Doña Marina cogió de una
mesa más pequeña un pliego de papel y se lo entregó a Marie:
—Ved si aprobáis el
esbozo que he trazado para vuestra obra.
Después de observarlo
con detenimiento, Marie indicó:
—No acierto a
comprenderlo. Se muestran dos figuras.
—Así es —confirmó doña
Marina—. Vuestra madre aparecerá en el retrato mirándoos a vos mientras la
pintáis, y vos en primer plano, con el pincel y la paleta, mirando a quien
contemple el cuadro. De este modo quedará plena constancia para vuestro padre y
la posteridad de que únicamente vos sois la autora. Será vuestra firma
indeleble que nadie podrá impugnar jamás.
—Me agrada y asombra
vuestro ingenio ―se entusiasmó Marie.
—He de reconocer que la
idea no es del todo mía —declaró con modestia doña Marina—. Sofonisba
Anguissola ya se retrató pintando un cuadro religioso, y de ella he tomado la
inspiración.
—Ya he oído hablar de
esa pintora de la corte. ¿Tenéis alguna copia que yo pueda ver?
Y doña Marina sacó del
cajón de la mesa una carpeta donde se conservaban reproducciones de diversos
cuadros que fue pasando hasta dar con el que buscaba. Marie lo estudió con
detenimiento y luego declaró:
—En mi obra el retrato
de mi madre debe cobrar mayor importancia. Yo no seré la figura central como en
esta, solo la autora que aparece al final, casi de refilón, en una última
mirada. Lo concibo como algo semejante a lo que ocurre en las obras de teatro,
cuando el autor sale a escena a saludar solo una vez que ha finalizado la
representación y ya se ha bajado el telón. A mí se me habrá de ver después de
haber contemplado la figura sobresaliente y espléndida de mi madre, vestida a
la francesa como solía, bañada de luz y en colores resplandecientes.
—Por los colores no os
preocupéis. En esa alacena bajo llave guardo los más ricos pigmentos para crear
cualquier tonalidad que deseéis: amarillo indio, azul ultramar o el más puro
carmesí. Pero primero habéis de aprender la técnica del óleo, después pasaremos
el boceto a la tabla y a su debido tiempo comenzaréis a pintar.
—Ardo en deseos de
iniciar mi aprendizaje, pues se me antoja que será largo para llegar a un buen
fin —declaró con pasión Marie.
—Comprobemos en primer
lugar lo que sois capaz de hacer. Mostradme la plumilla de vuestra madre que me
habéis traído y la estudiaremos juntas sin dejar detalle —pidió entonces doña
Marina.
Y de este sencillo modo
quedó inaugurada la nueva rutina de trabajo. Marie madrugaba a diario para
acudir al taller de doña Marina acompañada de Colasillo y Violet. Llevaban en
una cesta la comida que les preparaba Teodora, y la jornada se alargaba de sol
a sol. Los niños jugaban a ratos con los de doña Marina y también cumplían las
tareas que se les encomendaban. Colasillo observaba atento los avances de Marie
en el dibujo y escuchaba las explicaciones de doña Marina sobre resinas y
aceites para elaborar tintas fluidas y transparentes, sobre la preparación de
la tabla, sobre cómo se lograban los efectos de luz, sobre las veladuras y
sobre muchas cosas más que al niño a veces le costaba comprender.
El señor de Gourney no
se había opuesto a estas salidas, al principio porque Teodora le había
aconsejado que tuviera paciencia y, pasado un tiempo, porque también él
encontró una distracción que lo mantenía entretenido y contento. Don Juan de
Clarebout le había pedido consejo para confeccionar mapas y planos de su
extensa hacienda de olivar y acudía a menudo a la Casa de los Lilos para
conversar con él, a la espera de que su salud le permitiera viajar para ver sobre
el terreno lo que se debía representar en el papel.
Cuando doña Marina
decidió que el boceto para el retrato estaba terminado y había llegado el
momento de trasladarlo a la tabla para convertirlo en un óleo, hizo una
revelación inesperada a Marie.
—No poseo ninguna tabla
del tamaño de la que necesitáis y, aunque quisiera, no me puedo permitir
comprarla —explicó—. No os confié toda la verdad al informaros de que mi
marido, Jacome de Gelre, estaba en la corte de un príncipe alemán. En realidad,
me abandonó y quiso vender el taller a maese Dirc, dejándome en la miseria con
mis desamparados hijos.
—¿Y vuestros hijos
mayores que lo acompañaron en su viaje estaban al tanto de lo sucedido y
consintieron vuestro abandono? —se admiró Marie.
—Eran mis hijastros, aunque
los crié desde la infancia, y no sé si conocieron los designios de su padre. Lo
esencial es que logré parar el golpe. Enterada de las intenciones de mi
traicionero esposo porque escuché sin quererlo una conversación que mantuvo con
maese Dirc en la que lo tanteaba para convencerlo de quedarse con el taller por
cierta suma mientras él viajaba a Alemania, me adelanté a sus propósitos y
reuní yo algo menos de lo que pedía vendiendo mi ajuar de encaje de Brujas y
algunas joyas. Después lo mandé citar en un mesón, cuyo dueño le entregó una
bolsa y una carta en la que supuestamente maese Dirc le escribía que estaba de
acuerdo en quedarse con el taller por la suma que ponía en sus manos, pero que
tenía que marcharse de inmediato sin cruzar palabra con él para que no lo
consideraran cómplice del desamparo de su familia.
—¿Y aceptó el trato?
—se interesó Marie al ver que doña Marina interrumpía la narración.
—Aceptó el muy bellaco
—repuso esta—. Pocos días le bastaron para desaparecer de Sevilla sin
despedirse de mí ni de sus tiernos hijos. Entonces urdí otra mentira para
contentar a maese Dirc. Le dije que Jacome de Gelre había tenido que partir de
improviso y había dejado establecido que él se hiciera cargo de la dirección
del taller hasta su regreso.
—¿Y no receló nada?
—preguntó Marie.
—Se me figura que sus
sospechas tuvo —admitió doña Marina—. Pero yo lo colmé de alabanzas, y maese
Dirc, aunque de buen natural, es sensible a los halagos. Además, mi esposo
tiene un carácter veleidoso, y lo que un día afirma, al otro lo desmiente; hoy
quiere una cosa, y mañana, la contraria. Por eso no se ha descubierto mi
mentira hasta el presente.
—Yo en vuestro lugar
habría despedido a vuestro marido dando la cara y me habría hecho cargo del
taller, puesto que tenéis dotes para ello —repuso con vehemencia Marie—. Os
podíais haber ahorrado tantas mentiras.
—Me admira vuestro
juvenil candor —replicó con tristeza doña Marina, meneando la cabeza—. Ni mi
marido habría consentido cederme el taller ni yo habría podido ponerme a la cabeza.
¿Cuál de los pupilos habría querido permanecer a mis órdenes? ¿Qué encargos
obtendría del clero, la nobleza o los comerciantes? Las mujeres somos
subordinadas, nunca soberanas de lo nuestro más que mediante subterfugios.
—Nos obligan al engaño
y la doblez, y luego se duelen hipócritamente de nuestros femeniles defectos
—se quejó con amargura Marie.
La irrupción repentina
de Colasillo en la habitación interrumpió la conversación. Venía renegando de
Violet, quien ahora que había aprendido a expresarse medianamente, se valía de
su mayor tamaño y fuerza para mandar sobre la chiquillería en los juegos que
emprendían.
—Atended a vuestro
hermano —concedió doña Marina—. Yo no tengo más que hablar. Nuestra charla se
resume en que debéis encontrar un modo de conseguir la tabla que necesitamos
para proseguir con la pintura, puesto que yo no os la puedo proporcionar.
—Maese Dirc las tiene a
montones en su taller, y de muchos tamaños —terció Colasillo, cogiendo al vuelo
las palabras de doña Marina.
—¿He escuchado mi
nombre? —preguntó en ese punto maese Dirc desde la puerta—. ¿Es oportuna mi
visita?
Marie le sonrió y tapó
con la mano la boca de Colasillo para evitar que se le escapara una
indiscreción.
Maese Dirc tenía los
ojos claros, era de risa fácil y poseía una voz que encandilaba a Marie. Desde
que se había percatado de la presencia de esta en el taller de doña Marina,
menudearon sus visitas y siempre se mostraba dispuesto a alabar los progresos
de la joven pintora, sin señalar jamás los defectos ni ofrecer consejos a menos
que se le requirieran.
—¿Amordazáis con tal
saña a vuestro hermano para impedir que se queje de su suerte? —inquirió
risueño maese Dirc al observar la escena.
—Bien podría quejarse,
puesto que no se cumplió lo que se le había prometido —contestó Marie—. Mas
Colasillo sabe que mi padre no puede hacerse cargo ahora de los gastos que
supondría su enseñanza en vuestro taller y tiene paciencia.
—Yo no soy ningún
ingrato —intervino Colasillo, que se había librado de la mano represora de
Marie—. Y nunca soñé vivir con tanto regalo como ahora disfruto. Tiempo no me
ha de faltar para aprender cuanto precise en el futuro, y de momento me
contento con lo que alcanzo a entender en el taller de doña Marina mientras
enseña a Marie, quien está más predispuesta por su edad y uso de razón para
aprovechar la instrucción.
—Comedidas palabras
para tan pocos años —opinó complacido maese Dirc—. Vuestra hermana hace mal en
desconfiar de vuestra boca.
—Desconfía de mi
osadía, y no se equivoca, pues ahí va lo que ella no querría que dijese: Marie
no tiene tabla para pintar su retrato, y yo sé que en vuestro taller no os
faltan. Mandadme serviros en lo que deseéis a cambio de entregar a mi hermana
la que mejor le cuadre para su obra, y no os defraudaré —explicó Colasillo a la
carrera para que no lo interrumpieran.
—¡Demonio de chiquillo!
—exclamó Marie, tirándole del brazo, pero ya no había remedio, pues había
terminado su parlamento.
Maese Dirc se rió de
buena gana, atusándose el mostacho mientras reflexionaba.
—Os acepto a mi
servicio, pues necesito un modelo para un cuadro que voy a empezar. Seréis un
fauno del bosque, pero también he de encontrar una hermosa joven que pose
como ninfa —manifestó después.
—En la Mancebía abundan
bellas izas que posarán para vos gustosas por pocas monedas —declaró Colasillo,
antes de que Marie le tapara de nuevo la boca.
—No ha de seguir
hablando este lenguaraz hermano mío al que vos reputáis de discreto —indicó
Marie, empujando a Colasillo fuera del taller—. Os agradecemos vuestro ofrecimiento…
—En vos pensé al
imaginar mi ninfa —la cortó maese Dirc, antes de que la joven concluyera su
negativa—. Iba a pediros de todos modos si me hacíais el inmenso favor de posar
para mí.
Marie lo miró con ojos
asombrados y se ruborizó, pero permaneció en silencio. Maese Dirc prosiguió
explicando con su hipnotizante voz para convencerla:
—No os ruego que seáis
mi modelo a cambio de la tabla, pues esa os la regalo de todo corazón, sino
porque repito que es vuestra imagen la que acude a mi mente cuando concibo mi
obra acabada. Vos seréis la ninfa con la suelta cabellera adornada de flores
que resplandece en medio de un frondoso bosque junto al cristalino manantial en
el que acaba de bañarse, mientras un fauno toca la flauta apoyado en el tronco
de un árbol vecino.
—No es poco lo que
pedís a mi pupila —intervino en ese punto doña Marina—. Aparecer en una pintura
mitológica como esa, siendo su figura central, no es cosa que se pueda decidir
irreflexivamente, y aunque Marie aceptara, necesitaría el permiso de su padre,
puesto que es hija de familia y no le consentirán actuar a su libre albedrío.
—No se hable más.
Comprendo y admito todo —concedió maese Dirc, quien, cogiendo la mano de Marie
para besarla, añadió—: Tomaos el tiempo que preciséis para decidiros, y mientras
me dais la respuesta que anhelo, proseguid con el retrato de vuestra madre
sobre la tabla de mi taller que mejor os convenga para vuestros fines.
Doña Marina no quiso
dejar escapar la ocasión que se les había presentado y expresó:
—Este momento es tan
bueno como cualquier otro para elegir la tabla. Vayamos, pues, a vuestro
taller, y hoy mismo podremos comenzar su preparación, aplicándole el aparejo de
creta y cola que tendrá que secar antes de iniciar la verdadera pintura.
Maese Dirc se mostró de
acuerdo y cruzaron el patio donde los niños jugaban a la taba sentados en el
suelo para dirigirse a su taller. Allí aguardaba una dama joven, vestida con
ricos ropajes oscuros y engalanada con costosas joyas que adornaban su cabello
recogido en un alto tocado, sus orejas y su escote. Al verla, maese Dirc se
disculpó con una reverencia por haberla hecho esperar y se apresuró a besarle
la mano. Doña Marina también le hizo una inclinación de cabeza como saludo y
mandó a uno de los aprendices, ocupado en limpiar pinceles, que le acercara un
asiento.
La dama se dejó
agasajar sin quitar los ojos de Marie, quien también la observaba con interés,
pero nadie las presentó. Doña Marina se llevó a Marie al rincón del taller
donde se amontonaban las tablas, mientras maese Dirc se deshacía en halagos con
la dama, al tiempo que le mostraba y explicaba el enorme tríptico de la
Anunciación sobre el que estaba trabajando.
—¿Quién es? —susurró
Marie a doña Marina, sin poder contener más su curiosidad.
—Doña Guiomar, hija de
don Juan de Clarebout —replicó esta, también en voz baja—. Aparecerá como
donante en el retablo que pinta maese Dirc para la iglesia de San Miguel, por
eso viene ataviada con tanto empaque para el posado.
Doña Marina, ayudada
por un aprendiz, movió y revolvió las tablas, sopesando su calidad y tamaño,
hasta dar con la que estimó adecuada. Entonces pidió al aprendiz que la
trasladara a su taller, y Marie quiso acercarse a donde estaba maese Dirc para
darle las gracias por su regalo.
—Vos sois la hija del
señor de Gourney, que vive en la Casa de los Lilos y a quien mi padre visita
con frecuencia —declaró doña Guiomar, pues al parecer también se había
informado sobre la joven.
—Así es. Vuestros
padres fueron muy amables conmigo y a ellos les debo estar ahora en esta casa,
cumpliendo uno de mis sueños —repuso Marie con cortesía.
—De eso también estoy
enterada. ¿Habéis comenzado ya el retrato de vuestra madre? —se interesó doña
Guiomar.
—A punto estoy, gracias
a maese Dirc —respondió Marie, sonriendo a su benefactor.
Maese Dirc le devolvió
con creces la sonrisa, y este gesto no pasó inadvertido a doña Guiomar, quien
manifestó:
—Yo no tengo paciencia
para aprender a pintar. Me contento con ser la musa de los pintores que dejarán
reflejada mi imagen para la posteridad. Vos así lo haréis en vuestro tríptico,
maese Dirc. ¿Me sacaréis hermosa?
—Tanto como la Virgen
anunciada, que ya está acabada en los más ricos colores —contestó zalamero
maese Dirc, señalando con la mano su obra.
Marie se fijó en la
imagen de la joven María, sentada junto a una ventana por la que entraba la
iluminación con un libro sobre el regazo y escuchando al ángel alado que se
hallaba a su izquierda, todavía sin terminar de pintar. La Virgen llevaba la
ondulada melena castaña cubierta por un tenue velo azul brillante que dejaba
entrever una túnica amarilla, dispuesta en suaves pliegues que llegaban al
suelo y ocultaban sus pies.
—Los colores son
admirables —comentó extasiada Marie—. Esos mismos son los que yo querría para
mi cuadro.
—No demostráis mal gusto
ni inclinación, pues son los más caros —observó doña Marina—. El azul ultramar
se obtiene de la piedra llamada lapislázuli y vale más que el oro, por lo que
se suele destinar a las representaciones de lo divino y la realeza.
Maese Dirc explicó a su
vez:
—El origen del amarillo
indio es menos noble, pues procede de la evaporación de la orina de las vacas,
pero es casi igual de caro porque para lograrlo hay que alimentarlas únicamente
con hojas de mango y agua. Después hay que traer a Sevilla el pigmento desde
Bengala, que es donde se produce.
Marie permaneció en
silencio, contemplando los espléndidos colores y pensando con tristeza que, si
eran tan costosos, ella no podría permitirse esos lujos. Doña Guiomar la sacó
de sus cavilaciones al expresar, frunciendo la nariz con asco indisimulado:
—Yo no quiero ese vil
amarillo de orina por mucho que lo alabéis. A mí me pintaréis el vestido de
rojo carmín, como desea mi padre, pues no ha de escatimar en gastos para darme
gusto. Él mismo os entregará para que fabriquéis el color los panes de grana
cochinilla que compró ha un año a las naos de ultramar.
—Tampoco es mala
elección ese rojo brillante y perfecto, cuyo origen se guardan para sí quienes
lo conocen, sin precisar si proviene de un animal, gusanillo o semilla —aseveró
maese Dirc—. Lo cierto es que de la Nueva España nos llegan esos panes de grana
cochinilla que decís junto con la plata, y es color propio de la nobleza y el
clero de toda la cristiandad por su precio y gran belleza, mas debo advertiros
que en vuestro caso rivalizará y saldrá perdedor en la contienda con la que
vuestro rostro posee y yo procuraré reproducir con mi mejor arte.
Mientras así hablaban,
doña Guiomar, caminando pomposa con su indumentaria de gala como pavo real que
se envanece por su adornada cola, se había acercado a un boceto a carboncillo
que había apoyado en un caballete cerca del grandioso tríptico en el que
laboraban varios de los ayudantes del taller en oficios de pintura secundarios.
—Decidme, maese Dirc,
¿no es esa silueta colocada en el lateral derecho del retablo el lugar que
habéis reservado para pintarme como donante? —preguntó después de observarlo—.
No entiendo la composición de este boceto.
—Es para otra pintura
que nada tiene que ver con la Anunciación —se apresuró a explicar maese Dirc—.
Vos apareceréis en el retablo justo donde ya está esbozada vuestra silueta.
La misma Marie habría
sido incapaz de precisar qué pensamientos fugaces cruzaron su mente ni qué
oculto resorte rozaron para inclinarla a pronunciar de manera inesperada unas
palabras que ella misma se admiró al escuchar, aunque no se arrepintiera por su
osadía:
—Yo seré quien pose
para ese nuevo cuadro, que se me antoja precioso. Maese Dirc, consiento en ser
vuestra ninfa del bosque y de buena gana me convertiré en vuestra modelo para
que me pintéis con los más bellos colores de vuestra paleta.
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