martes, 17 de marzo de 2020

Lenguas azules

Lenguas azules



Las eles larguiruchas de mi primer deseo,
desgarbadas y enjutas como yo,
las eses de mi párvula lujuria,
los adverbios de tiempo,
el verbo conjugado con temblor
y los dos nombres propios,
corazones de tiza a escala de la fiebre
que allí los dibujó.

Manuel Moreno Díaz, «Grafiti reencontrado», 2015



Nunca en la historia se había escrito tanto como ahora. Escriben los escolares desde su primera infancia y escribimos todos, adolescentes y ya maduros, como parte de nuestra rutina cotidiana. Leemos y escribimos. La escritura rápida es una forma de comunicación cada vez más en boga gracias a internet y las nuevas redes sociales, que siguen su expansión imparable e incluso impredecible. Saber leer y escribir se ha convertido en un bien de primera necesidad porque es preciso hasta para las actividades más básicas de la vida corriente, como compartir la receta del bizcocho de chocolate o poner en marcha la nueva lavadora, comprobar las contraindicaciones de un medicamento contra la gripe o aceptar las cláusulas de un contrato hipotecario que nos atará por muchos años.

Tal es la importancia de saber leer y escribir que en las últimas décadas del siglo pasado se acuñó el término ‘literacidad’ (o ‘literacia’) para definir esa habilidad o capacidad insoslayable, entendida como el conjunto de competencias que permiten a una persona recibir información por medio de la lectura, analizarla y transformarla en conocimiento que después se consignará por escrito. Así pues, en la literacidad prevalece ante todo el reconocimiento del lenguaje y su comprensión, pero además son cruciales las funciones que asumen lector y escritor como interlocutores dinámicos en un contexto determinado.

La palabra ‘literacidad’ es un anglicismo proveniente de literacy que define, en primer lugar, la «cualidad o estado de ser literate, en especial, la habilidad de leer y escribir»; y, en segundo lugar, «la posesión de educación» (Websters’s Encyclopedic Unabridged Dictionary of the English Language, 1996: 836. La traducción del inglés es mía). Quienes acuñaron este término en español defienden que su significado va mucho más allá del recogido por nuestra simple voz ‘alfabetización’: «acción y efecto de alfabetizar» (RAE, Diccionario de la lengua española, 2014: 102). Según se establece en el mismo diccionario académico, alfabetizar es «enseñar a leer y escribir», esto es, una actividad limitada a la decodificación y cuya única pretensión es preparar a los analfabetos para que conozcan y —tal vez— dominen un código lingüístico determinado. Sin embargo, pueden coexistir tasas altas de alfabetización con tasas ínfimas de lectura y escritura; es decir, pueden abundar las personas alfabetizadas que no comprenden lo que leen y a quienes les resulta difícil darse a entender mediante la escritura; personas a las que les cuesta interpretar significados implícitos o complementarios y que carecen de elementos de juicio para diferenciar, por ejemplo, entre un argumento y una manipulación cuando están escritos. Tampoco los adjetivos  literate inglés y ‘letrado’ español son equivalentes en significado por más que compartan idéntica procedencia del vocablo latino litterātus: los dos califican a una persona docta e instruida, pero se diferencian en que el adjetivo español puede también aplicarse en sentido irónico a quien presume de ser culto y habla mucho y sin fundamento, mientras que el adjetivo inglés se centra en resaltar sus conocimientos de lectura, escritura, literatura, análisis, juicio y demás semejantes.

Dejando a un lado estas diferencias de sentido que acaso no basten para justificar el fácil recurso a otro neologismo anglicista más en nuestra lengua española, detengámonos a observar a la persona lectora y escritora competente que contempla la literacidad: se dice de ella que debe ser capaz de manejar, junto con el conocimiento lingüístico, los valores, sentimientos y juicios pertinentes para producir sus propias creaciones de significado y desarrollar el saber. Pero surge una pregunta: ¿dónde aprende esa persona lectora y escritora competente, y quién le enseña?

Para la mayoría, la escuela era en el pasado el primer contacto con el alfabeto, la letra escrita y la lectura. En la actualidad, los niños conviven con una avalancha de «hechos de escritura», muchos de ellos relacionados con teléfonos móviles, tabletas y demás aparatos informatizados, y son capaces de comprender y utilizar buena parte de sus códigos a pesar de no estar todavía alfabetizados. Aun así, la enseñanza reglada de la escritura y la lectura sigue confiada a la escuela y a los profesores de lengua. En el pasado, aprender a escribir significaba ante todo conseguir una excelente caligrafía y, para lograrlo, practicábamos largas horas ensayando una y otra vez las letras con las que se componían oraciones cándidas del tipo «Mi mamá me mima» o «La vaquería se quema». Después venían los dictados, en los que había que reproducir lo que la maestra leía o inventaba para el caso, cuidando de no cometer faltas de ortografía. A leer se aprendía practicando primero en voz alta y después, cuando ya se dominaba la técnica, sin pronunciar palabra: llegar a la lectura mental era un grado y un orgullo.

Enseguida comenzaba también el estudio de la gramática: morfología y sintaxis, además de la memorización de las reglas de ortografía (a veces incomprensibles y recitadas sin ton ni son como la lista de los reyes godos). Se enseñaba lengua desde el primer grado de primaria, y literatura a continuación, hasta el fin de los años escolares. Era un estudio mecánico, una cantilena infantilizada que se repetía una y otra vez sin que se entendiera su objetivo ni se advirtieran avances. Se estudiaba porque sí y del mismo modo se olvidaba: no servía para nada práctico puesto que nunca se enseñaba a escribir, aparte de la caligrafía y la ortografía. Se hacían redacciones, sí, pero cada cual escribía como mejor podía porque jamás había nadie capaz de instruir en los mínimos rudimentos de la composición. Y, sin embargo, había que tomar apuntes, redactar trabajos, hacer exámenes escritos…

La llegada a la universidad suponía un aumento de la carga de escritura, pero ningún conocimiento específico sobre cómo afrontarla ni siquiera para aquellos alumnos que habían elegido estudios de letras. La disposición personal de quienes mostraban interés por esas materias y la lectura continuada contribuían a mejorar una expresión escrita para la que entonces no había enseñanza sistematizada. Y además pendía sobre todo el alumnado una espada de Damocles a la que ningún profesor que se preciara se olvidada de aludir desde el primer día de clase: cualquier falta de ortografía cometida en los trabajos o exámenes —que siempre eran escritos— garantizaría la reprobación, un suspenso sin remisión. Por suerte —o desgracia, según se mire—, esos mismos profesores tan estrictos eran incapaces de detectar la mayoría de los errores de bulto en los que ellos también caían.

¿Qué ha cambiado en la actualidad? Parece que no demasiado. La enseñanza de la lengua se repite machacona año tras año desde que se inicia la educación primaria y abarca nuevas ramas —como la pragmática—, pero sigue siendo una materia meramente descriptiva que aburre a la mayoría del alumnado. Recuerdo bien las quejas de mis propios hijos ante un aluvión de conceptos que, según ellos, inventaban los filólogos para tener trabajo asegurado y perpetuarse en el tiempo. También tengo presentes los comentarios de excelentes profesoras de lengua, capaces de conseguir que los adolescentes comprendan un temario complejo pero carentes de instrumentos para satisfacer el interés que han despertado en ellos: «¿Cuándo vamos a escribir nosotros?». Esta suele ser la queja más insistente al analizar los distintos tipos de textos y sus propiedades, por ejemplo. Pero sigue sin haber un lugar específico en el currículum para la enseñanza práctica de la escritura, tal vez porque exigiría esfuerzo y preparación a todo el profesorado, no solo al de lengua y literatura.

¿Cuál es la consecuencia? Como la ciencia infusa no existe, ocurre lo que era de esperar: cada vez son más los que cantinflean desde su lugar de trabajo, de reunión o de recogimiento. Hablamos de forma desatinada e incongruente para no decir nada y lo ponemos por escrito de cualquier modo, sin pararnos a reflexionar, colocando comas y puntos según caigan o nos suene bonito. Y otorgamos a la ortografía un valor ínfimo: ¿qué importa cómo se escriba si el mensaje llega de todos modos? Lo malo es que no llega, no nos engañemos. Así componía Cantinflas dictados o cartas en sus divertidas películas, repletas de malentendidos que daban lugar a situaciones disparatadas, empleando un lápiz antiguo de aquellos llamados de tinta que manchaban de azul la lengua porque había que mojarlos de saliva para que escribieran.

Lenguas azules… ese es el primer recuerdo que me viene a la mente al pensar en la escritura. «¡Mamá, ya sé escribir!», dije al llegar a casa, enseñando la lengua azulada y sacando del cabás el lápiz de tinta que acababa de estrenar esa mañana en el colegio. Pero no sabía: solo me habían adiestrado en la buena caligrafía. Nunca nadie me enseñó a inventar y escribir mis cuentos ni a componer cualquier otro tipo de texto, ni siquiera cuando llegué a la escritura con bolígrafo o pluma estilográfica. Reviví ese mismo recuerdo de mi inútil lengua azulada cuando, recién terminados mis estudios de licenciatura en la Universidad Complutense de Madrid, llegué a la ciudad de México con la esperanza de conocer al escritor Juan Rulfo y tuve la fortuna de comenzar a trabajar en Siglo xxi Editores, dirigida por Arnaldo Orfila y Martí Soler. Entonces más que nunca me di cuenta de lo poco que yo sabía de escritura y lo difícil que me iba a resultar corregir a otros… Para mi alivio, la primera labor que me encomendaron fue la de correctora de galeradas con atendedor y, por tanto, mi misión principal consistía en descubrir saltos de texto y subsanar erratas, asistida por Juan Jacobo Simón, mi atendedor, ahora profesor universitario de matemáticas.

En aquellos primeros años de actividad profesional tomé conciencia de que la lengua era la herramienta clave y, por tanto, había que ahondar en su conocimiento ―teórico y práctico― para sacar el mayor partido. Mi preparación fue autodidacta pero muchos me ayudaron. De Martí Soler aprendí ortotipografía y edición; de Elsa Cecilia Frost y Juan Almela, a escribir para ser traductora si no fiel, al menos traidora con causa; de Presentación Pinero de Simón y Carmen Valcarce, a corregir pruebas de imprenta, a cotejar y a compaginar; y de Javier Abásolo, a hacer larguísimos índices analíticos, a corregir bibliografías y a comprender la importancia de emplear con precisión el vocabulario, sobre todo cuando era técnico. Con la ayuda inicial de Juan Almela en México y de Javier Pradera y Manuel Bonsoms a mi regreso a España, poco a poco fui reuniendo una biblioteca especializada para resolver cuantas dudas se me presentaban, recurriendo a menudo a los libros de estilo de las diversas editoriales con las que fui colaborando y que por entonces solo eran de uso interno.

Antes de que en las décadas finales del siglo pasado se descubriera el filón que suponían esos manuales de autor y corrector o libros de estilo y comenzaran a publicarse con buen éxito uno tras otro, quienes se adentraban en el trabajo de edición y deseaban profundizar en sus diversos aspectos porque lo habían elegido como profesión debían recurrir a lo escrito por eruditos como Fernando Huarte Morton y, en especial, José Martínez de Sousa, cuya obra fue pionera en la recogida, sistematización y divulgación del conocimiento teórico y práctico imprescindible para la composición de textos impresos. En cuestiones de léxico y escritura, los diccionarios de María Moliner y Manuel Seco resultaban ―y resultan― fundamentales para resolver abundantes dudas y ampliar vocabulario. Pero no había manuales de composición dignos de mención, tal vez porque los escritores aprendían leyendo y compartiendo textos en tertulias literarias con otros escritores y, sobre todo, porque los que conseguían ser publicados por sellos de importancia contaban con la impagable labor, oculta casi siempre, de correctores editoriales que, como los zahoríes, conseguían hacer brotar agua en yermos y eran capaces de pulir rocas hasta convertirlas en diamantes.

Extracto de la «Introducción» a La lengua destrabada. Manual de escritura (Madrid: Marcial Pons, 2017).

La lengua destrabada

Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.  






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