostrar la
vinculación de la creación del influyente diseñador de moda vasco con la
tradición pictórica española de los siglos xvi
al xx, reuniendo en salas sucesivas 90 de sus diseños
con cuadros de pintores tan inconfundibles como Goya, el Greco, Zurbarán,
Velázquez, Murillo, Madrazo o Zuloaga.
La exposición era una invitación para acercarse al arte desde una
mirada diferente, fijando la atención en los pintores como creadores y
trasmisores de moda, como maestros en la representación de telas, texturas, caídas
y pliegues, tal como debió de
concebirlos Balenciaga. Pero para mí la exposición fue eso y mucho más:
en la mayoría de los trajes expuestos quise adivinar la diestra mano de mi
madre, la de mi tía o la de mi prima mayor…
Al madrileño taller de Balenciaga de la calle Caballero de Gracia se
entraba muy joven como aprendiza, al principio solo para hacer recados, llevar
los trajes terminados a los domicilios de las clientas e ir asimilando poco a
poco las técnicas de la costura desde las tareas más básicas, como sobrehilar o
pasar hilos, en los ratos libres. Así comenzó mi tía Pilar a los catorce años a
mediados de la década de 1940. Por entonces, mi madre, siete años mayor, ya era
una modista experimentada que trabajaba en otro prestigioso taller de costura
madrileño.
Su trayectoria cambió cuando el establecimiento de Balenciaga, debido al
éxito, tuvo necesidad de ampliar la plantilla. Como a las maestras les habían
llamado la atención los vestidos bien cortados que lucía mi tía Pilar, sabían
que tenía una hermana mayor que se los cosía, así que le pidieron que le preguntara
si querría cambiar de taller. De este
modo, mi madre entró en Balenciaga ya sentada como oficiala. Pero no la emplearon
de modista como esperaba, sino como sastra, a las órdenes del señor Emilas. Fue
el propio Balenciaga quien le explicó que modista ya era, pero tenía que
demostrar si lograría avanzar más, y le contó que de niño, cuando decidió que quería
aprender a coser, una noche había deshecho un abrigo que su madre tenía
preparado para entregar a una clienta y lo volvió a armar sin que nadie se
enterara. De ahí salió el lema que mi madre nos repitió durante toda la vida:
«lo que alguien ha sido capaz de hacer también puedo hacerlo yo». Es cuestión
de confianza, tesón y esfuerzo. Mi madre aprendió a hacer trajes de chaqueta y
abrigos de factura impecable, e incluso pantalones. Balenciaga en persona le
enseñó a planchar con planchas de carbón que se iban reponiendo a medida que se
enfriaban y utilizando siempre una tela de algodón sobre la prenda para evitar
brillos: primero se plancha lo que menos se ve y por último siempre lo más
visible, esto es, el cuello y los delanteros de la prenda.
Los años que pasaron en el taller de Balenciaga mi madre y su hermana
marcaron sus vidas. Siempre tenían alguna anécdota que contar. Las larguísimas
jornadas de trabajo cuando había que preparar colecciones, las horas de prueba
como si fueran modelos porque a Felisa, la maestra, les parecía que tenían un
tipo estupendo y todo les sentaba bien… Era frecuente que al llegar por la
mañana se encontraran el trabajo realizado sobre algún modelo completamente
deshecho. Balenciaga en persona lo había convertido en un «pulpo» de telas
sueltas porque estaba descontento con el resultado. «Como al hago y deshago
ganamos lo mismo», comentaban las sastras y modistas que tenían que retomar la
costura y armar otra vez el modelo según las nuevas indicaciones de Balenciaga.
La perfección era la marca de la casa.
Había épocas del año entre colecciones que el taller cerraba y las
empleadas se quedaban en casa. Entonces era cuando cosían por su cuenta para
clientas que no querían o podían pagar los altos precios del afamado taller
pero deseaban lucir ropa elegante, cosida por las mismas manos expertas que lo
hacían para Balenciaga. Había una regla no escrita: nunca se copiaban modelos
de la temporada.
Cuando mi madre y mi tía se casaron, lucieron espléndidos trajes de
novia regalo de Balenciaga, confeccionados por sus compañeras de trabajo.
También les cosieron todo el vestuario necesario para sus largos viajes de boda.
Ninguna de las dos volvió a coser para la calle, como ellas decían. Pero a sus
hijas e incluso nietas nos hicieron los vestidos más bonitos, los abrigos mejor
cortados y los trajes de chaqueta que eran la admiración de quienes nos los
veían puestos. Todavía guardamos algunos de ellos como oro en paño. Y al contemplar
los modelos expuestos en la exposición del museo Thyssen, recordé vestidos de
nuestra madre con los que jugamos de niñas y nos disfrazábamos para las
funciones teatrales del colegio. Mi hermana Pilar, por ejemplo, hizo de imponente
madrastra de Blancanieves ataviada ante el espejo de las preguntas con un señorial
vestido de raso gris claro idéntico a uno que había en la exposición.
Gracias a nuestra madre, aprendimos a entender de costura, a distinguir
calidades de tela, a apreciar una manga bien pegada y a conocer el proceso de
confección: los patrones de papel, su paso a la toile para la primera prueba, su refinado para cortar después en la
tela elegida, las pruebas sucesivas y los remates finales… ¡Y cómo se cogía el
bajo para que quedara parejo! Sin embargo, a ninguna nos permitió aprender a
cortar. No quería que siguiéramos sus pasos, como años antes había hecho
nuestra prima mayor, que trabajó en Balenciaga hasta el día en que cerró sus
puertas. Nos imaginaba universitarias y se esforzó para que nada nos desviara
de la senda del estudio. Y lo consiguió. Ella nos cosía mientras nosotras avanzábamos
en las carreras que habíamos elegido.
Ahora, pasados los años, no olvidamos su labor y nos damos cuenta de
que perteneció a una elite artesanal de la costura difícil de imitar. Cuando
nos reunimos, siempre sale a relucir Balenciaga y las anécdotas que nos contaba
nuestra madre mientras cosía y nosotras la ayudábamos con sobrehilados,
hilvanes, ojales y otras tareas menores de aprendizas. El valor del trabajo
bien hecho que le inculcó don Cristóbal Balenciaga, del que nos hablaba incluso
cuando ya padecía el mal de Alzheimer e iba olvidando los recuerdos recientes y
los afanes del día a día, fue un legado que dejó a sus hijas e hijo, y que
nosotros, a nuestra vez, hemos transmitido a nuestras generaciones siguientes.
La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.
¿Te gusta este blog? Te animo a leer alguna de mis novelas.
Preciosos recuerdos. Mi madre también era modista y también dejó de trabajar para la calle cuando se casó. Sí que vestíamos bien mis hermanas y yo de pequeñas... Después, más con pantalones y otras prendas que con vestidos, suéteres a dos agujas y blusas, nada ha sido igual. Hoy en día, si tuviera para pagarla, me compraría toda la ropa a medida, bien cortada y cosida, a mi gusto y no al gusto de la moda de turno. Apenas, apenísimas sé coser, no soy hábil con las manos; además, reservo la vista para otras tareas para las que es imprescindible y con las que, se supone, me gano la vida. Pero... sí que me hubiera gustado aprender algo más para poder decir después con orgullo: "Esto lo hice yo". Casualidad o causalidad, tu artículo lo leo recién terminado el Día Mundial de las Costureras. Como siempre, ¡gracias!
ResponderEliminarMuchas gracias por tu amable comentario. No sabía que había sido el Día Mundial de las Costureras.
EliminarUn cordial saludo.