martes, 29 de octubre de 2019

Amarillo indio, azul ultramar

Amarillo indio, azul ultramar
Doña Marina cogió de una mesa más pequeña un pliego de papel y se lo entregó a Marie:
—Ved si aprobáis el esbozo que he trazado para vuestra obra.
Después de observarlo con detenimiento, Marie indicó:
—No acierto a comprenderlo. Se muestran dos figuras.
—Así es —confirmó doña Marina—. Vuestra madre aparecerá en el retrato mirándoos a vos mientras la pintáis, y vos en primer plano, con el pincel y la paleta, mirando a quien contemple el cuadro. De este modo quedará plena constancia para vuestro padre y la posteridad de que únicamente vos sois la autora. Será vuestra firma indeleble que nadie podrá impugnar jamás.
—Me agrada y asombra vuestro ingenio ―se entusiasmó Marie.
—He de reconocer que la idea no es del todo mía —declaró con modestia doña Marina—. Sofonisba Anguissola ya se retrató pintando un cuadro religioso, y de ella he tomado la inspiración.
—Ya he oído hablar de esa pintora de la corte. ¿Tenéis alguna copia que yo pueda ver?
Y doña Marina sacó del cajón de la mesa una carpeta donde se conservaban reproducciones de diversos cuadros que fue pasando hasta dar con el que buscaba. Marie lo estudió con detenimiento y luego declaró:
—En mi obra el retrato de mi madre debe cobrar mayor importancia. Yo no seré la figura central como en esta, solo la autora que aparece al final, casi de refilón, en una última mirada. Lo concibo como algo semejante a lo que ocurre en las obras de teatro, cuando el autor sale a escena a saludar solo una vez que ha finalizado la representación y ya se ha bajado el telón. A mí se me habrá de ver después de haber contemplado la figura sobresaliente y espléndida de mi madre, vestida a la francesa como solía, bañada de luz y en colores resplandecientes.
—Por los colores no os preocupéis. En esa alacena bajo llave guardo los más ricos pigmentos para crear cualquier tonalidad que deseéis: amarillo indio, azul ultramar o el más puro carmesí. Pero primero habéis de aprender la técnica del óleo, después pasaremos el boceto a la tabla y a su debido tiempo comenzaréis a pintar.
—Ardo en deseos de iniciar mi aprendizaje, pues se me antoja que será largo para llegar a un buen fin —declaró con pasión Marie.
—Comprobemos en primer lugar lo que sois capaz de hacer. Mostradme la plumilla de vuestra madre que me habéis traído y la estudiaremos juntas sin dejar detalle —pidió entonces doña Marina.
Y de este sencillo modo quedó inaugurada la nueva rutina de trabajo. Marie madrugaba a diario para acudir al taller de doña Marina acompañada de Colasillo y Violet. Llevaban en una cesta la comida que les preparaba Teodora, y la jornada se alargaba de sol a sol. Los niños jugaban a ratos con los de doña Marina y también cumplían las tareas que se les encomendaban. Colasillo observaba atento los avances de Marie en el dibujo y escuchaba las explicaciones de doña Marina sobre resinas y aceites para elaborar tintas fluidas y transparentes, sobre la preparación de la tabla, sobre cómo se lograban los efectos de luz, sobre las veladuras y sobre muchas cosas más que al niño a veces le costaba comprender.
El señor de Gourney no se había opuesto a estas salidas, al principio porque Teodora le había aconsejado que tuviera paciencia y, pasado un tiempo, porque también él encontró una distracción que lo mantenía entretenido y contento. Don Juan de Clarebout le había pedido consejo para confeccionar mapas y planos de su extensa hacienda de olivar y acudía a menudo a la Casa de los Lilos para conversar con él, a la espera de que su salud le permitiera viajar para ver sobre el terreno lo que se debía representar en el papel.
Cuando doña Marina decidió que el boceto para el retrato estaba terminado y había llegado el momento de trasladarlo a la tabla para convertirlo en un óleo, hizo una revelación inesperada a Marie.
—No poseo ninguna tabla del tamaño de la que necesitáis y, aunque quisiera, no me puedo permitir comprarla —explicó—. No os confié toda la verdad al informaros de que mi marido, Jacome de Gelre, estaba en la corte de un príncipe alemán. En realidad, me abandonó y quiso vender el taller a maese Dirc, dejándome en la miseria con mis desamparados hijos.
—¿Y vuestros hijos mayores que lo acompañaron en su viaje estaban al tanto de lo sucedido y consintieron vuestro abandono? —se admiró Marie.
—Eran mis hijastros, aunque los crié desde la infancia, y no sé si conocieron los designios de su padre. Lo esencial es que logré parar el golpe. Enterada de las intenciones de mi traicionero esposo porque escuché sin quererlo una conversación que mantuvo con maese Dirc en la que lo tanteaba para convencerlo de quedarse con el taller por cierta suma mientras él viajaba a Alemania, me adelanté a sus propósitos y reuní yo algo menos de lo que pedía vendiendo mi ajuar de encaje de Brujas y algunas joyas. Después lo mandé citar en un mesón, cuyo dueño le entregó una bolsa y una carta en la que supuestamente maese Dirc le escribía que estaba de acuerdo en quedarse con el taller por la suma que ponía en sus manos, pero que tenía que marcharse de inmediato sin cruzar palabra con él para que no lo consideraran cómplice del desamparo de su familia.
—¿Y aceptó el trato? —se interesó Marie al ver que doña Marina interrumpía la narración.
—Aceptó el muy bellaco —repuso esta—. Pocos días le bastaron para desaparecer de Sevilla sin despedirse de mí ni de sus tiernos hijos. Entonces urdí otra mentira para contentar a maese Dirc. Le dije que Jacome de Gelre había tenido que partir de improviso y había dejado establecido que él se hiciera cargo de la dirección del taller hasta su regreso.
—¿Y no receló nada? —preguntó Marie.
—Se me figura que sus sospechas tuvo —admitió doña Marina—. Pero yo lo colmé de alabanzas, y maese Dirc, aunque de buen natural, es sensible a los halagos. Además, mi esposo tiene un carácter veleidoso, y lo que un día afirma, al otro lo desmiente; hoy quiere una cosa, y mañana, la contraria. Por eso no se ha descubierto mi mentira hasta el presente.
—Yo en vuestro lugar habría despedido a vuestro marido dando la cara y me habría hecho cargo del taller, puesto que tenéis dotes para ello —repuso con vehemencia Marie—. Os podíais haber ahorrado tantas mentiras.
—Me admira vuestro juvenil candor —replicó con tristeza doña Marina, meneando la cabeza—. Ni mi marido habría consentido cederme el taller ni yo habría podido ponerme a la cabeza. ¿Cuál de los pupilos habría querido permanecer a mis órdenes? ¿Qué encargos obtendría del clero, la nobleza o los comerciantes? Las mujeres somos subordinadas, nunca soberanas de lo nuestro más que mediante subterfugios.
—Nos obligan al engaño y la doblez, y luego se duelen hipócritamente de nuestros femeniles defectos —se quejó con amargura Marie.
La irrupción repentina de Colasillo en la habitación interrumpió la conversación. Venía renegando de Violet, quien ahora que había aprendido a expresarse medianamente, se valía de su mayor tamaño y fuerza para mandar sobre la chiquillería en los juegos que emprendían.
—Atended a vuestro hermano —concedió doña Marina—. Yo no tengo más que hablar. Nuestra charla se resume en que debéis encontrar un modo de conseguir la tabla que necesitamos para proseguir con la pintura, puesto que yo no os la puedo proporcionar.
—Maese Dirc las tiene a montones en su taller, y de muchos tamaños —terció Colasillo, cogiendo al vuelo las palabras de doña Marina.
—¿He escuchado mi nombre? —preguntó en ese punto maese Dirc desde la puerta—. ¿Es oportuna mi visita?
Marie le sonrió y tapó con la mano la boca de Colasillo para evitar que se le escapara una indiscreción.
Maese Dirc tenía los ojos claros, era de risa fácil y poseía una voz que encandilaba a Marie. Desde que se había percatado de la presencia de esta en el taller de doña Marina, menudearon sus visitas y siempre se mostraba dispuesto a alabar los progresos de la joven pintora, sin señalar jamás los defectos ni ofrecer consejos a menos que se le requirieran.
—¿Amordazáis con tal saña a vuestro hermano para impedir que se queje de su suerte? —inquirió risueño maese Dirc al observar la escena.
—Bien podría quejarse, puesto que no se cumplió lo que se le había prometido —contestó Marie—. Mas Colasillo sabe que mi padre no puede hacerse cargo ahora de los gastos que supondría su enseñanza en vuestro taller y tiene paciencia.
—Yo no soy ningún ingrato —intervino Colasillo, que se había librado de la mano represora de Marie—. Y nunca soñé vivir con tanto regalo como ahora disfruto. Tiempo no me ha de faltar para aprender cuanto precise en el futuro, y de momento me contento con lo que alcanzo a entender en el taller de doña Marina mientras enseña a Marie, quien está más predispuesta por su edad y uso de razón para aprovechar  la instrucción.
—Comedidas palabras para tan pocos años —opinó complacido maese Dirc—. Vuestra hermana hace mal en desconfiar de vuestra boca.
—Desconfía de mi osadía, y no se equivoca, pues ahí va lo que ella no querría que dijese: Marie no tiene tabla para pintar su retrato, y yo sé que en vuestro taller no os faltan. Mandadme serviros en lo que deseéis a cambio de entregar a mi hermana la que mejor le cuadre para su obra, y no os defraudaré —explicó Colasillo a la carrera para que no lo interrumpieran.
—¡Demonio de chiquillo! —exclamó Marie, tirándole del brazo, pero ya no había remedio, pues había terminado su parlamento.
Maese Dirc se rió de buena gana, atusándose el mostacho mientras reflexionaba.
—Os acepto a mi servicio, pues necesito un modelo para un cuadro que voy a empezar. Seréis un fauno del bosque, pero también he de encontrar una hermosa joven que pose como  ninfa —manifestó después.
—En la Mancebía abundan bellas izas que posarán para vos gustosas por pocas monedas —declaró Colasillo, antes de que Marie le tapara de nuevo la boca.
—No ha de seguir hablando este lenguaraz hermano mío al que vos reputáis de discreto —indicó Marie, empujando a Colasillo fuera del taller—. Os agradecemos vuestro ofrecimiento…
—En vos pensé al imaginar mi ninfa —la cortó maese Dirc, antes de que la joven concluyera su negativa—. Iba a pediros de todos modos si me hacíais el inmenso favor de posar para mí.
Marie lo miró con ojos asombrados y se ruborizó, pero permaneció en silencio. Maese Dirc prosiguió explicando con su hipnotizante voz para convencerla:
—No os ruego que seáis mi modelo a cambio de la tabla, pues esa os la regalo de todo corazón, sino porque repito que es vuestra imagen la que acude a mi mente cuando concibo mi obra acabada. Vos seréis la ninfa con la suelta cabellera adornada de flores que resplandece en medio de un frondoso bosque junto al cristalino manantial en el que acaba de bañarse, mientras un fauno toca la flauta apoyado en el tronco de un árbol vecino.
—No es poco lo que pedís a mi pupila —intervino en ese punto doña Marina—. Aparecer en una pintura mitológica como esa, siendo su figura central, no es cosa que se pueda decidir irreflexivamente, y aunque Marie aceptara, necesitaría el permiso de su padre, puesto que es hija de familia y no le consentirán actuar a su libre albedrío.
—No se hable más. Comprendo y admito todo —concedió maese Dirc, quien, cogiendo la mano de Marie para besarla, añadió—: Tomaos el tiempo que preciséis para decidiros, y mientras me dais la respuesta que anhelo, proseguid con el retrato de vuestra madre sobre la tabla de mi taller que mejor os convenga para vuestros fines.
Doña Marina no quiso dejar escapar la ocasión que se les había presentado y expresó:
—Este momento es tan bueno como cualquier otro para elegir la tabla. Vayamos, pues, a vuestro taller, y hoy mismo podremos comenzar su preparación, aplicándole el aparejo de creta y cola que tendrá que secar antes de iniciar la verdadera pintura.
Maese Dirc se mostró de acuerdo y cruzaron el patio donde los niños jugaban a la taba sentados en el suelo para dirigirse a su taller. Allí aguardaba una dama joven, vestida con ricos ropajes oscuros y engalanada con costosas joyas que adornaban su cabello recogido en un alto tocado, sus orejas y su escote. Al verla, maese Dirc se disculpó con una reverencia por haberla hecho esperar y se apresuró a besarle la mano. Doña Marina también le hizo una inclinación de cabeza como saludo y mandó a uno de los aprendices, ocupado en limpiar pinceles, que le acercara un asiento.
La dama se dejó agasajar sin quitar los ojos de Marie, quien también la observaba con interés, pero nadie las presentó. Doña Marina se llevó a Marie al rincón del taller donde se amontonaban las tablas, mientras maese Dirc se deshacía en halagos con la dama, al tiempo que le mostraba y explicaba el enorme tríptico de la Anunciación sobre el que estaba trabajando.
—¿Quién es? —susurró Marie a doña Marina, sin poder contener más su curiosidad.
—Doña Guiomar, hija de don Juan de Clarebout —replicó esta, también en voz baja—. Aparecerá como donante en el retablo que pinta maese Dirc para la iglesia de San Miguel, por eso viene ataviada con tanto empaque para el posado.
Doña Marina, ayudada por un aprendiz, movió y revolvió las tablas, sopesando su calidad y tamaño, hasta dar con la que estimó adecuada. Entonces pidió al aprendiz que la trasladara a su taller, y Marie quiso acercarse a donde estaba maese Dirc para darle las gracias por su regalo.
—Vos sois la hija del señor de Gourney, que vive en la Casa de los Lilos y a quien mi padre visita con frecuencia —declaró doña Guiomar, pues al parecer también se había informado sobre la joven.
—Así es. Vuestros padres fueron muy amables conmigo y a ellos les debo estar ahora en esta casa, cumpliendo uno de mis sueños —repuso Marie con cortesía.
—De eso también estoy enterada. ¿Habéis comenzado ya el retrato de vuestra madre? —se interesó doña Guiomar.
—A punto estoy, gracias a maese Dirc —respondió Marie, sonriendo a su benefactor.
Maese Dirc le devolvió con creces la sonrisa, y este gesto no pasó inadvertido a doña Guiomar, quien manifestó:
—Yo no tengo paciencia para aprender a pintar. Me contento con ser la musa de los pintores que dejarán reflejada mi imagen para la posteridad. Vos así lo haréis en vuestro tríptico, maese Dirc. ¿Me sacaréis hermosa?
—Tanto como la Virgen anunciada, que ya está acabada en los más ricos colores —contestó zalamero maese Dirc, señalando con la mano su obra.
Marie se fijó en la imagen de la joven María, sentada junto a una ventana por la que entraba la iluminación con un libro sobre el regazo y escuchando al ángel alado que se hallaba a su izquierda, todavía sin terminar de pintar. La Virgen llevaba la ondulada melena castaña cubierta por un tenue velo azul brillante que dejaba entrever una túnica amarilla, dispuesta en suaves pliegues que llegaban al suelo y ocultaban sus pies.
—Los colores son admirables —comentó extasiada Marie—. Esos mismos son los que yo querría para mi cuadro.
—No demostráis mal gusto ni inclinación, pues son los más caros —observó doña Marina—. El azul ultramar se obtiene de la piedra llamada lapislázuli y vale más que el oro, por lo que se suele destinar a las representaciones de lo divino y la realeza.
Maese Dirc explicó a su vez:
—El origen del amarillo indio es menos noble, pues procede de la evaporación de la orina de las vacas, pero es casi igual de caro porque para lograrlo hay que alimentarlas únicamente con hojas de mango y agua. Después hay que traer a Sevilla el pigmento desde Bengala, que es donde se produce.
Marie permaneció en silencio, contemplando los espléndidos colores y pensando con tristeza que, si eran tan costosos, ella no podría permitirse esos lujos. Doña Guiomar la sacó de sus cavilaciones al expresar, frunciendo la nariz con asco indisimulado:
—Yo no quiero ese vil amarillo de orina por mucho que lo alabéis. A mí me pintaréis el vestido de rojo carmín, como desea mi padre, pues no ha de escatimar en gastos para darme gusto. Él mismo os entregará para que fabriquéis el color los panes de grana cochinilla que compró ha un año a las naos de ultramar.
—Tampoco es mala elección ese rojo brillante y perfecto, cuyo origen se guardan para sí quienes lo conocen, sin precisar si proviene de un animal, gusanillo o semilla —aseveró maese Dirc—. Lo cierto es que de la Nueva España nos llegan esos panes de grana cochinilla que decís junto con la plata, y es color propio de la nobleza y el clero de toda la cristiandad por su precio y gran belleza, mas debo advertiros que en vuestro caso rivalizará y saldrá perdedor en la contienda con la que vuestro rostro posee y yo procuraré reproducir con mi mejor arte.
Mientras así hablaban, doña Guiomar, caminando pomposa con su indumentaria de gala como pavo real que se envanece por su adornada cola, se había acercado a un boceto a carboncillo que había apoyado en un caballete cerca del grandioso tríptico en el que laboraban varios de los ayudantes del taller en oficios de pintura secundarios.
—Decidme, maese Dirc, ¿no es esa silueta colocada en el lateral derecho del retablo el lugar que habéis reservado para pintarme como donante? —preguntó después de observarlo—. No entiendo la composición de este boceto.
—Es para otra pintura que nada tiene que ver con la Anunciación —se apresuró a explicar maese Dirc—. Vos apareceréis en el retablo justo donde ya está esbozada vuestra silueta.
La misma Marie habría sido incapaz de precisar qué pensamientos fugaces cruzaron su mente ni qué oculto resorte rozaron para inclinarla a pronunciar de manera inesperada unas palabras que ella misma se admiró al escuchar, aunque no se arrepintiera por su osadía:
—Yo seré quien pose para ese nuevo cuadro, que se me antoja precioso. Maese Dirc, consiento en ser vuestra ninfa del bosque y de buena gana me convertiré en vuestra modelo para que me pintéis con los más bellos colores de vuestra paleta.

© Extraído del capítulo 14 de mi novela  La historia escrita en el cielo2012. 


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