Las eles larguiruchas de mi primer deseo,
desgarbadas y enjutas como yo,
las eses de mi párvula lujuria,
los adverbios de tiempo,
el verbo conjugado con temblor
y los dos nombres propios,
corazones de tiza a escala de la fiebre
que allí los dibujó.
Manuel Moreno Díaz, «Grafiti
reencontrado», 2015
Nunca en la historia se había escrito tanto como ahora. Escriben los
escolares desde su primera infancia y escribimos todos, adolescentes y ya maduros,
como parte de nuestra rutina cotidiana. Leemos y escribimos. La escritura
rápida es una forma de comunicación cada vez más en boga gracias a internet y
las nuevas redes sociales, que siguen su expansión imparable e incluso
impredecible. Saber leer y escribir se ha convertido en un bien de primera
necesidad porque es preciso hasta para las actividades más básicas de la vida
corriente, como compartir la receta del bizcocho de chocolate o poner en marcha
la nueva lavadora, comprobar las contraindicaciones de un medicamento contra la
gripe o aceptar las cláusulas de un contrato hipotecario que nos atará por
muchos años.
Tal es la importancia de saber leer y escribir que en las últimas
décadas del siglo pasado se acuñó el término ‘literacidad’ (o ‘literacia’) para
definir esa habilidad o capacidad insoslayable, entendida como el conjunto de
competencias que permiten a una persona recibir información por medio de la
lectura, analizarla y transformarla en conocimiento que después se consignará
por escrito. Así pues, en la literacidad prevalece ante todo el reconocimiento del
lenguaje y su comprensión, pero además son cruciales las funciones que asumen lector
y escritor como interlocutores dinámicos en un contexto determinado.
La palabra ‘literacidad’ es un anglicismo proveniente de literacy que define, en primer lugar, la
«cualidad o estado de ser literate,
en especial, la habilidad de leer y escribir»; y, en segundo lugar, «la
posesión de educación» (Websters’s
Encyclopedic Unabridged Dictionary of the English Language, 1996: 836. La traducción del inglés es mía). Quienes acuñaron este término en
español defienden que su significado va mucho más allá del recogido por nuestra
simple voz ‘alfabetización’: «acción y efecto de alfabetizar» (RAE, Diccionario de la lengua española, 2014: 102). Según se establece en el mismo
diccionario académico, alfabetizar es «enseñar a leer y escribir», esto es, una
actividad limitada a la decodificación y cuya única pretensión es preparar a
los analfabetos para que conozcan y —tal vez— dominen un código lingüístico
determinado. Sin embargo, pueden coexistir tasas altas de alfabetización con
tasas ínfimas de lectura y escritura; es decir, pueden abundar las personas
alfabetizadas que no comprenden lo que leen y a quienes les resulta difícil darse
a entender mediante la escritura; personas a las que les cuesta interpretar significados
implícitos o complementarios y que carecen de elementos de juicio para
diferenciar, por ejemplo, entre un argumento y una manipulación cuando están
escritos. Tampoco los adjetivos literate inglés y ‘letrado’ español son
equivalentes en significado por más que compartan idéntica procedencia del
vocablo latino litterātus: los dos
califican a una persona docta e instruida, pero se diferencian en que el
adjetivo español puede también aplicarse en sentido irónico a quien presume de
ser culto y habla mucho y sin fundamento, mientras que el adjetivo inglés se
centra en resaltar sus conocimientos de lectura, escritura, literatura,
análisis, juicio y demás semejantes.
Dejando a un lado estas diferencias de sentido que acaso no basten
para justificar el fácil recurso a otro neologismo anglicista más en nuestra
lengua española, detengámonos a observar a la persona lectora y escritora
competente que contempla la literacidad: se dice de ella que debe ser capaz de
manejar, junto con el conocimiento lingüístico, los valores, sentimientos y juicios
pertinentes para producir sus propias creaciones de significado y desarrollar
el saber. Pero surge una pregunta: ¿dónde aprende esa persona lectora y
escritora competente, y quién le enseña?
Para la mayoría, la escuela era en el pasado el primer contacto con el
alfabeto, la letra escrita y la lectura. En la actualidad, los niños conviven
con una avalancha de «hechos de escritura», muchos de ellos relacionados con
teléfonos móviles, tabletas y demás aparatos informatizados, y son capaces de
comprender y utilizar buena parte de sus códigos a pesar de no estar todavía
alfabetizados. Aun así, la enseñanza reglada de la escritura y la lectura sigue
confiada a la escuela y a los profesores de lengua. En el pasado, aprender a
escribir significaba ante todo conseguir una excelente caligrafía y, para
lograrlo, practicábamos largas horas ensayando una y otra vez las letras con
las que se componían oraciones cándidas del tipo «Mi mamá me mima» o «La
vaquería se quema». Después venían los dictados, en los que había que
reproducir lo que la maestra leía o inventaba para el caso, cuidando de no
cometer faltas de ortografía. A leer se aprendía practicando primero en voz
alta y después, cuando ya se dominaba la técnica, sin pronunciar palabra:
llegar a la lectura mental era un grado y un orgullo.
Enseguida comenzaba también el estudio de la gramática: morfología y
sintaxis, además de la memorización de las reglas de ortografía (a veces
incomprensibles y recitadas sin ton ni son como la lista de los reyes godos).
Se enseñaba lengua desde el primer grado de primaria, y literatura a
continuación, hasta el fin de los años escolares. Era un estudio mecánico, una
cantilena infantilizada que se repetía una y otra vez sin que se entendiera su
objetivo ni se advirtieran avances. Se estudiaba porque sí y del mismo modo se
olvidaba: no servía para nada práctico puesto que nunca se enseñaba a escribir,
aparte de la caligrafía y la ortografía. Se hacían redacciones, sí, pero cada
cual escribía como mejor podía porque jamás había nadie capaz de instruir en
los mínimos rudimentos de la composición. Y, sin embargo, había que tomar
apuntes, redactar trabajos, hacer exámenes escritos…
La llegada a la universidad suponía un aumento de la carga de
escritura, pero ningún conocimiento específico sobre cómo afrontarla ni
siquiera para aquellos alumnos que habían elegido estudios de letras. La
disposición personal de quienes mostraban interés por esas materias y la
lectura continuada contribuían a mejorar una expresión escrita para la que
entonces no había enseñanza sistematizada. Y además pendía sobre todo el
alumnado una espada de Damocles a la que ningún profesor que se preciara se
olvidada de aludir desde el primer día de clase: cualquier falta de ortografía
cometida en los trabajos o exámenes —que siempre eran escritos— garantizaría la
reprobación, un suspenso sin remisión. Por suerte —o desgracia, según se mire—,
esos mismos profesores tan estrictos eran incapaces de detectar la mayoría de
los errores de bulto en los que ellos también caían.
¿Qué ha cambiado en la actualidad? Parece que no demasiado. La
enseñanza de la lengua se repite machacona año tras año desde que se inicia la
educación primaria y abarca nuevas ramas —como la pragmática—, pero sigue
siendo una materia meramente descriptiva que aburre a la mayoría del alumnado.
Recuerdo bien las quejas de mis propios hijos ante un aluvión de conceptos que,
según ellos, inventaban los filólogos para tener trabajo asegurado y
perpetuarse en el tiempo. También tengo presentes los comentarios de excelentes
profesoras de lengua, capaces de conseguir que los adolescentes comprendan un
temario complejo pero carentes de instrumentos para satisfacer el interés que
han despertado en ellos: «¿Cuándo vamos a escribir nosotros?». Esta suele ser
la queja más insistente al analizar los distintos tipos de textos y sus
propiedades, por ejemplo. Pero sigue sin haber un lugar específico en el
currículum para la enseñanza práctica de la escritura, tal vez porque exigiría
esfuerzo y preparación a todo el profesorado, no solo al de lengua y literatura.
¿Cuál es la consecuencia? Como la ciencia infusa no existe,
ocurre lo que era de esperar: cada vez son más los que cantinflean desde su
lugar de trabajo, de reunión o de recogimiento. Hablamos de forma desatinada e
incongruente para no decir nada y lo ponemos por escrito de cualquier modo, sin
pararnos a reflexionar, colocando comas y puntos según caigan o nos suene
bonito. Y otorgamos a la ortografía un valor ínfimo: ¿qué importa cómo se
escriba si el mensaje llega de todos modos? Lo malo es que no llega, no nos
engañemos. Así componía Cantinflas dictados o cartas en sus divertidas
películas, repletas de malentendidos que daban lugar a situaciones
disparatadas, empleando un lápiz antiguo de aquellos llamados de tinta que
manchaban de azul la lengua porque había que mojarlos de saliva para que
escribieran.
Lenguas azules… ese es el primer recuerdo que me viene a la mente al
pensar en la escritura. «¡Mamá, ya sé escribir!», dije al llegar a casa, enseñando
la lengua azulada y sacando del cabás el lápiz de tinta que acababa de estrenar
esa mañana en el colegio. Pero no sabía: solo me habían adiestrado en la buena
caligrafía. Nunca nadie me enseñó a inventar y escribir mis cuentos ni a
componer cualquier otro tipo de texto, ni siquiera cuando llegué a la escritura
con bolígrafo o pluma estilográfica. Reviví ese mismo recuerdo de mi inútil
lengua azulada cuando, recién terminados mis estudios de licenciatura en la
Universidad Complutense de Madrid, llegué a la ciudad de México con la
esperanza de conocer al escritor Juan Rulfo y tuve la fortuna de comenzar a
trabajar en Siglo xxi Editores,
dirigida por Arnaldo Orfila y Martí Soler. Entonces más que nunca me di cuenta
de lo poco que yo sabía de escritura y lo difícil que me iba a resultar
corregir a otros… Para mi alivio, la primera labor que me encomendaron fue la
de correctora de galeradas con atendedor y, por tanto, mi misión principal
consistía en descubrir saltos de texto y subsanar erratas, asistida por Juan
Jacobo Simón, mi atendedor, ahora profesor universitario de matemáticas.
En aquellos primeros años de actividad profesional tomé conciencia de
que la lengua era la herramienta clave y, por tanto, había que ahondar en su
conocimiento ―teórico y práctico― para sacar el mayor partido. Mi preparación
fue autodidacta pero muchos me ayudaron. De Martí Soler aprendí ortotipografía
y edición; de Elsa Cecilia Frost y Juan Almela, a escribir para ser traductora
si no fiel, al menos traidora con causa; de Presentación Pinero de Simón y
Carmen Valcarce, a corregir pruebas de imprenta, a cotejar y a compaginar; y de
Javier Abásolo, a hacer larguísimos índices analíticos, a corregir
bibliografías y a comprender la importancia de emplear con precisión el
vocabulario, sobre todo cuando era técnico. Con la ayuda inicial de Juan Almela
en México y de Javier Pradera y Manuel Bonsoms a mi regreso a España, poco a
poco fui reuniendo una biblioteca especializada para resolver cuantas dudas se
me presentaban, recurriendo a menudo a los libros de estilo de las diversas
editoriales con las que fui colaborando y que por entonces solo eran de uso
interno.
Antes de que en las décadas finales del siglo pasado se descubriera el
filón que suponían esos manuales de autor y corrector o libros de estilo y
comenzaran a publicarse con buen éxito uno tras otro, quienes se adentraban en
el trabajo de edición y deseaban profundizar en sus diversos aspectos porque lo
habían elegido como profesión debían recurrir a lo escrito por eruditos como
Fernando Huarte Morton y, en especial, José Martínez de Sousa, cuya obra fue
pionera en la recogida, sistematización y divulgación del conocimiento teórico y
práctico imprescindible para la composición de textos impresos. En cuestiones
de léxico y escritura, los diccionarios de María Moliner y Manuel Seco
resultaban ―y resultan― fundamentales para resolver abundantes dudas y ampliar
vocabulario. Pero no había manuales de composición dignos de mención, tal vez
porque los escritores aprendían leyendo y compartiendo textos en tertulias
literarias con otros escritores y, sobre todo, porque los que conseguían ser
publicados por sellos de importancia contaban con la impagable labor, oculta
casi siempre, de correctores editoriales que, como los zahoríes, conseguían
hacer brotar agua en yermos y eran capaces de pulir rocas hasta convertirlas en
diamantes.
Extracto de la «Introducción» a La
lengua destrabada. Manual de escritura (Madrid: Marcial Pons, 2017).
La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.
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