viernes, 8 de marzo de 2019

Por ser mujer



Por ser mujer
A Clara su padre le tenía prohibido jugar con chicos, mandato que no le costaba obedecer durante el periodo escolar porque iba a un colegio de monjas segregado. Lo malo era en verano. Tenía unos doce años cuando una tarde, en la plaza del pueblo, no pudo resistirse a jugar a policías y ladrones con sus amigas y varios chicos. Se estaba divirtiendo tanto, entre los nervios de las carreras y las escaramuzas para no ser atrapada, que no se dio cuenta de la llegada de su padre hasta que la cogió del cuello. Allí mismo, a la vista de todos, le soltó dos sonoras bofetadas sin mediar palabra. Después se la llevó del pelo a casa. Clara lloró hasta agotarse. De miedo y de vergüenza. Estuvo días sin salir a la calle. A partir de entonces no consiguió establecer una relación normal con ninguna persona de otro sexo.

Paloma vivía con sus abuelos. Cuando tenía once años, una mañana, al despertarse, encontró una macha de sangre en la cama y se alarmó. Enseguida comprobó que también tenía las bragas machadas y corrió a contarle a su abuela que se había hecho una herida pero no sabía cómo. La abuela no le proporcionó el consuelo que buscaba, sino que la asustó más. Le dijo que ningún hombre debía enterarse de lo que le había pasado porque era muy peligroso, que había dejado de ser niña y que, desde ese momento, se tenía que cuidar de que esa herida le sangrara cada 28 días. Para conseguirlo, no podía permitir que ningún hombre la tocara hasta que llegara el día de su boda. ¿Nunca se me va a curar la herida?, preguntó inquieta Paloma. Nunca, es nuestra condena por ser mujeres, fue la respuesta que recibió.

Lola y Carmen eran hermanas. Cuando salían en verano, cada cual con sus amigas, quedaban en un lugar para volver juntas a casa justo cuando acababa de anochecer. Había un parque en el camino que rodeaban porque estaba oscuro para cruzarlo. Pero una vez que se les había hecho tarde, se adentraron en él por atajar. De las sombras surgió un enjambre de chicos que las acorraló. Unos se jaleaban a otros para susurrarles primero piropos, luego guarradas, y para pedirles besos. Cuando Carmen notó que la tocaban, repartió un par de manotazos y apretó a correr. Algunos chicos la persiguieron, pero era rápida y los fue dejando atrás. Solo uno continuó la caza. Carmen corrió y corrió hasta que le empezaron a fallar las fuerzas. Al verse perdida, se puso a gritar a todo pulmón ¡mamá, mamá! El chico se esfumó. Entonces Carmen retrocedió unos pasos para buscar a Lola. No estaba. Probablemente no había podido correr como ella. Angustiada, dudó si esperar más o volver a casa para contar a su madre lo sucedido. Por fin decidió hablar. Cuida de tus hermanas, le mandó la madre al enterarse de que faltaba su hija mayor, y salió despavorida en su busca. Las horas se hicieron eternas. Las hermanas pequeñas preguntaban qué pasaba, y Carmen no sabía la respuesta. Por fin se abrió la puerta de la calle y apareció Lola con su madre. Venía despeinada y muy enfadada. Pero no lloraba. Su madre dijo que había sido una valiente. Juntas habían puesto una denuncia en la comisaría de policía. Nunca más las dejaron volver solas a casa.
    
Adela quería estudiar Medicina. Su padre no lo consintió porque consideró que era una carrera muy dura para las mujeres y la obligó a matricularse en Magisterio. Así sabría educar bien a sus hijos cuando le llegaran. Obediente, Adela se esforzó curso tras curso, terminó los estudios y encontró un colegio donde trabajar. Pero no era feliz. Por eso, cuando hubo ahorrado el dinero suficiente, se atrevió a matricularse en Enfermería sin pedir permiso. Durante varios años llevó una vida secreta y, aunque apenas dormía para compaginar tantas obligaciones, fue capaz de acabar lo que había emprendido con excelentes calificaciones. Además, empezó a salir con un compañero de clase, que la convenció para especializarse en Podología y abrir una clínica juntos. Llegó un momento en que Adela pensó que no debía continuar ocultando su vida. Eligió la mañana de un sábado para sincerarse con su madre mientras cocinaba. Admirada, esta le dijo que su padre iba sentirse orgulloso de tener una hija tan trabajadora y la animó a contarle todo de inmediato. Las cejas del padre se fueron elevando a medida que escuchaba el relato de Adela. Al final, montó en cólera,  la insultó, ¡mentirosa, traidora!, y alargó la mano para abofetearla. Adela, que era alta y fuerte, paró el golpe, agarrándole por la muñeca. Enseguida hizo la maleta y se fue a vivir con su novio. Con mucho esfuerzo, los dos consiguieron abrir la clínica soñada. Él lo decidía todo, hacía los planes y las cuentas. Tuvieron una hija. Él empezó a mostrar celos, primero de la niña, luego de los clientes y al final hasta del aire que respiraba Adela. Comenzó a maltratarla, al principio solo de palabra. Luego llegó el primer golpe, seguido de arrepentimiento… el segundo golpe, el tercero. Adela volvió a hacer la maleta, cogió a su hija y pidió ayuda a sus padres. Pero no creyeron lo que les contó: ¿A tu padre le paraste la mano y a ese mequetrefe le permites que te pegue tanto? Adela se dio cuenta, al cabo de los años, de que había cambiado a un déspota por otro.

A Elena le robaron la billetera una tarde mientras paseaba con sus hijos por una céntrica avenida. Llevaba de una  mano a su hija y de la otra a su hijo, y el bolso colgado en bandolera sobre un costado. No se percató de que se lo habían abierto hasta que intentó pagar en una tienda. Como no estaban lejos de casa, volvió enseguida para llamar por teléfono y anular las tarjetas de crédito. Después se dirigió a la comisaría más cercana para poner la denuncia. A la mañana siguiente fue a su oficina bancaria. El empleado que la atendió le comunicó que habían sacado de su cuenta la máxima cantidad permitida con cada una de las tarjetas. Elena protestó. ¿Cómo podían haberlo hecho sin el número secreto? El empleado le aconsejó escribir una carta pidiendo que el banco se hiciera cargo de lo sustraído porque había un seguro que lo cubría. Así lo hizo Elena. Pero pasó un mes sin obtener contestación. Cuando fue a la oficina bancaria a interesarse por el trámite, le pareció que el empleado le daba largas. Entonces pidió hablar con el director. Este quiso desentenderse de ella con excusas ridículas, pero ante la insistencia de Elena, acabó revelándole que el banco se mostraba reticente a reintegrar en su cuenta la suma sustraída porque no se creían su relato. Elena adujo que tenía la denuncia del robo puesta a las horas de haber sucedido. El director meneó la cabeza y acabó arguyendo que muchas mujeres se gastaban el dinero de sus maridos en el bingo y caprichos y luego, para no ser descubiertas, fingían un robo.

El príncipe azul no existe, les dijo llorando Cristina a sus amigas una mañana invernal, y se subió la pernera de los pantalones para enseñarles las pantorrillas, repletas de arañazos y moratones. También los tenía en las manos y en la cara. Toño la había arrojado por un barranco, explicó, y no se había matado de milagro. Cristina tenía dieciocho años y era una chica popular por su buen tipo, su larga melena castaña y su simpatía. Podría haber salido con cualquiera de sus amigos, pero le gustó Toño. La primera vez que fueron a una discoteca, después de bailar un poco y tomar algunas copas, este se la llevó fuera y quiso mantener relaciones sexuales. Cristina se negó. Toño la llamó calientapollas y a empujones la arrojó por un barranco. Menos mal que era poco profundo y el anorak la protegió algo en la caída. Cuando dejó de rodar, Cristina se escondió detrás de unas piedras y no intentó subir hasta que cerraron la discoteca y no quedaba nadie que la viera. Que no os engañen, el príncipe azul no existe, repitió entre lágrimas a sus amigas.
      
Isabel había concertado una cita con una agente inmobiliaria para ver un piso. La agente llegó media hora tarde al portal donde la esperaba y se disculpó diciendo que había surgido un contratiempo en el colegio con uno de sus hijos y lo había tenido que solucionar. La culpa de todo la tienen las feministas, añadió, si no se hubieran empeñado en que trabajáramos fuera de casa, nuestros maridos seguirían ganando lo suficiente y nosotras viviríamos como las reinas de nuestros hogares. Las mujeres deberían ser solo amas de sus casas, insistió, mujeres florero, como las llamaban antes. Isabel no estaba de acuerdo. Adujo que la clave estaba en que cada mujer fuera libre para elegir la clase de vida que mejor le conviniera, pero que era crucial que todas estudiaran y se prepararan para ganarse la vida. Así podrían elegir de verdad su destino porque no dependerían de nadie. Le habló de las mujeres obligadas a casarse y de la pobreza de las que se quedaban solteras y tenían que vivir arrimadas a algún pariente. La mayoría nos casamos porque queremos, replicó la agente. Es injusto que por salvar a unas cuantas solteronas pobres las demás tengamos que trabajar una doble jornada. El feminismo es un timo.
       
Cuando a Celia la contrataron en el despacho de abogados, la informaron sobre el estricto código de conducta y apariencia que exigían a todos sus miembros. Debía maquillarse, llevar el cabello bien arreglado y lucir ropa y zapatos elegantes, nuevos y limpios, acordes con su posición. Los zapatos de tacón te darán autoridad, aunque solo sea por la altura, cuando vayas a juicio o tengas que negociar, le explicaron compañeras abogadas con más experiencia. Sin embargo, a pesar de calzarlos durante los primeros años de profesión, Celia se sintió a menudo ninguneada por colegas varones y tuvo que aprender a darse a respetar. Un día de juicio, el abogado de la otra parte la trató con una condescendencia más exagerada de lo habitual: Mira, hija, le dijo, cuando tú todavía no habías empezado a estudiar, yo ya estaba ejerciendo la abogacía. Será mejor que aceptes mi oferta. Celia reflexionó un segundo antes de replicar: Eso explica por qué no estás al día. Las leyes que tú aduces ya no están en vigor. Y le ganó el juicio. Con el paso del tiempo,  Celia se ha hecho dura y no calza zapatos de tacón para imponerse. Aduce que trabaja demasiado para encima tener que soportar que le duelan los pies.
  
Ana e Inés son médicas recientes; una está haciendo la residencia en psiquiatra, la otra, en endocrinología. Las dos han competido en igualdad para obtener las plazas que disfrutan en sus respectivos hospitales y están contentas con el aprendizaje y la labor que desempeñan. Solo ponen un pero: cuando van a las habitaciones para visitar a los enfermos, si van acompañadas por compañeros médicos o enfermeros hombres, ellas pasan a un segundo plano porque los enfermos, tanto hombres como mujeres, piensan que son subordinadas y se dirigen a los hombres. Las dos hacen esfuerzos, sin perder la cortesía, por que se reconozca su posición y preparación.
   
Cuando me propuse escribir este artículo, pedí ayuda a las mujeres que tengo a mi alrededor y enseguida reuní abundantes vivencias. Eran tantas que he tenido que espigar entre ellas para tocar diversos aspectos de nuestras vidas. Los relatos pertenecen a mujeres de distintas edades y a todas les pregunté si sabían qué era el feminismo. La mayoría no lo tenía claro, pero dijeron aceptarlo cuando les expliqué que se trataba de un movimiento de pensamiento y acción que aboga por la igualdad de género; es decir, por la igualdad de derechos de hombres y mujeres. Feminismo no es el antónimo de machismo, ni mucho menos, aunque a menudo se intente situarlos en un mismo plano. Machismo, según la definición del Diccionario de la RAE, es la «actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres» y una «forma de sexismo caracterizada por la prevalencia del varón». 

Quiero terminar con las palabras de mi sobrina de quince años cuando le hablé de este artículo: «A mí todavía no me ha pasado nada ―me dijo―, pero sí que noto que a los chicos y a las chicas no nos tratan igual. Por ejemplo, en mi instituto llaman guarras a las chicas más atrevidas que salen con muchos chicos. Nunca he oído que a un chico le insulten por eso». A pesar de los innegables avances, queda mucho por hacer, mujeres. Como dicen las feministas radicales, «lo personal es político».  Y nos va la vida en ello. 

Es un hecho que la mayor parte del trabajo del mundo lo realizan las mujeres. En todas partes, nosotras cargamos y cuidamos a los hijos, cultivamos, preparamos y comercializamos alimentos, trabajamos en fábricas y talleres explotadores, limpiamos la casa, el hospital y el edificio de oficinas… Hoy, en pleno siglo xxi, la mujer, viva y politizada, tiene que seguir reclamando su condición de persona, esté unida a una familia o no, esté unida a un hombre o no, sea una madre o no. Reclamamos el derecho a compartir equitativamente el producto de nuestro trabajo, el derecho a que no se nos cosifique ni utilice como un mero instrumento, un útero, un par de manos fuertes o suaves, una espalda que doblar; el derecho a participar plenamente en las decisiones de nuestro lugar de trabajo y nuestra comunidad; el derecho a hablar por nosotras mismas, sin intermediarios. Por derecho propio. 



La lengua destrabada

Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.