lunes, 8 de marzo de 2021

Nombres de mujer

Me lo habían contando. Sabía que iba a pasar antes o después, pero no estaba preparada. No creo que ninguna niña lo esté cuando ocurre. Después de toda una vida, todavía recuerdo perfectamente el día: jueves, 13 de enero, última hora de la mañana escolar. Al final de la clase de ciencias naturales, cuando me levanté para despedir al profesor, la compañera que se sentaba en el pupitre de detrás me avisó que tenía una mancha en el babi. Como me encogí de hombros y seguí a lo mío, recogiendo mis bártulos, otra compañera alertada puntualizó que era de sangre. Me asusté y tiré del babi hacia delante: ¡era cierto! Te ha venido la regla, me dijeron cuando me quedé embobada mirándola. Quítate el babi para que no se note. Obedecí, lo arrebujé en la cartera, me puse el abrigo y deseé tener alas para regresar volando a casa y que mi madre me consolara.

Ella me llevó al cuarto de baño y me enseñó a lavarme en el bidé. Después me dio un grueso taco de celulosa para que lo colocara dentro de las bragas sujeto con dos imperdibles. ¿Es que iba a seguir sangrando?, me desesperé. Varios días, incluso por la  noche, fue la respuesta. Yo no podía andar bien con tanto bulto entre las piernas. Parecía un pato. Temía que se me cayera el paquete en cualquier momento. Cuando nos sentamos a la mesa para comer, mi hermana mayor dijo que ya era mujer, como ella.

No sé si llegué a echarme a llorar. Mi recuerdo es que estaba tristísima. Si ser mujer era eso, yo no quería crecer, a pesar de haberlo deseado tanto cuando me castigaban y me mandaban a mi cuarto a pensar: lo primero que siempre se me venía a la cabeza era hacerme mayor para ser dueña de mí misma. Ya no lo quería; prefería seguir siendo niña. Me gustaba muchísimo correr, subirme a los árboles, hacer cabañas… Fueron los días peores de mi vida y se me hicieron eternos. Te acostumbrarás, me dijo mi hermana mayor. Al menos ahora no nos obligan a quedarnos sentadas sobre un cesto lleno de lana, como a las mujeres de la Biblia. Yo pensé que lo preferiría.

Dejé de jugar en los recreos. Toda la clase se dio cuenta de lo que me había pasado, y vinieron las recomendaciones de las más enteradas: si se me cortaba la regla, me volvería loca y, para evitar que sucediera, no podía lavarme la cabeza ni tomar vinagre, limón ni nada picante ni muy frío; tenía que procurar que no se me enfriaran los pies y protegerme de las impresiones fuertes. Me enumeraron además los perjuicios que podía causar durante esos días menstruales: si tocaba una flor, se marchitaría; si intentaba hacer mayonesa, se cortaría; si amasaba un bizcocho, no subiría al cocerse en el horno. Me explicaron que daría un estirón, el último, porque a partir de entonces ya no crecería más, que me saldrían las tetas y también vello en los sitios que lo tienen las mujeres. Luego me revelaron que la menstruación era como las lágrimas, también saladas solo que de sangre, y que había muchos modos de hablar de ella sin que los hombres se enteraran: estoy mala; estoy con el periodo; me ha venido el tío de la contribución; está de visita Periquillo Tintorro… Todo me parecía espantoso. También me previnieron que algunos meses sentiría mucho dolor. Cuando pregunté dónde, Humildad, una interna algo mayor que las demás compañeras, respondió que en el bajo vientre: sangramos porque todos los meses se nos hace ahí una herida… Menos mal que para eso había remedios: una copita de ginebra, coñac o cualquier licor fuerte; también una pastilla de Saldeva que, como su nombre indicaba, era la medicina que se creó para Eva cuando abandonó el Paraíso y comenzó a sufrir padecimientos por ser mujer.

Como ella había sido la culpable de todo lo malo que nos había sobrevenido a las mujeres desde entonces, a ninguna nos solían poner su nombre. Nuestras madres y abuelas preferían otros más católicos: Fe, Esperanza y Caridad; Virtudes, Prudencia, Casta, Modesta o  Luzdivina. Pero, sobre todo, nos ponían nombres relacionados con la vida de la Virgen: Inmaculada Concepción, Presentación, Encarnación, Asunción, Purificación, Visitación, Milagrosa, o con sus diversas advocaciones: Auxiliadora, Angustias, Consolación, Carmen, Dolores, Pilar, Llano, Valle, Montaña, Pastora, Prado, Puerto, Medalla, Regla, Remedios, Reyes, Soledad. Incluso, como canta la copla, María de la O.

Hubo un tiempo en que la mayoría de las mujeres españolas nos llamábamos María y algo más. Cuando años después me fui a vivir a México,  una compañera de trabajo me comentó entre risas que los nombres de las españolas no se decían: se exclamaban. Por fortuna, esa usanza ha cambiado. Ahora nuestras hijas y nietas tienen nombres más originales que caben sin problemas en cualquier impreso y no inducen a error ni exigen explicaciones, por ejemplo, al viajar a Estados Unidos, como nos sucede a las seis hermanas que somos en mi familia: todas María a sus ojos, puesto que el middle name de la advocación mariana no cuenta.  

Pienso que también se han superado algunos tabúes relacionados con la regla. Se ha mejorado bastante con los avances higiénicos y los nuevos medios para recogerla, aunque todavía sea un lastre en la vida de muchas mujeres. Una de mis hermanas bromeaba con que si fueran los hombres quienes la padecieran, ya se habría inventado algo para suprimirla. Por eso es tan importante que haya científicas, concluía siempre.  

Está en lo cierto. Es importante que las mujeres sigamos avanzando para ocupar todos los puestos que como mitad de una sociedad justa y equitativa nos corresponden. Es crucial que se supere para siempre una sociedad en la que se predica que si una mujer no es el ángel de su hogar es que es un monstruo. Nuestras abuelas y madres, aun sin percatarse muchas veces, nos han ido abriendo la senda en los cambios de mentalidad, como recoge el siguiente poema de Alfonsina Storni, titulado «Pudiera ser»:

Pudiera ser que todo lo que en verso he sentido
no fuera más que aquello que nunca pudo ser,
no fuera más que algo vedado y reprimido
de familia en familia, de mujer en mujer.

Dicen que en los solares de mi gente, medido
estaba todo aquello que se debía hacer…
Dicen que silenciosas las mujeres han sido
de mi casa materna… Ah, bien pudiera ser….

A veces a mi madre apuntaron antojos
de liberarse, pero se le subió a los ojos
una honda amargura, y en la sombra lloró.

Y todo eso mordiente, vencido, mutilado,
Todo eso que se hallaba en su alma encerrado,
pienso que sin quererlo lo he libertado yo.

Nos acostumbramos a llevar el nombre que nuestras madres nos eligieron o, cuando no nos gustan, los cambiamos por hipocorísticos (Cuca, Charo, Chavela, Chelo, Lola, Lali, Mariló, Toña, Tula) o por apócopes (Cris, Fina, Leo, Mari, Puri, Trini). Nos acostumbramos también a normalizar la menstruación porque todas las mujeres la vivimos cada mes durante una larga etapa de nuestra existencia, probablemente la más trascendental porque es en ella en la que tomamos decisiones que nos condicionarán para siempre: tener descendencia. Y, sin embargo, es una realidad camuflada, casi oculta. Las palabras que sirven para nombrarla incomodan y despiertan pudor en quien las dice y en quien las escucha. Mucho más cuando se escriben. Por eso se recurre a eufemismos. La menstruación está tan invisibilizada que ni siquiera se asocia con la sangre. ¿Por qué resultan tan obscenas las imágenes de la sangre menstrual y, en cambio, se toleran las de sangre provocada por violencia?

Me doy cuenta de que yo misma podría haber contribuido a normalizar esta realidad si hubiera titulado este texto «Sangre de mujer» en lugar de «Nombres de mujer». Llamar a las cosas por su nombre: este es el motivo por el que he preferido el segundo título, a mi entender, más abarcador. A veces queremos nombrar, pero no encontrarnos las palabras que nos sirvan. La necesidad de ser visibles y mostrar los problemas que afrontamos nos obliga como mujeres, la mitad de la humanidad, a acuñar nuevas palabras y otorgar nuevos significados a las ya existentes. Esos son nuestros nombres, los de todas las mujeres, que ponemos al servicio de la sociedad para entendernos y desarrollarnos en igualdad.
       


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